Alguna vez deberíamos probar a convertirnos en entes literarios, «personae fictae», y vivir en consecuencia. Pero desgraciadamente somos «realistas», también y sobre todo en nuestras vidas sin promesa.
Hemos conservado tal empecinamiento embrutecedor por ser realistas que nadie es capaz de vivir, pensar y escribir como si todo esto fuese posible al pie de la letra, literalmente, y no sólo una extraña función dramática de algo que nunca será real. Es el poder de la ilusión, que existe incluso allí donde parece haber desaparecido todo rastro de encantamiento y «resplandor» de las cosas. Pero no hay nada más originario que semejante poder, que se funda, si debiera fundarse en algo, en una evidencia que nada puede contrariar: el hecho de que nunca hay nada que hacer con lo real sino llevarlo al extremo donde desaparece deslumbrado por su propio fracaso, por su propio sin-valor.
Si un pensamiento busca lo real a través de sus conceptos, éstos se fetichizan, se fosilizan, porque conceden demasiada validez a lo real, lo convierten en su coartada, en su «testigo» (como se habla del «testigo» en una carrera de relevos: imagen que representa bastante bien la naturaleza de cierto pensamiento moderno), y así espera seguir funcionando mediante el mecanismo cuasi-quirúrgico de la trasfusiones ideales.
Ahora bien, lo real sólo se encuentra garantizado, certificado, como acto de lenguaje, como acto de referencialidad de los signos: fuera de este principio de confianza concedida de antemano al lenguaje, más allá de él, sólo existen postulados de sentido que también ellos son sólo enunciados simbólicos que obedecen a las reglas de funcionamiento de los signos como formas diferenciales que representan lo ausente.
Lo real carece de cualquier valor: es un fantasma que acaba por creerse su propia historia de fantasmas. Si algo hay aún que merezca criticarse a fondo, de modo encarnizado, sin ceder ni un paso de terreno, es la pretensión delirante de nuestra cultura de lo universal de haber «encontrado» lo real, la verdadera dimensión donde las cosas y los hombres «son«.
Pero sabemos bien que nada «es» en lo real: el «es» predicado de lo real representa un presente inercial que hay que empujar hasta su desaparición, un «es» que hay que violentar, oponiendo a cada realidad, no lo que la niega (eso sería una tarea pura y vanamente «dialéctica»), no lo que la hace finita y la delimita (eso sería la tarea mínima de una ontología «crítica»), sino, mucho más intensamente, lo que la lleva al final, al agotamiento inercial, a la reproducción paródica de sí misma, a la ironía salvaje que se burla de esta funesta pretensión «metafísica», porque, efectivamente, nuestra última metafísica resiste y domina amparada tras el principio de realidad, del que se derivan todos los demás y nos coagulan, cogiéndonos en la trampa de la mera «objetividad».
El mal, en sí mismo, es el hecho indemostrable de que haya realidad, de que ésta deba ser de alguna manera objetiva y que nuestro «ser» de hombres consista en producir insensatamente más y más realidad, más y más trasparencia de lo real a su concepto. Si esto es el mal, la catástrofe es la universalización de este principio mortal de realidad: con él, todo está condenado a ser real, a desaparecer pronto cuando por fin se le haya instaurado de modo definitivo. Es el cometido actual de la ciencia y la técnica: hacer que toda energía, toda fuerza, toda vida se conviertan en reales, que todo pase al escenario de la realidad engrosando el orden subhumano de la mera utilidad.
La conciencia no es entonces más que el lugar donde la realidad vomita su despojo: de ahí que cualquier crítica de la situación actual en nombre de las categorías de la filosofía de la subjetividad moral exprese su impotencia para pensar un orden que no es tanto la realización utópica de la idea «Hombre» cuanto más bien la dislocación y la distorsión de todo proyecto semejante. Pero la propia idea de «Hombre» caída en lo real se convierte en un antivalor radical, pues su existencia como tal idea requiere de la distancia del hombre al mundo, incluso alguna forma de trascendencia que ya se ha perdido por completo como referencia efectiva del proyecto humanista.
Lo real está ahí: provoca rechazo, indiferencia, pánico o angustia. Ello se debe a que todavía no es suficientemente real: cuando lo sea, también el dolor será insoportable, pues cuanto más realidad haya, mayor dolor circulará en todos los sentidos. No hay conciencia humana que resista la universalización del dolor, pero lo que los humanistas olvidan decir siempre es que la genuina vergüenza reside en que a la gente se le quite todo excepto la realidad, que, ésa sí, deben ingerirla en dosis masivas a mayor gloria del principio racional occidental. No hay paciencia humana que resista a la falta de escrúpulos de una realidad instaurada para siempre en la hegemonía de la existencia.
Sin embargo, queda una tarea para el pensamiento y la escritura. Históricamente todas las herejías del cristianismo presentaban el impulso de rechazo criminal del principio de realidad específico impuesto por la fe cristiana tal como fue elaborada en los primeros siglos de nuestra era: la vida futura, la salvación del alma, la inmortalidad, el paraíso o el infierno. Lo que se les ofrecía a los hombres concretos era ni más ni menos que poseer atributos propios de los dioses paganos, haciendo de cada alma del creyente su propio dios, pero en el tiempo futuro, tras la muerte. Si aquello era imaginario, fantástico, mera creencia o superstición, da igual: existía la promesa de una trascendencia del alma y eso bastaba para «trabajar» en la vida para alcanzarla (las virtudes cristianas, la caridad, el amor universal, etc, eran los instrumentos de esta modelación del hombre respecto de sus fines ultramundanos). Todos los herejes rechazaban este aplazamiento de la beatitud, combatían la «santa simplicidad» de esta experiencia del «ultramundo» colocado al final de la vida y no «dentro», aquí y ahora, de este estado existencial.
