¿QUÉ ES PENSAR «ESTATALMENTE»? (2016)

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El 30 de julio de 2016 publicaban Javier Benegas y Juan Manuel Blanco un artículo en VozPópuli que llamó mucho mi atención. Describían y comentaban un simple hecho rutinario, una anécdota trivial. En la playa malagueña de Pedregalejo, un grupo de bañistas de variada categoría social se repartía el contenido de un fardo de “María”, que había llegado desde el mar, antes de que “hiciese acto de presencia” la policía, que, bien entendido, procedió a efectuar la consabida “encuesta” sobre los sospechosos hechos.

El ángulo desde el que analizaba el hecho uno de los comentaristas más brillantes del foro de ese periódico digital repercutió notablemente en mí, quizás porque mis inspiraciones e intereses iban en la misma orientación. Lo cierto es que la anécdota puede enfocarse con ciertas categorías ilustrativas inhabituales y por ello mismo propone una virtualidad de sentido nueva, por más que su trasfondo sea un viejísmo problema basado en variadas presuposiciones de la mejor teoría política moderna, que es necesario explicitar para hacerlo comprensible.

Formulado muy abruptamente: los bañistas de Pedregalejo, ¿se encontraban en «estado de naturaleza» o en «estado civil» ya constituido?

Es cierto que en el estado de naturaleza «hobbesiano» habría prevalecido una conducta violenta debido a la pasión por poseer en exclusiva, excluyendo a los otros de la posible posesión y beneficio. Habrían practicado un avatar turístico de «individualismo posesivo», tal como Mcpherson interpretaba la presunción hobbesiana sobre el trasfondo de la primera sociedad mercantil de individuos en lucha competitiva por la apropiación “originaria”.

Es cierto que la conducta seguida parece responder más bien a un estado civil posterior al «pacto» social (autoprotección de la propiedad pacíficamente repartida entre los iguales en derecho de costumbres o en derecho natural), pero anterior al pacto de sumisión (instauración de una institución de poder legal capaz de imponerse arbitrando sobre los conflictos mediante el monopolio de la fuerza física y el derecho: el Estado moderno).

Desde el punto de vista del primer «contrato» en el plano de la sociedad civil, los bañistas tienen un comportamiento «civilizado», porque respetan el acuerdo implícito del reparto equitativo sin violencia. Desde el punto de vista del segundo, los bañistas son unos delincuentes amorales, porque infringen la ley positiva (estatal) que sólo la autoridad puede establecer, defender y ejecutar.

No deja de ser curioso que siempre, hablemos de lo que queramos, aparezca como telón de fondo el principio del Estado que hemos interiorizado hasta el punto de no darnos cuenta de que todo en nuestras vidas está predeterminado por él, incluso cuando hacemos la tentativa de llevar a cabo una reflexión moral supuestamente independiente del trasfondo político. Según esta interpretación, la conducta concreta de los bañistas es «anti-estatal» pero no necesariamente «inmoral». Han despreciado, sin saberlo, el principio incondicionado de autoridad del Estado.

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Pensar «estatalmente» es concebir toda la realidad social en su complejidad como algo afrontable y resoluble por y en medidas administrativas, controles estadísticos, simulaciones de escenarios, diagnósticos académicos, prognosis o anticipaciones de modelos de explicación.

Pensar estatalmente es lo que hacen todas las ciencias humanas o «sociales». Es la forma de racionalización de la vida civilizada cuando el Estado se ha hecho cargo de casi todas las «acciones y actividades» sociales.

«La sociedad civil» española está estatalizada hasta el punto de que uno se pregunta si queda alguien o algo por estatalizar. A la gente «normal» sólo llega lo real filtrado a través de la resolución de cada asunto («problema») por la exclusiva y excluyente alternativa estatal. Lo mismo que le llega la Historia a través de los guiones de Hollywood o la gran Literatura a través de adaptaciones cinematofráficas del mismo o peor tenor.

En la Rusia sovietizada los planes quinquenales le dictaban a los campos su ritmo de fertilidad en las granjas colectivas o en las granjas el Estado. O de lo contrario los campesinos pagaban los platos rotos como «saboteadores». Quien habita el paraíso terrestre de cualquier forma de burocracia administrativa y a la vez política no concibe más que una realidad de diseño, un «constructo» ideal sobre el papel del que se hace cargo un “metalenguaje” específico (la “ideología” implícita a toda burocracia estatal consolidada como única clase dirigente), como los planificadores soviéticos de la producción-distribución centralizada no veían en el esplendor dorado de los inmensos campos ucranianos de trigo y sus enormes potencialidades civilizadoras más que cifras siempre falsificadas de toneladas métricas del cereal-idea platónica (el empresario capitalista tampoco es más sutil, pero por su propia supervivencia no puede engañarse).

