EL PRINCIPIO DE INFORMACIÓN Y LA CULTURA DEL ENTRETENIMIENTO COMO PRIVACIÓN DE REALIDAD (2000-2006)

“…llegó a la conclusión de que el ojo de Dios ha sido reemplazado por la cámara. El ojo de uno ha sido reemplazado por el ojo de todos. La vida se ha convertido en una única gran orgía en la que todos participan. Todos pueden ver a la princesa inglesa desnuda celebrando su cumpleaños en una playa subtropical. La cámara aparenta interesarse sólo por los famosos, pero basta con que a escasa distancia de ustedes caiga un avión, basta con que de sus camisas salgan llamas para que de pronto también ustedes sean famosos y formen parte de la orgía general, que nada tiene en común con el placer y que se limita a poner públicamente en conocimiento de todos que no tienen dónde esconderse y que cualquiera está a merced de cualquiera”.

Milan Kundera, La inmortalidad

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Conocemos bien el proceso de reducción a la unidad de lo diverso: un término propuesto como modelo de identidad, cuyo modelo a su vez es la magnitud, lo mensurable, encierra y contiene lo múltiple, independientemente de su condición mensurable o no. Es el principio estadístico de realidad, que suele jugar campechanamente con la probabilidad y el azar sólo para darse aires de pensamiento veraz y creíble. La regla de este juego es sencilla, si bien sabe envolverse en pesadas operaciones de cálculo (el número aparece cuando algo real desaparece): es la regla de la equivalencia generalizada.

Aplicada primero a la materia, al movimiento, a la energía, a las fuerzas naturales, fue pronto transferida a los intercambios económicos (históricamente, desde el siglo XVIII, lo económico se convierte en el modelo de la regla de anticipación por magnitudes previamente conocidas, equivalentes), más tarde invadió el terreno de las ciencias humanas «positivas», se alzó con el cetro finalmente en la teoría de la información, y hoy, coronando el éxito del mismo proceso de cuantificación, es el modo de pensar dominante hasta en la vida cotidiana, a través del funcionamiento práctico de los medios de comunicación de masas.

Un enunciado vertiginoso en su inocencia estadística: «Un ciudadano suizo es cuatrocientas veces más rico que un habitante de Mozambique». Inapelable, real como proyección que, a su vez, representa lo real como potencia: virtualidad pura de una riqueza que existe como multiplicación, pero: ¿dónde estaría el referente, el término real de comparación?, ¿hay algo aquí verdaderamente medido, mensurable, comparado de hecho, a no ser la propia lógica de la equivalencia presupuesta, explicitada en una facticidad fantasmagórica que concierne tanto a los individuos como a los pueblos?; ¿en razón de qué principio es posible comparar y medir estas «realidades»?, ¿y en dónde residiría la objetividad de semejante operación sino en los términos de la misma? Las respuestas a estas preguntas y otras semejantes resultan inútiles, porque el propio modelo las da ya por resueltas, en la medida en que el patrón de conocimiento es la mera anticipación por equivalencia formal.

Todo lo que de golpe cae bajo esta lógica de la evidencia estadística y proyectiva configura un tipo de verdad enteramente «virtual», una verdad-simulacro, pero en el fondo, a través de un ejemplo trivial (de cuya «realidad objetiva» no tenemos otro dato y demostración que el propio enunciado como resultado de una operación mental de cálculo perfectamente aberrante), captamos algo más terrorífico, algo quizás angustioso y sobrecogedor: lo que llamamos actualmente «conocimiento», «verdad» y «realidad», apoyándonos en la resonancia tradicional de estas palabras, son los puros términos de una interminable transfusión ideal operada a través de simulacros cuya verdad específica, si alguna pudieran reivindicar, es la mera exactitud aproximativa de magnitudes no sólo ausentes sino también inconmensurables entre sí, quizás incompatibles, pertenecientes a órdenes paralelos sin comunicación entre sí.

En el terreno de lo social, de lo histórico o de lo cultural, en defintiva de lo genéricamente humano, esta verdad-simulacro, esta objetividad operativa y fantasmática constituye la forma acabada de la desaparición de cualquier proyecto, ideología o voluntad colectiva: es el amortecimiento, la petrificación, la congelación de todo movimiento, entretanto, calculado en la trasparencia engañosa de su cifra.

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La información es la figura actual de este movimiento petrificado y opaco de las cosas: un mundo hecho, vivido en la verdad-simulacro de esta clase todopoderosa de enunciados es un mundo ya desaparecido, una reliquia vital, el grado potencial de la abstracción operada sobre lo humano, el máximo distanciamiento entre la conciencia y sus prácticas, la pérdida del espejo donde pensar, por sobresaturación objetiva del dato anticipado, su sustitución por una pantalla absorbente y reflectante con luz artificial y terminal humana, encargada de reflejar un procesamiento que ha tenido ya lugar en otra parte.

Es el final de la conciencia como forma de conocimiento, una nueva relación del hombre programático con su ser, redefinido desde ahora por el aparato de producción de realidad-verdad-simulacro (todos estos términos son intercambiables) como operador de la síntesis, sin ningún otro soporte para el sentido que la función inmanente del proceso de almacenaje y manipulación informativa, pues como principio de una energía muy peculiar, la información ni se crea ni se destruye: sólo se almacena, se olvida, se reutiliza, se recicla…

En un relato de Italo Calvino, «La memoria del mundo», una corporación trabaja en el almacenaje interminable de todos los datos sobre la vida y la cultura humanas. Los criterios de selección sólo los conocen los grandes jefes de la empresa, pero éstos, de subalterno en subalterno, acaban por extraviar cualquier referente o principio de jerarquía, al tener que modificar constantemente el orden de importancia de los datos, conforme éstos van siendo conocidos y clasificados. Se acaba por desembocar en una situación en la que deja de existir ninguna certidumbre sobre aquello que, en un futuro lejano, otros pobladores o invasores del planeta Tierra, podrán interpretar a través de la información recibida, acumulada sin ningún criterio discriminativo.

Por lo tanto, los almacenadores de información se ven obligados a dejar lagunas, espacios en blanco, zonas intersticiales desinformadas. De hecho, esta parte de su trabajo se acaba por convertir en el auténtico objetivo de la empresa: se cree que con este proceder deliberado de simulación informativa en precario, se ofrece la posibilidad de interpretar en direcciones diversas, divergentes, pues sin contradicción, sin vacíos de sentido, la interpretación de lo desconocido se reduce a repetición de los datos iniciales del problema, no queda incentivo alguno para la imaginación productiva, para la síntesis que produce verdadero conocimiento y no una mera tautología formal.

Así pues, sólo en este hueco informativo surge la virtualidad del sentido propiamente humano: no hay sentido en la acumulación, ni en la definición enciclopédica y exhaustiva, ni en los modelos de equivalencia que producen la verdad-simulacro. Sólo puede haber sentido en las pérdidas, en los retrocesos, en las grandes disgregaciones culturales, en el volver sobre los pasos, incluso en ignorar lo importante, lo valioso, para recuperar lo insignificante, lo desaparecido o recubierto por una valoración transitoriamente superior. Imaginemos ahora aquel enunciado estadístico, desde la perspectiva sugerida por el cuento de Calvino: «Un ciudadano suizo es cuatrocientas veces más rico que una habitante de Mozambique». Hay un principio de información, un destello fluorescente de verdad, pero ya no histórica, ni siquiera económica, tan sólo un dato o una apariencia de dato, a propósito del cual ¿qué se nos pide?

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La ininteligibilidad de este enunciado: ¿procede tal vez de los términos en que está formulado, como suponíamos antes, o se origina más bien en la imposibilidad de imaginar una situación existencial en que podamos verificarlo? Desde luego, por ahora es innegable que hay suizos y mozambiqueños, y también es fácil suponer una gran diferencia de disponibilidad de bienes materiales, servicios y expectativas de nivel de vida (tal vez ¿calidad?: sería muy aventurado afirmarlo) entre ciudadanos suizos ricos (incluidos inferencialmente en el sujeto de la proposición) y habitantes de Mozambique, pero la diferencia es de cuatrocientas unidades de riqueza, medidas en «renta per cápíta», es decir, en un modelo de magnitudes que ya es en sí mismo una verdad-simulacro.

Ahora bien, esta verificación supone a su vez que conocemos perfectamente y poseemos además esa riqueza inefable a cuya comparación diferencial apelamos, peor aún, imaginamos que hay una unidad a partir de la cual es mensurable la riqueza y que ésta es un valor idéntico para todos, pues todos aspirarían a ella, etc. Pero de suposición en suposición, la verificación de lo supuesto se hace imposible y se convierte sólo en un postulado del que formalmente, y sólo así, se pueden extraer algunas inferencias y algunas consecuencias. Todo lo óntico, todo lo fáctico queda así subsumido de golpe en una verdad-simulacro, que sirve para sostener y garantizar el consenso de un modelo de conocimiento proyectivo con su respectiva realidad suprimida.

La riqueza que postulamos es la forma acumulativa del trabajo muerto en los objetos de la demanda (automóvil, vivienda, alimentos, ropa, ocio, viajes…), es decir, es una pura forma de la circulación mercantil generalizada a todo y a todos: objetos de consumo, de estatus, de prestigio, de competición, y no «riqueza», lo que implica la totalidad del aparato de producción y sólo con vistas a incrementar los objetos de una demanda, previamente creada, educada, vigilada. De modo que tal riqueza fantástica es sólo un efecto del funcionamiento de un sistema, es decir, la forma de un condicionamiento reflejo fundado sencillamente sobre la ilusión del goce-uso de objetos únicamente producidos para tal fin, mucho más allá de cualquier «necesidad», igualmente creada o inducida.

El fin de esta riqueza peculiar (que no tiene nada que ver con ninguna otra forma social de riqueza) es sólo contribuir a producir aún más riqueza en este sentido y sólo en él: lo que prueba que en este circuito de la reproducción del capital como «productor de riqueza social distribuida», la satisfacción de las necesidades no tienen nada que hacer, porque precisamente éstas nunca han sido su objetivo sino su coartada moral e ideológica, y lo sigue siendo exactamente en enunciados como éste.

La solución al problema de la desigualdad entre la «riqueza» de los suizos y la «no-riqueza» de los mozambiqueños se puede replantear así, tan sólo cambiando los términos, pues en una verdad-simulacro los términos, los modelos, son lo único que puede cambiarse: «Un ciudadano mozambiqueño es cuatrocientas veces menos rico que un habitante de Suiza». Con esta proposición las inferencias cambian al colocar como sujeto de la misma la expresión «ciudadano mozambiqueño», antes degradada a la condición subalterna de término infamante de comparación. Ahora es sólo «menos rico», antes era absolutamente «no-rico».

La nueva proposición, además de disuasoria del espíritu de conmiseración, con el que tan amablemente nos identificamos, despeja otras presuposiciones y favorece un planteamiento más sereno del problema implícito que la pura proposición estadística: pues de proposición en exceso materialista, poco ética quizás, aunque la ciencia no tenga escrúpulos de este tipo, pasa a convertirse en un enunciado esperanzador, que abre perspectivas ilimitadas de progreso, acorta distancias y suprime sintácticamente la colusión semántica que evidenciaba un cierto aire de irreverencia hacia la condición económica de una parte de la humanidad.

Respecto del futuro, sería deseable que reescribiéramos todas las proposiciones que delatan abiertamente nuestra infamante superioridad occidental, a fin de que nuestros descendientes, herederos o incluso invasores, como los futuros pobladores del planeta en el cuento de Calvino, haciendo reversibles los datos con que se encuentren sobre nosotros, puedan guardar una memoria no demasiado dañada de sus antecesores.

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Una crítica desafortunada nos ha acostumbrado a considerar críticamente la publicidad como algo inesencial, como la inesencialidad misma en su más genuina expresión, en fin, una monstruosa forma contemporánea de la inautenticidad. Se observará que esta crítica siempre se apoya curiosamente en los mismos valores implícitos que a su vez dice defender el propio discurso publicitario: extraña complicidad de unos referentes en todo caso perdidos: la apelación a lo originario, a lo auténtico, a lo genuino, a lo que no tiene comparación también constituye la parte más sabrosa de todo discurso moral.

La interpretación que atribuye un uso inmoral de los signos a la publicidad es, sin embargo, demasiado optimista, casi voluntarista: no se da cuenta de que, a partir de un cierto desarrollo de los procesos sociales y culturales (?) contemporáneos, se hace ya imposible distinguir la ontología y la «imagología», como la llama Kundera: el valor y lo real, el signo como tal signo y su referente. Ahora bien, cuando tal confusión es de dominio público, así en la publicidad, es inútil, por no decir francamente descabellado, seguir hablando en términos «clásicos», como si éstos tuvieran por sí mismos virtudes mágicas con sólo evocarlos.

Para nosotros, al cabo de un desengaño más lúcido sobre el poder virtual de la «crítica», la publicidad, cambiando todos los términos, es esencia pura, la esencia que hace inesencial todo lo demás: donde habla la publicidad, no hay nada más que decir, pues ella sola colma el espacio del sentido y dice lo decible como tal. Además es el lenguaje absoluto, en la medida en que gratuito y ocioso, el sueño lógico y poético de la arreferencialidad, de un lenguaje tan puro que no sea nunca manchado por ningún referente, por ningún valor de uso, por ninguna práctica vital.

La publicidad no es un lenguaje entre otros, no es un discurso añadido al mundo del intercambio como algo superfluo, es el lenguaje y el discurso a partir del cual todo sentido se vuelve operativo, abstracto, donde todos los signos quedan en suspenso, como sacudidos vertiginosamente por la inercia que desustancializa lo real. Donde habla la publicidad, se abre un inmenso paréntesis que pone a buen recaudo el valor que aún pudiera sostener la mera ilusión de una referencia a lo real.

Así pues, la publicidad, en la atmósfera contaminada de un universo lúdico, lo esencializa todo: en efecto, hace que lo que es sea exactamente lo que es, no una apariencia, un engaño, un subterfugio, una falsedad deshonesta fabricada por unos descerebrados sin escrúpulos morales o estéticos, sino justo la indistinción de todos estos términos. La publicidad es la esencialidad definitiva de lo que carece de esencia: de ahí que todos los partidos políticos se hayan acabado por convertir en agencias de publicidad que trabajan únicamente para sí mismas. Claro, el reverso de una esencialidad de lo que ya carece de esencia es la pura nihilidad.

La publicidad, agente difusor de nihilidad, forma reactiva donde lo sustancial es sometido a un último desmontaje, más allá del operado por la forma mercantil generalizada del valor de cambio: las cosas, ya artificialmente producidas, asignadas a un precio y a una demanda igualmente producida, vagan desde ahora en el hiperespacio espectral de la inutilidad, son obligadas finalmente a hablar de sí mismas, optimizando a través de la imagen y el discurso la carencia de esencia, las propiedades que hubieran poseído si no fueran lo que son la mayor parte del tiempo: un “gadget” que las parodia.

