EL ESCLAVO IDEAL (2008)

El triunfo del esclavo, o mejor, de lo esclavo, en nosotros es un proceso lento por el cual la espontaneidad del sistema de los instintos se desgasta a favor de la hipertrofia de la conciencia, si por “conciencia” entendemos el lado subjetivo por el que un determinado principio de realidad exhaustiva o suficiente se nos impone como pura objetividad. El esclavo lo es, ante todo, como quien se inclina servilmente delante de un principio de realidad determinado históricamente y ante el cual sólo puede reaccionar con la pasiva complacencia de una mujer sin carácter seducida por un golfo vugar.

Lo esclavo es el sometimiento inconsciente o reflejo a una fijación del carácter y de la personalidad, pero lo contrario a esta fijación no es la dispersa frivolidad de una multitud de “almas” (como hoy tiende a pensarse desde el conformismo más crudo y bienquisto en el horizonte de las nuevas tecnologías de la interacción social “in absentia”), aunque ésta, la multiplicidad interior, sea un requisito inicial para escapar, en el plano del juego espiritual a la autoesclavización funcional o doméstica (lo que llamamos “sentido del humor”, en sus expresiones más elevadas, no es otra cosa que esta fingida pero finalmente imposible transgresión ante la asignación autoritaria del ser social convenido).

Sólo un determinado tipo de lo social produce esclavos, exactamente cuando el mecanismo económico se redobla en lo moral. En realidad, el orden social que libera lo económico produce esclavos en el movimiento mismo de su liberación y las ideologías de la emancipación se encargan de encubrir la condición esclava bajo todos los lemas y todas las consignas de una libertad con la cual sólo el esclavo puede sentirse cómodo en la medida en que no se experimenta como tal.

La libertad de los esclavos no es la libertad en general, sino sólo el tipo psíquico y moral de libertad que el esclavo puede hacer suya, por ejemplo en la lógica del “niño mimado” que Ortega proponía como modelo a escala del comportamiento de las masas contemporáneas. Lo esclavo es entonces una forma de autosumisión, pero no en el sentido de una obediencia que glorifica el ánimo y la propia fuerza de quien obedece, incrementándola, sino una obediencia que empequeñece a cambio del vano goce de sus pequeñas ventajas transitorias.

Si la libertad consiste en obedecer a la ley que uno se ha dado, el esclavo funcional moderno, en todas sus variedades, es efectivamente libre pero sólo dentro de los límites de su ley que, por supuesto, no es una ley universal. Los conceptos modernos de “voluntad” y “ley” (del cristianismo paulino hasta Rousseau y Kant, en especial éste como validador máximo del universalismo más abstracto) son, en sí mismos, los propios exclusivamente de esclavos emancipados que perpetúan su condición de esclavos, volviéndose cada vez más ruines y mezquinos.

La normalización del hombre no es tanto la producción indiferenciada de una norma humana estándar y universal (como la que propone el exitoso “american way of life”, por ejemplo) sino más bien el enaltecimiento, tan discursivo como práctico, tan ideal como real, de un modelo de hombre gregarizado, en el que hasta los impulsos más elementales son canalizados en las formas en que propiamente un esclavo sabe hacerlo para poder gozar consigo mismo y con su mundo acondicionado para él.

Todo se agrava cuando, como ocurre hoy en las sociedades occidentales, la condición envilecida de esclavo funcional ha perdido la sutileza espiritual y artera que caracterizaba la lógica del resentimiento (la del “logos” judeocristiano como prototipo), porque, cuando el esclavo se muestra por fin satisfecho con la adquisición de una extraña libertad, cuando no se demora ya en el goce de su presente conquistado ni lo aplaza sino que exige ya desde ahora el todo prometido, el resentimiento como tal tiende a desaparecer y ya no es verdaderamente la fuerza constitutiva de la personalidad y los valores esclavos. Y con el resentimiento también se embota su antes afiladísima arma, el espíritu de venganza que lo acompaña como su sombra maléfica.

En este sentido, el esclavo moderno, doméstico, sistémico y cosmopolita, resulta ya del todo irreconocible, aunque los rasgos de su carácter y condición, indelebles e invariables, persisten en modalidades sumamente creativas (por ejemplo, las del ideal utópico del “bricoleur” con el que Marx, santa paradoja, imaginaba al futuro proletario de la sociedad comunista realizada: hoy son las compras en IKEA los sábados por la tarde, el gimnasio el lunes, la pesca algún fin de semana, el senderismo algún otro festivo, el viaje cultural de Semana Santa o Navidad, en fin los rituales del consumo en toda la vastedad de la oferta producida “ad hoc”…).