Hoy la más auténtica «herejía» del pensamiento y de la vida, la genuina subversión de los fundamentos de la Modernidad no es la crítica de la fe religiosa, de la ideología y de todas las formas de ilusión «ultramundo», «trascendentales» o «idealistas»: hoy lo que hay que subvertir violentamente es el propio principio de realidad, la «superstición» banal de lo real, aquello que se nos ha prometido aquí y ahora como «felicidad», como destino y utopía de realización-apropiación del «ser humano» genérico.
No son las estructuras sociales, económicas o políticas lo que impiden este objetivo escatológico, que de todos modos ya está realizado en las condiciones actuales del simulacro de lo social: lo que aún habría que remover no es el obstáculo al sueño ilustrado o materialista de «emancipación» de una humanidad en la que es imposible creer; lo que hoy constituye el enemigo, el mal, es el propio principio de realidad, la realidad como ilusión, como producción de una trasparencia de las cosas y de los hombres. No se trata de una lucha contra una esencia, una idea, un principio, es una fatalidad frente a la realización de la esencia en la forma hiperdeterminada de lo real.
El pensamiento debe tomar sobre sí la tarea de un agnosticismo radical respecto del principio de realidad. Hay que desprenderse de este último referente, de este último valor que sustenta todas las imposturas, todos los simulacros, toda la reactividad acumulada. La paradoja de la Modernidad, que ya Nietzsche diagnosticaba, es que puede existir perfectamente una dominación de las fuerzas reactivas (todas ellas amparadas en el principio de realidad) cuando es la «voluntad de nada» la que manda y quiere. Esta es la figura actual de la conciencia occidental.
«Desrealizar”, por tanto: tarea quizás demasiado pobre. Una buena parte de la mejor escritura contemporánea lo ha intentado (el surrealismo, el absurdo, el minimalismo…) pero su hallazgo es patético: lo real, reducido a su reverso (lo onírico, el sin sentido, la expresión que ya no quiere decir nada y lo subraya y muestra como éxtasis de la redundancia), sigue siendo tal vez sólo lo «real» entrecomillado. La escena sin escena, el lenguaje desmontado, intersticial, el cuerpo descorporeizado, la ilusión desilusionada, ¿qué siguen siendo? Nada más su reverso negativo, el éxtasis de un referente ausente cuya coartada sigue siendo el polo positivo de lo real.
Tarea pobre, parcial, no porque el lenguaje sea insuficiente, limitado (eso es cierto, pero puede llegar a serlo también de una manera gozosa, si sabe oponer su materialidad y su forma al designio previo del sentido y a la regulación normativa de los significantes, es decir, si sabe cambiar las reglas de juego sustituyendo la arbitrariedad por la fatalidad del encuentro y el hallazgo), sino porque lo real permanece como referencia invertida, hueco de sentido irrecuperable, juego diferencial: juego de advenimiento-devenir de lo real a la escena de lo que al representarlo como real lo borra.
Esta «desrealización» no es despreciable, no es lúdica, no es algo estético ni meramente «literario» (la institución literaria está ahí para velar y salvaguardar el principio de realidad del uso de la lengua); al contrario, es el síntoma de una trasformación radical de nuestro modo de entender la relación decisiva entre lo real, el lenguaje y nosotros mismos como seres pensantes y actuantes. Por eso, quizás llevan razón los que piensan que este advenimiento del lenguaje, en la escritura contemporánea y en la reflexión «esotérica» sobre la misma, tiene mucho que ver con la liquidación del sujeto, de la subjetividad, precisamente aquello sobre lo que se ha sostenido la ficción de lo real como principio imperativo.
Aquí la disyunción es excluyente: o sujeto o lenguaje, porque «lenguaje» implica ausencia de sujeto o sujeto como ausencia de sí mismo por lo otro del lenguaje, y lo real sólo ha podido configurarse como principio activo-pasivo gracias al doblegamiento de la autonomía del universo simbólico del lenguaje, encadenándose la idea no al signo sino a lo real.
Este es, de hecho, el carácter definidor de la cultura occidental como cultura de la Metafísica: la idea se ha encadenado a lo real y por ello ha podido encarnarlo, omitiendo la mediación decisiva del signo, es decir, omitiendo la ausencia mediadora que representa lo real como idea. Otras culturas, sin embargo, incluso la occidental medieval y renacentista, son culturas del signo, del «Libro», como se las ha llamado sin entender bien la diferencia: esas culturas apenas viven en la realidad, no conocen su principio ni la forma «sujeto» del hombre, precisamente porque todo se juega en ellas entre el mundo hecho signo y juego de signos y el propio lenguaje, intercambiando así el sentido, según determinadas reglas, que, por supuesto, nunca residirían en la mera referencia-adecuación a lo real.
El propio concepto de «verdad», tan ligado al de realidad, pierde aquí su consistencia, incluso su definición misma: no la referencia última a lo real, sino la remitencia de un signo a otro signo; principio del que ya existe la intuición, a nivel del lenguaje, en la hipótesis semiológica de la «cadena de interpretantes y la «semiosis ilimitada»: principio constituyente del universo simbólico de casi todas las culturas no occidentales.
Sólo el lenguaje puede desrealizar lo que ha devenido lisamente real, como sólo el mundo-en-devenir puede contrariar el realismo patético del devenir-real del mundo: es la paradoja creadora de ilusión y no meramente reproductora del sentido ya instaurado de lo real.