CUANDO LO REAL ENCONTRÓ AL PENSAMIENTO, ¿QUIÉN LE LADRÓ A QUIÉN? (2001-2002)

Los realistas del principio de realidad (solipsistas, inductivos, pragmáticos, artistas de posvanguardia…) son gente de un anacronismo indescifrable. Tienen una pesadez de espíritu que puede confundirse con la autosatisfacción cuando afirman mecánicamente: “Lo real es lo real” (o lo Real es lo real, o lo real es lo Real, o incluso lo Real es lo Real). Lo peor es que entonces surge espontáneamente una manipulación pueril de lo real convertido en artilugio de signo inútiles.

Uno ya no se queda tan tranquilo cuando detrás de cada enunciado inocente o astuto se trasluce semejante ecuación (y los horripilantes productos de semejante manipulación: información y espectáculo de masas, obras performativas o sintéticas de arte, infinitas teorías de simulación estándar sobre objetos científicos desvanecidos).

Algunos no saben lo que dicen, pero otros no están tan convencidos de lo que afirman, cuando la tierra tiembla bajo sus pies cada vez que escuchan los sofismas de la cháchara posmoderna, todos esos juicios disparatados sobre la realidad y sus categorías benefactoras de un público advertido sobre las verdades evidentes de un mundo resuelto.

Otros nos encontramos secretamente afectados por una impresión lamentable de la que no podemos hablar sin ser desmentidos por los hechos, por supuesto objetivos: la impresión de que nos encontramos del lado de más allá de lo real, situados en la cara oculta de un astro espectral del que desconocemos hasta el nombre (y desde luego sabemos que no existe el monolito de la inteligencia cósmica que rige cada movimiento en el universo: la ficción pseudodivina de una omnisciencia y una omnipotencia que se preocuparía por nosotros).

En muchos casos, uno de los típicos movimientos del espíritu en épocas de trastorno consiste en buscar defensa en las defensas mismas con que en tiempos de mayor quietud los hombres prudentes se pertrechaban de una serenidad sin reproche, que por lo menos servía para resistir la invasión de los impulsos negativos y los estados de ánimo desestabilizadores. Hay una angustia inconfesada detrás de este vasto dispositivo con que los signos de un bienestar común intentan significar la realidad.

Pero también hay un punto extremo en la comodidad, en la satisfacción de los deseos y las necesidades, un punto en que todo se vuelve irreal pese a los signos excesivos de lo contrario, irreal la satisfacción misma, irreal el objeto múltiple y cambiante de la satisfacción, inducida, exigida incluso. No se trata de un impulso metafísico, de una sed existencial, de una voluntad irracional de lo otro, nada de eso late aún oculto en alguna dimensión humana por descubrir hoy. Al menos no en el hombre occidental que vive en los aledaños acomodados del silencio universal.

Lo irreal está inextricablemente unido a la real, no hay síntesis dialéctica alguna. Lo irreal no es sólo la nada que se opone al ser y encuentra su verdad en el puro devenir, como en la doctrina “lógica” de las conceptos puros del entendimiento en Hegel. Hoy lo irreal es la sombra que se entreteje en todo lo que, en el agotamiento del devenir, se coagula en una identidad tautológica sin movimiento de la negatividad, precisamente a través de un pensamiento cuya pureza o carácter absoluto se trasforma en lo que “es”, se trasforma en la solidez definitiva de lo real sin cualidad. Hoy el movimiento de la negatividad no puede pensarse en los términos de contradicciones objetivas entre algo pasivo y algo activo, a la búsqueda de una síntesis conciliadora.

Pero esta síntesis “buena”, monovalente, universal, tautológica, de lo real, es lo que todos buscan para descargarse del exceso de voluntad, del exceso de poder, del exceso de saber, es decir, del exceso mismo de una vida movilizada en todas sus posibilidades para quererse sólo a sí misma. El movimiento de la civilización occidental es el movimiento de su propio pensamiento. En el siglo XIX se puso finalmente a punto este dispositivo pensante del que aún estamos presos, pues todas sus problemáticas son las nuestras, sólo que ya no tienen ningún sentido.

Nos hemos alejado tanto de este origen relativo que el “copyright” de los conceptos desgastados ya se desconoce por completo. Se sabe que Nietzsche siempre corrige la abstracción idealista de Hegel mediante una enmienda “biológica” a la totalidad: la infinitud, atributo divino secularizado, antropologizado, colocado sobre la subjetividad humana, que Hegel encuentra en el movimiento del espíritu autoconsciente, o Marx en la autoproducción humana mediante el trabajo y las relaciones de producción, Nietzsche la encuentra en un concepto muy problemático de “vida”, el mismo que aún no ha dicho su última palabra sobre el destino del hombre occidental.

Esta infinitud, como quiera que se la determine con diferentes relaciones de sujeto y predicados, es el movimiento interno de un mundo que se ha vuelto completamente real, pero al mismo tiempo una figura sombreada de irrealidad recorre cada uno de sus pasos, cada una de sus evoluciones, haciendo que lo irreal tome la delantera en la forma absoluta de lo fatal.

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