«EL MÁS FEO DE LOS HOMBRES» (2005-2007)

Las respuestas más profundas, pero a su vez pronunciadas como signos de interrogación, ante el gran motivo de la emancipación humana, hay que buscarlas en figuras que van más allá de lo que la filosofía puede dar de sí misma.

Estas figuras, precisamente porque exceden el dominio de la razón argumentativa y se presentan a título de hipótesis extremas ante lo extremo mismo del pensamiento de la liberación y la autoconciencia humanas que el siglo XIX elevó a problema y resolución, en las múltiples versiones que nos son conocidas de esa metafísica antropológica, de ese humanismo de las dialécticas de la historia, – esas figuras literarias son las que mejor pueden hacernos comprender qué estaba realmente en juego, pues las figuras, como ideas encarnadas, corporeizadas en los personajes, entran en una dimensión más amplia y compleja que la que delimita el concepto, cuyo poder de síntesis por eso mismo no alcanza más que una siempre benévola reconciliación entre lo ideal y lo real.

Pero si lo que caracteriza al pensamiento como tal es la voluntad de llevar a cabo, pese a todo, esta reconciliación, la rebelión de los pensadores del XIX contra esta suposición de la gran armonía final, de la reintegración de lo humano a sí mismo en la libertad absoluta de su querer autoconsciente, debe ofrecer la cara oculta, lo reprimido o inhibido de esta misma libertad.

En términos hegelianos, en cuyo trasfondo se mueven el pensar y la escritura más lúcidos del XIX, estas figuras pueden verse también como la negación de la negación. Y no habrá que buscarlas allí donde el realismo cínico, que es nuestro padrastro, bajo cuya mirada inquisitiva y burlona aún vivimos, se presenta a sí mismo como portavoz de la época en lo que ésta tiene todavía que callar (aunque hace tiempo que es un silencio voceado el que grita, incluso a los más sordos, las verdades de este realismo cínico, que entretanto se dilata como realismo sucio y otras muchas variantes del conformismo social autosatisfecho).

Entrada majestuosa en escena que comienza quizás con el todavía grosero Vautrin balzaquiano y alcanza, en un plano intelectual más refinado y tanto más arriesgado y peligroso, a Iván Karamázov (cómo matar al padre sin mancharse las manos es la tarea del intelectual: la crítica no ha sido nunca otra cosa, el “más feo de los hombres” es su otro nombre de pila).

La interpretación menos afortunada no es la que se reduce a tergiversar torpemente un texto a favor de no importa qué postura; la más triste interpretación, porque invita a la melancolía sobre el estadio de nuestra conciencia intelectual, es la que hace retroceder el umbral de radicalidad de un autor, la que lo retrae a un planteamiento que la propia obra ya había superado ampliamente. Sin embargo, este contraste entre la radicalidad del original y la poca osadía de la glosa es un buen medio para localizar el punto de intersección en el que original y glosa se entienden y desentienden uno a otro.

Esto es lo que suele suceder cuando se trata de asuntos sobre los que se ha escrito un poco de todo, apresuradamente, aun antes de comprenderlos en la plenitud de su lógica interna (el nihilismo, la muerte de Dios, el destino moderno de la trascendencia, el principio del mal, el sentido de la historia, la justificación del mundo, las nuevas modalidades de redención y emancipación, etc). Cada vez estamos menos preparados para hacernos cargo de lo elevado de estas apuestas: nuestra buena voluntad y nuestra honestidad ya no alcanzan los estratos profundos y más problemáticos, quizás porque hemos empezado a vivir bajo los efectos narcotizantes de unas soluciones demasiado fáciles que ni siquiera alcanzan el papel de placebos metafísicos.

