La sala de máquinas está inundada hace tiempo. Las bombas de achique dejaron de funcionar.
El capitán, después de sofocar los gritos de auxilio, se decidió a bajar. Con su habitual aire, entre ufano y atolondrado, alzó la voz y expresó un placentero pensamiento, conciso y normativamente válido, pese a su desusada vigencia: “Señores, hagan paso a la Autoridad”.
La tripulación, formada por una inmejorable selección de psicofantes y tragaldabas, apreció tales palabras, arrió los botes, se despidió del pasaje y se dio a la mar.
Cuando la explosión iluminó los cielos horas después, Capitán y tripulación ya cenaban en un hotel de lujo, a resguardo, en una isla paradisíaca, y brindaban entre risotadas y daiquiris.