Estimable académico en ciernes:
Me hago cargo de tu abatimiento rápidamente superado al chocar contra el muro académico, no de hormigón sino de franco idiotismo. Tu «Aufhebung» anímica demuestra resistencia ante la anónima estupidez, envolvente y siniestra.
Lo que me cuentas sobre la entrevista con otro ínclito representante de nuestra raza, en su versión académica menos floreciente y más inercial, no me sorprende, cualquiera que sea el nivel o ámbito o corriente intelectual, incluso universitaria, en que te muevas. No sé cuáles son tus expectativas respecto a tu futuro profesional, pero ya sabes que en España es casi una imposibilidad ontológica el medro legítimo en función de verdaderos méritos, no digamos ya de originalidad.
En las Universidades e instituciones varias de «saber» (el cual es anterior a la investigación y a la erudición: sin «voluntad de saber» auténtica, no hay nada, por eso hay tan poco en estos yermos españoles), como ese inefable instituto con un nombre reverendo pero que ni sus propios «funcionarios» se toman en serio (según lo que cuentas), debería estar escrito, un poco como a la entrada del «Inferno» de Dante: «Olvidad toda esperanza», en este caso la de tener honestidad o independencia intelectual.
Lo que florece en todos los ambientes, desde lo más alto a lo más bajo de la escala «cultural», es una raquítica hojarasca. Pásate por una buena librería y verás lo que se publica, en todos los géneros. O todavía peor, pásate por un aula de la secundaria española: ahí queda ya todo explicado, lo que fuimos y lo que seremos. Si el «socialismo» a la española tiene tanto éxito desde hace 30 años, ello es debido a que toca el fondo del «modus hispanicus» de la existencia: para mí, el de la total asepsia moral hacia cualquier autoexigencia de superación, de emulación, de modelarse a sí mismo.
Yo, por mi parte, estoy curado en salud. Prefiero padecer de pornografía metafísica y practicar este vicio solitario sin ambiciones. Mi problema es que me vuelvo loco cuando leo la palabra «ser», «existencia» y cosas así. También la abstracción puede ser un vicio y no de los menos peligrosos, aunque no conlleva enfermedades venéreas y puede que sí mentales.
Tengo una inclinación a lo decadente y maligno que me preocupa ya hace tiempo. He visto con los años que la forma alemana de pensar es, realmente, una manifestación de «decadencia», entendida ésta como una especie de «gnosticismo» adaptado a la Modernidad: espíritu, voluntad, existencia son otros tantos nombres de las almas que sufren el violento descenso a lo corpóreo y una vez encarnadas no saben cómo escapar a esta prisión, llámese realidad, mundo, tiempo o historia.
Para volver soportable esta condición de destierro, Hegel encarnó el Espíritu en la Historia, a fin de sacralizar el acontecer y darle un sentido; Schopenhauer se volvió un fatalista del «querer» ciego cuyo evidente modelo sensible es lo que hoy llamamos «sexualidad», que nunca anda lejos de convertirse en un «daimon» para el hombre, por defecto o por exceso; Nietzsche hizo la tentativa de escapar mediante la sobrepotenciación de lo humano, buscando transfigurar la imagen del hombre; finalmente Heidegger, acogiéndose al hecho irreductible de la finitud humana, prefirió abrir la cuestión de la vía de escape en la búsqueda de otro posible sentido de lo que llamó «ser»: es decir, otro horizonte de sentido que queda siempre por venir.
Creo que esa aparente y no deliberada «germanofilia» que me atribuyes a veces abusiva pero amistosamente es en mí resultado de una sádica perversión antiespañola que me devora desde que era poco más que adolescente. Recuerdo que ya en COU elegí la constitución del partido nazi y el expresionismo pictórico alemán de los años 20 como temas de trabajo para la evaluación final, en un momento en que se discutía el referéndum sobre nuestro ingreso en la OTAN en 1986: ya entonces nuestra historia y nuestra cultura me eran bastante ajenas, a pesar del amor a los clásicos españoles, que siempre he respetado como lo mejor de nuestro peculiar «modus essendi». Mentalmente, yo estoy exiliado de lo español desde hace veinte años y me hubiera marchado definitivamente si hubiera tenido la oportunidad en su momento.