Nosotros, que aprendimos el fracaso del «socialismo real» sin pasar por la teoría del «cálculo económico» de Von Mises (algunos escriben «Mises» para omitir el sospechoso «von» alemán de consabida resonancia aristocrática), sin embargo, perseveramos en el error y en el horror.

Pienso «estatalmente», nuestro apriori kantiano o “apercepción social originaria” de una dinámica del poder contemporáneo difícilmente discutible: eso todavía no quiere decir que haya algo así como un pensamiento «colectivo» o una idea de “bien común”. «Lo estatal» es lo que hace que no exista «lo colectivo» ni «lo social», porque “hace las veces” de lo que ya no es social ni colectivo, sino su operación técnica incondicionada.

Su abrigo moralizante y altruista: la lógica autoexpansiva de los así llamados «derechos sociales” que legitiman y humanizan los Estados europeos actuales. La fuente documental original que justifica el uso ideológico de la noción, capítulo 3º de la Constitución de 1978, artículos 39-52. El texto constitucional español contiene toda esa presunta «demagogia», toda esa fraseología enfática y desmesurada, porque en la realidad política española no hay nada que no esté ya incubado y prefijado mortíferamente en ese mal afamado articulado, cuya redacción en buena medida corresponde a la misma tipología política mentes que habitan los cuerpos estatalmente glorificados de los llamados ahora «populistas» (pero no entonces en los imaginarios episodios del debate constitucional que nunca se produjo).

Este capítulo se inspira en y casi calca la Ley Fundamental de Bonn de 1949. La definición de la forma ideológica del Estado Español reinstaurado o remodelado en 1978 es según el artículo 1 apartado 1 un «Estado social y democrático de Derecho», vago concepto que ya fue discutido por la crítica conservadora alemana en los años 50-60 del siglo XX contra la socialdemocracia, definición cuyo contenido sobre todo fue puesto en cuestión por el gran pensador constitucionalista que fue Ernst Forsthoff (entre otras, polémica con Abendroth). La siempre inteligente derecha alemana, a diferencia de la infinita estupidez de su par española, veía comprometidos los principios de una economía dinámica y sobre todo los derechos individuales.

Forsthoff se dio cuenta de que la constitucionalización jurídico-formal de esos derechos sociales los volvía obligatorios y los asimilaba a los derechos fundamentales de inspiración liberal, es decir, les daba fuerza de ley, y no sólo, como se cree ingenuamente, los reconoce como inspiradores de una legislación posible para un programa de gobierno.

En España descubrimos tarde y mal lo que los pensadores alemanes de «lo estatal integrador de masas» ya sabían hace 60 años. El discurso podemita le toma la palabra literal a la demagogia constitucional del régimen del 78, cuya clase política no imaginaba que algún día semejante articulado se convertiría en el santo y seña de una nueva burocracia política partidista aspirante a sustituirla y desplazarla en su propio territorio operativo.

El resto es el «pathos» victimista de este miserable pseudoliberalismo español que exhiben impúdicamente tantos columnistas que ya no saben a qué agarrarse para descalificar a los nuevos competidores por la gestión de los desechos estatales o estatalizados de una sociedad civil amortajada.

La única innovación hispánica de ese estatalismo de integración de masas ha sido cambiar el «soviet» (que nunca, por supuesto, fue una asociación de obreros fabriles y soldados desertores hermanados, sino exactamente militantes bolcheviques disfrazados de soldados y obreros… financiados por el Estado mayor de Ludendorf) por la ONG, la asociación vecinal, el sindicato profesional y cosas así.

Hasta en la URSS tuvieron su «peretstroika» y su «glatnost» (simulacros sin duda). El régimen español de 1978 es como un cangrejo, ya no sabe si marcha hacia el mar o sale de él. Alguien tiene que hacer eclosionar los huevos estatales que llevan cuarenta años de incubación. Lo que ya se nos ofrece a la vista es que ese partido neonato o mortinato que es Podemos quiere ser ese cangrejo.

