He buscado, como cada uno,
esa otra dimensión del amor,
en el lenguaje opaco de los siglos teológicos
y no descubrí ninguna Beatriz entre mis poemas;
en el lenguaje caduco de los cuerpos muertos
y no encontré ninguna Laura entre mis cartas.
Pero jamás volveré a descender
hasta donde sus almas se queman.
He comprobado cómo las mujeres de mi tiempo
se disfrazaron de nereidas enfadosas,
estériles vivientes del instinto satisfecho
por el matrimonio burgués,
falaces como llamas sin horizonte,
nada más que simulación inconsciente
y mezquindad prevista de lo cotidiano.
Pero jamás volveré a descender
hasta donde sus almas se queman.
Nosotros, hombres cansados de soledad,
borrachos de narcisismo y falsa suficiencia,
fáciles de convencer por precios benignos
y la santa certidumbre de una mesa y una cama,
dejamos de ser locuaces o tiernos,
bondadosos o canallas,
pero nos hundimos a veces
en una abismática seriedad profesional,
escuchamos a veces la prédica hipócrita
de un romanticismo ocasional que los burgueses
inventaron para ambientar sus hastiadas felaciones.
Sí, fuimos fáciles de persuadir
por alimañas del mercado y la pantalla.
Pero jamás volveremos a descender
hasta donde tantas almas se queman.
He buscado lo que todos buscan,
un cuerpo empático que me revelase
sin palabras de ensalmo el horror al vacío,
la reciedumbre de su sueño.
Así, vago, etéreo, celeste fui
algunas noches de otoño benévolo,
pero luego caravanas de perros hambrientos
que ladraban a la luna de otros otoños.
Pues, tarde o temprano, el cuerpo
deja de propagar incendios luminosos
o rayos de tormenta,
desconoce que ese amor
no es nada más que una burda jugada
entre los dados marcados de un juego impersonal,
cuyas reglas han extraviado los impostores del sexo,
las brujas de la terapia clitoridiana,
los dogmáticos del orgasmo estadístico,
los repugnantes carceleros de libidos evanescentes.
Pero hay un amor que sí conoce
el ímpetu fugaz de tantas jugadas fallidas
que a veces dejan el rastro
de la incertidumbre más valiosa,
en una vida que vamos abandonando
en el éxtasis de cada posibilidad incumplida.
Pero yo no volveré a descender
hasta donde las almas de mis amores se queman.
Entretanto, los cuerpos indóciles de mujer
no lo saben, no desesperan, no luchan,
hechos como están de corrientes cruzadas y alternas,
donde a veces llueve y a veces hay sequía,
donde la selva y el desierto se funden
en el centro hostil de las noches y las madrugadas,
donde a veces hay ardillas y otras veces hienas,
roedores del corazón y risas taimadas.
Y a estas alturas de nuestras vidas
no es honesto ni piadoso pensar contra ellas
y el poder milagroso de su fascinación antagónica,
pues todo hubo de vivirse
para que mi juventud indolente perdiese su encanto
y su destino de bellezas mejores,
para que ya no desee nunca más volver
a descender hasta donde las almas enamoradas
se queman, consumidas del hastío
de haber amado demasiado.