Después del primer ensayo de atentado “fallido” sobre las torres del World Trade Center en febrero de 1.993, que causó 6 víctimas y algunos cientos de heridos, el militante islámico egipcio Mahmud Abuhalima, que vivía de su trabajo de taxista (y que según las fotografías no se parecía en nada a Robert de Niro), fue acusado de ser el cerebro táctico del golpe y condenado por ello a cadena perpetua.
Mark Juergensmeyer, profesor de Sociología en Santa Bárbara, Universidad de California, lo entrevistó en 1.997, a fin de intentar comprender el fenómeno del “integrismo islámico”.
Abuhalima se queja de que América no lo entiende, ni a él ni a lo que representa. Ha vivido 17 años entre occidentales, en Alemania y Estados Unidos, como un occidental más. Debe ser terrorífico vivir entre alemanes post-nietzscheanos y norteamericanos hiperpragmáticos y superilusos.
Afirma: “He vivido su vida, pero ellos no vivieron mi vida, así que nunca entenderán el modo en que vivo o el modo en que pienso”. Lo que por su parte Abuhalima no entiende es que se pueda vivir una vida sin religión. De nosotros, los occidentales, sólo puede afirmar despreciativamente, refiriéndose a nuestra vida sin religión: “Una pluma de 2.000 dólares, de oro y con todo, no sirve de nada si no tiene tinta dentro. Eso es lo que da vida, la vida en la pluma… el alma. El alma, la religión, es lo que impulsa la vida entera. El laicismo, no tiene, ellos no tienen. Se mueven como cuerpos muertos”. (Extractos del artículo “El aviso que nadie supo leer” de Mark Juergensmeyer en “El País del Domingo”, págs.20-21, del 23-9-2.001).
Desgraciadamente, no hace falta ser musulmán, ni siquiera radical, ni preparar atentados masivos, ni ser suicida y mártir, para darse perfecta cuenta del sentido y la coherencia de las palabras de este lúcido egipcio. Digo “desgraciadamente” porque para él es una evidencia, en cierta manera “etnográfica” sobre su comprensión de Occidente, comprobada y enunciada desde fuera, pero también puede ser una evidencia para algunos occidentales, sin necesidad de recurrir a ningún pesimismo histórico particular ni a una determinada creencia religiosa con prejuicios sobre los «grandes logros» de la secularización moderna.
Es muy difícil encontrar una palabra, un concepto, una representación para tratar de hacer accesible lo que nos está pasando, es decir, para designar realmente los efectos de la modernidad en todos los niveles de nuestras existencias. Así que mejor será tomarse las cosas con un cierto sentido del humor, como hacen los experimentados articulistas de opinión, si no profundos por lo menos ingeniosos, pues una modesta carcajada es lo que merece el conjunto de nuestra sociedad occidental, esa que se autodeclara como el bello modelo antropológico del presente y, lo que ya es escalofriante, del porvenir. Carcajada justamente dirigida contra aquellos que no saben reír cuando el destino les toca y pasa su cuaderno de quejas y agravios.
Los muy poco hegelianos norteamericanos se han convertido en nuestros principales proveedores de “dialéctica” y antagonismo, nos venden a buen precio las dosis necesarias de legitimación y legalidad para que los gobiernos europeos puedan a su vez designar un enemigo implícito del que en el fondo tienen unas ganas espantosas de deshacerse, pero no saben cómo (población inmigrante de origen árabe, turco, magrebí, pakistaní o asiático, sobre todo la de religión islámica).
El método Milosévic en Bosnia no está aún patentado, pero sutilmente no falta mucho para que se lo pase de contrabando. Aunque nuestro genocidio será a la medida de la sociedad “chaise longue” europea: se hará en un contexto abúlico de clandestininidad y legalidad, como se efectúa un aborto, un transplante de riñón o una operación de cirugía estética. Sólo que nosotros corremos el riego de dejarnos la cara entre las manos enguantadas de nuestros cirujanos, profesionalmente, sin duda, poco cualificados.
Por eso hay que leer todas las declaraciones oficiales entre líneas, por el lado del inconsciente profundo que las sostiene, haciendo caso omiso de las buenas intenciones, que por supuesto, esta pandilla de necios no se cree y no se esfuerza mucho en fingirlo.
Paradoja del comediante de Diderot aplicada a las elites europeas. Pero éstas actúan, todo hay que decirlo, realmente muy mal, se les ve enseguida que no se han aprendido de buena memoria el guión que le han escrito sus colegas norteamericanos.
Solana, por ejemplo, es uno de esos tipos que aparecen en cualquier sitio diciendo cualquier cosa, pero los demás son aún más inoportunos. La CIA debería darles lecciones de buen gobierno democrático y diplomacia con guante de seda, lo mismo que les van a dar lecciones “antiterroristas”, según el desenterrado manual de la lucha antiguerrillas de los años gloriosos de aquella inolvidable “guerra fría”, que tan sarcásticamente retrató Kubrick en su película “Teléfono rojo” (el único retrato serio de algo que no lo era en absoluto).
Los norteamericanos, como narcotraficantes mundiales de la droga humanitaria y «liberal», de la narcosis beatífica de buenos sentimientos empáticos, además de otras no menos benéficas sustancias tóxicas, son nuestros “camellos”, nuestros proveedores oficiales de conflictos irresolubles, nuestros avispados socios en la extorsión mundial.