Mis intereses, sin que al principio yo mismo lo supiera, han estado marcados por lo alemán. «Ser y tiempo» me impresionó muchísimo cuando lo leí por primera vez poco antes de cumplir los 20 años, en 1988. Lo mismo que «La genealogía de la moral» cuando la leí muy insuficientemente hacia 1986 o «Así habló Zaratustra», a primeros del 87. Estas cosas condicionan más de lo que uno puede llegar a concebir, silenciosa y secretamente. Y todavía estas obras, entre otras, son de culto para mí. La España que yo conocí en aquellos años era la de una sociedad provinciana, que despreciaba con furor y rabia todo lo que para mí era valioso.
Yo mismo nunca me he sacudido este provincianismo que adopta una forma de cosmopolitismo mental por razones de estrechez insuperable. La Granada universitaria de finales de los años 80 todavía conservaba bastante «pedigrí» pero las inquietudes de la gente eran inexistentes. Recuerdo que sólo un compañero las tenía en grado eminente, pero a mi juicio estaba un poco obsesionado con la «cosa en sí» de Kant y su relación con la «voluntad», la » Wille» de Schopenhauer: su familia tenía demasiado dinero y podía permitírselo.
España sólo me es conocida en el plano histórico y literario, por mi formación, no en el campo de su producción filosófica, o puramente pensante, fuera de los ensayistas canónicos. Es un prejuicio muy extendido el de atribuir una falta de aptitud casi congénita para el pensamiento abstracto a los españoles. No lo comparto, pero creo que la fuente del pensamiento es la interioridad, en el sentido de un retiro o enajenación del mundo circundante: distancia que el español sólo es capaz de tomar bajo la modalidad de la sátira, la parodia, el chiste y la anécdota más o menos ingeniosa, pero no la sabe tomar en el plano de las ideas y los conceptos elaborados.
Lo cierto es que Ortega me agrada por lo que en él hay de alemán, lo mismo que lo mejor de Unamuno es lo que en él se transviste de kierkegardiano. Ambos pertenecen, en gran medida, a un tiempo inactual. He reflexionado mucho a lo largo de mi vida sobre esta extravagante autoexigencia de desvincularme de lo español, lo que no deja de ser una contradicción insensata para un filólogo hispánico. No es sólo un problema mío, sino un auténtico problema generacional para los nacidos y formados, pongamos, en el intervalo 1940-1970.
Permíteme unas reflexiones metahistóricas muy vagas y generales, anecdóticas en suma, pero para mí de capital importancia. La realidad auténtica vive en la minucia, en los detalles, no en las grandes recapitulaciones o relatos. Lo que se hundió en 1588 no fue ese mito de la «Armada Invencible» sino la totalidad del proyecto y las posibilidades de un Estado y una sociedad finalmente destruidos. Aquello fue nuestro particular Stalingrado.
Cioran está en lo cierto, en varios de sus mejores ensayos, en particular en el que lleva por título “Sobre una civilización exhausta”, creo que recogido en La tentación de existir, cuando habla de Europa como un «club» senil y exquisito de naciones y pueblos fracasados. Según él, España es la veterana y decana: la primera en llegar a la cumbre y la primera en descenderla… hasta el punto de que nunca ha dejado de descender la pendiente. Los alemanes han sido los últimos en afrontar este terrible experimento, es cierto que puesto en marcha por ellos mismos y un mefistofelismo que quizás les venía grande: en este sentido, todos los europeos pertenecientes a viejas grandes naciones, en distinto grado, somos unos resacosos tras la orgía de poder y sangre (contra la que no me predispone ningún prejuicio humanitario o filantrópico) o rehabilitados de la droga grandilocuente llamada «Historia».
