NECRÓPOLIS EN MOVIMIENTO (1999)

Legaliforme y abstracta, nuestra supervivencia condicional se realiza en la ciudad, de cuyo mito procedemos. La ciudad es un espacio biodegradable, una zona donde confluyen todas las formas de desaparición y muerte, el estadio absoluto de lo invivible, el eterno recomienzo de lo que no tiene rostro ni voluntad, la podredumbre del tiempo producido y reciclado en circuitos rectilíneos donde no hay destino, la figura del reflujo del tiempo como residuo económico de intercambios interminables e invisibles.

Como si una raza extraña hubiese invadido todos los espacios, una raza indeterminada resultado de una transfusión material de todos los rostros espejeándose en todos los rostros, de todas las indumentarias salidas a la luz tras un sabotaje sistemático y terrorista de todas las apariencias, la vejez hecha de recortes visuales equivalentes.

¿Qué se hace en una ciudad? Es casi imposible saberlo, la extremada banalidad de las apariencias oculta la inanidad de los trabajos, la insensatez de la circulación en todas direcciones, la turbia inexpresividad de todos los rostros sin mirada. La ciudad no dice esto o aquello, quizás se limita a afirmar la objetividad neutra de lo muerto, de la acumulación inerte de la vida desmontada y vuelta a montar sobre el esquema apriorístico de una ley inhumana, pero cuya inhumanidad elemental ya forma parte del riesgo de vivir en la seguridad definitiva de un orden efectiva y meramente humano, es decir, desposeído hasta la raíz de otra relación que no sea la del hombre con su imagen ausente, con los signos de su propia humanidad degradada.

La violencia real de la ciudad es el hecho mismo de la concentración por la concentración, de la acumulación por la acumulación, de lo que tiene que derivarse una rutinaria forma apocalíptica, una especie de estructura viviente de lo residual a través de la que se trasparenta lo muerto como forma de lo vivo. Su expresión condensada es el hipermercado cuyos perímetros cercan a la ciudad como campamentos de una estrategia de supervivencia en las mercancías expuestas, verdaderas reliquias de un mundo imperceptible pero omnipresente, pues todo se organiza para satisfacer la impiedad profunda en que consiste la vida urbana en cuanto acumulación de lo producido y nada más, centralización y universalidad de la ley que realiza el valor, el trabajo muerto.

La selva señalética, visual y auditiva, el obsesivo color gris de las avenidas, apenas mitigado por la trasparencia del cielo, la estructura infinitamente multiplicada de las construcciones, la ausencia de referencias a un tiempo compartido de símbolos y memoria, el paso continuo, sonambúlico de los vehículos, la insignificancia de los peatones aislados entre vías sin horizonte, nada puede hacerse más visible que esta ruina que implica toda perfección humana, y lo increíble es la inmensa conformidad del todo a lo invisible que lo subordina en la reproducción sin fin de lo mismo, la pasividad absoluta de los pobladores de un espacio infectado de degradación, es extraordinario observar hasta qué punto la domesticación está consumada como ejercicio de exterminio pacífico.

Toda manifestación de ocio es en la ciudad el negativo del tiempo residual, el ocio es la supervivencia diferida, el aplazamiento de la muerte, una forma más de evanescencia o realización del valor del trabajo muerto, la misma monotonía de los actos reflejos rodeados por la acumulación de objetos estériles de goce: concentración de lo mismo, alcohol, cine, espectáculo global de mirones entumecidos y conversaciones volátiles, circuito de la interactividad funeral de las comparsas de la noche. La misma clonación mental de las sonrisas sin sujeto, pura deyección sico-física del desaliento convertido en ritual de comunicación, bajo pena de significar el vacío como condición meramente superficial o efecto de mala voluntad.

Y pese a todo, la vida es posible, pero no está demostrado, si fuera necesario, que “eso” tuviera alguna relación con la “vida” tal como un pensamiento tenaz de la misma nos ha acostumbrado a estimar: el fenómeno intelectualizado es una consunción de lo pensado, aquí el concepto efectivamente realiza su objeto pero tan sólo como muerte de lo vivo, coartada de su desaparición y registro póstumo de la equivalencia, intercambio en el que, evidentemente, perdemos la vida, pero ganamos su ilusión.

La ley estática de la ciudad es la yuxtaposición: de funciones, de flujos, de viviendas. Una ley lineal en la que propiamente hablando no hay otro sujeto que el devenir-ciudad de la ciudad. Pero para aprehender esta ley se necesita una gran capacidad de “shock”, y por lo tanto, el recurso a una ley dinámica. De hecho, desde Baudelaire, la ciudad ha sido comprendida como el lugar del “shock”, y la única “estética” que le es adecuada es la estética baudeleriana del “shock”, es decir, la percepción liberada de toda cualidad, la pura percepción del espacio-tiempo sin referencia a nada más que su propia naturaleza de “aparición” brusca, en definitiva, lo que luego se ha llamado una “estética de la velocidad” (Virilio). Esta se funda en un devenir en rotación sobre sí mismo que abole, precisamente por eso, el carácter cualitativo de la percepción. La experiencia de lo “único” se convierte en la sucesión inercial de los “mismos” modelos de experiencia de lo único.

La circulación abstracta de la mercancía entonces, hoy centuplicada por la circulación igualmente abstracta de la información, es el modelo sobre el cual se produce la ciudad en toda la extensión de su figura “metahistórica”. Pero no se trata de la mera percepción subjetiva, lo que este movimiento incesante pero extático arrastra consigo es la temporalidad como proyectarse genérico del hombre, pues el espacio-tiempo de la ciudad, como el de la mercancía y la información, es completamente distinto de cualquier “vivencia” humana tradicional: cíclica en todas las culturas “primitivas” y agrarias, lineal en la primera fase de la Modernidad, y hoy de una naturaleza muy diferente, casi innombrable: espiral sin origen ni fin, quizás. Eso sería el “eterno retorno de lo mismo” nietzscheano, la forma de la rotación interminable de lo mismo, si bien independiente de toda “voluntad”.

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