25-12-1996
Estas anotaciones parecerán vagas y tal vez llenas de prejuicios idealistas, pero probablemente encierran una verdad difícil de discernir en toda su extensión: hay, por lo general, dos vías de la relación del hombre con la mujer, la de aquellos hombres que tienen que ver con mujeres y la del Hombre que sólo intenta conocer a la Mujer.
Relación entre arquetipos, abstracciones, ideas, y relación entre realidades, datos físicos, fenómenos carnales: pero no hay tanta distancia entre ellas, existe un idéntico impulso fantasmático, un común proceso síquico, que sólo en su efecto terminal, sólo en su realización aparente (aunque jamás “se realiza” nada, eso sería la desilusión absoluta) simula una diferencia: la posesión carnal o ideal de la mujer es un engaño, el engaño mejor urdido para embaucar la confianza un tanto grotesca del hombre en sus propias posibilidades de afirmación frente a la mujer que en el fondo de sí misma no desea, no afirma, ni niega nada sobre sí misma, en la puesta en juego ventajosa de su yo, un yo fluido, ambiguo, multiforme, decididamente inencontrable.
Ante ella se instala un hombre cada vez más persuadido de su limitación, un hombre que padece una grave cortocircuito anímico y moral, que lo entretiene entre la especulación y la promiscuidad, dando bandazos de ingenuidad y cinismo, porque la raíz de la pulsión esencial es la misma tanto en la idealidad como en la carnalidad, peor aún, se intercambian los papeles y las situaciones como en una comedia de enredo, y la sublimación, que abriría nuevos caminos autocreativos, se disuelve en mera imaginación narcisista, lo que la mujer, en tanto pura escena de sí misma, no necesita para sobrevivir, pues existe en los ojos de los otros como en un espejo perpetuo.
12-1-1997
La primera impresión desagradable del día: observo el deterioro creciente de mi escasa ropa, los cuellos de las camisas están ya muy rozados y sucios, francamente corroídos y empiezan a deshilacharse.
La segunda impresión algo tiene que ver con la anterior: ser soltero es una forma voluntaria de desarraigo, que unido al desclasamiento, le otorga a uno la imagen justificada de un desaliño indumentario, que, al contrario que en el poema machadiano, no coincide ascéticamente con una bondad de corazón desmesurada, sino más bien con un rencor impersonal hacia sí mismo, pero cuando se posee una personalidad antitética, más allá de la paradoja y el autoescarnio (como debió de ser el caso del profesor de provincias, por debajo y por encima de su supuesta bondad natural: el inesperado payaso del poema se ríe de él moviendo sus cascabeles, como un “clown” grotesco de su doble verdad interior), entonces no es fácil distinguirse entre las máscaras prolíficas que se engendran ante cada pensamiento, ante cada decisión, ante cada palabra, sin contar con el otro, pues contando con él, las máscaras encienden sus pálidas mejillas, guiñan los ojillos sarcásticos y ríen a mandíbula batiente, mientras disimulan deshonestidades multiplicadas en la imaginación.
13-1-1997
Yo sólo sé adueñarme de los espacios desde una posición horizontal, tendido en una cama; y no sólo domino los espacios, también los sueños o las mujeres, aunque nunca es evidente cuáles son unos y cuáles son otras, me parecen a menudo intercambiables.
Pero lo que más amo es el movimiento de la ciudad como reflejo espejeante en los techos blancos de dormitorios solitarios, cuando la luz se va haciendo opaca y el gris se trasforma en invierno en una tonalidad de palidez fría, sin brillo detectable en las caras de las enfermeras o las secretarias: dominio precario el del sedente anónimo que ha aprendido a no luchar contra la sabiduría de la apatía, contra la desesperación banal de la existencia sin doble.
