Antes veremos arder España como un inmenso bosque de hojarasca marchita y yerbajos secos que un sistema electoral mayoritario de distritos pequeños uninominales a doble vuelta.
La clase política española jamás lo aceptará porque este sistema lleva necesariamente consigo la desestatalización de los partidos, la pérdida del control sobre las candidaturas y la designación arbitraria de «elegibles» carentes por completo de mérito, capacidad y cualidades objetivas para ser verdaderos representantes.
Por otro lado, la cuestión formal clave no es el sistema mayoritario en sí mismo, sino el diseño de los distritos electorales, pues éste es el que permite articular la distribución racional del voto. La circunscripción provincial, totalmente aleatoria y sin ningún criterio más que encuadrar el voto lo más homogéneamente posible, es otra de las condiciones a las jamás van a renunciar unos partidos que agrupan el voto por estructura geográfica y demográfica y no por verdaderos intereses de los grupos sociales activos.
En un distrito uninominal pequeño son las clases más ilustradas y activas, las más creativas y dinámicas las que llevan la voz cantante, a poco que se les dé un mínimo de libertad de expresión y pensamiento. Los partidos estatales son radicalmente incompatibles con la representación en general y la de tales grupos meritocráticos en particular.
De nada sirve ninguna reforma si no apunta al corazón del sistema electoral.
La población española está entregada en manos de autonomías administrativas ridículas, sometida a administraciones locales patrimonializadas, sin tener una única voz que pueda expresar su unidad. Eso es lo que más temen los oligarcas y sus clientelas. Pero esos españoles son, afortunadamente, una minoría cobarde, miedosa y nada combativa. Son la gangrena que vota y acepta la corrupción como el aire que respira.
Es ya sólo una cuestión de tiempo la total implosión de este régimen. Puede todavía durar mucho y hacer mucho daño su mantenimiento, pero hay algo en la sociedad española, pese a su profundo analfabetismo político, que todavía no se ha sabido calibrar en sus potencialidades. No es tan evidente que no haya alternativa. Bastaría un mínimo de auténtica libertad de expresión pública de las propuestas más renovadoras, en incluso abierta y conscientemente rupturistas, para que una parte, sin duda la mejor, de la población se inclinara por ellas.
Esa es la cuestión decisiva: los distritos electorales deben tener una base socioeconómica y una identidad determinada.
La división administrativa provincial del viejo liberalismo fue un factor clave en imposibilitar la representación política genuina en la España del siglo XIX. El fracaso del liberalismo parlamentario clásico español se debe en buena medida a este factor ignorado. La solución no es fácil, pero en la España actual aún quedan posibilidades de construir una estructura política en torno a distritos como puras unidades de representación.
Antonio García-Trevijano es consciente de ello y de hecho sus seguidores le piden que dé orientaciones más prácticas en este sentido.
El distrito electoral pequeño, con candidatura uninominal y decisión por mayoría a doble vuelta, con toda evidencia, no es más que una manera artificial, como cualquier otra, de asignar representación a una comunidad más o menos homogénea y a la vez diferenciada.
La idea de fondo, que los federalista americanos recuperaron, sobre la base de la «township» y del «county» de la sociedad medieval inglesa, espacios y hábitats ciudadanos supervivientes en el transplante de las pequeñas comunidades puritanas y disidentes del siglo XVII inglés, es la idea de que sólo la comunidad vecinal ampliada puede ser unidad y órgano de la representación.
En Europa continental, el absolutismo estatal acabó en todas partes con esta misma unidad vecinal y la suplantó en su dirección gubernativa por oligarquías de la pequeña nobleza funcionarial y de la burguesía comercial ennoblecida. El hecho de que las ciudades europeas y sus comarcas aledañas perdieran sus derechos políticos autónomos al autogobierno es una de las catástrofes históricas más llamativamente poco tratadas.
En el mundo anglosajón esto no llegó a suceder porque ya desde el siglo XVI el Parlamento fue el lugar de encuentro de los grupos sociales aliados más dinámicos capaces de enfrentarse al poder real de un Estado sólo embrionario y cuyas funciones de gobierno aún no se habían estatalizado en la forma administativista centralizada del modelo francés o prusiano.
República de Weimar: ejemplo histórico privilegiado de forma de gobierno que se ha modelizado como «democracia» europea.
