Yo sólo Dios y padre y madre míos,
me estoy haciendo, día y noche, nuevo
y a mi gusto.
Seré más yo, porque me hago conmigo mismo,
conmigo sólo,
hijo también y hermano, a un tiempo
que madre y padre y Dios.
Lo seré todo,
pues que mi alma es infinita;
y nunca moriré, pues que soy todo.
¡Qué gloria, qué deleite, qué alegría,
qué olvido de las cosas,
en esta nueva voluntad,
en este hacerme yo a mí mismo eterno!
Juan Ramón Jiménez, “Eternidades”
“La tía Tula“ es una novela que plantea problemas específicos que la singularizan, casi la aíslan en el panorama literario español de su tiempo, y lo preeliminar es, por esta misma dificultad, despejar el camino respecto a lecturas posibles que de entrada errarían el blanco. En primer lugar, no es legítima una lectura puramente “realista” o “psicológica” de la novela de Unamuno: en este plano, todo se vuelve inverosímil en ella, es sacada de sus goznes y pierde buena parte de su espesor. La historia banal de una frustración erótica, como base anecdótica presente en el texto y su sustrato psicológico en hueco, demasiado evidente para no resultar sospechosa, es elevada y superada por Unamuno hacia esta otra dimensión utópica, que también puede considerarse, en cierta medida, como “metaliteraria”, si sobre el personaje y el sentido de la novela se proyecta el acervo de cultura literaria que subyace en su idea.
Si se olvida esta condición experimental de búsqueda de un nuevo sentido de la existencia humana que propone todo el pensamiento “existencialista”, se llega a la incomprensión de estas “novelas” que no responden de sí mismas como realizaciones del ideal moderno del “realismo” ambiental, dialógico y psicológico, sino que constituyen experimentos sobre una virtualidad o potencialidad del sentido total de la existencia humana según como la concibe todo el existencialismo literario y filosófico.
Unamuno está más cerca de Albert Camus, y otros escritores de semejante raigambre, que de su contemporáneo Benito Pérez Galdós, del cual lo separa la experiencia traumática del nihilismo europeo, contra el que Unamuno, buen conocedor de Nietzsche, lucha desesperadamente desde la fe, más voluntarista que efectiva, en la condición “inmortal” del yo personal, bajo las más diversas especies. “La tía Tula” trasmite la impresión de estar mucho más cerca de “El extranjero” que de la novela realista, ya en decadencia, de su tiempo, por más que el ambiente de su trasfondo siga siendo el de una clase media provinciana desprovista de alicientes y las aspiraciones “metafísicas” o “suprasensibles” continúen obsesionando al autor, aunque, como tal obsesión, delata una nueva situación, es ya un síntoma de pérdida de sentido y de sobrepuja del mismo.
En esta novela de Unamuno, lo real, lo verdaderamente “ente”, es lo que permanece sin cambio, lo inalterable de una presencia constante: el tipo, el arquetipo humano, que el autor deduce y reduce a puro esquema en tanto que objeto puramente pensado (según como quiera verse, esto puede tener un sentido positivo o negativo, pero aquí no se trata de valorar según un gusto cualquiera y según unas normas convencionales de composición). Ahora bien, este arquetipo se hace existencia viva puesto en una determinada situación. Es lo que Unamuno hace con su personaje de Tula: si hubiera querido seguir una tradición mortecina, habría escrito sobre una auténtica santa y se habría limitado a glosar la vida de Santa Teresa de Ávila, pero como escritor existencial que es, “actualiza” en su presente la vivencia de otro ser investido con la “santidad” y lo lanza a la ficción para experimentar qué puede suceder. Y lo que sucede es la novela, en la que precisamente por “existencializar” una condición humana, la vuelve problemática desde su raíz misma, incluso en contra de su propia intención.
Sin esta precomprensión del “modus operandi” unamuniano, es perder el tiempo leer estas novelas: la mirada del lector se congela y distancia, no hay, ni puede ni debe haber “empatía” con el personaje, ni intrincación subjetiva con las situaciones, sólo porque así lo quiere y decide el propio autor al elegir este otro poco frecuentado camino inquisitivo en nuestras obras contemporáneas, repletas de esbozos inacabados, de tentativas, fallidas o no, – en fin, de experimentaciones, y qué duda cabe que en esto, como en tantas otras cosas, mucho hay de precursor en el Unamuno desconocido, que es el verdadero, o por lo menos el que aquí interesa destacar en su verdad desplegada como proyecto de obra.
