“Llega a tanto el valor de un pedo que es prueba de amor; pues hasta que dos se han peído en la cama, no tengo por acertado el amancebamiento”.
QUEVEDO
La primera lectura del apócrifo quevedesco titulado “Gracia y desgracia del ojo del culo” lleva a la perplejidad asqueada y a la risa refleja, inconsciente. La segunda es una lectura más comprensiva y adulta, casi benévola. La tercera lectura hace que uno se golpee de pronto la cabeza con la mano y caiga en la cuenta de algo que no se deja leer tan fácilmente.
Esta es la sentencia más destructiva, o deconstructiva, que he leído nunca: en apenas treinta palabras se ha destrozado toda idealización, todo sentimentalismo. Para quien padece de esta enfermedad, es liberador leer la sentencia.
La expresión exacerbada de lo banal puede trasformarse entonces en una categoría de la historia cultural y personal. Para el hombre actual lo banal no existe como tal ya que no hay en nuestra cultura ninguna jerarquía de valor y de juicio, moral o estético. Lo cotidiano es nuestro único horizonte en el sentido de una privatización extrema de las conductas y los “feelings” particulares. El pedo, en tanto es lo más cotidiano que lo cotidiano mismo, es por ello, desde un punto de vista fenomenológico, una realidad sustancial y a la vez poliédrica, preñada de sentidos intencionales.
El “vivir juntos” un hombre y una mujer queda desplazado a un campo de experiencia en el que todo lo que en él podría subsistir de “encanto”, “misterio”, “seducción” o “coquetería” ha sido sometido a una puesta entre paréntesis, cuando no a una total elipsis de sentido.
Compartir los pedos es el estado supremo de “la intimidad” (concepto ajeno al texto y muy posterior, pues corresponde al orden social familiar burgués: una sentencia semejante no podría provenir de un escritor del siglo XIX, ni romántico ni realista – Gustavo Bueno creo que tiene algo escrito sobre esto de la “intimidad” en clave dialéctica desde su furibundo antiprotestantismo). Esta “intimidad” así expresada es una reducción al absurdo de toda mitología del “eros noble” secular y roza la blasfemia respecto del matrimonio sacro. Sólo en el Barroco español se podía operar una trasvaloración de tanto alcance.
Quevedo dice mucho más de lo que su sentencia puede o quiere decir. Lo que expresa es nada menos que la experiencia límite de lo humano en el lugar de lo banal: aquí un pedo, como forma de la unión hombre-mujer, se ha trasmutado en concepto, casi en el sentido hegeliano de “unidad de múltiples determinaciones”. Pues en efecto el pedo no es aquí la mera realidad empírica de un “algo” objetivo y existente sino la representación de lo universal que hace posible la comprensión de lo particular.
El pedo es el vínculo vital auténtico entre hombre y mujer en la zona o intersticio en que los cuerpos se liberan de las apretadas convenciones y hábitos, que en la vida social delimitan no sólo su separación y distancia, incluso olfativa o degustativa, sino también su negación de sí mismos en cuanto abstracciones operacionales en el modo del trabajo o del ocio, pues los cuerpos que peen juntos, por ese sólo hecho, ya se han vinculado en una dimensión interior que anula toda exterioridad a ellos.
Es algo curioso que ni Freud ni el freudomarxismo hayan dicho nada sobre un asunto como éste. A fin de cuentas, toda verdadera subversión comienza con la inversión de la genérica nobleza o dignidad incomparables que se atribuye a lo humano. Donde el pedo habla, que el hombre calle. El pedo es la mejor terapia contra la seriedad del amor, pero también contra la locuacidad o el silencio del sexo. Los que se peen juntos en la cama saben que la vida no es lo que se les ha obligado a vivir coactivamente por un principio de realidad que no es sino el nombre y el rostro de la necesidad y la opresión. “Si te pees conmigo, mi amor, todavía nos queda una oportunidad para no ser del todo desgraciados: la risa contra nosotros mismos, por habernos tomado una vez en serio a nosotros mismos”.