De esta manera intento describir la primera impresión, sólo aproximativa, que puede experimentarse al leer el libro de Luigi Pareyson sobre Dostoievski, estudio sólido, en muchos aspectos extremadamente comprensivo, en el que se identifican los centros de gravedad de la obra dostoievskiana sin arredrarse ante algunas consecuencias desagradables, en un momento en que toda reflexión tiende a volverse cobarde. Esta primera impresión de lectura me dice que el intérprete se coloca en un lugar que el autor podrá haber rebasado desde el momento mismo en que sus personajes más representativos han llegado a la existencia ficcional como ideas o principios, como hipérboles, pero no demasiado, de una situación y una lógica nihilistas, de las que nosotros no podemos afirmar con seguridad que hayamos salido y ni siquiera entendido en los términos adecuados.

¿De qué trata todo el asunto? De la libertad como absoluto, de lo absoluto de la libertad, de lo absoluto como libertad, en fin, como se quiera expresar la idea de que la libertad humana incondicionada, como principio supremo de indeterminación del “animal no fijado” es el gran tema sobre el que gira lo esencial de la obra del escritor ruso. Porque al mismo tiempo que el “Así habló Zaratustra” de Nietzsche, la obra magna de Dostoievski ha llegado hasta ese punto de la cima de los tiempos modernos en el que por primera vez se comienza a entrever lo inaudito, lo extraordinario: la experiencia hipotética de una libertad sin límites, de la que las modernas libertades abstractas y concretas son una forma tranquilizadora y probablemente bastante degenerada.

Escalando hasta allí, los gigantes nos traen una buena nueva que ha configurado toda una experiencia histórica, sobre la que no queremos pensar demasiado para no comprometer nuestros virtuosos principios: nos han enseñado a degustar los amargos frutos (otra vez, después de la primera caída) de esta libertad absoluta. Los frutos son amargos: nuestra conciencia reactiva, o simplemente el miedo al ilimitado poder terreno de esa libertad absoluta, se ha pertrechado en los parapetos de una era anterior ya periclitada, cayendo así muy por detrás de lo que su propia experiencia nihilista le había incitado a aprender. El miedo a nosotros mismos, el pánico que se apodera de nosotros cuando atisbamos en la lejanía de la experiencia de los otros aquello de lo que somos capaces cuando la libertad es absoluta, ese miedo y ese pánico aún son nuestro mejor patrimonio, que por supuesto todo el mundo ha ocultado en la misma medida en que lo hemos moralizado con fines claramente exorcizadores. Los “totalitarismos” como problema se refieren a este otro problema de base y realmente impensado. El político es actualmente el nivel más retrasado, más reactivo de la conciencia histórica occidental y tiene buenas razones para ello, dado que el tipo humano que se ha vuelto hegemónico y que refleja la lógica del sistema ya no es “materia” para ningún experimento.

La experiencia de Dostoievski no es premonitoria de nada, ella misma es ya el poder en acto por el cual se capta la esencia de una época en sus manifestaciones extremas y cuanto a su vez más extrema sea la percepción de lo extremo tanto mayor poder de vinculación a una verdad aún no plenamente desvelada tendrá. Nada puede hacerle más daño a estos autores del límite y del exceso (algo a lo que nosotros no tenemos derecho o no estamos dispuestos a crear la tensión para obtenerlo) que no saber o no querer ver la dimensión esotérica de su pensamiento: el enunciar académico y “crítico” de banalidades y moneda acuñada sobre ideas en cuyo fondo realmente no se piensa jamás es la tarea que no compromete a nadie a nada y permite seguir haciendo girar la rueda administrativa del seudosaber más conformista y apático.

De todos modos, entre líneas, como en un “no-medio-dicho” en forma de “ritornello” en el texto interpretativo de Pareyson sí que hay una verdadera captación de la fuente de radicalidad en la creación dostoievskiana pero aparece tímidamente por debajo de los temas principales. Toda la problemática real sin duda gira sobre un cierto gozne: el del plano sobre el que colocar la trascendencia, juego de manos que ha sido el verdadero negocio de la mejor filosofía, de hecho, de la única que queda. Evidentemente, la búsqueda o invención de ese lugar de la trascendencia, y del poder que ella puede desplegar, no está ausente ni en las más banales formas del pensamiento reciente, que, todo hay que confesárselo, no sería nada sin lo que unos cuantos espíritus demasiado atrevidos experimentaron hace poco más de un siglo.

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