Estimado compañero:
He recorrido un largo camino hasta llegar a lo que voy a escribir respecto del poder tal como lo entiendo ahora. Aquí, me parece, nos separamos los dos en una interpretación sobre la naturaleza material del poder. En mi caso, quizás sea parte de un delirio secreto que me conmueve desde la infancia y la adolescencia. Debo confesar que los castigo físicos que los maestros proporcionaban generosamente a mis compañeros escolares, en mí provocaban estados muy complejos de miedo, rencor y, sobre todo, una indecible dicha, un placer difícil de explicar.
¿Cómo el dolor puede causar placer? Esta pregunta, repito, secretamente es algo que me he planteado con frecuencia, refiriéndola a casi todo: la moral, la política, la relación sexual, la violencia, la guerra, el orden social… Me doy cuenta de que esto suena raro, pero, por ejemplo, de Nietzsche me interesan sus ideas sobre el sufrimiento y la crueldad como factores creativos, educadores… De Heidegger, los análisis sobre los estados de aflicción límite: la angustia, el aburrimiento vuelto contra sí mismo, la imaginación del propio ser como destinado a la muerte: modos de la autosuperación.
Llegado aquí, era relativamente fácil sacar las conclusiones. Dondequiera que se aplique este fino bisturí del dolor placentero o el placer doloroso (así definía el propio Nietzsche lo inextricable de una función sólo aparentemente placentera: el orgasmo), uno se encontrará ante la obligación de reconocer la verdad.
El poder tiene que grabarse en los cuerpos
Sinceramente, no entiendo cómo, siendo conocedor de Sade, si te lo tomas un poco en serio, no alcanzas a entender qué fue verdadera e históricamente el nazismo, no el de la masa adoctrinada y siempre plebeya con sus estúpidas consignas raciales sino el de los iniciados (que no necesariamente estaban adscritos al partido o a cualquier organización ejecutiva), más allá de la galería de los horrores, la culpabilidad o la moralización de los vencedores. Tomar a Eichmann como modelo del nazismo es una argucia muy inteligente para la propaganda dominante (la Arendt no era políticamente tonta), porque sirve para que al hablar de «la banalidad del mal», los propios judíos banalicen de cara a la galería mundial sus crímenes, los cuales cada uno juzgará como desee sin que dejen de ser crímenes intercambiables con los de sus antiguos verdugos, de quienes en el fondo siempre se han sentido envidiosos. Procedimiento que los estadounidenses emplean con fruición y notable éxito comercial en sus narraciones cinematográficas y en su patética actividad «guerrera».
Cuando superé mi náusea, humanamente convencional, ante las imágenes de los cuerpos apilados en los campos de exterminio, empecé a entender mejor los escritos póstumos de Nietzsche (siempre he creído que Nietzsche debería estar prohibido para que sólo unos pocos pudiéramos gozarlo en solitaria profundidad) y sólo ahora empiezo a entender algo de la insensata lógica secreta de Sade. Cuando llegué al éxtasis con la destrucción de las Torres Gemelas, ya había recorrido otro trecho no menor en esta alocada carrera de la deshumanización intelectual.
El nazismo no es más que el nombre y el esbozo de un Estado ideal en el que la dominación deja de ser formal, espiritual o mental y pasa al acto en ejercicio sobre los cuerpos, sobre la vida y la muerte de los cuerpos. Es la única forma moderna de corporeización del poder, de ahí su semejanza con las formas esclavistas de explotación, que son las únicas que hacen devenir grandes, arrogantes y hasta hermosos a los hombres: se acabó el ridículo pastoreo servil de las bellas almas cristianas o secularizadas, ahora se pasa a cosas realmente serias. El cristianismo y las ideologías seculares son los instrumentos de una interiorización de esta condición servil ennoblecida con el pretexto o coartada de una «relación íntima» con Dios o de una «libre emancipación» de la humanidad o de algunos grupos «humillados» de ésta.
Los progresistas (los que estén suficientemente alfabetizados, digo) que leen a Sade, Nietzsche, Foucault o Bataille (y otros de su misma secreta desinhibición) no se dan cuenta de que todos ellos son los teóricos de un poder innombrable y clandestino, de improbable realidad objetiva, al que explícitamente prefieren y consideran superior, pero casi nunca nadie tiene la temeridad de mencionar el nazismo, que es su único modelo moderno de corporeización, tal como ya lo veía Bataille a regañadientes, bajo el signo de la trasgresión «sagrada» o lo «sagrado» como trasgresión. En este sentido, ciertos aspectos del nazismo y el Estado por él creado son el Inconsciente clandestino de algunos intelectuales que se niegan a sí mismos su verdad.
Todos sabían más de lo que escribían y callaban mucho, estaban a la defensiva para reprobar este «mal radical», de cara a una opinión inepta y recelosa, educada en los valores gregarios, que son los que operan la definición más baja del hombre. Pero nuestros sueños sobre el poder son inconfesables y no pueden ser silenciados, aunque la fuerza de las cosas los haga acercarse mucho a este gran modelo único. Todo sueño de poder es una cierta idea sobre lo que significa disponer libremente de un cuerpo ajeno. Esto es una evidencia metódica. Aquí hay que guardar silencio, porque para la gente común empieza la psicopatología.
La cuestión de fondo es siempre la misma para mí: la denuncia de la corrupción amoral del poder es ella misma la forma en que el poder, en su efectiva amoralidad, se autorreproduce. Yo lo escribo y lo pienso en serio: el verdadero poder es algo que la gente normal ni se imagina lo que es o puede llegar a ser, ya que para tener una vaga idea o experiencia de él hay que haber antes experimentado a conciencia (y aunque sólo sea imaginariamente) toda posible abyección y envilecimiento humano llevado a sus últimas consecuencias.