“La tía Tula” lleva al extremo este procedimiento y esta lógica de la decantación del personaje, del ambiente y del tiempo: toda la vida de un personaje de ficción, desde su juventud hasta su muerte, recentrada en un único motivo vital constante, en lento proceso de realización hacia fuera, que es también apostamiento hacia la muerte, se condensa en un relato escueto, de poco más de cien páginas, en las que nada meramente anecdótico queda como ganga desprendida de ese único y doble motivo vital (realización hacia la perfección del propio ser y muerte consecuente según este proyecto ya realizado, no sin vacilación e incertidumbre sobre su sentido vuelto finalmente problemático), hacia el que el autor quiere dirigirnos y adentrarnos con celosa exclusividad de su propia visión.
Cierto que, como primera impresión de lectura, en “La tía Tula” hay una atmósfera enrarecida, un clima moral asfixiante, una dificultosa y áspera introversión del personaje que se mueve siempre en el no-dicho, en lo sobreentendido, en lo apenas sugerido de pasada por una mención que no parece emitir una línea de continuidad. Los diálogos escindidos, recortados sobre una ausencia de contexto; los soliloquios como reacciones ante las minucias de la vida; la propia voz narrativa desenvuelta en una práctica de “zoom” a través del que se acerca y se aleja el personaje; una representación dramática discontinua en forma de pequeños “clímax” aislados en los que se engarza el hilo monótono (elusivo y alusivo a la vez) del relato: todo eso, en fin, contribuye a hacer la lectura difícil en el preciso sentido de una inhabituación al cambio de construcción del discurso narrativo, ahora recentrado en un único foco de atención, sin dispersión ni multiplicidad. Exactamente la manera inversa de contar que practicaba Baroja.
Hay en “La tía Tula” una muy deliberada elaboración de este clima y de este motivo a una ideológico y biográfico constituyente, por lo que no es válido cargar las tintas en las “críticas” de las supuestas limitaciones narrativas del autor, pues debemos darlas por requisito y condición necesaria de su escritura y, con mayor razón, de su discurso narrativo e ideológico específicos, más aún, debemos volverlas productivas a su favor.
En la producción literaria moderna, y muy privilegiadamente en la española contemporánea, en sus más altas expresiones, tenemos que habérnoslas, y conviene reconocerlo de una vez por todas con el suficiente énfasis, con obras en las que la totalidad de una tradición, incluso aparentemente arraigada en la obra misma como suelo nutricio, se abre sobre un abismo de sentido nuevo, o cuando menos, de sentido hasta entonces no cuestionado desde dentro.
En “La tía Tula” es esto precisamente lo que pasa con toda la moralidad católica y judeocristiana desde la “vivencia” específica española en la figura histórica de una utopía de matriarcado ideal que encarna el personaje y el proyecto mismo de la novela. Por tanto, “La tía Tula” es una novela mucho más profunda que el subproducto no demasiado original ni convincente que resulta de leerla como el mero retrato de una solterona provinciana de clase media, una pequeño-burguesa resabiada, autoritaria, seca, austera y carente de cualidades “femeninas”, aunque no demasiado “beata”, sino más bien independiente y rebelde hasta la obcecación y la soledad, que actúa como madre adoptiva, es decir, opta por convertirse ella misma en un medio compensatorio de una deficiencia vital, al parecer, libremente asumida como fuerza de carácter y voluntad férrea de independencia.
Imposibilidad de amar o, más bien, inhibición de la capacidad de amar; abstinencia y rechazo de la entrega, que no ofrece flanco a la sensualidad, a la coquetería, no digamos ya a la voluptuosidad; desprecio, asco y horror del cuerpo; clausura mental sobre sí y presunción machihembrada de autosuficiencia; odio explícito, largamente rumiado, hacia el hombre, que atemoriza con su sola presencia física, sentida siempre como amenazante peligro de brutalidad, fuerza y poder, es decir, sexualidad imponente y sometedora: todo lo que en la construcción del personaje de la Gertrudis unamuniana de »La tía Tula» se halla determinado por una moral ascética, interiorizada hasta el límite de la autoconsunción psico-física, en gesto no infrecuente de rebeldía hacia el entorno y la opinión, vislumbrado como «pecado de soberbia», realmente configura una forma de feminidad que sólo es posible en la experiencia social del ser-mujer española que se trasluce en la novela.