El esclavo de hoy es unidad de contrarios, “concordia in dicordia”, “coincidentia oppositorum”: en su ser concreto como trabajador multiforme su valor de uso originario como ser puramente humano, realizándose como tal, no se opone en absoluto a su mero valor abstracto de cambio como mercancía-trabajo, porque de hecho con el valor de una compra el valor de la otra: en ello consiste su inextricable libertad.

Lo que define la condición de esclavo es, en última instancia, la no disponibilidad del propio tiempo como dimensión para la autenticidad, el hecho de que una parte del tiempo, quizás todo él, no es realmente para uso exclusivo del que está ligado a otra cosa o a otro ser que él mismo.

Señor, dueño, amo: el esclavo moderno no los tiene, los ha asesinado en el movimiento multisecular de su emancipación, tal como la mujer ya no tiene su otro en un principio de subordinación al hombre, ni el niño o el joven su otro de superior experiencia y virtud en el adulto, ni el necio su otro de mejor saber y deliberación en el sabio: estas polaridades y todas las demás ya no tienen sentido desde que lo esclavo como categoría se ha emancipado y se ha vuelto, por tanto, en excluyente propietario de su libertad.

Pero la verdadera condición de esclavo no es la del mero servicio a otro. Esta del servicio es todavía una relación, cargada de historia, altamente “personal” o, si se quiere, “personalizada”, y por eso tiende a desaparecer a través de la generalización de la impersonalidad en el “modus operandi”, siempre ampliado, de la mera dominación burocrática (todo trabajo y servicio tienden a configurarse, con independencia de los regímenes políticos o económicos que hoy existen, bajo la única forma del modelo burocrático).

El esclavo es quien no tiene tiempo propio, quien para poder sobrevivir cede su tiempo bajo coacción, antes tan sólo la coacción de la necesidad, hoy ésta, por supuesto, pero sobre todo también vive bajo la coacción de su libertad limitada, es decir, estrechada en los límites racionales de la producción/satisfacción de cada deseo.

La realidad de este mundo de la esclavitud generalizada se confunde casi por entero con el tiempo de una necesidad que ahora abarca también toda la esfera del consumo, el ocio y el entretenimiento, cuya libertad es el reverso de la misma necesidad, puesto que una y otra han sido producidas con un único fin de alimentarse, complementarse en la lógica de esta utopía realizada de la emancipación del esclavo.

Libertad esclava: el nombre, difícilmente venerable, de un tiempo libre vacío, oxímoron o antífrasis escarnecedores que dicen la verdad de todo el tiempo humano de esta vida gregarizada.

El acto de “gran estilo”, al que Nietzsche invitaba a la “clase imposible”, a ese proletariado decimonónico del que hoy sólo tenemos un conocimiento histórico y algunos residuos ideológicos, mediante la secesión de Europa, la huida de este mundo agotado que no ofrece ya verdaderas oportunidades es lo contrario de lo que Marx, en el mismo momento, quiso hacer con las nuevas clases proletarias que surgían en el horizonte de la Europa de finales del siglo XIX: estrategia nietzscheana de deserción, estrategia nietzscheana de libre elección del propio ser y del propio destino, frente al dispositivo ideológico, apodíctico, fanatizado “avant Lenine”, del contumaz arraigo combativo marxista que profundiza aún más el resentimiento y el espíritu de venganza en el ser que ya los padece como una lepra que le acaba por resultar tan querida.

Con la perspectiva que nos concede el tiempo transcurrido y los cambios eminentes que se han ido desarrollando en apenas tres o cuatro generaciones, deberíamos vislumbrar la lucidez de Nietzsche, quien quiso escapar, muy al contrario que su contemporáneo, a la lógica del resentimiento y la venganza, pues quien quiere ansiosamente escapar de ella no tiene más opción que la búsqueda de una libertad de alma y movimiento de otra naturaleza, para seres de otra disposición. Frente a ello, Marx propuso como reivindicación fundamental una “voluntad de poder” de la clase imposible, arraigada en lo más profundo de la articulación de afectos del nuevo esclavo funcional: “voluntad de poder” en la revancha infinitamente recomenzada con la que el movimiento obrero europeo se organizaba ya contra la “injusticia” y la “desigualdad” de su condición subalterna.

Pero hoy hay que tener la osadía de medir el alcance de unos presupuestos que han acabado por aniquilar, en nombre de la justicia (se llama “social” para mejor ocultar su profundo sentido vengativo) y de la igualdad, todas las condiciones que podrían haber posibilitado la instauración de una nueva libertad, no desde luego ésta del esclavo que finalmente ha acabado por obtener todo el éxito de una historia a la deriva de la que él mismo es actor y protagonista a su pesar, por más que hoy, estérilmente, goce de los arduos y tardíos frutos de su victoria.

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