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La famosa lógica de la connotación, que hizo las delicias de los semiólogos de la comunicación de masas en los años 60, edad dorada del nuevo modo de la circulación absoluta, afirma que las cosas se presentan como lo que no son pero se puede creer que son para colmar la «libido» o deseo del consumidor. Según esta visión psicologista e ingenua (toda la publicidad se funda y autojustifica según este lamentable malentendido, que sus críticos no han sabido desmontar, enredados como han estado en los mismos términos que rechazan: ¿hay algo así como deseo en todas partes, deseo que viene a grabar la marca de la necesidad y su satisfacción perentoria en la psique-modelo del consumidor-modelo?) es evidente que no, que todo este circuito ideal es sólo una producción más, el sujeto es el que connota y está forzado a hacerlo a través de la decodificación de los signos, ya pervertidos, que recibe.

En realidad, ocurre exactamente lo contrario: el código es autónomo, hace que lo que carece de toda cualidad, de toda esencia, se vea investido con el derecho de hablar como si lo poseyera por sí mismo como objeto independiente de los signos, cuando verdaderamente es «hablado» por el propio código, que sólo remite a sí mismo, y por supuesto, no reenvía a nada objetivo. La mercancía, así desviada como signo que remite a la serie de signos, se convierte en el destino del sujeto, al que a su vez, «interpreta» y hace «hablar».

En estas condiciones, la publicidad no pertenece primordialmente a la esfera ideológica: es más bien el perfecto correlato del trabajo en una sociedad asalariada y asignada a la gestión del salario, es decir, la publicidad se ha convertido en un modelo secundario de socialización, el específico de la reproducción del capital a través de los signos de que se ha adueñado: la connotación es esta inmensa trasformación de toda la cultura vivida de un pueblo en suplantación de lo real mediante signos sin discurso global, también ellos fabricados y desestructurados a fin de darle una coartada «simbólica» al funcionamiento del sistema, sin la cual la dominación del principio económico puro sería excesivamente trasparente e insoportable.

Las masas tienen que ser implicadas lúdicamente (no se habla aquí ni de afectos ni de argumentos: el nuevo contrato social sólo se basa en el juego de una demanda producida por modelos de anticipación y solicitación programada), o por lo menos, estáticamente movilizadas alrededor de este objetivo último. Actualmente la propia publicidad es la que ya está creando incluso modelos de identidad, lo que significa de hecho que todo lo que queda de nuestra identidad cultural ha sido virtualmente asumido como modelo publicitario. Como en tantas otras cosas, se perciben los efectos pero no el conjunto de que se desprenden, y ni siquiera las trasformaciones de gran alcance que los promueven irreversiblemente.

Esta esencia que vuelve inesencial todo lo demás tiene poder, un poder de irradiación, desde luego fundado sobre la indiferencia, la banalidad y el desprecio secreto que sentimos hacia nosotros mismos. Sin estas condiciones de debilidad, la publicidad sería violentamente rechazada, como antes lo fue el trabajo, la socialización industrial y el proceso disciplinario: pero estos se basaban aún en el principio de realidad y en él se mantenía también la reacción violenta: la primera socialización capitalista fue una maquinaria brutal dedicada a la suplantación de todo vínculo social anterior, no construido artificialmente, por la lógica de la economía política pura, y poco importa para sus objetivos, la versión en que se encarnara y los resultados reales que obtuviera.

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La nueva era que se abre con la circulación absoluta, de la que la publicidad es una de sus figuras «espectaculares», se levanta sobre otro principio diferente: el de la simulación por los signos de los referentes, el de la anticipación por los modelos de las opiniones, las conductas, los afectos y los deseos, el de la programación general de la vida en sectores integrados. Los efectos represivos no son visiblemente violentos, pero se limitan a ser desalentadores para los individuos, devastadores para la «sociedad» en su conjunto, disuasivos tanto de la libertad como de la violencia «política». No menos decisivo que lo anterior es este otro proceso: la publicidad, tal como la experimentamos, es la pérdida del poder de seducción de las apariencias, porque ella misma significa la desilusión de las apariencias en la mera operatividad y abstracción de las imágenes y las palabras desencantadas.

A través de la publicidad, todo queda sometido a la pura simulación de un efecto de respetabilidad, todo se convierte involuntariamente en cómplice con este proceso embrutecedor de desilusión del mundo a través de la manipulación grosera de todos los signos, signos que tampoco ofrecen otra cosa que su profunda vocación de no dejar huella, y en este sentido, la publicidad es una anticultura radical.

Todo lo que cae del lado de la publicidad (un país, una tradición, una creencia, un valor, un objeto no industrial…) pierde su memoria, su origen, su referencia: la publicidad se comporta siempre, no podría ser de otro modo, como una especie de acelerador de partículas aplicado a los signos, a los mensajes, a las palabras; es, por tanto, lo que obliga a las cosas a descorporeizarse, a dejar de ser ellas mismas en el momento de perderse en una escena vertiginosa entre la velocidad máxima del medio de circulación y la concentración mínima del sentido.

Por eso la publicidad es exactamente un lenguaje experimental, en el sentido casi literal de la palabra: experimenta con la desaparición del significado de aquello que representa, descomposición fugaz de sus propiedades más inespecíficas, más aleatorias: las que hacen referencia indefinida a una presunta sociabilidad compartida entre emisor y receptor.

Como todo lo que está obligado a comunicar en el vacío del sentido, fuera del sentido, la publicidad no destruye ni construye sentido, simula que existe y se limita a hacer circular este fantasma, filtrándolo, pero sólo cuando tal sentido, abstraído, es sólo un resto inútil y degradado, un desecho de todos los tópicos pueriles de una cultura que, de esta manera, asiste a su propio cortejo fúnebre, vuelta reversible bajo formas grotescas. Lo mismo vale, y aún más desafortunadamente, para casi la totalidad del cine actual, con rapidez asimilado a este vacío: por todas partes los mismos psicodramas del cansancio de vivir o los mismos espectáculos de una violencia masiva e indistinta. Al parecer, ya no concebimos un placer que no sea visual e inmediato, extático, contemplado con una especie de rara pasión fría, la propia de mirones a los que la vida ha suspendido en la mirada sin sujeto y en el objeto sin mirada.

Respecto de esta situación, no puede decirse que seamos demasiado exigentes: gracias a la comunicación forzada, a esta sobrexposición comunicacional, y hoy no hay nada que no sea tan sólo un mero efecto de comunicación, ya no exigimos más que operatividad de los medios, «definición», pero nunca pasión. La lógica de la equivalencia que dirige a la publicidad es la misma que preside todos los demás procesos sociales, económicos, políticos o culturales, esferas a su vez intercambiables y equivalentes entre sí. El conjunto de esta sociedad parece haberse convertido en una «casa de citas», en la que la publicidad ha difuminado las últimas fronteras estéticas o morales: «rendez-vous» permanente de uno mismo con sus «deseos» más triviales. Muerte a la lógica del onanista del imaginario, rechazo instintivo a esta penetración contaminante de los signos donde todo pone su precio para resalta su carencia de valor.

Al menos, la esencia, así trasformada en inesencial, se vuelve fútil, y por tanto se hace ya innecesario imprecar al demonio: la publicidad misma desvía hacia la nada cualquier veleidad de significación, y la que finalmente vale para todos, no valdrá para nadie.

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Todas las fantasías de la comunicación confluyen y desembocan en el fantástico movimiento inercial de las redes: no una hegemonía absoluta del «médium», sino absorción de todo por el «médium». Si la forma «mercancía» fue el «médium» dominante que deconstruyó todas las relaciones sociales para inyectar en ellas la fluidez abstracta del puro valor de cambio, el último tercio del siglo XX ha visto la propagación de otra modalidad de fluidez abstracta, complementaria y paralela de la anterior, la que garantiza la mera gestión del modelo mercantil consumado: la forma «red», la forma operacional de los circuitos, esa dimensión donde lo social, ya obsolescente, deviene, en la misma lógica del mercado, algo derivado a su vez de lo reticular.

Lo social mismo se hace entonces «virtual», y así, no entramos exactamente en una nueva fase de socialización, sino que, de golpe, de manera muy simple, lo social desaparece absorbido sin rastro por la forma reticular del intercambio finalmente reducido a pura virtualidad, a eso que hoy empezamos a conocer hoy como «interactividad», lo que no es otra cosa que la gestión del contrato social convertido en superficie de aislamiento y erosión del principio mismo de lo social, aunque, por otra parte, lo que se llama «sociedad» no ha sido más que la coartada, en la propia era capitalista, de la expansión «dialéctica» del principio de la abolición de lo social, al tiempo que el cacharro ideológico de su imposición a la fuerza.

Se comprende entonces el porqué de este apresuramiento concentracionista del capital en torno a las «nuevas tecnologías» de la información, todas ellas completamente amparadas en la lógica inercial del nuevo contrato social: el rubricado por la imposición de esta abstracción inhumana que es la ilimitada extensión, como lo fue la mercancía en el siglo XIX, de la forma reticular y virtual del intercambio. Hoy, y en el futuro no hará más que crecer, pues la baza ya está jugada, todo intercambio, de la naturaleza que sea, abstraído y desencarnado, debe pasar por este efecto de máximo aislamiento y dilución, la esencia misma de la red, del circuito, del «médium» y de lo virtual.

Telefonía móvil, telemática privada, todas las formas multimedia, el espectro de la interactividad a la fuerza, la «red de redes», Internet, los propios medios de comunicación de masas, el cine, todo ello cada vez más sometido a la estrategia de la virtualización, el vídeo doméstico, todos los futuros soportes personalizados, desde el ordenador que gestiona la casa al ordenador que gestiona el buen funcionamiento del automóvil: todo eso, en su conjunto, y salvo casos excepcionales de “verdadera utilidad”, jamás excede los límites de la función fática de la comunicación, una función ya desencarnada del lenguaje, pura forma del contacto en el vacío, el infinito teledesierto de la información sin finalidad.

Todos esos medios intentan a la desesperada introducir contacto, relación, calidez «humana» y comunicativa (en el sentido de una sonrisa o una alegría «comunicativas») allí donde, efectivamente, toda configuración simbólica del lenguaje y el intercambio ha desaparecido (como desaparece todo valor de uso en la mercancía), allí donde hay que desencadenar una ardua tarea artificiosa de lubricación, de opcionalidad «libre», de «menú a la carta» de contenidos experienciales o existenciales al borde de la extinción en su forma «originaria».

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La comunicación, en su más amplio sentido, consuma el proceso de abstracción de lo social, ahora llegado a su nivel de inducción por las redes y los circuitos: el grado cero del intercambio es precisamente el que procede de la formalidad abstracta del medio, cuya naturaleza es ser tan sólo eso, medio, virtualidad pura de un contacto sin fin ni finalidad, una mera repetición enloquecida de conexiones sin otro fin que la propia conexión. Es la autotelia característica del sistema como red de circuitos integrados, entregado sin más a su autocomprobación en un test experimental permanente.

La técnica, en especial en lo que respecta a la comunicación en general, sólo tiene sentido como «perfomance» perpetua operando sobre sí misma, sobre sus propios procesos. Se entiende que el «funcionario de la técnica» heideggeriano sólo pueda habitar un mundo en la medida en que él también se convierte en un ser puramente performativo sometido a la pura virtualidad de sus controles, procesos y redes.

El presentimiento de Baudrillard sobre esta lógica de la comunicación se verifica desgraciadamente cierto: «Si lo fático se hipertrofia en las redes (es decir, en todo nuestro sistema de comunicación de medios de masas e informático), es porque la teledistancia hace que ninguna palabra tenga ya literalmente sentido. En consecuencia, se dice que se habla, y dicho esto, lo único que se hace es verificar la red y la conexión con la red. Ni siquiera hay un otro en comunicación con la red, pues en la pura alternancia de la señal de reconocimiento, ya no hay emisor ni receptor. Sencillamente dos terminales, y la señal de una terminal a otra lo único que verifica es que pasa, en consecuencia, que no pasa nada. Disuasión perfecta».

Toda la insensata apología «liberal» de este universo espectral de la comunicación a través de medios que cada día aumentan más esta «teledistancia» de hombre a hombre, y del hombre respecto a sus propias necesidades y deseos, es la peor de las ideologías actuales, de hecho es la única, si es que tiene algún sentido hablar de ideología en una sociedad que ya funciona sola como una máquina programada y autorregulada. El «spot» publicitario de Telefónica, tras la alianza con el BBVA a finales de 1.999, es el mejor exponente de esta propaganda que hoy atraviesa como una sombra todo discurso: por supuesto, un discurso entregado a provocar la fascinación por el puro ilusionismo del contacto comunicativo, la apología fantástica del medio por el medio, del circuito por el circuito, todo ello al servicio de un altruismo universalista perfectamente hipócrita y descaradamente moralizador (el bien en sí es la conexión, así que abónate…).

Claro que se trata de un inmenso negocio, pero también de mucho más: es la propia virtualidad de una comunicación ilimitada lo que crea y determina el principio de la gestión de un negocio también él virtual. Toda la operación bursátil de TERRA es la demostración experimental del nuevo principio económico, fundado sobre la explotación a fondo no de mercados «reales» de bienes y servicios, sino de mercados enteramente virtuales, a su vez basados paradójicamente en las tecnologías de lo virtual: pero paradoja sólo aparente, pues el porvenir del capital cada vez más pasa por esta negociación de bienes inmateriales en un inmenso mercado del que se ha abstraído finalmente toda circulación «real».

El porvenir es la red como negocio en el vacío de cualquier referencia proyectiva sobre consumo, ni siquiera se trata ya de una inversión especulativa clásica sobre un fondo de beneficios calculados, pues de hecho lo virtual afecta también a la lógica económica. No entender esto equivale a no entender nada de lo que ocurre hoy en la guerra económica concentracionista: al adversario «competidor» se le vence arrojándolo al abismo de una virtualidad especulativa de la que acaba por no poder responder. Así han hecho los norteamericanos con su política global de desestabilización de los mercados financieros asiáticos en manos de inversores japoneses, pero a su vez ellos mismos han caído en una sobreinversión desmadrada en las tecnologías punta de la información, lo que ha conducido a la nueva crisis del 2.001.

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Retomando el análisis de Baudrillard, es evidente que por más que se intenta «humanizar» el sistema de redes y circuitos, por más que se intenta «personalizar» la comunicación, lo único que se consigue es crear más «terminales», y en este sentido, ésta es cada vez más una sociedad de terminales supuestamente interactivas, pero en realidad siempre se trata de lo mismo: la ubicuidad impertinente de un «feed-back» bajo control de un modelo de comunicación donde las posiciones están predeterminadas y donde todo funciona por inducción autónoma y autotélica del propio medio.

Basta ver que la mayor parte de las llamadas que se realizan por teléfono móvil son totalmente inútiles y ociosas a efectos de relación e intercambio «personal», su inconsistencia, irrelevancia y banalidad es tal que sólo sirven en el fondo para hacer que la línea funcione, que la conexión sea interminable, que el contacto no se detenga, para que el propio medio, como modelo de fluidez y disponibilidad absolutas, se verifique certificando tan sólo eso, su buen funcionamiento, su performatividad total. Otro tanto cabe decir de la televisión digital o de los ordenadores personales, de Internet, del cine y de casi todo lo demás: la cosa funciona siempre en circuito cerrado, tú eres una terminal que en el fondo no hace ninguna falta para que el medio siga funcionando, tal es su indiferencia y su retroalimentación, su automatismo y su inercia.