La gente cree que el poder es la mera administración de las cosas, y en ese sentido toda nuestra sociedad es la realización del ideal marxista y en general progresista, pero también liberal, humanitario y democrático: la Modernidad ha significado la liquidación de las formas de poder y dominación corporales y su sustitución por complejos mecanismos de condicionamiento mental y comportamental. Para a la bestia humana hay que criarla como se domestica a un animal salvaje. Sólo así pueden obtenerse bellos ejemplares. No estoy seguro que estos ejemplares vistieran de Galiano.
El otro secreto del poder es su reversibilidad (precisamente algo que solamente Jean Baudrillard ha formulado en ensayos para iniciados: «Olvidar a Foucault», «De la seducción», «Las estrategias fatales» … los cuales contienen pasajes-clave para evaluar la naturaleza del poder, si es un poder seductor y fascinante o un poder débil y cobarde): quien lo ejerce hasta el límite debe aceptar como condición previa su propia aniquilación, porque el verdadero poder está seducido por su propia violencia, hasta el punto de que la que dirige contra otros revierte, tarde o temprano, sobre él mismo. El poder es narcisista y autodestructivo como lo es la sexualidad en el sentido sadomasoquista más puro.
Esa es la grandeza, mucho más que histórica, del Estado nazi. Se habla compungidamente del monstruoso daño que los alemanes infligieron a otros pueblos, nadie afirma nunca que los propios alemanes se destruyeron porque así lo quisieron desde el momento en que renunciaron a la civilizada convivencia mundial en un pacífico reparto del Mercado y las áreas de influencia. También ahí hay una grandeza que rusos y estadounidenses desconocen por completo: jamás sus élites se hubieran suicidado en una apuesta frontal al límite de las posibilidades, en una sobrepuja enloquecida que para mí resulta lo única admirable de la época contemporánea. También ésta es la verdadera raíz de mi admiración por el antiguo Japón.
Quizás el sentido último de la democracia actual sea el de impedir que la podredumbre del poder como tal salga a la superficie, si bien la filtra en pequeñas dosis y a distancia. La gente de estómago delicado no lo soportaría, como no soporta las imágenes más duras de «Saló», algo con lo que yo estaba compenetrado ya a los 17 años. El sexual es sólo un modelo experimental y tal lo es, en definitiva, en la obra de Sade, que precisamente sólo en el periodo europeo de entreguerras, en medio de la mutilación visible de los cuerpos, las pasiones desatadas bajo especie bélica, largamente adormecidas por la sociedad burguesa, fue por vez primera entendido rectamente por intelectuales muy radicalizados, en un sentido políticamente muy ambiguo, como el propio Bataille o por Klossowski, sin olvidar a otros miembros de la «conjuración sagrada», como Leiris y Caillois.
Una hipótesis maximalista sobre el deseo pero ella misma vuelta cuerpo en el texto que enreda los cuerpos imaginados. El propio Freud tuvo que barruntar algo de todo esto, después de medio siglo tratando con los síntomas psicopatológicos, en «Más allá del principio de placer»: que el impulso, la base pulsional, como quiera que se llame, vincula en una unidad de ambivalencia inextricable, el deseo y la muerte, confluyendo en la potencia silenciosa del cuerpo. El padre de todo este proceso interpretativo es, otra vez, el propio Nietzsche, cuya «fisiología» de las valoraciones tiene como fondo una representación del «cuerpo» como fuerza y devenir, salud y enfermedad, conceptualmente muy productivas, como muestra la parte por él fertilizada del mejor pensamiento francés. Lo poco que ha aportado realmente original y novedoso al fundamento alemán: la combinación Nietzsche-Sade, sobrepujada, la cual puede producir bellos monstruos.
Yo entiendo a los poderosos, sobre todo a los grandes tiranos, casi todos autistas y moralmente monstruos o minusválidos morales. Ahora bien, ese es el precio que hay que pagar por disponer de aquello que a los otros les está vedado. Es el tema efectivo de la película de Passolini, aunque como buen humanitario izquierdista, pseudo-antifascista de pro, rechaza reconocerse en ese drama del poder auténtico, sin máscara: pero el propio Passolini explotaba carnalmente los cuerpos lumpemproletarios de los «chicos del arroyo» (el título de una de sus novelas, donde estetiza a conciencia la elección sodomita hipermasculina como forma de gran distinción, a ser posible dirigida hacia objetos viles y canallas del inframundo obrero).
No soporto ninguna forma de hipocresía: para vivir o morir, lo mejor es no olvidar lo que se es y se ha llegado a ser por vías secretas o no tan secretas. Las democracias contemporáneas no han cambiado las reglas de juego (para entenderlas hay que captar a fondo el sentido de la máxima de Heráclito apenas conservada: “el universo más hermoso: un vertedero”): tan sólo permiten que los cretinos gocen, en su reflejo degradado y sin estilo, de lo que en toda otra sociedad bien organizada sólo corresponde a los mejores: la total impunidad, la arbitrariedad, el salvajismo del capricho, la ilimitada rapacidad del deseo. No hay que creer en los espejismos de una racionalidad humana más allá del puro cálculo (ya Hume redujo la tan cacareada «racionalidad» al mero cálculo): la mezquindad de la gente corriente se debe a que hace el mal en pequeño, pero se indigna, con sonora y vacua estridencia, del mal a gran escala, querido, deliberado, trasformado en fuerza y devenir ascendente.