El médico me lo dijo. “Por favor, reflexione: no hay razones para echar la bilis, no las hay verdaderamente”. Lo dicen hasta los amigos. No hay razones para echar la bilis. ¿De qué color es la bilis? Nuestra úlcera no es un agujero negro ni un agujero rosa. ¿Debo poner el dedo en mi propia llaga?
Mamá vino ayer con leche desnatada y magdalenas esponjosas que huelen a manos de panadero. Mamá está preocupada por mí, por mi úlcera, por mi soledad, por mi suciedad. Trae detergente y limpiavajillas, y un albornoz nuevo y esponjoso como las magdalenas. Mamá no cree en la libertad formal, no se lo reprocho, dice que ninguna madre puede creer en ella. Cuando echo la bilis, miro el retrato de mamá y el mundo se me hace pequeño, como un osito de felpa. Ayer, mientras llovía, yo estaba desnudo mirando la pared a unos veinte centímetros de mis ojos entrecerrados: era mi cunita y la sedosa cortina de encaje trasparente que ella cerraba antes de ir a dormirse con aquel hombre que gritaba números, con una voz humosa y marchita. Mamá no tiene esa voz ni esos modales tan aritméticos, nunca me ha hablado de cheques y gastos. Mamá me da dinero y calla.
Fátima no pudo cortar el cordón umbilical, ni Isabel, ni Paloma, ni Claudia. Ninguna me trae magdalenas cuando viene a verme, ninguna dice que la bilis es del color de los dátiles y las trufas, ellas tienen ojos para todo y para mí, pero sus retratos están enneblecidos y no puedo vomitar cuando los miro.
Desde hace tres semanas no he vuelto a ver a mamá. No es verdad que viniera ayer, entonces no sé por qué me engaño. El sofá sabe la verdad y la cama, estas sábanas a rayas celestes y rosadas saben la verdad, como nadie podría saberla. Mamá las tendió hace tres meses y así permanecen.
Fátima vino el miércoles a lavarme la ropa sucia acumulada desde el mes de diciembre. Me dejó que le besara los lóbulos parietales y me dio las buenas noches. Yo no beso jamás la boca. Mamá dice que la boca trasmite enfermedades contagiosas.
Claudia vino el sábado y me trajo mantequilla holandesa y postales de Europa oriental, escritas a máquina por rusos o ucranianos muy necesitados de afecto y comida.
El domingo vino Paloma, gorda y cebada por dos semanas en Sicilia con estúpidos turistas noruegos que sonreían ante cámaras digitales bastante uniformadoras, y me dejó que le tocara la boca rosada de carmín (lo conozco bien, una marca muy común que huele a sexo de morsa muerta). Lo peor es que a veces esos obscenos ogros peludos se parecen a mí, y entonces debo huir de la cama, porque hay hombres que olvidan su propia animalidad.
Pero mamá me protege. Saco su foto a los treinta y siete años, con su traje gris perla y su camisa roja, y me siento como Dante de la mano de Beatriz. Entonces soy capaz de levantarme y coger una lata de cerveza del frigorífico.
Nada me descubrió Isabel que ya no hubiera conocido en mamá: tenía la costumbre imposible de tender la ropa con un solo palillo. Yo no solía centrifugar la ropa recién lavada, de manera que la extraía de la lavadora y la colocaba indiferentemente en cualquier parte. Eso no se hace, lo sé, pero ¿dónde podría encontrar el orden que ya no puedo reconocer sino cuando pienso en mamá o la tengo a mi lado?
Creo que me lo he dicho muchas veces. No me gustan que piensen que soy como un calcetín sucio tirado por el suelo. Cuando tenía miedo de estar solo, no me preocupa de estas cosas, precisamente porque estaba solo y tenía siempre miedo. Desde que mi madre no viene a verme, tengo la sensación de que voy a necesitar soluciones.
Mamá dice que no es bueno que pase tanto tiempo a mi lado, que debo buscarme amistades de chicas guapas e inteligentes, de las que abundan tanto hoy en todas partes. Lleva razón, ella sabe mucho de mujeres y las conoce bien. Siempre ha sabido elegir las que mejor me convenían en cada momento: Fátima, porque tiene buen metal de voz para ordenar; Isabel, porque es hacendosilla; Claudia, porque me valora como si no me conociera; Paloma, porque su padre trabaja para el Estado, Justina, porque viste con elegancia trajes de chaqueta a la medida…