Aquí no estamos ya ante esa gran aventura espiritual, heredera del romanticismo, de la rebeldía del personaje femenino problemático en la novela del siglo XIX: la Tula unamuniana está muy lejos de Emma Bovary, de Anna Karenina, de Ana Ozores o de la protagonista de »La dama del perrito» chejoviana, todas ellas, en cualquier caso, heroínas, entre el sentimentalismo y la vulgaridad, del desamor, de la opresión aceptada del matrimonio burgués o, si se quiere, finalmente víctimas de una inadaptación que se va sedimentando en el yo profundo y se autodestruye simultáneamente en una capacidad de amar en verdad viva y ardiente, incluso hasta el exceso mismo de una furiosa entrega sin respuesta, de un vitalismo sobresaltado sin correspondencia con lo que se les ofrece (los maridos y los amantes son sus límites infranqueables, pronto se transforman en estorbos desde los cuales se adivina la jaula de hierro del orden social decimonónico, de ahí el desenlace de estas novelas y sus heroínas, muertas en vida, y en las que el final rubrica la vigencia y dominio del orden del que intentaron escapar).
Pero en la Tula unamuniana no hay nada de esto. Ella es una mujer de otra especie y no encaja en este arquetipo literario, aunque se empariente con él por otro lado menos visible. El sacrificio de la mujer como víctima une a todos estos personajes femeninos de ficción, pero en la Tula de Unamuno hay otra dimensión en todo extraña a ellos: su «voluntario» sacrificio activo, militante, como mujer, como carne viva, como sexo, a través de la moral ascética, no es altruista, sino justo lo contrario, aunque estos términos no apuran la definición moral y son tan sólo síntomas de impulsos más profundos y secretos, entre los que el propio personaje sabe reconocer la envidia y los celos de su hermana Rosa como móviles oscuros de todo su ser, de los que, por razones inexplicables a primera vista, no es ajeno un fuerte resentimiento, sobre todo contra el hombre, que le hace desviar la mirada hacia lo alto cada vez que se encuentran abocada a su realización puramente terrena, en abierto sentido sexual y amoroso. Gertrudis es producto, ella misma autoconsciente hasta el dolor, sincero o hipócrita, de una desmesurada voluntad de dominio (que es su única y efectiva razón de ser y su verdadera voluntad de vivir) sobre seres inferiores y desvalidos, que son representados en su debilidad y postración ante la voluntad mucho más firme, expansiva y desarrollada de ella.
Por esta razón, el hecho bien explícito en el texto de la novela de que al final reconozca como hilo conductor de su pseudohagiobiografía de »santa que hace pecadores” que ha manejado a su antojo a esos seres inferiores a ella como “muñecos” de su voluntad de dominio no es sino la consecuencia lógica de todo su papel en la desdichadísima peripecia vital de esos otros personajes que, al encontrarse y convivir con ella, pierden su libertad y se ponen en sus manos, siendo ella la que mueve en adelante los hilos de sus vidas hasta llevarlos a la aniquilación.
De ahí también la “niebla” que envuelve su existencia crepuscular cuando al pensar en su “misión” concluida concibe hacia el desenlace su existencia como camino errado desde el principio y no le queda más remedio que la proyección ilusoria en la dimensión de la continuidad por ella míticamente fundada, como sustituta de la madre y esposa ausentes, del padre y esposo ausentes, de una tradición familiar, que es la única forma humana de la “eternidad” accesible a nuestra experiencia o a la experiencia social de la mujer que ha renunciado a la inmediatez de otros “goces” más transitorios y a la mano.
Toda la interiorizada moral ascética de Tula (que siempre aspira a producir un “yo” puro, descarnado, como ideal de sí mismo) y su imagen de mujer sacrificada, y por ello “santificada” en una especie de “áscesis” intramundana, tan característica del puritanismo burgués, católico o protestante, encubre este designio vocacional siempre desplegado de trascenderse fuera de los límites de su condición sexual en la búsqueda de su auténtica forma de ser, por lo que no es de extrañar que algunos estudiosos de la novela de Unamuno (sobre todo y tempranamente Ricardo Gullón con perspicaz certeza) hayan podido llegar a concebir el carácter fundamentalmente «monstruoso» de Tula, colocado en esta perspectiva de una voluntad de dominio verdaderamente destructora, aunque sin ver más allá del plano psicológico o moral primario, del que hay que desprenderse para acceder al núcleo caliente, a la vez íntimo e histórico-cultural, de este personaje.