También wagnerianamente lo alemán me atrae en cuanto alegoría viviente de grandeza y caída, oriente y ocaso, comienzo y final. Me resulta fácil hacer mía la famosa sentencia de Anaximandro, según la traducción de Nietzsche: «De donde las cosas tienen su origen, hacia allí deben sucumbir también según la necesidad; pues tienen que expiar y ser juzgadas por su injusticia, de acuerdo con el orden del tiempo».
En la Historia, sólo existe una oportunidad y España la destrozó sin mayores preocupaciones: es el mismo pueblo grotesco que cuando los estadounidenses hundían los ridículos restos de nuestra flota en 1898 iba a las plazas de toros a vitorear a algún héroe taurino del momento. Según Ortega, el mal de los españoles es su profundo plebeyismo: aquí se cercena todo lo que crece robusto, sano, selecto… La nobleza española es el ejemplo máximo. Ni un sólo «gran hombre», ni un sólo modelo escultórico: el hombre español no se esculpe a sí mismo, se deja hacer… Todo español es «pueblo» y no aspira a nada más. Y nuestro «Volksgeist» no es admirable: ni en sus obras históricas ni en su desarrollo espiritual.
Decías en la conferencia que no hay un «ser» español sino un «estar», en el sentido de un «estar abiertos» a todos los vientos del mundo y dejarse llevar un poco por ellos: plasticidad de lo transitorio y aventurero convertido en fuerza y raíz. Eso fue cierto en un cortísimo intervalo temporal que apenas comprende el periodo de 1480-1580, alargando un poco la cronología. Los análisis de Maravall padre, entre ellos su gran libro «La cultura del Barroco», muestran efectivamente una sociedad dinámica y abierta, creativa y enérgica, que en apenas unas décadas perdió toda vitalidad, anquilosándose en un encierro solipsista sobre y desde el que tanto escribió Unamuno. Tu idea es positiva cuando hay realmente vivo un fuerte espíritu aventurero; cuando no lo hay, existe lo que conocemos en nuestra historia hasta el día de hoy mismo. Carme Chacón será Presidenta… Pero da lo mismo. Lo será esa otra patética nulidad que es Rajoy. Entre chochitos polares y güevones parejeros anda el gran juego eterno de España.
Las causas, de ser imputables con un poco de distancia y hasta comprensiva objetividad, han sido muy debatidas, hasta el punto de que esta larga discusión, sólo al alcance de pocos, ha provocado la constitución de un sedimento de discordia que sólo en España subyace a la división sobreañadida a las facciones políticas izquierda/derecha, y a su vez dentro de cada una de ellas. Todo el debate decimonónico entre tradicionalistas católicos, liberales conservadores, liberales progresistas, republicanos, y luego nacionalistas (y eso sólo dentro de la clase dirigente y sus apoyos sociales: ninguna «burguesía» europea ha estado tan fragmentada) se debía, como primer motor, a una definición del Estado, un Estado fracasado desde el punto de vista de las sucesivas tentativas de transformación: no tuvimos verdadera monarquía absoluta sino un engendro dinástico-federal bajo título monárquico, extranjero desde la muerte del último verdadero, Fernando de Trastamara; no tuvimos verdadero despotismo ilustrado salvo el protagonizado en las etéreas nubes de los textos legales por un pequeño grupo de nobles y burgueses cuya influencia fue muy limitada y pasajera; no tuvimos tampoco un verdadero régimen liberal ni parlamentario capaz de organizar a las fuerzas realmente vivas; incluso nuestro fascismo tardío no es ni siquiera un remedo del verdadero fascismo. Lo que fue verdad en un contexto dado, se vuelve caricatura y parodia en otro para el que está inadaptado, tal como Marx veía la figura de Luis Napoleón en su «18 Brumario» respecto a su tío, el bajito pichacorta al que engañaba Josefina con fornidos dragones.
La prueba de esta verdad de bolsillo, quizás sobrepolitizante, es que hoy mismo todo el problema se reduce a la articulación entre Estado y Sociedad, a lo que hay que añadir la propia desestructuración del Estado y sus instancias, jurídicas en especial.