De este modo, cada adelanto tecnológico en la comunicación es un avance en la misma dirección de liberación del medio respecto de cualquier finalidad «humana», como los automóviles lo han sido ya respecto del espacio: bajo apariencia de creciente «personalización» (correo electrónico, imagen en tiempo real de los interlocutores en teléfono móvil, ordenadores de bolsillo que a la vez son televisiones, cámaras, teléfonos, etc) lo que realmente crece es la distancia, la inutilidad de la terminal humana, el carácter residual de la experiencia original de las cosas, de la propia relación social, que reducida a relación comercial, o a mera interactividad, se convierte ya en un cacharro vetusto y nostálgico: la burbuja, la prótesis interminable donde se flota fantasmagóricamente en una vida secundaria que parece cercana y cálida, para la que todo se presenta como disponible, y sin embargo, todo está cada vez más alejado, en un vértigo de aislamiento y lejanía sin remisión. La existencia «desalejadora» del hombre, un ser de «distancias» (Heidegger), se convierte en mera inmediatez y simultaneidad sin fondo, colocándose su «ahí» en una especie de «no lugar-no tiempo».

Lo que sucede al extrañamiento, al «experimentarse otro» en una relación social que desposee del fruto del trabajo a cambio del salario, se trasforma silenciosamente en un alejamiento del otro perdido de vista pero ya siempre presente como presencia alejada, un alejamiento inducido por aquello que aparentemente lo niega, la comunicación y sus tecnologías, el vis-a-vis perpetuo de una mediatización fática que descomprime todo lazo social y personal, ahora ya inencontrable vía red.

Los primeros medios de comunicación, de mediatización (prensa, radio, televisión y cine) constituían sólo la primera oleada de lo masivo, de lo social entregado a su deconstrucción por la vía de la comunicación como ojo público, como panóptico todavía limitado, como modelo segregador de modelos secundarios: los nuevos medios, junto con las trasformaciones de los anteriores, profundizan más la misma tendencia introduciéndose en lo privado como ventana siempre abierta, como conexión sobreimpuesta, circuito siempre sacudido por la disuasión implícita de otra relación. La información, en todas sus modalidades, crea ese «mundo sobrexpuesto» a escala mundial del que habla Paul Virilio.

Es decir, nuevamente, de lo comunitario a lo comunicativo, siendo esta última dimensión la negación de la primera. Todos estos medios, por su propia naturaleza técnica, se fundan sobre una programación y una remodelación «quirúrgicas» del lenguaje, del intercambio y de la relación social misma, asumiendo la lógica del proyecto social moderno, dirigido por un constructivismo y un artificialismo liquidador de cualquier «espontaneidad» social: estrechan hasta límites insoportables el campo de lo comunicable y de lo relacional, de lo referencial sobre todo, pues toda referencia queda constituida por amputación de lo real. Este es efectivamente uno de los sentidos más genuinos de toda «programación»: convertirse, por ella misma, en un modelo operacional y performativo sobre la realidad.

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De este modo, programación social (control económico de todas las variables, red institucional, sistema político autónomo, la cultura-mercancía del ocio: todo ello pasa actualmente por la mediatización total) y «retificación» comunicacional constituyen la esencia del orden actual, apoyándose la una a la otra, y las dos juntas se complementan en un destino de lubricación a la fuerza. Puede decirse de esta sociedad que lo único que la hace «social» es el ingente esfuerzo por parecerlo a través de una condición tan poco social como lo es el perpetuo acto de una comunicación imposible.

Perspicaz e ingenua pregunta de una telespectadora en un programa de una cadena dedicado a sí misma, a su propia producción: la gente que se puede ver, durante los telediarios, al otro lado de la mesa de los locutores, ¿son figurantes o «trabajan» realmente? (como si fuera posible distinguir figuración y trabajo en las modalidades ocupacionales que predominan hoy). Todos esos ordenadores, esas mesas de trabajo llenas de papeles y archivos vacíos, todas esas inoportunas llamadas telefónicas, ¿son reales? Es decir, ¿cumplen alguna función? Por supuesto que sí, sólo que todo eso está ahí para simular los efectos de un trabajo de «comunicación».

Esos estudios saturados de gente ociosa pero movilizada en un tráfago continuo, todos esos ordenadores encendidos que nadie mira, todos esos teléfonos que suenan incansablemente pero nadie coge para responder, son el escenario, el guión vertiginoso de la semiurgia banal de la comunicación: permanente «making off» de la propia información como producción, como montaje, como elaboración sobre un material inerte, descoyuntado, el de una vida «trasformada», hecha mera información.

La situación descrita responde exactamente a la verdad de toda comunicación: en todas partes es lo mismo, se hace como que se comunica, es decir, se figura como terminal de no importa qué, acumulando todos los aparatos, medios y montajes del proceso, entretanto emancipado de cualquier necesidad, de cualquier criterio, de cualquier utilidad. Por tanto, la pregunta de la telespectadora, en su desnudo candor, es también redundante y ociosa: no hay ninguna verdad ni ninguna realidad de la comunicación, en el amplio abanico de posibilidades que abre, pues a un lado y otro de la pantalla todos somos como esos figurantes que se afanan por parecer ocupados en la puesta a punto de la producción informativa, todos reducidos al estatuto nada privilegiado de las terminales.

Algunos sostienen que la libertad consiste en estar «informado»: no se equivocan, esta libertad, la única que tenemos ya, es efectivamente nada más que estar informado, es decir, estar conectado, es decir, ser una terminal humana de todos los flujos, circuitos, redes, programaciones y montajes de la información. También un enunciado tan cínico dice la verdad del sistema: la única «libertad» posible es la del telespectador armado de su potente mando a distancia, de sus múltiples ventanas de diálogo, de sus ilimitados juegos interactivos, es decir, libertad del hombre sacudido por un vértigo vacío de opcionalidad programada en la que hay que «participar» como terminal múltiple, da igual, pasiva o activa, o ni lo uno ni lo otro. Por supuesto aquí también, como en todas las demás esferas de la vida occidental, libertad de consolación y consolación de libertad. Esta «libertad» es lo que queda cuando se ha perdido todo.

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La velocidad, la destrucción, la masacre: la irrealidad de lo excesivo nos salva de la violencia real y la conjura. Todos los efectos hiperreales del cine espectáculo puestos al servicio del bien, de la felicidad doméstica del héroe sencillo, del heroico hombre común. La receta es simple y siempre la misma, podría decirse que el sello de lo verdadero es lo más simple que lo simple. El mal es sólo una puja de efectos especiales, no tiene ninguna verdad psicológica o «metafísica», tampoco simbólica: efectos potenciales de un mal ocioso, gratuito, liberado como fuego fatuo que atraviesa las pantallas sin dejar rastro.

En estas condiciones, el bien lo tiene fácil, sólo debe sobrepujar con más efectos especiales y así vencerá, pues no vence el bien como «sustancia» moral, como acto reparador, sino como catarsis de la violencia dentro de la violencia hiperreal. Podríamos llamarlo el ilusionismo primitivo y sacrificial del excedente de violencia, el sobrante del mal imaginario en una sociedad pacificada que sólo puede experimentar el mal ante la pantalla ruidosa de explosiones, saturada de objetos destruidos, cuerpos irradiados, automóviles reventados, edificios volados: simulación total de violencia sin fin, es decir, pornografía vacua de la propia inutilidad de la violencia liberada en lo imaginario de un mal improbable, sin consecuencias.

¿Por qué entonces la fascinación lúdica del público ante este ofrecimiento perpetuo de catástrofe virtual, de un mal liberado del principio de realidad? Ninguna hipótesis sobre el déficit y la compensación de una violencia irreal, pues lo imaginario no compensa nada en este cine: la fascinación, si la hay, procede de otra fuente secreta, tampoco pertenece al orden de lo psicológico reprimido, y por supuesto, no hay que recurrir aquí a ningún juicio moral o estético para entablillar mentes desiertas. Lo que se ofrece en la pantalla es la liberación de la violencia más allá de cualquier credibilidad, y eso precisamente nos pone a salvo de imaginar y afrontar la violencia real: tratamiento homeopático donde no hay nada en juego más que el disfrute trivial de la forma pura y ociosa del mal, o mejor, de la caricatura irónica del mal.

Lo mismo sucede, en dosis más elevadas, con las películas sobre terrorismo, delincuencia y guerra: es el mismo principio de terapia de choque y divertimiento lúdico, en el vacío de las referencias «reales» de todos estos fenómenos que no nos será dado «vivir» más que como elaboración secundaria y cinematográfica, casi onírica, sea en la gran pantalla de un cine, en la más pequeña de nuestra televisión, o incluso, por efecto de contaminación ambiental, en las narraciones periodísticas de los telediarios (unas formas complementan y sostienen a las otras).

El «tratamiento» homeopático de la violencia no sólo persigue la fascinación lúdica y la descompresión de cualquier principio de responsabilidad moral en el espectador, sobre todo apela sutilmente a su hastío, a capacidad decreciente de sentir repugnancia, pues actualmente la repugnancia es un principio elemental de gobierno en sociedades ampliamente basadas sobre la carencia de cualquier representación positiva de sí mismas: la repugnancia es el equivalente de una variante amoral del contrato social marchito, y el cine-espectáculo se encarga por su cuenta y riesgo de consumar este nuevo principio de poder: hacer sentir asco y náusea hasta la colusión indiferente de todas las polaridades morales (la publicidad y la moda, en la esfera estética, hacen exactamente lo mismo).

Actualmente, la precaria salvaguarda del equilibrio anímico de las poblaciones occidentales pasa necesariamente por este tratamiento de choque y por estos efectos de terapia de grupo laminado que son los procesos de simulación de violencia: la catástrofe hiperreal y de elaboración secundaria puede intercambiarse con la otra, la catástrofe «real», sea natural o tecnológica, los efectos son los mismos en cualquier caso. La tendencia del sistema es golpear donde más podría doler, pero sólo bajo el dictado de la estimulación refleja de una experiencia simulada, vicaria, una experiencia que es, por su forma y desarrollo, por su lógica secreta, una modalidad especial de experimentación y entrenamiento sociales, jugando, a través de la manipulación de los signos virtuales de la violencia y la catástrofe, con la regulación de la esfera psíquica de los afectos, las ansiedades y lo imaginario del mal.

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Películas «fundacionales» como «La naranja mecánica», «Apocalipsis Now», «Perros de paja» o «El cazador» tenían aún la virtud de presentar la emergencia, la salida a escena, de estas formas de violencia, que nada tienen que ver con la Historia y los procesos históricos «reales», sino más bien con esa corriente subterránea que subvierte el espacio de lo real y lo sustituye íntegramente por la simulación. La evolución posterior del cine, desde mediados de los años setenta, ha ido en la dirección de profundizar aún más esta pérdida del universo referencial de la violencia histórica «real», eliminando por completo la dimensión «dramática», épica o psicológica, que permitía el análisis y la reflexión del espectador, un margen de libertad y reacción subjetivas que con el puro cine espectáculo se ha perdido, pues sus fines, si los tiene, ya son muy diferentes, aunque estuvieran prefigurados en aquellas películas.

Las películas actuales no hacen en absoluto apología del mal y la violencia, como una interpretación muy banal, que vuelve a estar a la orden del día, intenta hacernos creer, sino que aspiran a conjurar y exorcizar el principio mismo del mal, mediante una representación caricaturesca, e irónica sin quererlo, a fuerza de signos, sin profundidad; es decir, se trata siempre de un distanciamiento lúdico que no tolera ni la presunta identificación «patológica» ni la reflexión, en ningún sentido, y eso es un logro notable respecto de la capacidad omnímoda que posee el sistema de neutralizar todo lo viviente, todo lo real y conducirlo hasta la forma vacía y abstracta de lo hiperreal, del simulacro, donde todas las preguntas «ideológicas» y morales quedan sobreentendidas y, en cierta manera, sobreseídas.

La función del espectáculo, como ya advirtiera Guy Débord, aunque limitado por un análisis «dialéctico» de la ideología, consiste siempre en desplazar y sustituir cualquier relación «libre» y espontánea del hombre con las cosas y con las representaciones de las cosas por una programación experimental de lo no vivido como vivido, un simulacro interpuesto generador de realidad secundaria, toda ella diluida en un control operativo de los estímulos y respuestas.

El cine espectáculo ha venido a desempeñar, por el lado del imaginario del mal y de la violencia «espectaculares», es decir, «virtuales», esta misma función: siempre hay que impedir, al precio que sea, cualquier afrontamiento de los hombres con la última forma, ya patética y caduca, de lo real, para lo cual incluso la esfera emocional debe fabricarse íntegramente según modelos operativos de simulación. Por ejemplo, el cine de «género» jamás ha hecho otra cosa que proveer esos modelos de simulación de los afectos y de la vida en general: nunca se ha tratado de un «realismo» ni de una «fantasía», sino de una «precesión del modelo» sobre la vida: hiperrealismo.

De esta manera, es por completo inútil, por no decir francamente irrisoria, la imprecación contra los efectos «nocivos» y perturbadores que semejante cine puede producir en general sobre el público, y en particular sobre los niños y adolescentes. En cualquier caso, habría que empezar por definir estos efectos, si los tuviera, es decir, de qué naturaleza son y cómo se manifiestan. Su modo de aparición es lo que Baudrillard llama la «viralidad»: un encadenamiento «irracional» entre lo irreal y lo real, entre lo real y lo imaginario, que se presenta en la forma del pánico colectivo y el terror sin causa ni justificación. El medio induce el terror viral y la contaminación sigue su curso sin apelación posible.

Un caso bien conocido es el de la película «Tiburón» (1.976) de Spielberg: la película presentaba cómo unos aterrorizados bañistas huían de las aguas ante el merodeo de un gran tiburón blanco después de la aparición de varios cadáveres horriblemente mutilados. Los protagonistas, desesperados, intentaban dar caza al animal, no sin que toda la película trascurriese en un sobresalto continuo que llevaba al pánico. Consecuencia: en los años sucesivos, en las costas de Australia, este pánico inducido por la película, condujo, con toda «naturalidad» hiperrealista, a la matanza de miles de tiburones «reales», llegando casi al exterminio de la especie, por lo que las autoridades decidieron protegerlo. Por supuesto, en medio de este pánico provocado y alimentado por la película, quizás manipulado, existían intereses comerciales muy poderosos, pues en Asia el tiburón es una verdadera «delicatessen» y el auge del turismo occidental exige tales desvelos culinarios. La lógica del encadenamiento viral, película-pánico-matanza-intereses económicos es también la de la guerra, el terrorismo y la delincuencia.

A pesar de este ejemplo ilustrativo, que podría extenderse a otras situaciones, a veces con resultados francamente tragicómicos, la violencia hiperreal, por su virtualidad misma, no puede afectar la imaginación, en la medida en que es la propia simulación de violencia la que produce los efectos imaginarios, de tal modo exacerbados y delirantes, presentados a una potencia tan elevada en su irrealidad, que un resultado global tan desorbitado no puede ya ser «reinyectable» en ninguna especie conocida de imaginario efectivo, de ilusión turbadora de lo real. Lo que sí es reinyectable es la dosis masiva de pánico y terror, que en circunstancias favorables, puede llevar a la catástrofe real.