En este sentido, la Tula unamuniana aparece como la forma “intrahistórica” de una determinada “condición femenina” muy caracterizadamente española. Con el concepto de “intrahistoria”, a cuya construcción está entregada esta novela en la dirección de producir en el nivel de las relaciones personales privadas, una imagen de la feminidad “castiza” desde esta exclusiva perspectiva, se entiende mucho más claramente por qué el personaje de Unamuno rompe en buena medida con el arquetipo doble de la mujer burguesa, tanto en su real dimensión histórica como en su decantación literaria, reverso en vacío o negativo de la primera.
La intrahistoria de la mujer “castiza” española se mueve en el terreno de la inhibición de la feminidad en todos sus signos y exteriorizaciones, con lo que tiene mucho que ver la ausencia de un determinado proceso de civilización, por ejemplo en la modalidad de una auténtica “sociedad cortesana” y aristocrática, y luego de una sociedad burguesa, al menos en sus tipos clásicos de la órbita francesa o protestante anglosajona, en los que la abstracción del rol en la escisión privado-público determina ampliamente todas las conductas y valoraciones en las que la mujer se encuentra integrada. La mujer española no ha conocido modelos aristocráticos de refinamiento cortesano, pero tampoco ha vivido por completo dentro del marco coactivo y disciplinario del orden burgués. En el sentido de Ortega, la mujer española es “pueblo” y muchas de sus características propias derivan de esta definición. Sólo cuando se transpone un modelo extranjero verdaderamente “burgués” como el de Emma Bovary a nuestra Ana Ozores se producen efectos de superficie que emparejan en el plano literario experiencias y formaciones sociales en el fondo muy diferenciadas.
Lo que ha permanecido subyacente en nuestra “tradición” social es la continuidad, más o menos genuina o deformada, de un ideal de mujer volcado sobre la vocación de mando, vocación de suplantación de un hombre español embrutecido y debilitado por la misma falta de refinamiento y “civilización”, no sólo amoroso o erótico, que aqueja también a la mujer española, pero del que ella ha sabido sacar mejor provecho y salir mejor parada, a través del victimismo sacrificial y expiatorio, de carácter compensatorio, del que un catolicismo dominante en las valoraciones y conductas privadas, por su parte, también ha obtenido ventaja, inculcando un modo de ser mujer siendo lo menos posible mujer en el sentido de la sensualidad, el agrado, la coquetería y el trato mundano. La alternativa “casa o convento” se realiza como conminación a elegir, lo que en el caso de Tula se reorganiza introduciendo el convento en la casa, la monja en la actividad familiar mundana y privada, la santa en el lecho vacío de la casada que tiene hijos por deber y fidelidad al deber irrestricto de una sexualidad sin goce ni voluptuosidad.
Si por la forma intrahistórica de la mujer como determinante de los efectos de superficie “social”, por tanto, se entiende esta dimensión que el personaje de Tula representa como influencia total sobre la vida de otros más allá o más acá de la condición formal de mujer casada, desplazada en la aparente condición subalterna de “hermana” y “tía”, pero no madre y esposa, entonces nos acercamos un poco más al sentido del personaje y de la novela y abandonamos los tópicos a su propia suerte. Esta posición borrosa, desdibujada de la mujer que no se encasilla en ninguno de los roles conocidos y previamente asignados se vuelve, en cuanto oportunidad existencial liberadora, un poder directivo, carismático, invasivo: las características psicológicas y morales del personaje de Tula hay que comprenderlas sobre todo como rasgos específicos, producto de hipertrofia narcisista, de su posición excluida, o auto-excluida quizás, dentro del orden social burgués y como reacción a esta exclusión por sobrepuja de lo reprimido por el lado de la moral ascética.
De ahí por ejemplo su conclusión, nada paradójica en el fondo, acerca de Cristo como fundador de “una religión de hombre para hombres” y su identificación con la virginal “Mater dolorosa”, refugio de su autoestima no realizada mediante el reconocimiento social de su función como cuerpo reproductivo poseído en exclusiva por el marido, es decir madre carnal y esposa, pero sí realizada como efusión espiritual en el “servicio” a los demás en la línea de su sangre y convertidos en sus hijos “no según la carne sino según el espíritu”.
