Cuando aún no éramos burgueses de segunda o tercera fila, escuché esta frase agradecida: “Señora, su comprensión ontológica de mi ser deja mucho que desear”. Lo recuerdo con pereza: era un sol bifronte que partía las sucias callejas perpendiculares al mar, a las doce del mediodía, cuando los vendedores ambulantes colocaban sus tiendas los miércoles, en el barrio obrero, día de mercadillo al que acudía habitualmente Jeremías, en busca de los morabitos, para que le enseñaran palabras soeces en su rica lengua sin apenas vocales y de consonantes indistinguibles.
Recuerdo con extraño afecto a aquel Jeremías: el pobre nesrani los buscaba ansioso entre el gentío de amas de casa de mediana edad, distinguiéndolos entre las alfombras persas falsificadas, que exponían ante un público más interesado en otras bagatelas, principalmente sostenes de abundosa matrona y mínimas braguitas de impúberes, mil veces manoseadas. Jeremías había salido a comprar alguna película de saldo, que llevaba a nuestro piso cercano, grandilocuentemente feliz por su hallazgo, casi siempre alguna copia de vídeo cuya cinta apenas lográbamos registrar con la suficiente nitidez. No me sorprendió que ese día trajera a casa “El imperio de los sentidos”: la noche anterior habíamos comentado un texto de nuestro querido Jean Baudrillard donde se exponía una sutil teoría sobre la pérdida contemporánea del sentido del sacrificio ritual y los peligros fatales de la verdadera seducción entre hombre y mujer.
No hará falta presentar a Jeremías, en la medida en que fue uno de nosotros, y no de los peores. Bastará decir, para cumplir con el expediente, que era un chico de veintisiete años, en avanzado estado de gestación multicultural, con cierto aire de sorpresa ingenua cuando los mayores le preguntaban sobre su oficio y forma de ganarse la vida. Todo lo demás que alguien como yo pudiera afirmar a propósito de él, sería conjetural, y bien sé que resulta más agradecido buscar información en otros relatos, en el registro de Hacienda o en algún “talk show” de la televisión. Jeremías, en definitiva, era él mismo, y unas cuantas cosas más que a él solo le conciernen. Que cada uno mire en su corazón y en torno a la época en que ha tenido que vivir, irremediable, irredimiblemente.
La frase afortunada con que se inicia la anédota es, de una manera inconfundible, suya: forma parte de su idiosincrasia. No es mi excesivo deleite por la cita apócrifa lo que me obliga a comenzar con ella. Creo, no obstante, que fue pronunciada en un contexto probablemente inapropiado: una mujer lo miraba, entre perpleja y alterada, cuando Jeremías caminaba en sentido contrario a la fatigosa multitud, quizás porque el chico acababa de embolsarse varias docenas de braguitas de niña sin pedir permiso ni pasar por caja, conducta adquisitiva que en él era bastante regular. Los usos de tales prendas me son conocidos, pero forman parte del derecho elemental al secreto de cada uno.
La señora debía de ser la dueña del modesto establecimiento al aire libre. Tras obligarle a contar cuidadosamente todas y cada una de las prendas y solicitarle el importe por la suma, la señora se puso a su disposición, pero le rogó que no volviera a mostrarse por allí o de lo contrario llamaría sin más remedio a un guardia municipal, el que normalmente se encontraba en el destartalado quiosco contiguo escuchando alguna “cassette” de viejos “cantaores” flamencos. Me resulta embarazoso decidir si Jeremías solía deducir de sus observaciones de la autoridad que la misma carecía de ella sobre él.
Su errática evolución por el mercadillo lo conduciría, en fin, hacia su objetivo principal: la caseta de alfombras, donde se desarrollaban, envueltas en misterio, unas confusas clases de lo que podría llamarse “lingüística aplicada”. Sé que los morabitos eran sometidos sin compasión a un inquisitivo “test” de preguntas pícaras acerca de curiosidades idiomáticas, más bien groseras, sino francamente obscenas. Este proceder no era más que un hábil recurso del chico para aprovisionarse de un vocabulario elemental con el que poder comunicarse, sin demasiadas ambigüedades anatómicas y funcionales, con las prostitutas magrebíes de la ciudad vieja, a las que por aquella época Jeremías se mostró tan aficionado.
