Humanidad tumefacta,
picazón de esfínter
e histeria del corazón.
Nómadas de almas transferidas,
herrumbre a la que toda herida infecta.
Hemos sido arrojados
contra el viento embriagado de aromas lejanos,
esputos mil veces regurgitados,
mueca de hastío lancinante,
interminable imprecación a la nulidad,
esputos sanguinolentos lanzados
a la hoguera de la extinción.
Vigías impostores de la luz,
aspiramos falaz incienso para todos
o degustamos amarga miel de Olimpo.
No perdonaréis la ofensa,
lo inexpiable no puede perdonarse,
pero si la ofensa insiste
en ser tumulto de necios,
oculta tu rostro bajo la máscara de la filosofía,
la que con pámpanos
la cabeza de los asnos ha sabido coronar,
faunos disecados
que ni siquiera despiertan al atardecer.
Mil veces esputo sanguinolento,
aliento a vino malo,
túmulos de vanidad levantados
a la memoria del último hombre.
La sangre del dios,
los ríos de Paraíso,
la simiente de lo innumerable,
la multiplicación.
Algunos quisieron beber la sangre
para ser parte del cuerpo místico de los elegidos,
por tierras inhóspitas o devastadas
anduvieron errantes largos años
de estaciones cambiantes:
la tierra jamás volvió a reverdecer,
dormiréis entre cenizas apenas calientes.
“¿Cómo salvarme?” invocan algunos;
“¿qué debo hacer?” pregunta el que ya no conoce
los caminos de la tierra y el cielo.
El aprendizaje y su tiempo se acaban,
los jinetes nocturnos
al filo de la luna menguante
rodearán sepulturas vacías.
Deambular sin tiento,
olvidamos que nuestra cabalgadura
eran los lomos de un tigre hambriento.
Y tú, Liberado,
sostienes el mundo con tu erección
de vigilia
que camina por senderos sin pensamiento.
Niño crecido,
los párpados se cansaron de estar abiertos.
No lo absoluto de tantas leyendas
que acabaron en utopías,
sino la reciprocidad del respirar,
lentitud expirada,
eternidad a medida de los moribundos,
ojos cegados al sol de todos los desiertos,
manos ya desasidas de los maderos
de todos los naufragios imaginados.
No entre las olas altas ni en los oasis
nuestro absoluto,
pero hubo que mantener la erección
a lo largo de todas las vigilias.
El ara de los sacrificios
sigue fresca de sangre innúmera.
El hombre del siglo veintiuno
cuyos trajes valen más que él mismo.
“Me he preguntado a menudo, sin encontrar respuesta,
de dónde viene lo suave y lo bueno.
Tampoco hoy lo sé, y tengo que marcharme ahora.”
… Y Gottfried Benn curaba enfermedades venéreas y de la piel
en el Berlín de posguerra…