La literatura burguesa clásica, la novela realista del XIX, se movía dicotómicamente entre el modelo de la integración matrimonial como único horizonte vital de la mujer y el desnudo “envilecimiento” de la prostitución, que las corrientes decadentistas, iniciadas por Baudelaire y Nerval, que llegan hasta Wilde y Sacher Masoch, pasando por toda una infraliteratura, más o menos “obscena” y hasta pornográfica de “cortesanas”, usaron para enfrentar, o refractar, las normas del contractualismo burgués por el lado de la reivindicación del puro placer y los “derechos” de la “libre” sensualidad, con un arquetipo femenino que es el resultado de la inversión del burgués.
Ahora bien, Unamuno, que indudablemente conocía ambas manifestaciones literarias y podía degustar bien sus frutos prohibidos en el ambiente modernista español, construye su narración desde un hueco dejado en vacío por estas novelas y sus alternativas excluyentes: la posibilidad, como tercer término, no de la adúltera, síntesis dialéctica de la casada y la prostituta, no de la honesta burguesa y la sensual y pérfida cortesana, sino de la santa secular, de la virgen laica, que tanto se acerca a los planteamientos contemporáneos de alguna fracción exasperada del feminismo militante.
La novela esencial del XIX pone en cuestión esa “armoniosa” integración social de la mujer en la vida matrimonial, a través de la “inmoralidad” de la adúltera, cuya prosaica y a la vez trágica epopeya sentimental relatan las grandes novelas decimonónicas y de las que en realidad ha nacido no pequeña parte de la psicología contemporánea en torno a las conspicuas motivaciones sexuales y eróticas de la normalidad y de sus patologías, hoy ya vulgarizadas para uso de masas socializadas (se sabe que el psicoanálisis de Freud nació de la necesidad de explicar la naturaleza de los síntomas de la personalidad “histérica”, muy extendida en el siglo XIX entre las mujeres de la burguesía europea, clase social en la que la escisión entre la formalidad de las convenciones y la espontaneidad vital, el placer, el goce del cuerpo había llegado a producir una verdadera epidemia de trastornos mentales, especialmente afectivos, eróticos y sexuales).
Unamuno escapa a esta solución fácil “inventando”, desde los datos parcialmente reales de la intrahistoria de la mujer española y de los arquetipos culturales todavía vigentes a través de la figura de Santa Teresa de Ávila, la posibilidad excluida: Tula podría haberse casado, podría haber tenido hijos, podría haber sido madre y esposa dentro de los marcos institucionales que se le proponen; también podría haber sido infiel y adúltera, sentir el éxtasis del momento con voluntad desafiante de perdición, como en las novelas de Flaubert, Tolstoi y “Clarín”, pero Unamuno construye el personaje desde otra posibilidad y lo problemático de la rebeldía queda sublimado por otra posibilidad del “eros” de la entrega pasional, no a un hombre o a Dios sino a la Humanidad encarnada por la descendencia doble de su hermana Rosa y de su único amor reprimido, Ramiro, y por la unión de éste y la criada Manuela. En este sentido es en el que se puede afirmar el elemento de utopía que tiene en su fondo el relato de Unamuno, sentido muy explícito en el prólogo pero ocultado por la erudición de las citas y las glosas y, como sucede habitualmente, obviado por la interpretación de los supuestos aspectos puramente “literarios” de la novela, por otro lado, los menos interesantes.
Es difícil entender en sus propios términos la opción de Unamuno, dejando a un lado nuestros propios prejuicios sobre un inexistente “deber ser” de la mujer. Hoy mismo se incorpora a la mujer europeo-occidental, sin residuo de rebeldía ni mucho menos aspiraciones de santidad profana, salvo que ciertas representaciones feministas aboquen a ella, a la sociedad tardoburguesa a través del trabajo asalariado, la igualdad jurídica plena, los derechos subjetivos sobre el propio cuerpo, las técnicas liberadoras de la dependencia biológica de la reproducción, ampliando así el horizonte vital, en lo privado y en lo público, pero sin romper de ninguna manera la subordinación, ahora no ya personal y directa al “hombre” (esposo-padre, cuya figura, por otra parte, se halla, con toda certeza, bastante desautorizada, por decirlo suavemente) y a la institución matrimonial, sino al descarnado mecanismo impersonal y anónimo del control social “liberador”, basado en lo que Marcuse llamó “la desublimación represiva” del erotismo en nuestra época.
