… donde vi claro mi esperanza muerta
y el golpe, que en vos hizo amor en vano,
non esservi passato oltra la gonna.
Garcilaso, soneto XXII
De golpe, un golpe ligero, leve, puede que deseado: lo que carecía de rostro se presenta y dice: «es la ocasión, es la oportunidad».
Aquí el dictado de una contingencia evoca una figura anterior, lo que aún no es nada se abre paso hasta llegar a recibir un nombre, una seña de localización, con la presunción característica de lo desconocido, pero no por mucho tiempo, es el amor.
No el descubrimiento del otro, sino su muerte a manos de la voluntad, siempre generosa, propagadora de ilusión, de lo Mismo: asimilación de lo disjunto, «disiecta membra» donde los miembros ignoran la voracidad de la ecuación y su delirio afortunado.
Todas las metáforas, predispuestas a un bien decir, gozan del feliz enlace de los «disiecta membra», no obstante acalorados por el juego famoso de la pasión hipercodificada, pues la palabra, al hacer único lo común, singulariza lo universal, a saber: lo indecible de aquello que se oculta en la metáfora por la cual los «disiecta membra» reconocen su pertenencia al mundo de los afectos identificados por los tratados, los poemas, la tradición y las buenas costumbres de la vieja cortesía caballeresco-romántica como «afección no necesariamente morbosa pero dotada de particular virulencia emotiva», consistente en recodificar el lenguaje de los «disiecta membra».
Como si ellos realmente estuvieran implicados en el proceso experimental llamado «amor» por aquellos mismos que lo inventaron al abrigo de una fragilidad de ánimo bien conocida como «amor», de donde el origen de una confusión tautológica cuyo modelo es el amor de oficio públicamente reconocido como «pareja», «matrimonio» o cualquiera otra denominación que signifique «tumefacción de la alteridad», con signos visibles de odio repentino de lo otro hacia sí mismo o viceversa.
La criatura inferior así producida (pues el «amante», según las necesidades psicológicas del proceso experimental, es apetitivo por naturaleza) se duplica mediante una excisión imaginaria, de cuyo sincero protoplasma, eventualmente nauseabundo, sobre todo a ciertas horas, emerge una figura de consolación, casi siempre somnolienta, llamada, sin mayores complicaciones terminológicas, «amada», la misma que encontramos al inicio de la contigencia de nuestra hipótesis: por tanto, suma cero de expectativas, es decir, conjunto vacío en cuanto a la posibilidad de ser otra cosa que ella misma, destinataria impalpable del objeto de la afección llamado «poema», pues «poema» y «amada» constituyen precisamente los dos términos «sine qua non» de la criatura inferior, términos en los que tal criatura halla su vocación inconfesada de espectralidad diurna, que el sano entendimiento común conoce por «estupidez congénita» del amante.
Es en esta fase del proceso experimental cuando se ingresa minuciosamente en el periodo de las cartas manuscritas que unos años después conocerán el destino nada desdeñable de las manchas de café y la papelera, irrisión junto a las notificaciones de saldo del banco.
No es raro, ya avanzado el proceso de intoxicación anímica, encontrar pequeñas rupturas del canal comunicativo, aunque el amante siempre es un interlocutor válido, al menos para sí mismo, y en su negativa no siempre ascética del disfrute es capaz de humanizar a la amada y concederle el poder vindicatorio que se niega a sí mismo en las largas horas de la vigilia. En esta fase se entra, de modo infame y vergonzante, en el apogeo de las llamadas telefónicas a medianoche.
Sin embargo, lo peor está por llegar: los afectos son traicioneros y equívocos por naturaleza, de manera que un ligero cinismo o uso de armas verbales arrojadizas obliga a dormir con demasiada frecuencia en el sofá o en casa de un amigo.
La distancia, que los espíritus lascivos consideran perjudicial, ofrece, no obstante, sus encantos peculiares: los imaginativos creerán, a falta de otro consuelo, en la innata bondad de la amada; los severos, ponderarán sus guisos y postres; los moralistas, mirarán de reojo el reloj de madrugada; los indiferentes, que suelen ser los más, acudirán a la panoplia normal en estos casos, excusados por aquello mismo que les aprovecha.
En general, la experiencia demuestra que se acaba por salir con cansancio de todas las fases precedentes, suponiendo que hayan tenido tiempo de producirse, lo que ya no es tan frecuente, pues lo mismo que existe la comida rápida, hay el «amor rápido» y, como aquélla, no es menos pariente de la basura y la indigestión: lo más común es que el papel empiece a escasear, el dinero suelto no siempre abunde o se olvide uno de comprobar el saldo de las tarjetas del móvil. De cualquier manera, acaba por hacerse notoriamente desagradable la incomodidad del sofá como lugar de descanso a la fuerza y la mueca indisimulada de creciente simpatía comprensiva del amigo no nos consuele ya.
Entretanto, nos bendice la contingencia, con un golpe ligero, leve, al principio deseado, se presenta la ocasión, con su presuntuosa voluntad de desconocer lo conocido, pero no por mucho tiempo, es el «amor», etc.
¿Alguien cuenta a su favor la suficiente falta de dignidad como para volver a repetir lo mismo?