Se ve con demasiada claridad que todas las reacciones tras el 11-9-2001 son reacciones simuladas y simulacros de reacción, reacciones insustanciales a la medida de la insustancialidad misma del Orden Occidental y de todo lo que él representa.
Había que ver la cara de cretinos entumecidos de nuestros gobernantes, el amodorramiento, el apuro, el sonrojo, la vaciedad de sus muecas, el contenido nulo de sus mensajes, todos asimilados a la categoría mediocre de marionetas acartonadas, aunque varíen los rasgos faciales que su endurecido maquillaje «democrático» les concede ante las cámaras de televisión.
Nosotros también somos narcotraficantes de todas las ideologías difuntas, de todos los intereses inconfesables, de todas las malversaciones imaginables. Comienza la era del gran tiburón blanco. Todavía no se sabe quién será devorado por quién. Nosotros, al menos, sabemos que ya somos la carnaza que alimentará las trampas de la nueva dialéctica mundial Norte/Sur. Qué vamos a hacer con nuestros 25 o 30 millones de musulmanes en tierras europeas es algo que da repelús cuando se considera entre qué clase de gente estamos.
A uno le da la impresión lamentable de que los dirigentes europeos parecen recién salidos de un mal sueño, con todos los rasgos de un desperezamiento bastante lúgubre y las ideas revueltas y confusas, y mucho les gustaría seguir soñando antes de despertarse para gestionar los problemas de otros (e inventados por otros), pero ellos, por su parte, no los pueden asumir más que exhibiendo gigantescos bostezos y un versallesco desconcierto, inclinados cortésmente ante los retratos arruinados de sus antepasados para contemplar los signos de un poder que ya no poseen, en la galería de los espejos rotos de su mundo asépticamente administrado, manoseando el poder moribundo como los cirujanos tratan las vísceras achacosas de un paciente en la mesa de operaciones.
Todavía no saben que el de paciente es precisamente el papel que les espera en este sainete montado por los norteamericanos y que por ahora sólo cambia de títulos a la espera del gran estreno (si “Justicia infinita” todavía daba una impresión de solemne seriedad, “Libertad duradera” se parece más a una aséptica campaña de venta de condones caducados: como lo del orgasmo duradero, con su potente espermicida que retrasa la eyaculación y contiene los espasmos póstumos del hombre copulativo; pero ya se sabe que los norteamericanos, en asuntos políticos, padecen de eyaculación precoz).
Entretanto, nuestra policía es convocada para hacer su trabajo. Se trata de obstaculizar una lubricación excesiva de las redes terroristas, recién descubiertas, en el momento justo. Así, los magrebíes que tengan en su poder vídeos sobre la lucha de guerrillas (a no confundir con las películas de Rambo) y algún que otro disquete con nombres impronunciables de árabes, serán unos peligrosos terroristas acusados de conspiración internacional contra la seguridad del Estado. Realmente parece que nuestros estados se buscan enemigos a su medida: potencialmente muy peligrosos, pero sobre los hechos, insignificantes. Ya se sabe, la estupidez tecnológica de Occidente no tiene límites: las cuchillos y los “cutters” como armas de la era nuclear, de las tecnologías de la información para guerras por control remoto, hechas desde los despachos a cinco mil kilómetros del terreno geográfico y mentalmente a años luz de la realidad de la muerte y de la violencia.
Nadie podía imaginar que, en nuestras complacientes «democracias», no ya formales sino museificadas, depositadas en el almacén junto con las demás ampollas de formol en que se encuentran nuestros “valores”, volviéramos a situaciones “deja vu” propias de los viejos estados policiales tan detestados. Nosotros, como antes los soviéticos, ya tenemos también el privilegio de contar con “disidentes”, esta vez disconformes con nuestro imperioso “modo de vida”. Los gobiernos a su vez ya pueden darse el gustazo de emprender “acciones paralelas” y desengrasar a sus “polis” y jueces más aficionados a inventar perífrasis para disculpar todas las infracciones del “hábeas corpus”.
Cuando uno piensa en las clases dirigentes europeas casi experimenta una enternecedora solidaridad con Abuhalima y sus amigos, es inevitable, se necesitarían montañas de buena fe para intentar justificar la miseria política y moral de nuestros gobernantes, y montañas de mala fe para hacer su defensa ilustrada con vistosos argumentos intelectuales.
Simonía «democrática» obliga. Nunca falta gente de este tipo, hay que comprenderlo, sus amos les pagan bien, en la prensa, en la tele y en la radio, hay cientos o miles de ellos. Se les puede leer o escuchar, siempre tienen razones que decir a propósito de cualquier cosa, tienen grandes ideas, se hacen preguntas que no todo intelecto sano puede formular. El problema de estos intelectuales orgánico-mediáticos es el mismo que el del condón, independientemente de la marca y las características de sabor y color: si te lo pones muchas veces acabas por creer que tienes una gran sensibilidad, cuando en realidad has acabado por perder toda sensación cualitativamente diferenciada. Eso pasa con la opinión pública y sus portavoces, esos curas seculares de la (“su”) libertad de expresión.
Estamos a punto de volver a vivirlo: es el momento en el que hay plumas caras por todas partes, pero ninguna tiene tinta, y por tanto, nadie puede escribir con ellas. Pero si incluso tuvieran tinta, ya nadie sabría qué escribir con ellas, pues se habría perdido entretanto todo sentido sobre su función. Lleva razón el egipcio, somos cuerpos muertos a los que toda imaginación de un alma posible ha abandonado definitivamente.