2-2-1997
El registro de estas dos últimas semanas sólo puede definirse mediante la palabra entumecimiento: primero del cuerpo crecientemente asexuado, fatigado de fatiga inexistente, devuelto a una confusión anterior a cualquier esfuerzo de identidad: cuerpo pesado, con gravidez morbosa en un espacio vacío, sin referencias a otros cuerpos, en ningún tiempo posible. Luego, entumecimiento de la mente, una deforme prolongación del cuerpo, cuando cuerpo y mente, acto y palabra duermen en la estricta anestesia de un presente sin orillas, volteando un cadáver errante entre olas de un piélago demasiado conocido.
3-3-1997
Todo el problema consiste en saber estar en una enfermedad que no lo es, incluso si el orden interior se resquebraja, hay que saber tratar a ese animal rencoroso y ofendido, amaestrar a los otros, crear los reflejos oportunos, envoltorios de lenguaje para estallar dentro, cuando todos los pliegues del cuerpo, todos los poros o superficies se adensan y opacan a la luz artificial de las lamparillas bajo la omisión de noches solitarias, sabiendo que la realidad es otra cosa, posesión ilegítima de los que la habitan, y la complicación empieza cuando algo marcha mal y es improbable saber qué porque el yo es una planta carnívora cuyos límites de podredumbre se desconocen y sin embargo se alimenta de sus detritus: seducción de una flor que crecerá silenciosa desplegando belleza inauténtica y cuya fetidez será el prólogo de la fatalidad de darle nombre, que nadie leerá entre los borrones de la última lucidez.
19-3-1997
Un olor apenas definido, y no obstante reconocible, un tono de luz vago, amigo de estos ojos, un crepúsculo siempre a comienzos de la primavera, la misma de siempre: primeros compases desacordados de la sinfonía banal de la nostalgia, la que se niega a confesarse su necesidad y la que huye del riesgo de recordarse otra, potencia actual de una vieja tarde, su escenario en un casi invierno o un casi verano, sin poder decir justamente su éxtasis del instante, “cómo eras, yo que sé que fuiste”, sino tener que evocar y nada más, salvado de qué amenaza y a qué precio.
23-3-1997
Sin quererlo, sin darme cuenta, sin pretender oficiar dialéctica alguna, había accedido a un nuevo universo, imperiosamente dominado por el hecho sin condicional contrafáctico de que yo era hombre y no mujer. Hasta entonces, no lo había averiguado, yo era un “tío”, mis antagonistas virtuales se sintieron deslumbradas por el poder liberador de un nuevo lenguaje: habían reducido mi vida a categorías genitales para las que tan poco advertido me encontraba, hundido en el marasmo ambiguo de mi fisiología, en la que mi sexo, enemigo de bestiarios y fisonómicas, se convertía rápidamente en un signo con múltiples interpretantes, intercambiable pero aún desconocido en su puro en sí. El predicado “salir del coño” empezó a asquearme, no comprendí cómo mujeres educadas y de clase media, más o menos higiénica, emitían gruñidos en un código primario de comunicación inquietante, visceralmente imitado del exabrupto machista del homínido “tío”, y así me vi convertido en una síntesis apremiante: sobón, masturbador, fetichista, baboso, tragababas, diletante del coño mercenario. De modo que ahora yo también me relaciono con “tías”: me costó mucho trabajo aprenderlo, pero al final creo que pude leer “Cosmopolitan” sin demasiada vergüenza y repudio de mí mismo.
25-3-1997
Es el terror menos confortable: contemplar una cama vacía y abierta, que despide ese aroma a sudor agrio imaginario de sexo fuerte de mujer perdida, y entonces sustituyes lo que queda, por el horror de las páginas que se arrugan bajo la piel, cuando el lenguaje monologa con el reloj, cuando la luz amarilla es una ficción de luz, y sólo hay que escribirlo.
8-4-1997
Sois como niñas, jugáis con vuestro cuerpo como con un juguete prestado. No me digas ahora que tienes los pechos demasiado grandes, que debes ocultarlos en gruesos y largos jerseys de lana, que por las mañanas al levantarte no sabes qué hacer para disimularlos, que te los aplastas desnuda con furia contenida ante el espejo de tu cómoda. No me lo creo. Si estás esbelta y grácil como la cierva con la que no deseas que te compare.