La novela de Unamuno, como punto de inserción ficcional, es decir, como pura hipótesis en el acto de la imaginación creativa, es un eslabón de una evolución dentro de nuestro orden social contemporáneo y sus estructuras del imaginario colectivo, pero se sitúa en conflicto con lo anterior y con lo que vendrá más tarde. Lo cierto es que la propia excentricidad de la sociedad española contemporánea repercute en los planteamientos de los escritores de ficción, puesto que la Tula unamuniana, y otros tipos femeninos, sobre todo de Lorca, quedan fuera de una corriente europea en la que son muy otros los términos y las reglas de juego de la feminidad, tanto en su realidad como en su construcción discursiva e imaginaria. La feminidad de la mujer española se afirma en estos escritores por el lado de la voluntad de dominio como forma implacable y automutiladora de escapar a la dominación masculina, a la que, por tanto, reproducen en un nivel todavía más destructivo.
Planteemos entonces a título de prueba y ensayo la siguiente tesis. La figura del personaje de Tula sólo puede comprenderse en la lógica moderna de la utopía de la emancipación, sólo que vista al trasluz de la experiencia española de una subjetividad delimitada o recortada de un modo particular, dado que su formación histórica ha sido tan precaria como la de la propia sociedad capitalista y burguesa, hechos que no por discutibles dejan de ser menos condicionantes.
Esta forma de emancipación del sujeto es revertida hacia dentro, es decir, introspectivamente, bajo la presión de una tradición dada: la moralidad inhibitoria del ascetismo secular que impregna el fondo mismo de la conducta social y que va más allá de la tópica austeridad del “espíritu castellano”, tal como el propio Unamuno lo analizó muy certeramente desde sus ensayos de 1895 publicados bajo el título común En torno al casticismo, “espíritu castellano” del que, con toda evidencia, la Tula unamuniana es representación exacta por el lado de la feminidad en el modelado de la dialéctica agonista que recorre subterráneamente la vivencia del personaje.
Ya en el ensayo sobre la mística castellana del siglo XVI, contenido en ese libro, Unamuno observaba que este “espíritu” se superaba a sí mismo, en lo que tiene de estrecho, local y limitado, hacia una forma “humanismo” o “universalidad humana” a través de la experiencia de la relación con Dios de la conciencia individual, cuando “desnudaba” a ésta de lo que en el espíritu castellano había de “fanático”, de “monoteísmo” formal o “formulario”, de mero catolicismo como religión “pública”. Para Unamuno lo que permanece más allá de lo “castizo” transitorio es precisamente lo “castizo” eterno, es decir, esta aspiración a la universalidad humana que hay en Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz y Fray Luis de León. Y esta universalidad humana se manifiesta por oposición al dinamismo exterior de una fe combativa y agresiva, proselitista y guerrera, es decir, en la interioridad toma la fuerza del apaciguamiento, de la serenidad, de un volverse hacia lo que en el “yo” hay de eterno e inmortal (la “sustancia del alma” de los místicos) por oposición a lo que pasa en el mundo, que siempre es tensión y lucha, aunque éstas acaban por trasladarse también al corazón del que está dejando de ser cristiano y todavía no ha alcanzado una nueva “condición” (el caso de Unamuno y de toda la intelectualidad europea de este periodo de comienzos del siglo XX: nihilismo postcristiano todavía no asumido).
El personaje de Tula nació tempranamente, hacia 1902, ya en la época en que Unamuno escribía “Amor y pedagogía”. Nació en el sentido de una idea y un proyecto, tal vez incluso una ilusión, que Unamuno tardaría casi veinte años en plasmar definitivamente. La preocupación del escritor era encarnar en un personaje femenino mucho de lo que había llegado a pensar sobre cuestiones vitales, que además en la concepción personalista del ser humano heredada del cristianismo, por problemática que resultase su vivencia en la época en que comenzaba el gran proceso del nihilismo contemporáneo, no podía dejar de plantearse a través de un personaje literario concebido como “realidad” viva, en este caso como “mujer de carne y hueso”. De ahí quizás la ya comentada ruptura con la tradición literaria, ya bastante gastada, de la novela “realista” y los tipos femeninos al uso en ella.