Además, las nuevas generaciones sólo conocen el estímulo operativo de las experiencias técnicas, las experiencias provistas por el «médium» de las pantallas, sólo saben vivir en el ilusionismo infantil del sentido producido por los medios, y es difícil que esta inmersión en la dimensión virtual de lo real en estado puro pueda conducir a efectos verosímiles de realización concreta de lo virtual (los asesinatos provocados o inducidos por los juegos de rol todavía no son la norma, sino los casos excepcionales que, por sí mismos, ya resultan significativos de esta inmersión generalizada en lo virtual en todos los niveles de la existencia: juegos, representaciones cognoscitivas, relaciones interpersonales, trabajo, han caído o están a punto de caer en la manipulación de procesos estrictamente virtuales).

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Actualmente, todo el espacio mental es efectivamente un mero espacio mental: todo lo que no se someta a esta virtualización hiperrealista va a quedar rápidamente abandonado como barbecho de sentido. A fin de cuentas, este universo delirante de «acción», de violencia espectacular, es sólo una más de las muchas prótesis mentales y emocionales del «homo occidentalis», las que nos han injertado, o están a punto de hacerlo, para convertirnos en seres aún más indiferentes de lo que ya somos, para enervarnos un poco más y hacernos alérgicos a la realidad: nirvana del hastío, sin sobredosis, no hay que llevarnos a ninguna respuesta patológica desafortunada.

Lo diabólico de esta situación apenas se ve, pero su inesperado efecto perverso se ha descubierto no hace mucho: los propios procesos «reales» de violencia se hiperrealizan (violencia bélica, terrorista, criminal: suponiendo que actualmente se puedan distinguir, pues el mal mezcla ya todas sus cartas y el humanitarismo ya no tiene nada claro a qué referirlo), empiezan a ser percibidos también y sobre todo como formas espectaculares concomitantes con la virtualidad cinematográfica, es decir, su único horizonte es la propia condición mediática de las pantallas. La hipótesis de Jean Baudrillard acerca de esta confusión perversa gana terreno a medida que avanza la mundialización, el desarrollo de la información y el llamado «tiempo real» como tiempo mundial.

La «guerra del Golfo» no ha tenido lugar (Baudrillard): este no-acontecimiento marca el inicio de un nuevo proceso de la historia mundial, en cuanto se trata de una guerra apresada en el espacio de la estrategia de lo virtual, no de la estrategia propiamente militar y política, guerra íntegramente producida para ser consumida como espectáculo total por la población occidental, ya en avanzado estado de idiotización mediática y cinematográfica, espectáculo vergonzante y desvergonzado de sesión continua en los telediarios y la prensa, no muy diferente en el fondo de los que debían seguir en la programación, violentos o no.

Salvando los escenarios, el «golpe de estado» que acabó con la URSS y llevó a Yeltsin al poder, es del mismo tipo: retrasmitido por la televisión, con el asedio del Parlamento ruso por unas fuerzas militares inertes e imágenes «a posteriori» de un edificio agujereado por los obuses de los carros de combate, aunque quién sabe si no eran imágenes trucadas de la batalla de Stalingrado, con unos personajes actuales sobreimpresionados y coloreados para dar verosimilitud a unos hechos que la han perdido desde el momento en que son filmados y son retrasmitidos en vivo y en directo.

Lo mismo para la guerra yugoslava y la intervención de la OTAN en la primavera de 1.999 o la segunda guerra chechena en el Cáucaso, aunque aquí la estrategia fue la contraria y por tanto solidaria: ocultación sistemática de la imagen, boletines informativos sólo hablados con los pertinentes esquemas y mapas de las «operaciones militares», manipulación de las causas y efectos de los acontecimientos en un trucaje descabellado como los hechos mismos. Al parecer, los reporteros de guerra serán los únicos y últimos héroes, de manera que se producirán películas no sobre la guerra primariamente, sino sobre las andanzas y vicisitudes de los reporteros de guerra, pues evidentemente son ellos los verdaderos protagonistas del asunto.

Cuando cualquier acontecimiento presuntamente «real» se vuelve cinematográfico (los documentales sobre los campos de exterminio al final de la segunda guerra mundial representan sólo la primera prefiguración de la actual precariedad de la verdad histórica y de la memoria colectiva, ambas trasformadas en reportaje) es que, sin lugar a dudas, se ha producido un inmenso cortocircuito en el sentido histórico, una perturbación de efectos aún insospechados en el orden de la representación de los acontecimientos, pues la Historia, en buena lógica del simulacro, la virtualización, el tiempo real y la forma espectáculo, se vuelve ininteligible, se convierte en un objeto no identificado, una especie de injerto hiperrealista en un tiempo vaciado, inercial, con lo que estamos de vuelta a los mismos efectos estelares que producen las representaciones meramente cinematográficas. Esta confusión de principio está aún por analizar, suponiendo que dispongamos de los instrumentos conceptuales, lo cual no está claro, sobre todo si nos atenemos al principio de realidad y a la lógica de la causa y el efecto «objetivos» con sus esquemas de inducción delirantes.

¿Qué importan las víctimas «reales» si estamos acostumbrados a que sólo existan víctimas «virtuales»? ¿Existen realmente los hechos que la información nos suministra con tanta verosimilitud y credibilidad? ¿Quiénes son los actores, no serán sólo figurantes de un guión amañado? ¿Y quién diseñó el guión, es de fiar? Estas preguntas, por ahora sólo latentes, carecen de legitimidad, pues la única verdad es la del tiempo real, la de la representación informativa, que en el fondo no se distingue para nada de la cinematográfica, pues comparten el mismo principio de la virtualidad de la imagen, y por tanto, la dimensión puramente hiperrealista.

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Los que critican las tesis sobre la hiperrealización y la virtualización en profundidad de la totalidad de lo que existe en el mundo actual, las tesis sobre la inmensa simulación colectiva y el carácter intrínsecamente espectacular y publicitario de cuanto nos rodea, se mantienen en un nivel de análisis idiotizado por la conciencia refleja infeliz de este mundo, se protegen a sí mismos y a sus valores exhaustos con un vano «realismo» reflexivo de los conceptos reconocibles (aquí hay una causa, éste es su efecto…), se adaptan al sin sentido con una sobredosis de buena voluntad crítica. Ahora bien, nada de lo que sucede en el nuevo «orden mundial» pertenece ya a un horizonte conocido y reconocible de sentido, es «otra cosa», algo esencialmente diferente a la «historia objetiva» que consolaba a las mentes fatigadas.

El cine espectáculo, en su más amplia acepción (cine de epidemias, de catástrofes, de comandos, de guerras imaginarias o reales, de terrorismo, de delincuencia criminal, etc) ya ha empezado a prefigurar, con apenas unos años de antelación, el aparato logístico de la nueva situación mundial, mediante la puesta a punto de formas públicas de producción y aprehensión de lo real que son, hoy, las mismas con las que nos enfrentamos al intentar analizar los acontecimientos de los últimos años. Cualquier película hiperrealista de violencia y destrucción desenfrenada dice más sobre «la verdad» de este mundo que un telediario que acumule el precipitado informe (¿la información produce y extiende lo informe?) de acontecimientos «reales» de violencia y destrucción.

Quizás esto sea así porque para nosotros toda la realidad, evidentemente odiosa y desagradable hasta la desesperación y el hastío, ya sólo puede comparecer a título de espectáculo y simulacro, de lo contrario la cosa sería francamente insoportable. De todas maneras, para la conciencia común dominante, para nuestro modo de estar en el mundo, la diferencia «cualitativa» ya va dejando de existir y es inencontrable, pues el mal, la violencia y la muerte, a fuerza de sobresignificación, cae en la insignificancia, se banaliza gracias al adelanto del sabotaje efectuado por el aparato logístico de producción mediática y espectacular, que acaba siendo la «fuente», la forma directiva de los demás «guiones reales».

Todos los efectos de lo espectacular tienden a un mismo objetivo, deliberadamente o no: la banalización de lo real, la hiperpercepción desencarnada y abstracta de lo real como «no más que figuración y pantalla». Ahora bien, asimismo las formas «realistas» de la comunicación de masas tienden a lograr idéntico efecto. Quizás aún sea ligeramente perceptible un grado de dramatismo específico en la información (crónica o reportaje, pero son modalidades informativas en retroceso y a punto de desaparecer en cuanto algo verdaderamente desagradable nos roza), frente a la pura fascinación lúdica del cine, de ahí por supuesto que la gente la prefiera y apenas atienda a las imágenes de los telediarios.

Es que lo hiperreal no nos compromete ni moral ni emocionalmente, mientras que las imágenes dolorosas de violencia cronística tienen todavía un regusto o un tono de realidad insoportables, muy desagradables para el delicado organismo moral del ciudadano occidental, curiosamente hipersensible a lo real, a la vez que abotargado frente a lo hiperreal. Así pues, espectáculo total. Poseemos una especie de sensibilidad moral a flor de piel, una especie de burbuja humanitaria, construida sobre la banalización del mal, que nos protege de toda realidad de la violencia, pero simultáneamente queremos compatibilizarla, de manera sin duda extravagante, con una excepcional aptitud para digerir masivamente actos repulsivos de violencia hiperreal.

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Pero ¿qué sucede cuando una y otra se confunden y se sobreimpresionan? Entonces es el delirio ambiguo de la fascinación, la neurosis y la indiferencia al mismo tiempo. En el mismo registro de la trasparencia, de una sobredeterminación feroz del deseo compulsivo de verlo todo, las «snuf movies» han pasado precisamente esta frontera, por lo que se hacen acreedoras de llevar la simulación espectacular demasiado lejos, infringiendo el principio de realidad que hay que mantener a salvo justamente no trasgrediendo los límites del simulacro, pues si el simulacro se realiza es el horror, la muerte real, el mal en vivo.

Estas películas, como los juegos de rol, pero en mayor medida, son el resultado no de una patología individual cualquiera, sino de la patología general de la era del simulacro y la virtualidad: la imposibilidad moral y ontológica de distinguir los límites entre realidad e hiperrealidad, entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, entre lo bello y lo feo, entre el placer y el horror. La fascinación lúdica del cine desemboca naturalmente en «performance» sádica que rechaza la simulación llevándola hasta sus últimas consecuencias: su paso al acto real. Mimesis o imitación que así reimpone o sobrescribe un principio de mal genuino en su crueldad inútil sobre la mera hiperrealidad cinematográfica de un mal simulado. Porque en la «snuf movie» se mata sólo porque y a condición de que otros vean las imágenes en una pantalla: no es la crueldad en sí lo que causa placer, como en el sadismo convencional, sino la crueldad vista en una imagen, representada a su vez en una hiperrealidad de los detalles.

Exactamente el mismo principio que genera el cine porno: la trasparencia a una mirada panóptica del acto sexual, la trasparencia a una mirada panóptica de la muerte violenta, la trasparencia a una mirada panóptica de la cotidianidad en su estadio más ínfimo (el éxito masivo de «Gran Hermano» se funda justamente en el mismo principio por el que a algunos les puede gustar el «porno duro» o la «snuf movie»: si no se entiende esto, no se entiende absolutamente nada del funcionamiento actual de todos los medios de comunicación, de todas las estrategias de la virtualización).

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También los acontecimientos históricos han caído en esta ausencia o carencia de principio específico, en esta indiferenciación de su causalidad y efectualidad: parecen cada vez más el fruto de un guión esquizofrénico, como las angustiosas películas de David Lynch. Los hechos parecen inmersos en un punto de no retorno en el delirio de la representación del tiempo real (del mismo modo que lo angustioso de estas películas no son propiamente las situaciones y los personajes, es «vivir» en tiempo real lo diferido de la filmación como si no lo fuera).

Una confusión peligrosa entre la tendencia de los hechos «históricos», consistente en el «realismo» de una modificación del campo de relaciones de fuerzas y una forma espectacular de desaparición sin huellas aparentes, sin indicios de trasformación. De ahí también la tremenda banalización de todo suceso en el horizonte actual, banalización que se corresponde con la del mal representado en la pantalla cinematográfica. Historia-ficción neutralizada de antemano: toda la experiencia de la guerra de Vietnam es el preludio de la nueva producción histórico-espectacular o histórico-mediática, a una en la pérdida del sentido de lo real.

El peso específico del predominio de los intereses y la mentalidad norteamericana, esencialemente hiperrealista, en esta remodelación general de lo histórico, es notable, casi decisivo, en cuanto a su creciente extensión, pero no explica suficientemente esta tendencia en su conjunto, pues se trata de una forma de producción y aprehensión de lo real trasversal a cualquier ideología y a cualquier poder, aunque sea un poder mundial basado en los flujos de capital, información y tecnología. Tampoco se trata de una hegemonía del medio técnico, si bien todo el dispositivo de la simulación, tanto de lo espectacular como de lo informativo, se encuentra a su vez «inducido» reflejamente por el dominio absoluto de la tecnología de reproducción de lo real.

En última instancia, todos los efectos comentados tienen que ver mucho más con la inauguración de una nueva fase dentro de una sociedad pacificada, hiperprotegida, reconciliada consigo misma, sociedad para la que la verdad de lo histórico, de la violencia y el mal, el propio devenir, ha quedado en suspenso bajo la forma mortecina de lo hiperreal, de lo virtual, de lo que ya sólo puede experimentarse como ilusionismo trivial de un espectáculo incesantemente alimentado y recomenzado por la pérdida del sentido. Una sociedad que en su conjunto se ha creado una inmensa burbuja de cristal para protegerse de los «delirios» de la realidad y así sobrevivir a la espera del fin de lo que teme (inmigración, epidemias, catásfrofes naturales, depauperación, devastación ecológica), dejando sólo filtrarse lo real como elaboración simulada y espectacular.

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Los habituales de la lectura de periódicos constituyen un género de seres sólo aparentemente superficiales, pues la ilustración de que les provee la información está hecha con todos los desperdicios de un mundo inalteradamente actual, de una actualidad con sabor agridulce, una salsa indefinible que acompaña todos los menús informativos. Las páginas bajo el rótulo “Sociedad” son, sin embargo, las más apasionantes. Frente al grado de brutalidad contumaz, de inmoralidad sabiamente administrada de las secciones de “Internacional”, o frente a la estilización del exabrupto y la banalidad de las columnas de “Opinión”, las páginas de “Sociedad” nos ofrecen auténticas perlas cultivadas a las que hay que saber engarzar en el lugar adecuado para que cobren su genuino resplandor mate sobre el fondo de unos sucesos que delatan la dimensión “real” de lo irreal en una situación dada.