En el otro extremo de la ciudad estarás viendo ahora la televisión y puede que pienses: sus manos no saben que mis pechos son demasiado grandes y sueño que su sueño de esta mañana es el mío, pero ya no tenemos nombres que evocar, cansados nombres, exhaustos nombres desde otros labios que amortiguan el tiempo bifurcado con la repetición del nombre, en la sombra que ya no nos posee e ignora si mis pechos son demasiado grandes, porque esta mañana debe marchar temprano al trabajo. Habrías acertado, yo también tenía que soñarte.
18-5-1997
Inmoviliza entonces no el cansancio de leer libros ya leídos sino el temor inocultable de encontrar cosas de otro tiempo, cosas exentas, atesoradas, superstición de abrir libros conocidos, pavorosos y amenazadores: definición, glosa, comentario impaciente y bienintencionado. Ahora ya no dejo nada al azar, ninguna pista de coetaneidad intempestiva a la lectura, que luego demonice ausencias.
Como los sueños, de los que suele creerse buenos para el equilibrio anímico, una señal de que los fantasmas conocidos y queridos persisten con vida propia, que no han huido con todo lo demás, que se alimentan de no sé qué maduraciones en el poso más recóndito donde quedaron en forma de recuerdos imposibles, quizás medio censurados aun antes de que pudiera identificarlos como correspondientes a algo real, con carne y tiempo propios.
Pero para qué tanto rodeo, si lo que esta mañana he podido soñar y perdura aún es la imagen historiada de una mujer a la que no veo hace cinco años, de la que casi desconozco todo, a la deseé y admiré tímidamente, sobre quien puse la esperanza alocada de salvación, como en una apuesta absorbente un jugador primerizo señala el número menos frecuentado por los astutos y los depravados, a la que no pude tratar dos días seguidos, quizás ni dos horas, y pese a todo, su efímera presencia invernal hizo muescas bien grabadas en la memoria y el deseo, si ahora, una mañana sucia de domingo, tras meses sin sueños devueltos, reaparece más joven, con un rostro iluminado desde dentro, para contarme algo de lo que luego ha vivido (lo que yo le atribuyo de infelicidad para hacerme el dolor más hiriente o para ofrecerme una coartada a la cobardía de entonces), llamando patéticamente mi atención sobre sus candores malgastados, y por una única vez, su desnudez ya no es fuente refractaria al deseo, pero sí mi deseo es reticente entonces, con otra presencia más firme, la de su desposeimiento, consumado entre los huecos de nuestros tiempos de rencor indiferente, del mío por no haber sospechado que me hundía en la admiración y el desamparo, a través del cual nunca podría plantarme ante ella de igual a igual, porque nos separaba justamente mi asombro y su autosuficiencia, mi quietud y su energía.
25-5-1997
Tarde y noche del domingo: muchas veces, demasiadas ya, habitables por el recuerdo de otras tardes y otras noches de domingo, bajo otro sol, bajo otra luna, en otros aires, bajo otros azules o grises distendidos, bajo otras lluvias; habitables también cuando eran hostiles la ciudad, las calles, los paseos, los cines, los cafés, los libros, la televisión; habitables porque la soledad era entonces doble y encarnada y en su duplicidad nos salvaba, ofreciendo un hueco de calor a otro hueco de calor, una palabra a otra palabra encadenada, aunque ya no dijeran nada, cuando los cuerpos no tenían que ser más que anillos sin fatalidad; habitables las cefaleas y los mareos, la apatía y el ocio brutal.
Tardes y noches no desencantadas del domingo, cuando hacer el amor torpemente no era sórdido bajo la luz de agonía de la tarde, cuando bastaba el silencio sin súplica para llenar la calle y el parque, y así vivir, ahora es cierto, es saber que unas horas rescatan otras y pagan deudas inconvertibles.
Málaga, invierno-primavera de 1997