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Así pues, pensar la totalidad de una producción de la ley como voluntad estatal, eso y nada más que eso es “pensar estatalmente”, lo que en otro tiempo se llamó “positivismo jurídico” confundido con la esencia no sólo del Estado en la fase de la imposición del capitalismo privado sino nada menos que identificado sin reserva crítica con la categoría definitoria de lo político, de ahí el artilugio conceptual aberrante llamado “Estado de Derecho”.

Hay infinidad de maneras de concebir la naturaleza de las leyes. Hay infinidad de categorías cualitativas entre los conocedores profesionales de las distintas ramas del Derecho. Hay diferentes fuentes y procedimientos regulativos para la ejecución de la legislación. Hay muchas maneras de aplicar la legislación y desarrollarla concretamente.

Entonces, siempre habrá que preguntarse: ¿por qué la modalidad española actual de legislar es la forma dominante de enfocar y practicar el poder legislativo y administrativo?

Las leyes están muy mal redactadas y adrede. La propia Constitución, que está en el origen de este desatino, ya dejaba mucho que desear como texto prescriptivo dotado de una mínima coherencia. Basta recordar los muy removidos y en hora mala publicitados artículos 155 sobre la intervención de las comunidades autónomas y el 99 sobre la formación de gobierno. Al enfrentarlos a la realidad se ha podido comprobar su inanidad presuntuosa, su desaseada sintaxis, su confusa pretensión de exactitud, su léxico apergaminado.

Los profesionales del Derecho que se ocupan de componer las leyes, plasmarlas por escrito, debatirlas, enmendarlas y los funcionarios encargados de aplicarlas y desarrollarlas nos parecen una especie de maquiavélicos patanes que se alimentan de su deliberada y bien organizada incompetencia. De entre todas las fuentes regulativas de la legislación siempre se eligen las que permiten la mayor cantidad de coacción unilateral contra los ciudadanos.

Todo esto es bien sabido, al menos por una minoría que puede reflexionar sobre tan incómodos asuntos, pero lo que el artículo no dice es lo que más nos interesaría saber a los incomodados por estos asuntos. No basta con advertirnos de que un escorpión negro de gran tamaño se ha encaramado a nuestra pierna. Algo habrá que hacer para no morir de la picadura, por ejemplo, sacudir la pierna o dar un manotazo.

Detrás de la legislación, ¿no hay personas reales de carne y hueso que son los sujetos enunciadores aparentemente impersonales de estos insanos discursos prescriptivos? ¿Alguien se cree que son simples autómatas, aunque lo parezcan? Desde hace demasiado tiempo, al menos desde la fundación del Estado liberal clásico, el llamado “Estado legislativo” del positivismo jurídico por antonomasia, se nos ha hecho creer que la ley es la voz de la verdad, hoy monstruosamente fruto del “consenso social y político”, incluso de “la mayoría”, confundiendo el procedimiento de su aprobación con su esencia puramente pensada en la abstracción de un entendimiento escolástico.

El sovietismo es la etapa subsiguiente, apropiado el viejo armazón formal del Estado liberal por la burocracia de los partidos (se puede hablar de “socialdemocracia”, “bolchevismo” o “social-fascismo”: hace tiempo que todas las corrientes han confluido en esta noche de los gatos pardos, quizás porque aspiraban a lo mismo). Ésta, en lo que tiene de burocracia política, es la causa y agente de la naturaleza monstruosa que revista la tipología legislativa actual.

Porque una “burocracia política” (la bolchevique fue la primera y por ello actúa como modelo ejemplar de sus homólogas más exitosas en el “democrático” Occidente europeo actual de los Estados de Partidos de apariencia pluralista) no habita el universo normal sino en otro paralelo donde el hambre se mide por excedentes agrícolas insólitos y los multitudinarios fracasos educativos se calculan por excelentes resultados estadísticos; la deuda pública casi ilimitada se trueca en brillantísima gestión de los recursos humanos y materiales de la Administración; las leyes más groseras, confusas e inaplicables son admiradas como textos dignos del sentencioso Código civil napoleónico…

En España, dado que esta burocracia política aúna el perfeccionamiento alcanzado por el despotismo administrativo heredero de la corriente fascista y tecnocrática con el esplendor verboso y propagandístico de la socialdemocracia pseudo-nórdica, es normal que las leyes resulten en muchos aspectos productos de una aberración ideológica.