¿Qué se agrega en estas páginas? ¿Qué sucesos son dignos de ser considerados como pertenecientes a este orden de lo social? Veamos: la mayor parte de las veces, nos encontramos ante anomalías, casos clínicos, todo tipo de delincuencias (prostitución, pedofilia, malos tratos, violaciones, sentencias jurídicas irrisorias…), inmigración, epidemias, catástrofes tecnológicas o naturales. Todo lo inasimilado, todo lo expulsado, todo lo abyecto, todo lo que representa un reverso de nuestra pacífica convivencia bien engrasada. Esto quiere decir que lo social, lo que confusamente se recoge bajo su nombre, es ya de hecho lo innombrable, lo que no admite ser integrado en el cuadro programático de las regulaciones habituales, lo extrasistémico, lo comportamentalmente desviado, lo que actúa como lapsus de todo un orden, como prueba “a contrario” de las bondades de tal orden.

Hagamos un breve repaso de informaciones elegidas al azar, por ejemplo, las del día 9-6-2001. Nos encontramos lo siguiente: preocupación de las autoridades por los efectos del tabaco, matanza en Japón provocada por un perturbado, aves muertas a millares a causa del empleo de palangres para pescar, entrevista con un excondenado a muerte, después de su liberación. ¿Qué criterio permite agrupar todas estas noticias bajo un mismo título como hechos concernientes a lo social y a la sociedad? Sin duda, el criterio de la exclusión de la norma, es decir, todos estos hechos son llamativos en la única medida en que significan dentro de un código determinado, el código de la normalización, y estos hechos son subproductos, residuos de tal código, representando todas sus variantes: superprotección del poder, anomalía “clínica” de lo social enervado, desastre ecológico, banalidad de la vida y la muerte ante la omnipotencia arbitraria de la ley (rehumanización del caso particular para saldar la deuda de esta amoralidad de la ley).

Lo que subyace al fondo es la propia lógica del sistema, la facticidad “dura” de sus efectos de superficie, ya sobre el individuo, sobre un grupo, o sobre la naturaleza. Porque, de hecho, el sistema es la forma que adopta la normalidad universal de la anormalidad como principio de organización. Lo que queda excluido de esta normalidad es justamente lo que está llamado a convertirse en noticia, según la lógica cínica, de todos conocida, con que funciona toda la información de masas. Si sólo es noticia lo que excede el principio de realidad de la norma, lo que por tanto queda al margen, lo que ella no puede reciclar, entonces habría que considerar de cerca hasta qué punto la información no funciona como un modo de legitimación negativo del sistema, una legitimación fundada íntegramente sobre la abyección y la obscenidad con que se envuelve un mundo fácticamente insoportable que solicita de los individuos la pérdida completa del juicio, de la voluntad y hasta seguramente de la conciencia de lo real.

Pero es efectivamente así como la información, sin tener sentido, sin poder dar sentido, contribuye de manera decisiva a la obstrucción y obliteración del sentido, según una estrategia de neutralización basada a su vez en el juicio disuasorio sobre lo real y sus patéticas aventuras, las que ligeramente mortifican los estados de ánimo inducidos sobre las masas una y otra vez solicitadas por esta contaminación de lo desintegrado, lo inintegrable por la voluntad y la representación de nadie. El principio de equivalencia del dinero y la mercancía, la reducción del valor a equivalencia, y la de ésta a su vez, al intercambio de iguales, aplicado al sentido y a la experiencia, da lugar a una humanidad que, a éste y al otro lado de la “pantalla total” de la información, queda convertida en una mera concavidad sobre la que rebotan infinidad de impulsos de sentido que resultan sistemáticamente defraudados, pues la única expectativa real es la multiplicar, y siempre más, todos estos impulsos negativos de un sentido imposible de rellenar con lo que sea.

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Es evidente que la información se funda desde sus orígenes (la propaganda de guerra organizada, por ejemplo las técnicas de condicionamiento de los soldados norteamericanos en la segunda guerra mundial) en una psicología puramente conductista cuya petición de principio nunca satisfecha consiste en que la información está ahí para satisfacer una “demanda” de las masas(?), una demanda de sentido en el momento en que todo el universo referencial del sentido, a través de las ideologías públicas y la experiencia vivida y acumulada de los hombres, su patrimonio simbólico, han sido pulverizados por la lógica expansiva y artificialista de un sistema fundado sobre la innovación tecnológica y sobre las motivaciones más superficiales y más fácilmente explotables de una humanidad en adelante convertida en mero apéndice de la reproducción autónoma de la ley del valor económico.

(Desde luego, mucho más de lo que Marx imaginaba a través del concepto de “alienación” puramente económica. Aquí habría que decir de pasada que ni Marx ni sus seguidores han llegado a entender nunca la verdad histórica del dominio del capital, en la medida en que los conceptos de superestructura e ideología son demasiado pobres para poder dar cuenta de lo que realmente es el sistema o lo que empezó a ser después de la última guerra mundial. Hay que releer las críticas de Baudrillard sobre el concepto de “producción” como imaginación social global que, llegado un momento, se apodera de todos los signos y códigos de significación social y cultural; y las críticas de Dumont sobre la sociología marxiana que supedita las relaciones de dominación y jerarquía entre hombres a las relaciones instrumentales y equivalentes entre cosas, aceptando implícitamente el principio esencial de la propia economía política burguesa, la cual tan sólo pide de nosotros que aceptemos su lógica como lógica universal de lo social mismo).

Existe entonces una economía política de la información que produce el sentido como valor que entra en una circulación y en una reproducción acelerada pero en tanto que ausencia de sentido, y mera demanda inducida de su simulacro, en un medio socialmente enervado. Cada noticia es exactamente eso: un residuo de sentido en un mundo fragmentado por las técnicas de explotación del presente como actualidad a su vez reproducida según modelos de narración que en nada difieren de los modelos literarios. De ahí la profunda pertenencia mutua de literatura y periodismo, es decir, de relato ficcional y relato “referencial”. La categoría de consumo de bienes culturales unifica todas las prácticas sociales asociadas a la “cultura”, eso ya lo supieron ver los teóricos críticos de Frankfurt.

También la información constituye para el sistema un estratégico “bien cultural” que se legitima como órgano de la opinión pública, cuando todos sabemos muy bien lo que realmente se juega en la información tal como se practica hoy en todas partes: una trasposición del modelo catastrófico a través del que el sistema simula una esfera de libertad, de trasparencia, de verosimilitud de un mundo por completo opaco y atomizado, por completo deconstruido por los poderes que se ocultan detrás de esta pantalla que mantiene en permanente estado de catalepsia a las masas. Esta nivelación de todo horizonte histórico de sentido, esta entrada en la normalidad de todos los procesos es el objetivo inconfesado de la información, es la tarea productiva que se le ha encomendado.

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En la frágil y aleatoria bolsa de los valores informativos, todo suceso, todo acontecer, en su traumatismo o en su banalidad, tras de un proceso de relativa efervescencia mediática, estabiliza su valor y se normaliza. Hay que enfocar el funcionamiento de la información desde esta perspectiva que no es sólo analógica, sino que responde a una identidad de principio entre estrategias mediáticas y bursátiles, pues lo que en ambas esferas domina es el principio del valor como efecto acumulativo de la circulación (o desacumulativo, en el caso inverso de la información).

Las informaciones, desligadas por completo de sus referenciales reales (como la capitalización en bolsa de una empresa y las oscilaciones variables de sus acciones con relación a la actividad productiva real), fragmentadas, estereotipadamente encuadradas por modelos implícitos de interpretación-narración, tienen un valor de cotización en el mercado de los medios: primero explosivo-extensivo, inflacionista, luego más o menos estable, en proceso de estandarización, finalmente ya por completo normalizado, con una suave tendencia a la baja coyuntural cíclica y con espontáneos accesos de inflación-deflación según los nervios de los revendedores.

Pero el acontecimiento, como tal, se desgasta en este proceso de circulación extensiva, ampliada, hasta llegar un momento en que se encoge en una redundancia que lo vuelve inane, desvalorizándolo precisamente como información y anulándolo como acontecimiento singular. Los medios por su propia naturaleza son exterminadores de especificidad, de singularidad de los acontecimientos y por ello es cierto que operan no sólo una reducción del sentido, sino más bien una simple extirpación quirúrgica del sentido, sobre todo si éste se define por lo conflictual y por lo antagonístico, valores raramente filtrables por los medios más que como patetismo de un discurso huérfano (nuestra propia orfandad de tales acontecimientos)

La forma de circulación bursátil y paradójica del acontecimiento como valor que desacumula su valor en la inflación informativa de su puesta en circulación liberada implica lo siguiente: mientras lo real del acontecer humano se presenta siempre como un devenir desde un advenir temporal singularizado, en cierto modo fatal, la información adopta una figura contraria, anticipando por modelos y estereotipadamente los hechos, pero de tal manera que su registrado resulta redundante desde un advenir, es decir, anula y liquida la dimensión fundamental de la existencia y del acontecimiento humano, operando una trasformación que desencarna y decanta el tiempo, lo hace salir fuera de sus goznes, y de ahí resulta una experiencia radicalmente nueva del tiempo como condición de los hechos mismos (por eso se dijo anteriormente que los medios de comunicación de masas son la condición trascendental de los acontecimientos).

Esta condición formal a priori de los medios frente a lo real no es ningún juego conceptual, ninguna analogía pseudofilosófica, ningún préstamo comparativo: es la naturaleza misma de los medios, su funcionamiento trascendental objetivo en tanto ellos son efectivamente la condición de posibilidad actual (entiéndase, no su causa generativa, no su origen, pero sí su destino, un destino vicario, sustitutivo: los medios son el lugar del advenir de los hechos) de los acontecimientos en toda la multiformidad y estratificación de su despliegue en un orden histórico que encuentra su verdad, exactamente, en esta ilimitada puesta en circulación trasparente de su suceder vaciado, abstraído de toda posible efectualidad y causalidad. Si se entiende esto, se comprenderá finalmente la más genuina función de los medios, su profundo papel político e histórico, aunque este papel se juegue precisamente contra la política y la historia.

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En su libro La ilusión del fin (1.992), con el sarcástico subtítulo de “La huelga de los acontecimientos”, Jean Baudrillard sostiene la hipótesis de que actualmente los hechos históricos, incluso los que podrían tener una dimensión determinante, son acontecimientos que ya no crean una Historia, un porvenir diferente, ya no se encuentran envueltos en una dialéctica de sentido, no producen nuevas relaciones de fuerzas ni modifican, o modifican apenas sustancialmente, las anteriores, de manera que se origina una especie de vacío en el que los propios sucesos caen, como si no se hubieran nunca producido en realidad.

Baudrillard atribuye esta «crisis» del orden histórico lineal y «progresivo» a la pérdida simultánea, ya generalizada, tanto de todos los dispositivos clásicos de la representación histórica, como de todos los valores e ideas efectivos que dirigían o anticipaban los sucesos importantes (utopías, ideologías políticas efectivas, grupos sociales implicados activamente), a consecuencia sobre todo de los efectos distorsionantes que sobre el tiempo histórico tienen los medios de información y la información misma como principio organizador de las representaciones, la imagen y el discurso en «tiempo real», un tiempo que no da tiempo a que nada se produzca de verdad y tenga consecuencias reales. A las cosas ya no se les ofrece la oportunidad de ser lo que son: mucho antes de serlo son violentadas, arrancadas a sí mismas, entregadas a la simulación de verdad y realidad (de ahí el «hiperrealismo” arbitrariamente manipulable e interpretable de todos los hechos mediatizados).

Que meramente las cosas sucedan, no implica en manera alguna que aún exista una superficie de inscripción de tales sucesos, donde encontrarían su sentido más allá de la pura sobrerrepresentación mediática. Así es como se adivina que la dimensión histórica, en su concepción moderna desde la Ilustración, es tan sólo un modelo de simulación que todavía juega con la referencialidad «realista» y la importancia «estratégica» de los acontecimientos, inscribiéndolos, bajo el nombre que se desee (progreso, evolución, emancipación, liberación, lucha de clases, realización del espíritu, pero todo ello en un orden lineal determinista donde posible encontrar causas y efectos), en el registro simulado de la Historia. Por tanto, no es el fin de la Historia lo que conocemos a regañadientes, sino más bien el fin del orden lineal de representación de la Historia como acontecer evolutivo designado por una finalidad trascendente a los sucesos mismos. Esta finalidad trascendente, este juego espectral de ilusiones sobre la finalidad y el fin, es lo que ya ha desaparecido, lo que resulta inencontrable.

Desde el otro lado, desde la acomodaticia perspectiva «liberal», desde la visión «globalista» del propio poder mundial, salido a escena en los años noventa tras la liquidación del comunismo soviético y el reciclaje de los Estados comunistas en democracias formales (?), lo que se percibe como «final de la Historia» es exactamente lo contrario: no la desaparición del horizonte histórico, sino la realización de sus exigencias modernas, esto es, implícitamente la realización y cumplimiento «reales» de la utopía moderna: el intercambio generalizado, la pacificación global, en una palabra, la victoria absoluta del mercado mundial como espacio de convivencia pacífica, y según esto, el triunfo definitivo del capitalismo elevado a la enésima potencia. La «verdad» de esta versión es una verdad ideológica, y por tanto resulta válida para comprender cómo se autorrepresentan los vencedores su propia condición de tales y las estrategias encaminadas a consolidar «públicamente» la figura ideal de esta verdad ideológica.

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Hemos tenido ocasión de comprobar estas hipótesis sobre el terreno con motivo del tratamiento informativo de los atentados del 11 de septiembre. A un año del acontecimiento, el 11 de septiembre ha pasado de largo, y nos ha dejado muy retrasados. Hubiéramos deseado que la memoria artificial de los medios de comunicación de masas cumplieran su función correctamente. Y así ha sido, en efecto, sólo que a la inversa de lo que se piensa. Gracias a la información, un año después, tenemos un acontecimiento obsolescente al que nada le falta para ser enteramente desmontado como objeto no identificado. El silencioso fracaso (¿o éxito?: los términos son intercambiables) de las conmemoraciones mediáticas del 11 de septiembre indica algo a propósito de la relación entre el sentido y la memoria, por un lado, y la lógica nunca desmentida de los medios de comunicación, por otro. Lo peor es que no cabía esperar otra cosa.

Nuevamente hay que hacerse la pregunta: ¿qué es más grande, la información o el acontecimiento, el relato o su contenido? Inútil y retrasado preguntar por estas cosas desusadas, haciendo unas distinciones que ya no tienen sentido para nosotros. A juzgar por los resultados, los medios no parecen buenos conductores del sentido de los acontecimientos. Son simplemente conductores de sí mismos como causa de su propio efecto: el sentido, la memoria, el “aura” del acontecimiento no se filtran con facilidad por ellos. De hecho, no se filtran en absoluto. Es incoherente pensar que un medio dedicado a la “producción “ comercial del sentido por la indiferenciación de valores equivalentes, como lo es la televisión, podría atrapar por casualidad el sentido cuando el acontecimiento está ahí justamente para excederlo y trasgredir el código de la circulación plácida y espectacular de la mercancía “actualidad”.