La gente normalmente cree que Hitler acabó con «la democracia», cuando en realidad lo único que hizo fue acabar con una primera forma experimental de régimen parlamentario, exactamente el régimen de la pluralidad de partidos para-estatales, a fin de que sólo dominara uno de ellos, identificado en exclusiva con el Estado.
Casi todo el pensamiento político aún válido fue elaborado en aquellos años por ideólogos socialdemócratas y conservadores nacionalistas. “La democracia de partidos” es la negación absoluta de cualquier principio democrático formal de gobierno.
Evidentemente, en un periodo en el que las masas de todas las clases sociales sin distinciones tuvieron que ser «representadas» (es decir, forzadas por el sufragio universal a salir a la luz pública para participar en la vida política dando legitimidad a los sistemas de poder ya constituidos en forma de oligarquías parlamentarias, reforzadas por los conocidos fenómenos del caciquismo rural), el modelo heredado del parlamentarismo liberal decimonónico, ya obsoleto hacia 1900, dejó de ser válido para las clases dominantes, por miedo quizás a la formación de mayorías «incontrolables» en el contexto de una lucha política exponencialmente agudizada tras el final de la 1ª Guerra Mundial y los efectos en profundidad de la Revolución bolchevique en Rusia.
La representación se convirtió en un problema en el conflicto entre clases, por lo que apareció en su lugar la forma espuria de la delegación que correlaciona voto popular con una lista-candidatura colectiva de partido al que por una convención inveterada pero indemostrable se le atribuye una ideología específica de alguna clase social predeterminada por la oferta estatal ya integrada en la oligarquía.
En Weimar el mecanismo fue ensayado en toda su lógica catastrófica, llevado hasta la perfección que acabó por disolver cualquier rasgo del viejo parlamentarismo: dominio del partido único.
El expediente técnico (el uso de los sistemas proporcionales y las listas de candidaturas de partido bajo una jefatura omnipotente e incontrolada) acabó trasformando por completo la naturaleza de los regímenes llamados «parlamentarios», lo que significó la pura y simple liquidación de la forma clásica de la representación en los sistemas liberales con candidato individual y sistema lógicamente mayoritario (aunque simple, según el modelo inglés) y la eliminación del margen de libertad de expresión y pensamiento que todavía tenían los elegidos.
La representación genuina, como principio y como regla convencional, sólo es posible sobre este trasfondo histórico realmente vivido. Ahora bien, la naturaleza geográfica y demográfica españolas son muy aptas para una distribución racionalmente calculada de distritos electorales de unos 100.000 habitantes. Las propias estructuras de barriadas urbanas permiten diseñar fácilmente cuáles son los grandes núcleos que pueden fundirse en distritos electorales sin acudir en exceso a artificios irreales.
Los sistemas electorales no contienen ningún principio de justicia o verdad: son instrumentos en extremo artificiosos y puramente convencionales para ligar a la pequeña comunidad vecinal con un auténtico representante responsable ante ella. Este responsable requiere condiciones y aptitudes muy distintas al del tipo habitual de diputado de lista. Y esta diferencia de conexión y vínculo entre espacio geográfico, sociedad civil viva y principio de la representación es lo único que permite dar personalidad política a una Nación construida sobre la igualdad política formal que el derecho político concede a los ciudadanos sin excepciones.
Desde la lógica mental de las listas de partido, que es lo único que los españoles conocen y practican abusivamente sin conciencia del significa de este procedimiento autoaniquilador del principio de representación, este sistema resulta inconcebible porque exige del elector el deseo genuino de formarse en cuestiones políticas, el deseo sincero de conocer a fondo los asuntos públicos, el deseo de saber todo lo que le afecta en una subida de impuestos, en un cambio de la legislación del ámbito concreto en que se desenvuelve su vida.
El votante del sistema proporcional de listas puede permitirse ser un completo ignorante y mantenerse fiel a un partido amoral y corrupto dirigido por un entramado parasitario de profesionales burocratizados; el elector de un sistema mayoritario con candidatura uninominal, no puede permitirse el lujo de esta irresponsabilidad, porque el principal perjudicado es él directa y personalmente, junto a su pequeña comunidad y círculo inmediato.
