«LOGOS ESPERMATIKÓS» (INFANTES, 2000)

Amo las palabras que reservan un margen al silencio, no las palabras sobrexpuestas a la luz aniquiladora de los datos objetivos de la conciencia.

Amo hasta la desesperación su pulcritud irónica, su forma de oponerse a mi existencia evidente; su pose para dormir cuando soy yo quien duerme; su estallido incongruente cuando no quiero despertar.

Amo la convención que me preserva de la locura de pensar por mí mismo; su resistencia a agotarse en cualquiera que las corrompe con la buena voluntad de exponerse a lo que hay,  como si ellas mismas no fueran lo persistente en cada solicitud ya dada de un sentido para siempre terminado.

Amo el resplandor sin origen de su nada, la falsedad en que me convierten cuando la ilusión me ata a ellas y quiero castigar sin reconocerla su extrema vanidad, su engreimiento de superarme en todo lo que digo contra ellas.

Amo su regla de juego, porque jugando me vence y nunca quiero ganar la inútil recompensa con que a veces me consuelan, apiadadas de mi desesperación en esta lucha donde su genio es mi cómplice y así lo quiero.

Amo el desasimiento de que están hechas para burlar a los apesadumbrados celadores de la ignominia de existir, hijo incestuoso, fruto de ese obsceno concubinato con los dobles.

Amo el desprendimiento con que los arrojan a su sabia alquimia – ellos, vacíos de ser, estúpidos propietarios de su nada, la que siempre traspasa la última frontera que los mantiene cuerdos y cordiales.

 

 

 

 

 

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