La gente estaba saturada, se dice como pretexto, ya que desde varias semanas antes se le había preparado para la conmemoración mediática. A la gente se la cebó tanto a pequeñas dosis diarias, que al final dio el reventón. Además, la vuelta de las vacaciones de agosto, no creaba un clima favorable al “dramatismo”. El terrorismo como “efecto especial” de la realidad política deja de ser asimilable y produce más bien indigestión y diarrea. La impresión que uno acaba por tener es la de una realidad informativa hecha como un telón corredizo, una tramoya móvil manejable a voluntad. No hay ninguna necesidad en los acontecimientos desde que están puestos a buen recaudo en el circuito orbital de la información versátil y tornadiza. Y esta falta de necesidad que los medios repercuten sobre los acontecimientos significa una mutación de nuestro propio sentido de la Historia.

Cuando llegó la gran fecha, el material estaba francamente agotado y caduco, ya que se le había sobre-explotado por anticipado. Consecuencia: las cadenas de televisión que emitían reportajes la noche del 11 de septiembre tuvieron un seguimiento mediocre y venció el “zaping” antojadizo en torno a las retransmisiones deportivas o las películas. Como pocas veces antes, se ha podido asistir en esta ocasión a la verificación del fracaso de los medios en su “cobertura” de los acontecimientos. ¿O no es más bien un éxito completo, ya que la saturación inducida significa que, una vez sucedido, el acontecimiento podría ser en adelante repetido, despojado de cualquier otra implicación de sentido?

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Nadie se pregunta por el sentido de la insensibilidad pública ante esta hemorragia informativa, como tampoco nadie se la explica, y menos que nadie, los propios apoderados de la opinión. Es cierto que, respecto al 11 de septiembre, los medios han actuado, una vez más, como una “bomba de depresión” que ha acabado por absorber toda la información disponible en una nebulosa de recuentos y repeticiones incansables donde, también por anticipado, el sentido había quedado ausente. El propio recuerdo se había convertido en una especie de expulsión o vómito de datos que se anulaban unos a otros a medida que se les iba presentando hasta la amplificación de lo más insignificante. Ni siquiera un fácil patetismo podía ya contener la deflagración del acontecimiento en partículas rebotadas que anulaban cualquier percepción. Información, documentación, recuerdo, patetismo, todo eso era ya sin duda un efecto especial sobreañadido al “filme de la catástrofe”. La misma obsolescencia, por tanto, que la de las películas de Hollywood.

Hay pues un choque violento entre el acontecimiento y su caja de resonancia, entre el acontecimiento y su doble mediático, pero también entre el poder y la masa informada (el efecto Larsen o “efecto estereofónico” del que habla Baudrillard en “Patafisica del año 2000”: excesiva contigüidad entre una fuente y un receptor). El acontecimiento produce una aspersión de todos los contenidos flotantes y los condensa; la información produce la dispersión del acontecimiento en los signos erráticos que ninguna memoria acoge ni siquiera como potencialidad para un futuro sentido. El poder, por su parte, vive en los vaivenes de estos dos efectos de aspersión y dispersión. En el caso del 11 de septiembre, la obsolescencia de la información va acompañada de la pobreza de la interpretación, aunque esta pobreza cualitativa vaya camuflada bajo la inflación de tópicos y estereotipos. El poder reafirma su creciente inanidad y la carencia de imaginación política resulta mucho peor que el propio acontecimiento. O mejor dicho, el acontecimiento revela su ausencia definitiva.

Lo más llamativo de todo es la enormidad del acontecimiento y la insignificancia de la información, la desmesura del acontecimiento y la inanidad ideológica de la interpretación. Lo más claro entonces es que el acontecimiento es informativamente irrecuperable: pasa ante nosotros como las sombras de una linterna mágica. Su valor de uso “político” ha sido rápidamente engullido por su valor de cambio informativo. Y a su vez éste se agota en una circulación banal. Finalmente, desaparece el acontecimiento y la información sobre él: ésta lo ha devorado y no ha dejado nada más que un resto, en lo sucesivo reciclable a voluntad. El poder se convierte, en precario y muy a su pesar, en esta vasta industria de reciclaje del acontecimiento: vive a sus expensas como un parásito cualquiera.

Algo ha desaparecido en el horizonte de la existencia colectiva, algo también ha desaparecido en nuestra inteligencia de las cosas. Y es muy difícil que los medios puedan sustituir a una y a otra, extasiados como están en la reiteración automática de su propio mecanismo. Tampoco nadie desearía que le ofrecieran diez veces seguidas la misma película, sobre todo si contiene gran cantidad de efectos especiales, y es eso exactamente lo que han hecho la televisión y la prensa escrita.

La masa espectadora reacia a esta inyección de información redundante ha actuado en el fondo como se solicita de ella: cortocircuitando los benévolos esfuerzos pedagógicos de los programadores de televisión. Todo el mundo intuía oscuramente que la mercancía que se le ofertaba estaba averiada y era de segunda mano. La reacción ante un tráfico tan irregular era la acertada. No se ha dado una buena retroalimentación entre medios y espectadores. Los medios caen una vez más en su propia trampa, sobre la que corre a precipitarse el poder titular. Por su parte, el “terrorismo” fluye ligeramente por estas corrientes empantanadas y sabe jugar el juego que le es propio: el “visto y no visto” con el que nos hipnotiza de vez en cuando.

Así es como la conmemoración y el recuerdo acaban en lo ininteligible del acontecimiento recordado: cuanto más se repite la información, más vacíos e incomprensibles resultan los acontecimientos, y no por exceso o saturación como se dice para cerrar el asunto con una solución fácil y cómoda, sino por la simple lógica de la información. Si la información transforma ciertamente a los acontecimientos en sombras de sí mismos, la conmemoración los convierte finalmente en residuos inhábiles para cualquier recuerdo, incapaces de sentido. Ahí es donde se reúnen el delirio grotesco del poder, la nulidad de los medios y la neutralización de las masas, a lo que habría que añadir el desquiciamiento y la autohipnosis de los intelectuales, siempre realistas y dispuestos a tragarse los simulacros como verdades oficiales.

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En cuanto a los periodistas, están desaparecidos, son las primeras bajas efectivas en el frente de la información. El acontecimiento los desborda, condensa demasiadas cosas para ellos, acostumbrados como están al ejercicio de la flatulencia rutinaria de la política casera. Encargado oficial de evacuar el “aura” del acontecimiento, no es extraña la inclinación natural del periodista a las hipótesis verosímiles, realistas o meramente ficticias, si las primeras son demasiado evidentes. El periodista, como también el intelectual académico, trabaja en la precesión del modelo sobre los hechos, de manera que todo lo desconcertante, inquietante o meramente novedoso es rápidamente reasumido en lo ya establecido por un modelo anterior de uso polifuncional. De ahí resulta la insipidez que le es tan característica. A fuerza de vivir en un mundo de modelos sobre datos verosímiles o inverosímiles, es incapaz de raíz de hacerse una idea aproximada sobre el sentido de los acontecimientos que transgreden justamente sus modelos.

Lo que permanece es el intercambio en el vacío de hipótesis, en el mejor de los casos. Lo sabemos todo y de todas las maneras posibles, pero todo se queda como está: a cada revolución de las hipótesis, los relatos y los informes, más incomprensible todavía queda el acontecimiento. Los periodistas, haciendo un examen de conciencia lleno de buenas intenciones, se dan cuenta ahora de que el “terrorismo” ha sido “sobrevalorado”: se reconocen responsables de los “excesivos” efectos de resonancia que los medios le han concedido. Como el resto de la población en lo que respecta al cuerpo, los periodistas reconocen que deberán someterse a un tratamiento contra la obesidad de sus informaciones. Sobre todo en Europa, los atentados pronto serán presentados como explosiones inexplicables de instalaciones domésticas de gas. Es una solución como otra cualquiera, a medida de nuestros políticos y de nuestras masas.

La búsqueda de los protagonistas de la información ha sido otro de los grandes fiascos de los medios y del aparato de saber. En los primeros meses después del 11 de septiembre, se nos ofrecieron grandes cantidades indiferenciadas de información sobre el Islam, que al parece era el “sujeto” de esta historia que nos contaban, proliferaron los falsos especialistas, incluso los impostores, y las librerías estaban atestadas de libros rápidamente escritos o reeditados sobre el mundo islámico.

A decir verdad, no hubo la menor tentativa de comprender e interpretar seriamente nada, no hubo ni siquiera una tentativa de afrontar la alteridad del otro como tal, aunque sólo fuera desde el espacio discursivo del saber. Ni debates ni coloquios serios, los arabistas más competentes fueron silenciados por los “islamólogos” crecidos como setas con nocturnidad y alevosía. La lógica extenuante del colono y del colonizado sigue perfectamente viva entre nosotros y todo parece conjurarse para que esta ambigüedad se perpetúe. Pero sin duda, la ignorancia es ahora todavía mayor, ya que la confusión ha crecido también proporcionalmente. De manera que aquí sucede lo mismo: la información se neutraliza a sí misma. Lo que queremos saber por los discursos oficiales de los especialistas y expertos está tan modelizado y predeterminado como las noticias. La demanda de saber se anula ante la profusión de informaciones cuyo único destino es el almacenaje. Ni se añade sentido ni cambia la perspectiva. La masa, como destinatario absoluto de toda información, ocio y espectáculo, ha vencido también por anticipado en el campo “intelectual”.

Luego, la “nueva política” norteamericana ha pasado al centro de atención y ahora se habla de “unilateralismo”, “arrogancia”, “nuevo imperialismo”, “mundialización policial”, “doctrina del ataque preventivo”, como si se hiciera un gran descubrimiento y como si todo esto tuviera alguna credibilidad porque procediese de un “nuevo poder” real que hubiese salido a la escena histórica rebosante de energías frescas en reserva. Otra vez, actúa la misma ignorancia respecto a los Estados Unidos, que cíclicamente renuevan sus votos por una “hegemonía mundial” totalmente ficticia porque se basa en la ficción del propio poder estadounidense: los norteamericanos son muy dados a enajenarse a sí mismos con la virtualidad de una superioridad tecnológica que realmente les ha servido de muy poco sobre los hechos. Las reservas de la disuasión están agotadas, la cosa ya no funciona desde que el “Big Brother” soviético abandonó la partida. En cuanto al “paso a la acción”, es tan improbable como la catástrofe nuclear: desestabilizaría todavía más los mercados, como suele decirse para evitar discutir a fondo sobre la completa carencia de “política” en todas las decisiones actuales.

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La información, por su parte, intenta polarizar los acontecimientos, buscando los protagonistas, quienes, a decir verdad, no son tales: están más bien sobreactuados en ambos sentidos, tan inflado está el papel del terrorismo mundial como delirante es el guión del poder que dice defenderse de él (ahora todo el mundo cae en la cuenta de estos excesos, un año después de haber contribuido todos a la hinchazón retórica y al “pathos” victimista de los satisfechos). ¿No se deberá quizás esta compulsión fatigosa de sobreactuaciones como terapia de grupo a que el destino real no es la acción histórica sino el mero horizonte espectacular? Ya se sabe que los actores que sobreactúan lo hacen, sobre todo, fuera de escena, en su propia vida privada de “divos” auto-alienados. Se intenta por todos los medios que nos volvamos cómplices con la impostura del bufón del rey.

Desde el 11 de septiembre, los norteamericanos no han hecho otra cosa que sobreactuar, y a cada gesto patético de sobreactuación propia de seniles actores endiosados, se les nota cada vez más claramente que ellos, por su parte, no tienen tampoco ninguna baza que jugar (fuera del horizonte espectacular de la auto-ficción que cultivan con tanta exasperación). Ya las han jugado todas durante la “guerra fría” y les falta todo valor moral y toda imaginación del poder para inventar un juego nuevo. Siguen atascados en la lógica de la disuasión, que ahora, por primera vez, dirigen contra sí mismos, contra su propia población en el plano doméstico.

Desde luego, es inimaginable que ellos pudieran vivir mucho tiempo en una atmósfera de “guerra caliente”, es decir, de terrorismo vuelto realmente sistemático y aniquilador, como lo imaginan en sus delirios paranoicos: cosa, por otra parte, que el terrorismo no es realmente, pues no busca la aniquilación del contrario sino más bien la puesta en evidencia del poder como lugar vacío, o más bien, desocupado. En una ciénaga donde todos se hunden, los que más vigorosamente agitan los brazos y gesticulan parecen ser quienes tienen más probabilidades de salvarse; en realidad son los primeros en hundirse en el fondo de lodo que ellos mismos agitan hasta quedar exhaustos.

Los intelectuales están igualmente perplejos y lo disimulan mal: no disponen de ninguna teoría a la mano para convertir el acontecimiento en algo con sentido, intercambiable en un diálogo de mentes razonables y satisfechas, aunque mucho les gustaría servirse de algún artefacto teórico semejante que les librara del regusto a vacío: ya se sabe, más vale cualquier sentido que ninguno. La apelación a la transcendencia histórica es irrisoria, y lo saben, pero es de esas cosas que por sabidas no deben decirse. Son víctimas de la misma depresión mal disimulada que los demás. Tienen que preguntarse si el acontecimiento representa algo, un exceso de sentido o una carencia total de él. Tienen que identificar las “causas” y verificar las consecuencias. Tienen que hablar en términos generales sobre una “historia” que ya no corresponde a nada real y, lo peor de todo, sentir todo el peso de un mundo al que no son nada aficionados a conceder un papel en su dramaturgia de poder y de sentido “histórico”. Se relajan como los demás, siguiendo el curso de los mismos accesos histéricos e iluminados.

Sólo quedan la patología y la policía para dar cuenta del “enigma”, que incluso las más groseras racionalizaciones perpetúan como enigma. La inteligencia acaba por conocer los límites de la propia “sociedad” de la que es la encarnación, desgraciadamente, demasiado benévola. Así, si esta sociedad es nihilista hasta la náusea, el terrorismo será asimismo un fenómeno nihilista: sobrepujará con el nihilismo del terror el nihilismo inmanente del orden social mundializado, aunque esta correspondencia no será por supuesto enunciada ni sostenida. Como siempre, serán los otros los que asuman la función de exorcizarnos de nosotros mismos: los otros ilustrarán mucho mejor que nosotros lo que nosotros somos realmente. Es la lógica de Kurtz, en “El corazón de las tinieblas”, una novela muy mal comprendida, precisamente porque toca el meollo de la cuestión silenciada (nuestra propia alteridad que la alteridad del otro pone de manifiesto).

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La televisión se burla de sí misma al mofarse de todos nosotros, y lo hace al presentarnos la imagen hiperreal de una degradación que materializa el vencimiento sobre los hechos de todo idealismo exangüe alojado en tanto discurso ultraterreno de carácter residual. Irrisoriamente, la tele intenta debatir consigo mismo, en circuito cerrado, sobre su propio envilecimiento.

El cinismo de los medios es una de las principales escuelas de aprendizaje en la actualidad (Sloterdijk): por ese mismo motivo cualquier reacción de malestar ha caído por anticipado en la propia trampa a que tiende la desfachatez inmanente del medio. Podemos añadirle a esta situación de desamparo televisivo todo el “pathos” que deseemos, pero sería infructuoso luchar por otra “causa perdida”: la de buscar una televisión mejor que la existente.