¿Por qué esta obsesión de votar lo que sea, cuando el verdadero acto democrático es rechazar mediante la abstención la total ausencia de representación? ¿Por qué criticar a una clase política por su alejamiento de los intereses reales de la sociedad civil y no suponer que ésta tiene el irrenunciable derecho de abstenerse en el acto de no reconocer ninguna legitimidad a quien ha suplantado su voz y su interés vecinal, societario, colectivo y nacional?
Quien vota en un sistema como el español, no puede esperar otra cosa que ser tratado como el irresponsable que es, y se merece ser tratado así por dejar en manos de esa clase política burocratizada el monopolio de lo que a él solo le corresponde gestionar y decidir: su propia libertad de elegir un representante y un gobernante.
Eso es un derecho político genuino que sólo conocen en Estados Unidos y da igual cuál sea la «calidad» de los elegidos allí: el hecho absoluto es que pueden serlo fuera de las imposiciones de unos partidos a los que uno mismo paga para que le impongan la no representación y el más puro desgobierno.
Hace falta ser muy obtuso o muy masoquista, o ambas cosas a la vez, para no darse cuenta de que el mal absoluto de la vida política española hay que situarlo en la naturaleza de los partidos, porque ellos son los que dan voz y sentido a algo a lo que no tienen ningún derecho: nuestra voluntad, nuestro interés y nuestras necesidades como comunidad política y como sociedad civil.
El fraccionamiento nacionalista tiene también su origen ahí, en la falta de representación y de libertad política. Si los españoles llegaran a alcanzarla, los supuestos nacionalismos se ahogarían en su propia miseria minoritaria y localista, pues perderían la resonancia, influencia y poder que les trasmite el participar en un sistema político cuya esencia es estatalizar proporcionalmente a los partidos como instrumentos faccionales dentro del propio Estado.
Los partidos se interponen para ocupar un espacio público que no les corresponde. Ellos son la forma en que el Estado domina a la sociedad y la suplanta, haciendo creer que a través de ellos, nosotros, los ciudadanos, tenemos voz, voto y capacidad de decisión, cuando tan sólo nos han dejado un simulacro grotesco de ello en forma de votaciones a listas precocinadas por unos autócratas irresponsables que usurpan lo que es nuestro: el derecho de elegir nosotros, no esos individuos que se han erigido en jefes de partidos entre una camarilla de nulidades a las da vergüenza escuchar y debería dar mucha más vergüenza votar.
En España, el voto obligado a partidos del propio Estado delimita todas las posibilidades del discurso personal público y privado. En España, sigue siendo más válido que nunca aquel viejo principio en que nos educaron: «No te metas en cosas políticas, no hables de política delante de personas que no conoces». Algo que suena extraño, pero que es un eco prolongado incluso hoy en las conversaciones de un miedo indefinido que domina cada palabra emitida con reservas. La mentalidad de partido condiciona este comportamiento cuyo trasfondo a nadie se le oculta los diversos orígenes históricos muy concretos de que procede y que los partidos del Estado aprovechan prácticamente como única ideología de integración de sus votantes.
La mayor parte de la gente tiene verdadero pavor a decir lo que realmente piensa, si se sale de lo que es aceptable para los partidos a los que vota, eso que es expresado toscamente en la pura propaganda de los medios de comunicación. Muchos ni siquiera imaginan que es posible tener opiniones propias bien fundadas sobre la propia experiencia y/o sobre lecturas al margen de los medios de comunicación.
En Andalucía, la gente de derechas tiene miedo a manifestarse en serio y de corazón. En Cataluña, los que no creen en las ficciones independentistas tienen miedo a manifestarse y pueden legalmente ser perseguidos. En el País Vasco, durante cuarenta años mataron a ciudadanos sólo por ser tachados de «españoles» y hoy los que ejecutaban y teorizaban la legitimidad del asesinato tienen poder, cargos y financiación pública: son parte integrante del mismo Estado que decían combatir.
Inconscientemente, la gente sabe que los partidos son el Estado y que al Estado hay que temerlo, y lo sabe sin necesidad de teorías constitucionales ni de historia de las formas políticas modernas ni reflexiones sobre los sistemas electorales: la pura experiencia les ha enseñado que la opinión personal es lo más peligroso si uno quiere ganarse la vida y «no buscarse líos».