BALLARD Y LA UTOPÍA REALIZADA (2006-2008)

La moral de un escritor o un pensador puede no estar a la altura de la perversidad de su imaginación. Quizás una imaginación perversa ni siquiera necesita contar con alguna moral. Pero éste es un privilegio que muy pocos saben merecer, el de no tener que obedecerse ni a sí mismos ni a la imagen que su sociedad proyecta de sí misma en ellos.

La moral es lo que siempre nos hace volver al orden del día de nuestro exhausto principio de realidad, que hay que salvar a cualquier precio, e incluso los mejores no están nada predispuestos a abandonarlo. Afortunadamente, mientras la imaginación siga siendo perversa, el respeto a lo real puede uno permitírselo, pero sabiendo que practica un doble juego sin riesgos, o de lo contrario hasta la imaginación acabará plegándose a lo real, boqueando en su principio.

Ante los acontecimientos, grandes o silenciosos, que hoy nos atraviesan como a una sombra sin dejar aparentemente casi huellas, la imaginación, ficcional o teórica, queda por detrás de sus propias posibilidades. El sello de los únicos verdaderos acontecimientos futuros será precisamente éste: hacer desfallecer a la imaginación realizando lo inimaginable, del mismo modo que la tarea de las pocas mentes despiertas que quedan en Occidente será imaginar lo imposible y desde ahí darle carta de naturaleza en el orden del discurso. Pues en el universo de las apuestas insensatas, sólo la sobrepuja sin fin tendrá una oportunidad de salvarnos de nuestra propia estupidez consensual.

Y eso precisamente es lo que eleva a Ballard muy por encima de escritores cuyo talento literario es convencionalmente reconocido, digamos un Kundera.

En la última etapa de la obra novelística de James Graham Ballard, a partir de Running Wild (“Furia Feroz”. 1988) hasta las novelas de la última década (Noches de cocaína, Super-Cannes y Milenio negro, mejor en el título original de Millenium People), se desarrolla una aguda percepción para todas las formas actuales de “patología” individual y social.

No es nada extraño que en una sociedad normalizada sin residuo sean precisamente los psiquiatras los que tengan la última palabra y por tanto se conviertan en los observadores de los únicos acontecimientos verdaderos que nos quedan.

En todas partes vivimos ya el sueño diurno de una violencia que nos liberaría de una tutela omnímoda que ocupa todos los espacios de la vida, hasta los más secretos. Pero el planteamiento de Ballard es mucho más original e inesperado: la patología no es lo opuesto a la normalidad, un margen más o menos permisible o condenable a la oscuridad, sino aquello que sostiene a la normalidad, su verdadera infraestructura. Lo patológico no va a funcionar como expresión de represiones y por tanto como liberación de ellas sino más bien como la verdadera fuente de la que se alimenta la normalidad, que la necesita para aparentar la coherencia de su edificio agrietado.

“En una sociedad totalmente cuerda, la locura es la única libertad”, escribe el psiquiatra que redacta el informe sobre la masacre de Pangbourne Village en Running Wild, la primera novela de la serie, que en su brevedad y concisión, actúa como «protocolo metodológico y experimental» de la subsiguiente trilogía. Los adolescentes mimados en los estratos superiores del modo de vida occidental se vuelven “hijos vengativos” que dan muerte a unos padres protectores en un acto inapelable de rebeldía contra la “tiranía de amor y cuidados” que se les inflige con tan buenas intenciones, pero sin contar con ellos para nada.

Modelo microsociológico que desde ahora es el nuestro en todos los niveles de la “Posmodernidad” en que entramos sin darnos cuenta de cuándo ocurrió la mutación. Todos somos los destinatarios amorales e irresponsables de unas condiciones de vida cuyo desahogo, facilidad y bienestar nos ponen fuera de juego, precisamente porque esa vida se nos ha concedido en términos de aparente gratuidad, como don irreversible, y por ello somos sus cautivos, en la medida en que no hay posibilidad auténtica de devolución (Baudrillard). Todo el mundo está obligado a ser (a mostrarse) feliz, a aceptar este intercambio desigual, en el fondo represivo, si no quiere resultar sospechoso de rebeldía y autoexclusión.

En la lógica del sistema toda la población del llamado “mundo desarrollado” es virtualmente como esos adolescentes a los que un sabio “despotismo de la bondad” (la expresión de Ballard es soberbia) ha privado de cualquier margen de vida propia, fuera del horizonte clausurado de la planificación, la previsión, la profilaxis, la higiene, esa domesticación terminal del hombre llevada hasta sus últimas consecuencias.