Para nuestra desgracia, mucho debe temerse que todo lo televisivo es racional aunque apenas algo “racional” sea finalmente televisivo. Se habla gravemente de la televisión y también ella quisiera decir alguna verdad vigorosa sobre sí misma; nos la tomamos muy a pecho, lo que la propia televisión es incapaz de hacer, pues ni siquiera tiene ya la virtud ni el coraje de ocuparse de lo que constituye su materia prima, o más bien su coartada: los sucesos de un mundo que se le escapa a raudales de la pantalla, en medio de una hemorragia de los contenidos que dilapida el sacrosanto principio de información.

La evolución en caída libre de este medio nos habla de su incapacidad para alojar un sentido que de todos modos se le escapa hace tiempo. Pero como a la tele, también a las programaciones racionales hace tiempo que el sentido y la realidad se les escapan a borbotones de facticidad incontrolada. La situación actual es como un síndrome final de reconocimiento de impotencia y sin sentido.

El análisis de la televisión debe partir de este enigma: cómo es posible que podamos habitar ese espacio donde las meras condiciones saludables de respiración han desaparecido, como en otras partes, por lo demás. Para enfrentarnos a él podemos blindarnos inconscientemente del mismo cinismo del que hoy se beneficia “a priori” todo enunciado “crítico”, pero con esta conducta sólo reproduciremos un modelo ampliamente difundido sobre el que se erige y elabora espontáneamente el consenso secreto que mantiene cohesionada a nuestra sociedad, una sociedad que vive en el subterráneo clandestino de sí misma.

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Todo apunta ya a que la televisión ha avanzado tanto hacia su liberación virtual de la realidad que a partir de ahora la realidad televisiva es por sí sola la que merece atención. Pero, hay que reconocerlo, la realidad televisiva es aún más chata que la otra, de manera que no hay solución. Si queréis que la televisión “refleje” la realidad, no sólo le pedís un imposible, además os hacéis responsables de vuestra depresión.

Los críticos más contumaces y serios (precisamente los elitistas liberales y toda esa gente vagamente “progresista” que habla de “vulgaridad” y “mal gusto”, pero que en el fondo hace tiempo que es capaz de “compatibilizar” toda contradicción interna en el modo operativo de una salutífera sinergia de inercias sensatas) no dejan de sorprenderse y se preguntan perplejos cómo unas sociedades “culturalmente tan avanzadas” como las nuestras pueden dar lugar a una televisión tan mezquina y sórdida. ¡Como si el resto de cosas se encontrara en una situación menos deteriorada! La televisión es una perfecta coartada para localizar los síntomas de la “patología”, perdiendo de vista la totalidad en que aquellos vienen a inscribirse.

Si la televisión cultiva con tanta fruición el no-valor hasta el paroxismo de todo rebajamiento es porque el conjunto de las sociedades occidentales están llevando a cabo, silenciosamente, un amplio proceso de desvalorización interna de sí mismas, abaratamiento y saldo de lo que fueron y de lo que son: sabemos cada vez mejor que se está produciendo una depreciación increíble de la totalidad de nuestros valores y estimaciones modernas hasta alcanzar el grado de nulidad impuesta por la lógica del mercado y el sistema de valores mundializado (el mismo que los críticos de la televisión y de la “cultura de masas” consideran dogmáticamente como la conclusión inefablemente feliz de la historia humana: ¡santa paradoja de los fariseos!).

La igualdad en lo social y la democracia en lo político (Nietzsche fue el más sagaz en verlo cuando hablaba de este incesante “abaratamiento del hombre” que es en buena medida toda la Modernidad) ya eran síntomas de un proceso que acabaría por extenderse a todos los demás ámbitos de la vida. Así que no dialecticemos dimensiones de la realidad moderna que son ampliamente solidarias y se alimentan de los mismos principios.

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No es que la televisión no cumpla bien con su trabajo, de lo que suele acusársele desde una concepción siempre “ilustrada” y pedagógica de los medios de comunicación; por el contrario, cumple demasiado bien con su trabajo, cualquiera que éste sea, lo que finalmente tampoco está nada claro para nadie, y he ahí su problema más decisivo: la televisión no sabe ya cuál es su función, incluso ignora si realmente tiene alguna que desempeñar. Le pasa lo mismo que a la publicidad y al cine, por no hablar del arte “serio”.

Porque quizás su faena no tenga mucho que ver con la información y el entretenimiento sino con algo de otro orden. La televisión está ahí, pero en lugar de otra cosa peor que ella misma. Esto es lo primero que debemos saber. Y de ahí surgen sus verdaderos problemas: poner en evidencia lo que puede llegar a ser un circuito cerrado de medios informativos liberados y masa convertida en espejo deformante del polo dominador. La televisión deletrea el alfabeto completo de la “corrupción de lo visible” que define al poder actual.

¿Qué puede ser peor que la televisión? Pues la realidad misma que la tele está ahí para emborronar. En estas condiciones, la tele actúa casi como un calmante o un complejo vitamínico: nos ayuda a soportar lo que sin ella quizás fuera todavía peor. Imaginaos, con el debido desenfado, que a alguien se le ocurriera reflexionar en serio sobre los acontecimientos del mundo. La tele lo evita cuidadosamente y a cambio nos da una imagen pasablemente tolerable, que incluso nos favorece, pues jamás nos presenta como responsables de nada, y mucho menos culpables o cómplices de no importa qué. La tele construye un mundo de puro efecto sin causa. Y, afortunadamente para nosotros, en ese mundo, donde devenir receptor mudo de señales redundantes es la ley, nosotros los espectadores sólo somos comparsas y figurantes abstractos de los audímetros. Mucho peor sería reconocerse como verdaderos asociados.

La tele ayuda tanto a formarse una mala conciencia como, inmediatamente y sin transición, nos ofrece la oportunidad de cambiárnosla por una buena. Es en el fondo un tranquilizante, un combustible para todos los fuegos fatuos de la información inútil e infinitamente reciclable en un mundo previamente aplanado.

Enfrente de la pantalla, podemos seguir soñando, por comparación negativa, con que muchas cosas son todavía reales y se encuentran en buen estado, pues su reflejo en la televisión aparece deformado y falso. Por ejemplo, la política, pero también muchas otras cosas aún más molestas, de las que no admitiríamos de buen grado que están igualmente echadas a perder, y no es necesario tanto alboroto de los “intelectuales” para saberlo.

Si, por ejemplo, programas como los “grandes hermanos” y los “loft story” europeos son posibles y alcanzan tanto éxito es porque lo social y hasta las propias relaciones humanas más elementales han tocado fondo también en la realidad, y no sólo en la televisión. En todos los casos la televisión oculta sistemáticamente que lo real es todavía peor que ella misma.

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Desde la crítica ideológica y, en general, bien intencionada, se parte de un hipotético sujeto “clásico” de juicio deliberadamente obstruido y anulado por los medios (la “persona singular” del liberalismo clásico y de todo humanismo, esa ya imaginaria persona “ilustrada” con sus gustos, su voluntad, su capacidad de elección, su propio entendimiento “libre”).

Recuérdese la visceral limitación de un Adorno y un Horkheimer, envueltos aún en los prejuicios “burgueses” melancólicos de la “alta cultura”, por ejemplo en ese ensayo memorable dedicado sobre todo al cine y a la radio, “La industria cultural”, un poco anterior a la aparición de la televisión, pero que tanto ha influido sobre la crítica “progresista”, dejándola estancada en categorías hace tiempo superadas. A esta crítica “desenmascaradora” de los mecanismos ideológicos del capital monopolista sólo le interesa lo que la televisión hace con su audiencia, y entonces se la presenta como el vehículo de la alienación del sujeto, el medio por excelencia de la manipulación de las conciencias.

Con este tipo de análisis ya ajados, la televisión, y con ella todo el universo comunicacional y de ocio, pueden sentirse a gusto: no la alcanzan en ningún sentido, pues la televisión hace mucho tiempo que dejó de preocuparse de los contenidos dirigidos a un presunto “sujeto social serio”, hace mucho que se desentendió de la educación, de la formación y cosas así, lo que finalmente ha llevado a la situación actual, que no hace más que consumar la propia lógica del medio.

Bajo la multiforme categoría “entretenimiento” vienen a caer todos los sueños de “ilustración” de las masas, y de este fracaso se alimentan todas las críticas nostálgicas y apocadas que se dirigen a la televisión. A casi un siglo de la aparición de la “cultura de masas”, sólo generalizada en Europa a partir de los años 60-70 y después ampliada al resto del mundo, poco se ha avanzado en el análisis “ideológico” de los medios, tal vez porque la categoría “ideología” nada tiene que hacer ante un nuevo objeto que se le escapa y, peor aún, la ridiculiza y la deconstruye.

¿Cuál es esa lógica, ya no tan secreta, del medio? Para un lector de Marx no estupidizado que haya pasado por la escuela Baudrillard, la situación es clara. En efecto, Baudrillard, a partir del análisis de “Réquiem por los media”, acertó en toda la línea. La lógica que domina al medio es una profundización de la lógica de la mercancía, ahora transferida a la esfera de los signos y los intercambios de signos (la cultura ya no es otra cosa que semiología): abstracción y autoliberación, en un caso, del valor; en otro, del propio medio como tal medio.

Como la finalidad de la mercancía era deshacerse de toda cualidad para entrar en el círculo recurrente de una serie de variantes formales puramente combinatorias que el lenguaje publicitario “humaniza”, la meta del medio informativo ha sido siempre, paradójicamente, liberarse del mensaje, cualquiera que éste sea, para instaurar una relación irreversible de hegemonía sobre la forma vaciada del código, es decir, instituirse en la forma autónoma del propio medio y evolucionar dentro de ella, emancipada finalmente de la “realidad”.

En buena lógica de la “comunicación absoluta”, la lógica de la emancipación incondicional de los medios y del principio mismo de información y “entretenimiento” como nuevo principio remodelado de realidad, la polaridad emisor-receptor, nivelados por un código abstracto y hegemónico, elimina espontáneamente la temática idealista o moralizante del sujeto autónomo y juicioso: no es que el sujeto esté “alienado” en el medio y por el medio, es más bien que el sujeto responde al vacío del medio con su propio vacío, actuando como cámara de eco reproductor y amplificador: neutralización mutua que no conduce a la alienación sino a la indistinción de los polos de emisión y recepción, tan inertes el uno como el otro. Producir indiferencia es el objetivo exitoso del medio liberado, no un efecto cualquiera evitable con buenas intenciones.

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El tema de la “fetalización” actual de la vida va mucho más allá de la mera “infantilización” o “cretinización” colectiva que denuncian todos los neoconservadores, de derechas o izquierdas. En efecto, es muy significativo, un dato regocijante, el que ya haya entre nosotros perfectos neoconservadores de izquierdas: la impecable socialización de la clase asalariada no permite otro camino que el conservador. Todos estos críticos benignos del “modo de vida occidental” quisieran volver a los tiempos de una sana disciplina social en la que cada cual fuera responsable de sí mismo y pudiese responder de algo ante los otros. Tentativa que dice la verdad del estado presente.

La fetalización no significa el retorno a la protección del niño recién nacido, estado que el sistema ha alcanzado ampliamente en las sociedades que administra, como demuestra la evolución del principio de realidad (a los niños hay que enseñarles a no mentir; a nosotros se nos ha arrojado a una situación donde tampoco podemos distinguir la diferencia entre decir la verdad y mentir). La fetalización, como se desarrolla ante nuestros ojos, es más bien el retorno a un estado anterior de indiferenciación entre los seres. La madre y el feto constituyen una unidad anterior a la división de los cuerpos distintos; son por tanto una forma especial de continuidad del ser y no de discontinuidad, que siempre representa la individuación.

Actualmente, el proceso de retorno a la indiferenciación, es decir, el regreso de lo mismo a lo mismo sin llegar a encontrarse con el otro, negando incluso esta posibilidad como la peor adversidad, se refiere a esta búsqueda desenfrenada de la continuidad absoluta, continuidad no quebrada por el nacimiento y el proceso de crecimiento y diferenciación.

La individualización extrema de las sociedades occidentales conduce casi con toda necesidad a la fetalización técnica, lo que se debe especialmente a la total inutilidad de buena parte del tiempo socialmente reproductivo destinado al consumo y al ocio. En estas condiciones, el camino más corto para una pérdida de sí no traumática es la fetalización, que a su vez nos coloca ante un hallazgo inesperado: el que nos hace reconocer que cada uno por su cuenta es tan nulo como el que más. En una sociedad íntegramente fundada sobre la comparación valorativa de la nulidad y sobre el reconocimiento de la nulidad propia compartida (una extraña y deforme versión de la “estimación envidiosa” de Veblen) esto constituye todo un logro de inabarcables consecuencias.

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Este proceso fetal reviste hoy todas las formas: fetalización electrónica, digital y mediática, a través del cine y la televisión, el ordenador, las redes como Internet, etc; fetalización social masiva, en las formas institucionales de la seguridad, la protección, la higiene y la hospitalización de casi todo el espacio social; fetalización terapéutica de la ancianidad, fetalización educativa del niño y del adolescente; fetalización del adulto en los sistemas del ocio obligatorio.

En todos los casos, la mera posibilidad de un devenir espontáneo o fatal hacia la alteridad queda completamente suprimido de antemano. Casi podría definirse esta sociedad desarrollada como el orden que virtualmente nos prohibe cualquier intento de devenir otro: toda regulación, toda programación va encaminada a que jamás podamos encontrar este devenir, identificado con la pura negatividad Y en esto el sistema conoce bien sus razones: todo devenir, toda alteridad, toda singularidad no son un material dúctil para sus propósitos de homogeneización por la equivalencia y por reducción a lo mismo.

El otro es la realidad “desnuda” para el hombre anegado en la inmersión digital y en general tecnológica. El otro es el extranjero (es decir, todo el mundo) para el que está aculturado en el modo de vida occidental. El otro es la muerte para el que está superprotegido, por la medicina preventiva, de la fatalidad de morir. El otro es el adulto para el que ha sido obligado a permanecer en un estado de irresponsabilidad, minoría de edad y adolescencia indefinidamente prolongadas.

Pero el otro del adulto que ha sido fetalizado socialmente por el ocio y el entretenimiento es el retorno al estado nostálgico del niño-bebé que ya no podrá ser y que por tanto tendrá que verse obligado interminablemente a simular. Ya existen, por otra parte, parques temáticos de ocio donde los adultos, desinhibidamente, pueden comportarse como niños mimados; cada vez se introducen más variantes en el ocio organizado para satisfacer la demanda. En los países del sureste asiático, además de la pedofilia liberada, se han creado parques temáticos donde se puede jugar por un precio razonable a la guerra con armas de verdad, disparando sobre blancos de mentira, un poco como ha ocurrido en la última “guerra” de Iraq.

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Pero ahora hay más: el fantasma fútil de la audiencia como coartada de una estrategia de lo peor (“el público lo quiere”, “el consumidor elige”, como antes se decía “lo que Dios quiera”) se ha introducido en los circuitos televisivos para dañarlos astutamente. Esta conmovedora democracia del juicio es tan inapelable como la otra, y tan verdadera. En estas condiciones, puede dudarse incluso de que la televisión sea un vehículo apto para ningún contenido que no haya sido tratado previamente de cierta manera que tiende a impedir que pueda convertirse en tal contenido: hay una precesión de lo masivo que anula cualquier categorización “discriminativa” de los contenidos.