La tradición española está partida, quebrada, como lo está la propia sociedad española desde finales del siglo XVI. Hay gente universitaria joven, de nuestra misma generación que se ocupa del neo-escolástico Suárez o del jesuita Zubiri, de quienes no tengo sino muy superficiales referencias, pero yo no puede sentirme arraigado en lo español y no por ningún esnobismo sino quizás por afinidades electivas, temperamentales o por cualquier otra determinación del ser inextenso llamado alma o así.
Quizás haya sido una desgracia que no nos hiciéramos protestantes… como otras tantas cosas que nos faltan: con guerras de religión en el XVI, no habría habido guerra civil. Aunque esto lo anoto sin verdadera convicción, pero como historia-ficción no estaría mal imaginar esta hipótesis. La élite erasmista que actuó en la sombra entre 1520-1540, durante el periodo de las ausencias del grotesco emperador Carlos V, podría haber actuado como facción dirigente de una lucha contra las propiedades de la Iglesia, y de hecho tal era su objetivo, del que dan cuenta obras como «Lazarillo de Tormes» y otras menos conocidas (los castizos niegan la densidad ideológica de nuestra mejor literatura; académicamente les va la vida en ello, de tal modo que, salvo Américo Castro, casi nadie reconoce el erasmismo de Cervantes): sin la renta de la tierra colocado en las debidas manos, no hay acumulación primitiva de capital. Y eso pasa por la necesaria expropiación de la Iglesia: cuando por fin se hizo en el siglo XIX, con tres siglos de demora, ya era demasiado tarde y los resultados fueron contraproducentes.
En el momento en que la burguesía europea invertía en la gran industria, la burguesía española compraba tierras para que sus individuos más parasitarios vivieran como rentistas urbanos. La ruralización se prolongó otro siglo y un nuevo retraso en el ritmo ya retrasado de la sociedad española sofocó toda posibilidad de crear una verdadera clase capitalista que integrara hábilmente a unos terratenientes de mente abierta y gran visión política y unos grandes industriales expansionistas y depredadores: el modelo alemán que va de 1870 a 1945, también fracasado, por razones quizás de la eyaculatoria precipitación hitleriana por construir a la fuerza la «Grössraum» geopolítica.
En España (pero hay un consuelo vengativo: también en Europa) todo es residual: lo bueno y lo malo lo hemos heredado ya hecho y nadie se ha atrevido nunca a deshacer ni lo uno ni lo otro. Ahora ya es tarde, porque lo que por pereza seguimos llamando «España», «Estado Español», etc, todo eso ya no existe: el futuro pertenece a los sepultureros (todos los independentismos conseguirán sus objetivos y yo, desde esta posición apocalíptica, no lo lamentaré: desde hace años creo que las naciones históricas están llamadas a desaparecer, absorbidas, como las polis griegas de la época helenística y luego romana, en una vasta estructura, amorfa y sin identidad: la Unión Europea es sólo una prefiguración en formato reducido y abatido). Cuando al enemigo se le tiene en casa (un socialismo cuya supervivencia depende de la alianza permanente con los independentismos y cada vez más impulsor de ellos en el nivel maximalista) y el llamado «pueblo» carece de instinto para proteger sus intereses, nada hay que esperar.
Hace demasiado calor en España para dedicarse a la interiorización de la experiencia y extraer desde la propia conciencia las normas de conducta. «Un Dios habita en mí»… no suena nada español, salvo quizás en ese portento de mórbida naturaleza que fue Lope de Aguirre: ojalá hubiéramos tenido muchos como él. Con ese material, de predisposición heroica y sobrehumana, ese animal de presa, jorobado e incestuoso, una vasca «bestia rubia» (tanto más en la delirante interpretación del actor Klaus Kinski), un auténtico «Príncipe», desde luego no católico ni cristiano, podría haber soñado con hacer grandes cosas.
La mejor definición de la «espiritualidad» española (no sólo ni principalmente en el ámbito religioso popular: vale para todos los demás, bajos o elevados) es de Valle-Inclán: «Un cuento de viejas que disecan el gato cuando se les muere». Desgraciadamente ha sido y es así. Y Lope de Aguirre no tiene estatuas, ni siquiera en el País Vasco o Navarra.