Por eso los adolescentes se comportan como adultos, imitando su “racionalidad instrumental” (planificación y ejecución de la matanza) y los adultos se comportan como adolescentes o niños, simulando sus juegos, sus ilusiones, su irresponsabilidad (los altos ejecutivos, intelectuales y técnicos de Super-Cannes, agrupados en lúdicas pandillas violentas que filman sus “razzias” sobre la población inmigrante, las prostitutas y los chulos de la Costa Azul).

En los dos casos, el proyecto ilustrado de llevar al hombre hasta la “mayoría de edad” desemboca y concluye en la infantilización general, anunciando modalidades no menos inciertas que las anteriores formas de violencia política y rebeldía revolucionaria: el orden normalizado es también, y necesariamente, un orden de la anomalía ampliada.

Cámaras de seguridad por todas partes en recintos-fortaleza, circuito cerrado de televisión en el interior de cada mansión, correo electrónico entre el dormitorio de los padres y los hijos (la realidad es mucho peor: ya se comercializan “chips” para implantar en los hijos con el fin de tenerlos siempre localizados…); tablón de anuncios con las actividades planificadas para toda la jornada; presencia casi permanente por interposición técnica de unos padres que actúan como “interlocutores” comprensivos… a distancia. Aislamiento de una microcomunidad que vive en la total asepsia emocional (“la muerte de los afectos”), cierre total del mundo en compartimentos estancos, funcionalismo reglamentado de los espacios, mínimo de relaciones con un exterior hostil: atmósfera perfectamente concentracionaria.

Ya dijo alguien que los campos de concentración, en muchos sentidos, más allá de sus funciones originarias, iban a ser el prediseño de los ambientes futuros de una socialidad en la que aquellos iban a ampliarse a todos los espacios… Ballard ha sido el autor que ha ideado y llevado más lejos este tipo de situaciones en las que el diseño arquitectónico es en sí mismo el agente de la desestructuración de todas las relaciones humanas.

La novela Rascacielos (1.975) es ya el modelo apocalíptico invertido de una forma de convivencia concentracionista, en la que la violencia del bienestar corresponde a la autodestrucción de una comunidad que ha alcanzado la perfección virtual. Como si el carácter insoportable de esa perfección de todas las funciones integradas exigiese una respuesta sacrificial, que efectivamente se produce en la forma “neoprimitiva” de la lucha de todos contra todos hasta la total aniquilación.

El cuento “La arquitectura de los moteles” (en la colección de relatos breves Mitos del futuro próximo, 1982) propone el mismo modelo en términos de autoduplicación antagonista del individuo, a través del tema del aislamiento sensorial de los espacios actuales, una mónada espacio-temporal que lleva a esa duplicación esquizoide de un yo que finalmente de destruye a sí mismo creyendo destruir a un otro fantasmático, inventado por la simple necesidad de compañía (la simple forma de la alteridad suprimida), en la reclusión voluntaria del protagonista. De ese total aislamiento surge inexorablemente el duelo consigo mismo.

En este universo de Ballard, que es ya de hecho el nuestro, todo lo simplemente humano ha sido sustituido por el despliegue artificioso de un dispositivo ambiental de confortabilidad a la fuerza, de seguridad obsesiva, cuyos signos omnipresentes ciegan toda forma de espontaneidad, y la que subsiste se manifiesta en respuestas lúdicas, es decir, de un amoralismo casi inconsciente, a estímulos ambientales.

Humanidad clausurada sobre sí misma en un afán de autoconservación que es de hecho el vértigo delirante de la potencia protectora reflejado en cada vida individual como fragmentos de un inmenso holograma.

Preocuparse por los peligros que supuesta o realmente corren nuestras sociedades hipertrofiadas pertenece a un viejo orden moralista, que nuestras propias sociedades ya han superado ampliamente. Nuestro mundo es la unidad de cuidados intensivos que los intelectuales se obligan a vigilar para no perder hasta los últimos rastros de credibilidad de su “misión histórica” como portadores de algún sentido.

Quizás resulte más sugerente y agradecido buscar en otros lugares. Se puede aceptar sin más que nuestras sociedades no tienen ya ninguna representación coherente de sí mismas, que carecen de origen y de orientación, porque no hay nada a partir de lo cual buscarles un sentido, ni su propia evolución apunta tampoco a una dirección predeterminada, incluso si, como algunos piensan, han realizado todas sus utopías modernas, e importa muy poco cómo lo han conseguido y lo que han conseguido.

Actualmente, una de las pocas estrategias inteligentes, en medio de tantos automatismos “inteligentes”, consistiría en preguntarse hacia dónde se dirigen y en qué desembocarán todos los procesos catastróficos y aleatorios en curso en unas sociedades sobre las que pesan los excedentes de una sobreacumulación enloquecida (y no sólo ni principalmente en términos económicos).