Pero este siniestro barroquismo de consanguineidades incontroladas siempre denuncia mezclas espurias y bastardías morales: de oligarquías económicas y oligarquías políticas, dueñas del aparato ejecutivo y legislativo, que en el régimen español del 78 están en unas únicas y solitarias manos nada inocentes. Como un bebé aburrido agita su sonajero, ellas agitan su coctelera legislativa, que nos emborracha a todos. Y a sus sones nos hacen bailar la “danza de los malditos”.

A nosotros nos queda quizás por experimentar lo que podría llegar a ser otra práctica legislativa hecha por personas que no sólo entienden las formalidades técnicas y lingüísticas del Derecho sino, sobre todo, participan del principio moral de que una ley que no sea comprendida por cualquiera mínimamente escolarizado y con sentido común no es ni puede ser una buena ley.

El que las leyes tengan algo que ver de verdad con los intereses reales y las preocupaciones vitales de esa gente común es un asunto pendiente y sólo se introducirá alguna luz en ese cavernoso seno legislativo cuando los burócratas políticos de los partidos, camuflados de «diputados» representantes de la sociedad civil, sean educadamente reenviados al limbo antipolítico y antidemocrático del que proceden y del que nunca debieron salir.

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Es necesario, por tanto, llevar a cabo una cierta reflexión abstracta sobre la evolución de la relación contemporánea entre el Estado actual y las sociedades «desarrolladas» bajo su tutela absorbente.

La subjetivización del Estado (simplemente ponerlo como sujeto de actos, intenciones, procesos y acontecimientos en los enunciados que lo describen) es, con toda lógica del lenguaje, una pura exigencia gramatical. Y no obstante, hay algo que excede esta limitación y convierte lo gramatical-lógico en una verdadera relación ontológica. Si el Estado «es» algo y de él es predicable un «algo», entonces puede tratarse como sujeto gramatical, pero aquí hay un problema que no es lingüístico-retórico, ni nada parecido.

Porque respecto del Estado moderno resulta ya de entrada problemático cualquier planteamiento de tipo mecanicista, es decir, una comprensión de su naturaleza que lo observe y defina como una «máquina», neutral axiológicamente, y en manos de cualquiera que pueda y quiera «cogerlo» en sus manos. Lenin pagó demasiado caro esta concepción heredada de la tradición de Marx y la pagó metamorfoseando su fanático marxismo personal en una suerte de saint-simonismo «ad hoc» apenas ocultado.

El Estado no está ahí para tomarlo como un objeto cualquiera del mundo exterior, como una herramienta de la que uno se sirve. Evidentemente siempre hay un grupo social muy definido que ocupa las funciones estatales y se las reparte según determinados criterios. Pero lo que ha sucedido en España durante estos últimos 40 años en los que dura y perdura el régimen de 1978 debería hacernos muy precavidos y cautos a la hora de «objetivar» de manera ingenua a este Estado que, insisto, funciona por sí mismo más allá de lo que nosotros estamos dispuestos a admitir desde fuera.

Los que han tenido posiciones de poder en el interior de la Bestia, incluso en apariencia absoluto o ilimitado dentro de esa supuesta maquinaria u organismo, de una u otra manera, siempre han reconocido que existe una lógica estatal objetiva más allá de su voluntad personal y que esa «lógica» condiciona, una vez puesta en marcha, todo despliegue de la acción estatal, por voluntarista que pueda ser el sello que alguien quiera imprimirle.

Esa lógica ya la entrevió Hegel, pero la formuló de un modo tan abstracto y metafísico que casi nadie la comprendió. El Estado como la conciencia pensante de lo social subsumido es ya una formulación que está en la base de lo que hoy existe realmente bajo el nombre de «socialdemocracia».

Marx heredó esta concepción del Estado de su maestro de juventud y la volvió todavía más instrumental o material, con la consiguiente ceguera del pensamiento marxista del Estado hacia hechos esenciales. Nietzsche llegó al punto de ver en el Estado una organización que suplanta al reino de la «Cultura», para él algo superior en cuanto ve la vida como humanista de moral aristocratizante, y por tanto para él es la «Cultura» la que da su vigor y florecimiento al pueblo que la crea y no un puro aparato material de dominación social. El Estado es el signo anunciador de la muerte de la «Cultura» en el sentido nietzscheano, y vemos que así ha sido efectivamente para la Europa del siglo XX. En cierto modo en el siglo XX se ha realizado el sueño marxista-hegeliano a través de la burocracia política de partido, pero con las consecuencias para la vitalidad cultural previstas por Nietzsche.