De acuerdo, yo también lo sé, eran las más feas y baratas, pero Jeremías, sin beca y con la disposición en efectivo de una minúscula asignación familiar, no tenía otra opción, aunque él siempre se justificaba apelando a las canallescas preferencias rameriles de nuestro admirado Baudelaire; también nosotros aspirábamos a tener a mano una Jeanne Duval de turno. El pobre fue afrancesado hasta en sus gustos sexuales, pese a la fama de ñoño insoportable que se ganó a pulso en la Facultad, la “lobera”, como le gustaba llamarla.
Tras la clase, se dirigía al herbolario, donde compraba té verde y varitas perfumadas de sándalo. A veces, a petición mía, también solía traer un poco de café turco, para sobrellevar las veladas taciturnas en que conversábamos sobre nuestro desganado porvenir como profesores de secundaria en un país de cabreros analfabetos orgullosos de serlo o sobre la menguada regularidad de nuestras relaciones íntimas con el otro sexo.
A decir verdad, si bien lo recuerdo, Jeremías no era una mala persona, sólo un poco cargante, con tendencias vagamente obsesivas, pero yo no le di nunca demasiada importancia a las singularidades de su conducta y su modo de pensar, ni siquiera cuando lo sorprendí una vez en la cocina desnudo, con el cuchillo de la mantequilla en la mano intentando practicarse infructuosamente una circuncisión al estilo casero, como él comentaba imperturbable. Tuve que ayudarlo a curarse en el baño, mientras que me veía obligado a escuchar su disertación sobre el sufrimiento de la carne y los pecados nefandos del intelecto puramente racional. Ya entonces era partidario fanático de una distinción averroísta de la que largo me había hablado en nuestras comunes noches de insomnio: el entendimiento agente universal y el entendimiento paciente individual. Yo sospechaba lo que se ocultaba ahí, pero no quería discutir por tal minucia. Su amistad, pese a todo, me resultaba preciosa, un bien reconfortante en medio de la vulgaridad adocenada de mis compañeros.
Días más tarde apareció en el piso ataviado de un “tarbuch” y unos calzones anchísimos y cortos, llenos de mugre, que venía de recoger de un contenedor del otro lado de la ciudad donde vivía la comunidad magrebí. Era la época de la profilaxis radical, cuando todo el mundo sentía un horror sagrado a contraer el SIDA, y la misma época de nuestras arriesgadas apuestas en el barrio viejo.
Lo peor llegó un mes de diciembre, ya en la víspera del Ramadán, cuando Jeremías decidió experimentar un ayuno voluntario de cuarenta días sin sus noches. Entonces se levantaba al amanecer, sobre las siete de la mañana, y, después de orientarse en dirección a La Meca, de rodillas en su alfombra de blanquísima lana sintética, se ponía a rezar durante media hora unas oraciones incomprensibles, descompuestamente silabeadas, a imitación de la monótona voz árabe grabada de un almuecín. Nunca se me ocurrió pedirle ninguna explicación sobre lo que estaba rondando por su cabeza.
En nuestras últimas conversaciones acostumbraba a razonar de un modo extravagante: mi corazón viciado por la comodidad y la apatía ya no era capaz de lograr un acceso a la Verdad. Al principio, yo me tomaba a broma todo lo que decía, pero sabía que estaba firmemente convencido de sus nuevas ideas. Hacia marzo se negó a pagar su cuota del alquiler y ya sólo le oí hablar de que pensaba constituir una santa hermandad de espíritus “coránicos y libres”.
Nos separamos al acabar las clases y los exámenes de junio y no lo he vuelto a ver. Han pasado casi diez años desde la mañana en que él se fue para pasar el verano en una universidad turca, con una beca de investigación para consagrarse a la tradición del sufismo en la cuna de su nacimiento, la bella ciudad medieval de Konya. Durante algún tiempo lo recordé con un sentimiento mezclado de admiración y temor.
Ayer me lo encontré, por fin, tal vez por una de esas casualidades casi inútiles que hacen la vida soportable y justifican de sobra la reversibilidad inquietante de nuestros afectos y destinos menos conscientes. Paseaba por el parque, acompañado de una mujer más bien madura, rubísima y esbelta. No supe si detenerme y abordarlos, pues su figura y aspecto, sólo ligeramente observados, me hicieron suponer un cambio de fortuna.
La empresa norteamericana para la que trabaja en Egipto, como gerente comercial y relaciones públicas, fabricando ropa y calzado deportivos de costosa marca internacional, también posee las claves de la comprensión ontológica del ser de los indígenas. Y Jeremías lo sabe.