Tanto más cuanto ni siquiera estamos ante un “orden emergente”, sino más bien ante algo que supera el horizonte histórico en el que tan bien nos movíamos con nuestro pertrecho de conceptos y teorías. Y en todo caso, se trata de una disgregación acelerada a partir de la cual no se vislumbra más que imaginariamente una parte del posible desenlace.

Por ejemplo, es interesante interrogarse sobre el destino de las estructuras estatales, sobre los efectos de los procesos del inmoralismo colectivo, sobre la creciente multiplicación de las “funciones inútiles”, sobre la “desregulación antropológica” en la lógica de la mundialización, etc, pero todavía es más atractivo indagar en la nueva configuración psíquica de un hombre que es él mismo, con toda su humanidad e inhumanidad, una función inútil, un agente de devastación y desamparo a una escala que lo excede. Este propósito implícito es el que ha dirigido la obra de Ballard desde sus inicios hasta las últimas novelas de comienzos del siglo XXI.

El hombre que ha caído en el abismo de la realización de su propia voluntad es también necesariamente el hombre que vive el apocalipsis final, el hombre catastrófico por excelencia. El “último hombre” nietzscheano es el hombre de los “últimos tiempos”, para quien todas las tecnologías del bienestar, la abundancia y la supervivencia han sido diseñadas. La forma peculiar que toma en Ballard el nihilismo contemporáneo a través de sus relatos es uno de esos logros que tarda en digerirse, y seguramente son muchos los que ni siquiera tienen estómago para digerirlo.

Nuestro problema fundamental es hoy éste: ¿qué hacer cuando no queda nada por hacer? No es un problema de los individuos ociosos que disponen de demasiado tiempo libre, sino un problema colectivo, el de toda una sociedad literalmente vacante, desertizada. Las soluciones especifican lo que muy bien podría ser la realización inesperada de una de las peores utopías modernas: nada menos que la utopía del “hombre liberado”, que como sabemos, es el sueño de una humanidad laboriosa y calculadora, la cual, a partir de cierto momento, comienza a dar cabezadas o, como decía alguien, ahora verdaderamente entramos en la fase en la que el ganado comienza a pastar.

Hoy, en todas las zonas más avanzadas del sistema mundial, que virtualmente son también “zonas de catástrofe”, de una especie muy peculiar de catástrofe, lo único que puede observarse es esta misma anulación del tiempo a través de la oferta del entretenimiento y el ocio organizados. Todo va hoy dirigido a mantener organizada la reserva de tiempo libre, una reserva creciente y acumulativa de horas muertas, material altamente inflamable, pese a las apariencias de respetabilidad del orden turístico mundial. La existencia occidental se ha vuelto en cierto sentido como una de esas largas secuencias de una película de Antonioni: todo, en su fatal insignificancia, está sometido a un ritmo que ralentiza las cosas hasta llevarlas, en medio del vértigo de la circulación terrestre y aérea, a una quietud que no aquieta nada y que aumenta más bien la ansiedad.

Con la novela de Ballard “Noches de cocaína” (1996) este tema tan poco literario hace su entrada en la literatura reciente, sin conceder nada a ninguna autosatisfacción culturalista e intimista, la que tanto abunda en las novelas actuales. La realización de todas nuestras utopías, todas esas fantasías soñadas en el siglo XIX, y lo que resulta de ellas, es el auténtico trasfondo de esta novela en la que aparece un tipo de humanidad radicalmente nuevo y que somos nosotros mismos, cada uno en la medida de sus posibilidades: el tipo humano producido en serie por la implacable lógica de la liberación del encuadramiento disciplinario, el de la vieja sociedad del trabajo forzado. Lo forzado es hoy la organización, no importan el precio ni los medios, del ocio colectivo. La organización del ocio exige como condición previa la anónima complicidad general con un estado amoral de todas las cosas. Aquí un inesperado “Nietzsche on the beach” da la mano a un reconocible Marx post-revolucionario.

Tal como está nuestro orden social, la amoralidad colectiva ya no plantea inconvenientes, precisamente porque el sistema la exige, y puede realizarla, como marco de estabilidad para su funcionamiento, basado en la inestabilidad y en la incertidumbre de todos sus procesos. Que nada sea ya determinable ni distinguible, eso no es el efecto perverso de ningún pensamiento posmoderno, es la lógica misma del nuevo funcionamiento colectivo y en él la cuestión decisiva es cómo hacer que la gente se mantenga desocupada pero aún permanezca sometida a alguna forma de cohesión interna. Porque efectivamente, a partir de ahora, todas las estrategias de domesticación social van a girar en torno a esta situación que, al parecer, no interesa a nadie: cómo logra sobrevivir un orden social en el que no queda nada social más que las actividades del entretenimiento y el ocio.

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