Hoy estamos en un punto en que los Estados reales, junto con su lógica y principio, se han vuelto tan expansivos por la necesidad de ordenar una sociedad caótica que ya no se subsume en toda posible regulación, a pesar de las apariencias en papel timbrado de un ordenamiento exhaustivo.

Mi tesis es que el Estado siempre escapa a cualquier forma de limitación, control o desviación de su funcionamiento objetivo que intente llevarse a cabo o ponerse en marcha. La tesis contraria no encuentra apoyo histórico verosímil.

Cualquiera que contemple con el suficiente desapasionamiento el mundo actual sabe algunas cosas más que el que todavía se agita en el bullicio de los acontecimientos vacíos y las ideas muertas.

Que el Estado sea ya una cosa vieja y en buena medida extemporánea se explica por el hecho de que los pueblos históricos europeos que lo pusieron en marcha están a punto de desaparecer como tales, es decir, como unidades políticas homogéneas, las que desde hace apenas dos siglos se llaman «naciones políticas«.

Las naciones históricas y políticas europeas mantienen el Estado «nacional» por razones de inercia y de pérdida de orientación y perspectiva históricas, quizás incluso como simulacro reflejo de independencia. Tal vez también el Estado sobrevive, porque cumplidas sus funciones históricas (el guardián el orden interno en medio de las luchas civiles y el guardián de las fronteras en épocas de luchas que concluyeron trágicamente para toda Europa en 1945), ya no les quedan otras que las «sociales» (administrar presupuestariamente los servicios «sociales» y organizar la distribución de la renta: funciones en absoluto políticas sino antipolíticas). Ahora bien, cuanto más se acerca el Estado moderno al final de sus principios y fundamentos históricos vivos en el ambiente o entorno global, más omnipresente se vuelve en sus funciones no políticas.

Gana en omnipresencia «social» lo que ha perdido, y definitivamente, en omnipotencia «política».

Gestionar no es mandar sobre los hombres. Hoy esto último ya no existe, porque se domina a través de la pura economía («macroeconomía» o la planificación de las necesidades y su cobertuta como monopolio de un «Estado social»), es decir, a través del estómago, lisa y llanamente. Es eso a lo que hago referencia cuando hablo de una sociedad estatalizada, que quiere decir justamente también desnacionalizada y despolitizada. El Estado hoy actúa como agente de la socialización forzosa, pero de un orden por completo nuevo, puesto que sus pilares, de suponerle algunos, ya no hunden sus raíces en las naciones históricas y políticas europeas.

Cuanto más abarca el Estado dentro de sus fronteras, más débil es en su figura histórica de agente en el que un pueblo se desenvuelve en el orden internacional. Hablo de los Estados europeos. La política exterior no es una dimensión más de la política en general, sino su esencia (de ahí la validez de la relación amigo/enemigo, que la evolución social del siglo XX introdujo en el seno conflictivo de las sociedades europeas).

El único y el primero que vio todos estos procesos en el punto de su viraje hacia nuestro presente fue Carl Schmitt, quizás porque pensaba que se podían detener o al menos se podía intentar ejercer alguna contención sobre ellos, se inclinó por un momento por la forma política de Estado del nazismo, por considerar que, éste al menos, conservaba, amplificada la figura del viejo Estado europeo en un momento decisivo de la historia: el de la lucha por la hegemonía mundial.

Hoy, en la esfera internacional, todo lo que vemos es el resultado aún no asimilado por los europeos de la derrota del Estado en su forma nacionalsocialista junto con sus aspiraciones hegemónicas. Y es una sombra muy larga. Nadie cabalga ya al tigre, simplemente se intenta domesticarlo y que cumpla sus «benéficas» funciones sociales, que a la larga ya sabemos a qué conducen a plazo más o menos fijo: un desorden civilizatorio de dimensiones catastróficas. No se pueden inhibir las grandes funciones políticas el Estado moderno sin destruir a las sociedades nacionales que el propio Estado en su evolución ayudó a modelar y a moldear según unos muy determinados esquemas apriorísticos de conducción por los posibles senderos bifurcados. Pero eso es la historia terminal de un futuro que ya ha comenzado.

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