“Convencidos de la futilidad de las reformas, de la vanidad y de la absurdidad que representa la búsqueda de un estado mejor, los reaccionarios quisieran ahorrar a la humanidad los desgarramientos y las fatigas de la esperanza, las angustias de un ideal ilusorio: que se satisfaga con lo adquirido, declaran, que abdique de sus inquietudes y descanse apaciblemente en la felicidad de la inercia, y que, optando por un estado de cosas irrevocablemente oficial, escoja de una vez entre el instinto de conservación y el gusto por la tragedia. Pero al hombre, abierto a toda opción, le repugna precisamente ésa. En ese rechazo, en esa imposibilidad, consiste todo su drama. De ahí que sea, a la vez o alternativamente, animal reaccionario y revolucionario. A pesar de lo frágil que es la distinción clásica entre los conceptos de revolución y reacción, debemos no obstante conservarla, so pena de desconcierto o de caos en la consideración del fenómeno político. Ella constituye un punto de referencia tan problemático como indispensable, una convención sospechosa pero fatal y obligatoria”.
CIORAN
“El mundo al que hemos pertenecido no propone nada que amar fuera de cada insuficiencia individual: su existencia se limita a su comodidad. Un mundo que no puede ser amado hasta morir por él – de la misma manera que un hombre ama a una mujer – representa únicamente el interés y la obligación del trabajo. Si se compara con los mundos desaparecidos, es horrible y aparece como el más pobre de todos. En los mundos desaparecidos, ha sido posible perderse en el éxtasis, lo que es imposible en el mundo de la vulgaridad instruida. Las ventajas de la civilización están compensadas por la manera con que los hombres se aprovechan de ellas: los hombres las aprovechan para convertirse en los seres más degradantes de todos los que han existido. La vida siempre se desarrolla en un tumulto sin cohesión aparente, pero sólo encuentra su grandeza y su realidad en el éxtasis y en el amor extático. Aquel que pretenda ignorar o desconocer el éxtasis, es un ser incompleto cuyo pensamiento está reducido al análisis. La existencia no es solamente un vacío agitado, es una danza que obliga a danzar con fanatismo. El pensamiento que no tiene por objeto un fragmento muerto existe internamente de la misma manera que las llamas”.
BATAILLE
Nos unió por un tiempo el odio exquisito a los principios igualitarios, a lo que ha significado la Revolución francesa, el verdadero “leitmotiv” indomeñable de nuestra vida, dispersa entre bagatelas lírico-eróticas que entretuvieron nuestra ya ajada juventud. Odio auto-exigente como toda pasión desbordante, responsable de nuestra arraigada tendencia al aislamiento.
Una parte nada desdeñable de ese modesto y tal vez excesivo trabajo de lectura y meditación va encaminada, con la certeza de una flecha lanzada por un arquero infalible, con el olfato de un perro de raza bien entrenado, contra esos principios desde hace mucho, demasiado tiempo, triunfantes y estimados, contra todo lo que presuponen falsamente existente en los hombres como esencia, como naturaleza, como universal concreto: a la pulsión igualadora hay que oponer, siempre opusimos y en todas partes, en gesto, palabra, conducta y pensar, el vigoroso deseo contrario: la singularidad extrema y engreída, la diferencia que mira todo desde arriba, a mucha altura sobre la planicie común, todo lo que el joven maestro de Basilea aconsejaba practicar, para sí y para los demás, como el “pathos de la distancia”, que sabe medir y valorar, entre hombre y hombre, el grado y el rango, e incluso y sobre todo, en un sentido más profundo, lo adivina dentro del propio hombre y se auto-adivina, lo más difícil, pues no todos nuestros componentes vitales y espirituales están afectados de la misma calidad.
Mucho hay que luchar dentro de nosotros mismos para no rebajarnos más de lo necesario. Vástago de incestuosas familias cuyos miembros podían vivir de las rentas de patrimonios despilfarrados, menguantes y abreviados con cada cambio de generación. De esa manera, sobrepujando este origen desclasado, autoasumido hasta la extenuación y el delirio, hagamos honor a unos pútridos ancestros, devolviéndoles, con una cultura refinada y perversa, lo que no pudimos heredar de ellos.
Es imposible, es insoportable vivir en un mundo en el que, como hubiera hecho sin vacilación el Divino Marqués, no se puede golpear a nuestro antojo, en un simple rapto de ira y placer, a todos esos seres de manifiesta especie subalterna, no mediocridades áureas, sino puras nulidades, sin promesa ni porvenir de ser mejores de lo que no son ni serán nunca, pues en ellos no habita el espíritu del encumbramiento sobre el ser existente.
Leamos, entonces, una y otra vez, a Burke, leamos sin más dilaciones a Tocqueville: ellos, en apenas poco más de medio siglo, vivieron, experimentaron lúcidamente hasta las heces, desde dentro del estrecho horizonte de una burguesía ciega y embrutecida por sus propias frivolidades, el sentido real, verdadero, carnal del proceso revolucionario de esta Modernidad que empezó en 1789: esta desencadenada lógica aberrante de la nivelación no permite vivir con la pasión del rango y de la libertad en él fundada, que es necesaria para no convertirse en una bestia humana, domesticada hasta confundir el noble lenguaje con el ladrido del perro, aherrojado por las viles consignas políticas de la igualdad…
Pensemos, al menos en nuestra imaginación, y rindiendo homenaje de auténtica admiración al Divino Marqués, el sentido tan extraño de esta frase de Talleyrand: “Nadie que no haya vivido bajo el Antiguo Régimen puede conocer lo que significa de verdad el placer de vivir”.
¿Quién, pues, no afirmaría también con el digno Alceste de Moliere, uno de los pocos personajes decentes de la historia literaria moderna: “La estimación tiene como base alguna preferencia, y estimar a todo el mundo es no estimar a nadie (…) Rechazo la excesiva complacencia de un corazón que no hace del mérito ninguna diferencia; quiero que se me distinga y, hablándoos con franqueza, ser amigo del género humano no me cuadra en absoluto”?
Pero hoy el precio de esta actitud distante y orgullosa, que muchos consideran ofensiva de una genérica dignidad humana, es una inmensa, desmesurada soledad, a la que hay que extraer, entonces, de una burda esterilidad.
“Hoy solitarios, vosotros que vivís separados, seréis un día un pueblo. Quienes se han elegido a sí mismos formarán un día el pueblo elegido y de este pueblo nacerá la existencia que superará al hombre”.