Cualquier estimación de lo que hace la televisión, tiene que empezar por enfrentarse con este hecho: los contenidos jamás han tenido la importancia que se les atribuye. En el horizonte de la instantaneidad y la “telepresencia”, no funcionan las categorías de la conciencia que tiene un mundo por contenido fenomenológico. Es inútil buscar por ese lado.

Nadie enciende su aparato de televisión para actuar frente a él como un sujeto juicioso y consciente. Quizás porque nos hemos acostumbrado a prescindir de esa parte de nosotros mismos, quizás porque para el correcto funcionamiento social esta “desubjetivación” es condición exigida, quizás por eso existe la televisión, tal como la conocemos, lo cual no sería tan negativo como se piensa, pues funcionamos igual en las restantes esferas compartimentadas de nuestra vida, desde la más “personal” a la más neutra.

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La televisión es el medio por el cual podemos comulgar alegremente con nuestra condición de masa, aunque cada uno por su cuenta lo sea involuntariamente y a regañadientes. Toda relación comunicativa y mediática nos designa “a priori” como masa, del mismo modo que la publicidad y la política nos identifican de antemano como receptores imbéciles. Gracias a esta designación, se nos ofrece al menos el beneficio de la duda, y lo que es más importante, se nos exime de los efectos de una saludable “ilustración” dirigida.

La televisión no influye, por tanto, sobre nosotros “inyectando” representaciones, contenidos determinados en unas conciencias impolutas, más bien actúa mediante un procedimiento que podríamos denominar como desimbolización de lo real: hace que lo real pierda cualquier dimensión simbólica, aniquilando el universo de significantes y significaciones “en profundidad”. La teoría del conocimiento empirista se realiza a través de la televisión con una perfección imposible de encontrar en otros campos: ante la tele, ciertamente todos somos en potencia una “tabla rasa” y la propia tele está ahí para volvernos una completa tabla rasa sin más. La tele se limita a completar irónicamente el trabajo de la socialización hiperrracional que nos envuelve como una tela metálica.

Metafóricamente, la pantalla es pantalla en ese aspecto preciso de superficie que no filtra nada más que una lámina de sentido ya reducido a modelo serial. En la televisión todo es producido con un único fin: resultar creíble a sabiendas de que no lo es, o cuando menos, podría no serlo. La estrategia de la “corrupción del gusto” de que tanto se lamentan las personas educadas es sólo uno de sus males menores.

Por eso, desde el momento en que la televisión interviene en un acontecimiento, surge necesariamente la duda desconfiada e incrédula, tan delgada es la capa de sentido sobre la que se sostiene su “principio de realidad”. Así ha ocurrido con la transmisión de la llegada de los norteamericanos a la luna y ha vuelto a suceder a una escala mayor con la retransmisión de la “guerra del Golfo”, en su versión original y en su reciente “remake” notablemente melancólico, entre otros muchos casos menores que podrían citarse.

La tele maneja signos, pero signos que cada vez tienen menos poder simbólico. En el caso del atentado del 11 de septiembre del 2001, por ejemplo, es la propia televisión la que “parasita” como rumor infinito en la enormidad del acontecimiento en sí mismo considerado, aprovechándolo para sus propios fines, fines que por otro lado no existen. Ya ocurrió también así con los acontecimientos del Este filtrados por la televisión.

La televisión establece con su audiencia un contrato tácito, basado en esta petición de principio que sin embargo a nadie escandaliza: todo lo que véis y escucháis es verdadero, pero al mismo tiempo podría no serlo. Semejante equivalencia entre lo verdadero y lo que lo parece es la esencia inapelable de los medios. Este es el enfermizo y adictivo sobrentendido de desilusión que todos aceptamos sin mayores complicaciones, pero sin medir el poder desestabilizador de este acuerdo tácito.

La situación actual de la tele se presenta entonces así: puesto que ya no se puede jugar con esta ilusión de lo verdadero, de la que la televisión ya no puede hacerse cargo, hay que pasar directamente a otra “dimensión”, la de lo falso que podría ser verdadero porque ha sido copiado de la realidad y la tele emite sus signos “recortados”.

Aquí, como en otras partes, es un esfuerzo vano pretender restaurar la “verdad” y la “realidad” en el nuevo orden televisivo que acompaña necesariamente al “nuevo orden mundial”, como su puesta en escena nada subliminal. Lo que emite televisión no es más real y verdadero que la consistencia y los equilibrios sobre el papel en los que se sostiene ese artificioso orden mundial.

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Pero aquí el escándalo es todavía mayor: ahora sabemos que la televisión empieza a adquirir una completa autonomía para producir por ella misma lo real, pero algo real en lo que está permitido no creer, porque la duda lo contamina también. Esta función inquietantemente desrealizadora es subversiva, porque priva de su fundamento y legitimidad a todos los medios, pero sobre todo liquida el principio ideológico liberal de la información “libre” y “veraz” desde la hegemonía masiva de la propia televisión. En la tele española (pero no sólo en ella: recuérdese la función de la “prensa amarilla” británica en todo el asunto de Lady Di y la “esperpentización” de la ya “freak” familia real), el modelo grotesco de esta desestabilización televisiva del principio de información es el rumor y el cotilleo de la “prensa rosa” elevados a categoría dominante de la programación.

¿Es que acaso la política, incluso en su dimensión geoestrátegica supuestamente más decisiva, se funda en otra cosa que en el cotilleo de las declaraciones banales de actores malos que ni siquiera alcanzan la dignidad de verdaderos histriones? ¿Los sondeos, las encuestas, las cifras, los escándalos, las malversaciones, las filtraciones, las propias elecciones “democráticas” son algo más que un rumor informe convertido en honorable principio de gobierno?

Ahora sabemos (y este saber nada puede cambiar en la realidad) que también todo eso está tan fabricado y es tan verdadero como la televisión. Por tanto, ésta es ampliamente solidaria de un principio de gobierno y poder que ya no se funda sobre nada realmente creíble: la propia exhibición orgiástica del “médium” es todo lo que nos queda. Por eso, el “médium” cada vez se vuelve más histérico a medida que él, por sí solo, es la única escena de sus convulsiones. Esta misma conversión histérica pasa también a la clase política occidental que comanda los pilotos automáticos del sistema.

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Hay que volver a cuestionar la democracia a partir de esta nueva lógica de los medios de comunicación, del entretenimiento y el ocio. Ciertamente, no saldrá indemne, pues actualmente todos estos medios llevan a su paroxismo la propia “idea democrática”, mucho más allá de su inicial sentido “político”, en dirección paralela y complementaria a como el mercado ha acabado por ampliarse a la totalidad de las prácticas humanas investidas ahora por él sin residuo.

El funcionamiento objetivo de los medios, silenciosamente, compromete, o quizás realiza, lleva a sus últimas consecuencias, los venerados principios democráticos con los que todo el sistema se legitima. De ahí, las dificultades de todos los “críticos” de la tele para encontrar en ella algo reprochable que no debieran dirigir en primerísimo lugar también contra el régimen político y económico que preside este “intercambio generalizado” de lo peor. Nos gustaría pensar con todas nuestras fuerzas que la “democracia” está en alguna parte, aquí entre nosotros, muy cerca de “llegar a ser lo que ya es”. Nos gustaría pensar que algo de eso existe todavía. Es demasiado tarde para dejarse convencer de lo contrario.

Sin embargo, la única “democracia” que existe no es la “política”, sino la que se realiza en acto en los estudios de televisión ante el público de los “platós” que en intervalos convenidos aplaude y aclama a los personajes de “actualidad”. Las elecciones no son muy diferentes de toda esta tramoya: la aclamación es idéntica, las consignas no superan la prueba de las ideologías, ni los candidatos la prueba del poder. Es por tanto irrisorio ver a los hombres públicos denunciar el estado de postración televisiva, como si ellos mismos no fueran parte del problema. La democracia política recicla la corrupción del sistema, de la misma manera que la televisión exhibe la inanidad social y cultural, recreándose en ella a falta de algo mejor.

Por eso, la libertad ya no es del orden de lo político sino que pertenece por completo al espacio de lo espectacular y mediático, del consumo de signos equivalentes de “libertad”. Sus portavoces no son los políticos profesionales y sus edificantes discursos pedagógicos sino los “showmen” de la televisión y sus programas, quienes finalmente han suplantado a los primeros, sin que por otro lado se note demasiado la diferencia. El conjunto de la llamada “sociedad” evoluciona en el mismo sentido que le marca esta “espontánea desinhibición” del lenguaje. La tele dice en lo espectacular lo que la democracia tiene que callarse en lo político, aunque lo político cada vez se vaya de la lengua con más facilidad de la que le convendrá para salvaguardar lo poco de legitimidad que le queda.

Y tanto es así que una democracia perfecta, realizada hasta el final, tiene que ser una democracia espectacular o una democracia como espectáculo, como juego de signos, con un efectismo sistemático, con unos “bluff” pacientemente elaborados; en fin, una democracia que juega con los signos de la libertad, es decir, con los signos de la liberación. En este punto, nadie puede preguntarse por la diferencia entre libertad y liberación: el consenso sobre las nociones fundamentales de nuestra sociedad no permite llegar tan lejos.

Una sociedad perfectamente democrática es aquélla en la que la libertad ha quedado olvidada y en el lugar dejado por esta ausencia aparece la liberación que asume todas sus funciones y hace las veces de libertad. La libertad tiene en su contra el hecho de que no es automáticamente universalizable, y aún menos “mundializable”, mientras que la liberación se caracteriza por valer para todos los que caen en sus designios.

La libertad implica la individualidad y la subjetividad, y por tanto, depende de una dialéctica del sujeto y sus condiciones reales e imaginarias de vida, que pueden entrar en conflicto entre sí; la liberación, por su parte, es siempre el objeto de una demanda colectiva de reconocimiento, la misma demanda que preside el destino moderno de la “igualdad”. Los que llegan a la libertad son unos individuos fatigados pero “heroicos” que han vencido algún obstáculo; los que llegan a la liberación son unos desertores sin redención posible. Todo lo que “poseen” como beneficios del orden social les es debido, es su exigencia, su “propiedad” inherente al estatuto de “individuo liberado”.

Actualmente, los liberados (y la tele funciona como una escuela invertida de “liberados”, y precisamente por ello adopta el rostro de una auténtica “parada de los monstruos”, de “freaks”: son la caricatura descarnada de la liberación, pero dicen así la verdad “antropológica” de la misma) lo son en la medida en que siguen siendo rehenes del chantaje por la abyección de su condición liberada: siempre existe un déficit de identidad y de reconocimiento en los liberados, precisamente porque no deben la liberación a sí mismos sino a un mediador que se la ha ofertado a precio de saldo como añagaza de la dominación invertida que se ejerce sobre ellos. Todo el universo comunicacional está ahí para ofrecer esta especie de espejo quebrado en mil pedazos a un reconocimiento imposible.

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Además, con el dominio del modelo de la “telebasura”, los “reality shows”, los “talk shows”, las “performances”, los “grandes hermanos”, los programas de información “rosa”, las galas “benéficas”, las series “históricas” y demás, la televisión realiza una ofensiva indiscriminada contra una sociedad hipócritamente inerme que por primera vez puede disfrutar sin autocensura con la imagen de su propio envilecimiento y pérdida de sustancia, y sobre todo puede chapotear en este blanqueo nada estilizado de sus desperdicios sin sentir asco de sí misma. Moralmente, o mejor expresado, “amoralmente” pero en la lógica cínica, pese a quien pese, esto es todo un logro, aunque se base en la implícita desmoralización colectiva.

La televisión, entonces, abre el absceso de una sociedad incapaz de reconocerse en lo que ella misma es, porque la anodina carencia de escrúpulos de los programadores es directamente proporcional a la despreocupada privación de realidad en que viven voluntariamente los propios espectadores. No podemos solicitar que la televisión discrimine contenidos, diferencie culturalmente audiencias, establezca jerarquías de valor, cuando nosotros, por nuestra parte, estamos obligados a vivir en la misma equivalencia y en la misma vicariedad de toda experiencia cualitativa y diferenciada. Sería una exigencia moral que la televisión no se merece, y sobre todo, una demanda que no estamos calificados para hacer.

No le pidamos a la televisión que sea mejor que el orden social al que pertenece y al que a través de signos trucados conmina perentoriamente a desaparecer: cada uno en su nicho es observador y cómplice de la descomposición avanzada de sus semejantes ¿Os parece pequeño aprendizaje? Hay que promover sin duda este nuevo humanismo del reconocimiento por las faltas, las carencias, las miserias, las obscenidades, el lenguaje repulsivo y la nulidad, del mismo modo que actualmente los actos de “libertad” desembocan casi siempre en la exhibición de un cuerpo desnudo, de un cadáver y cosas así.

Todo esto es como una exclamación demasiado sincera, incluso ingenua, en lo que respecta a la totalidad de nuestra cultura: “¡Miradnos, estamos aquí, no tenemos nada que ocultar pero tampoco nada que decir! Esto es lo todo lo que véis y todo lo que véis no es nada más que esto”. La desnudez de esas mujeres esbeltas de pubis rasurado y la desnudez de esos hombres en quienes se agita un blando pene desocupado son el diseño funcional de nuestra verdadera orfandad en medio de la pura negación de lo fatal, incluso si lo fatal reaparece ante nosotros con un rostro miserable de artificio y mistificación.

La desnudez es el signo publicitario de la ausencia del valor, es decir, el signo de la pura intercambiabilidad de todo valor a través de la apariencia reducida a sí misma. La desnudez, y nada más que ella, ilustra el autismo moral de Occidente a través del homoerotismo del cuerpo desnudo revertido en la estética nula de la publicidad, que aquí representa la ausencia total de discurso y de rito, pérdida irrecuperable de orden y transgresión: ambigüedad que no repercute ya, en ningún sentido generoso, en la convivialidad de la rebelión.

Muchos artistas, iconoclastas de la institución “arte”, casi todos los políticos, desmitificadores a su pesar de la institución “poder”, hace tiempo que aprendieron a mostrarse por lo que son, con toda solemnidad, carente incluso de una vaga mueca de ironía. El resto, los espectadores, tienen perfecto derecho a este reconocimiento de sí mismos en los otros.

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Por supuesto, la televisión no refleja nada ni los espectadores eligen nada y no hay nadie a quien achacar alguna responsabilidad de tanto malestar: se trata de un circuito cerrado de complicidad de toda una cultura de la abyección y la desilusión consigo misma, cultura que es actualmente la nuestra, por debajo de todos los discursos oficiales de las gentes bien pensantes. Hay cosas que sólo tienen sentido alcanzado un cierto nivel de desestructuración, precisamente lo que la televisión, como objeto de recriminaciones, está ahí para ocultar. Es, por otro lado, la misma connivencia colectiva, voluntaria o no, que existe actualmente respecto de la totalidad del sistema, en sus aspectos políticos, económicos, sociales o culturales: todos sabemos vagamente que algo esencial se ha perdido para siempre en todos esos ámbitos cancelados, pero nadie sabe ya qué pensar y mucho menos qué hacer con ellos.

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