Por lo menos, no hay ninguna vacilación en reconocer que el tipo de la tía Tula se encuadra en la dinámica moderna de “la nueva Eva”. Conviene entonces aclarar los términos de esta cuestión. La nueva Eva en la inspiración de Unamuno no es desde luego la mujer burguesa española real de su tiempo (como lo podría ser todavía la Jacinta galdosiana) ni mucho menos una abstracta variante bastardeada de “El Eterno Femenino que tira de nosotros hacia lo alto” de Goethe (como lo serían los tipos femeninos de Valera, Pepita Jiménez y Juanita la Larga en sus respectivas “novelas-idilio”), motivo bien glosado por Ortega en algún ensayo rapsódico sobre el tema del amor y conclusión lógica y epigonal en la cultura masculina, ahora ya en declive, de la era realmente caballeresca; tampoco es una anticipación de la mujer “emancipada” recreada, deseada y proyectada por el discurso feminista, por ejemplo al elitista modo “existencial” de Simone de Beauvoir, exquisita versión para mujeres altamente “intelectualizadas”; ni es tampoco, por supuesto, la mujer realmente existente de la sociedad actual del consumo de masas “liberadas”, orden en proceso de transición en el que la mujer occidental aparece tan sólo como una variante combinatoria de una pansexualidad que es en realidad una creciente asexualidad.
La imagen de la mujer construida utópicamente por Unamuno es tan sólo un esbozo de la mujer en negativo, mediante el ejercicio de una operación intelectual extremadamente compleja para nosotros, como si nos preguntáramos en gesto de reducción fenomenológica: ¿qué puede quedar de la mujer si eliminamos su “sexualidad”, su condición biológica, su determinación histórica, toda convención social, toda vocación individual por aquella repercutida?
El feminismo contemporáneo responde en la lógica de la emancipación de las clases vinculadas a la “necesidad” en el sentido estrictamente hegeliano de la “sociedad civil”: lo que queda es un “ser humano” como otro cualquiera, igual al hombre y poco más, un hombre que entretanto ya no sabe quién es al verse él mismo incorporado, a pesar suyo, a un proceso de desaparición de la polaridad que mantiene la tensión de los contrarios. Lo que queda es un sujeto jurídico formal investido de los mismos derechos que un hombre definido como “ser humano genérico”. Unamuno da sin embargo otra respuesta, tras vislumbrar acertadamente una secreta evolución emancipadora en el espíritu de independencia y autodeterminación de su personaje, con el que cabe identificar todo un movimiento moderno en el mismo sentido, aunque con diferente orientación: la mujer es potencia civilizadora en el sentido de la forma de la continuidad equilibrada y armoniosa de la sociedad frente a la violencia histórica encarnada en la polaridad de lo masculino.
Quien dice “hombre” como varón, como polo masculino de las valoraciones y las acciones en el mundo histórico, dice lo negativo del ser humano civilizado: “Estado”, “guerra”, “política”, “lucha”, “enemistad”, “antagonismo”, “rivalidad”, “agresión”, “violencia”, “barbarie”, “crueldad”, “brutalidad”, en definitiva, “muerte”. La mujer, no tanto por su naturaleza biológica desnuda como por su investidura social, sería la portadora de las valoraciones y las acciones contrarias e inversas a éstas: “amor”, “paz”, “protección”, “seguridad”, “domesticidad”, “piedad”, “entrega”, “desinterés”, “servicio”, en definitiva, “vida”.
En la dialéctica de las conciencias del amo y el esclavo, la mujer siempre quedaría identificada, ontológica y funcionalmente, con el esclavo, en tanto que la mujer ocupa su lugar en la dialéctica entre hombre y mujer que profundiza y recubre a la anterior, al ser ella exactamente el medio a través del cual la otra parte realiza su ser y existencia (satisfacción del deseo como añagaza de la reproducción y perpetuación del género humano en la continuidad generacional; confinamiento a la esfera de lo privado como “servidora”, aun cuando ostente una posición privilegiada de “señora de la casa” entre las clases dominantes todo a lo largo de la historia europea, y aun cuando goce junto al varón de una difusa influencia sobre los asuntos “domésticos”).
En el prólogo, Unamuno no cita a Hegel cuando habla de la “sororidad”, pero el impulso esencial del análisis de “Antígona” que realiza el pensador alemán en los parágrafos sobre la forma y el contenido de la autoconciencia en la manifestación de la eticidad y la sustancia ética en el mundo griego dentro del desarrollo de la “Fenomenología del Espíritu” está presente por lo menos en el perfilado de la novela y seguro que era bien conocido por Unamuno. Además en ambos autores, la concepción de esta eticidad femenina potencial está por completo determinada por la inserción de la mujer en la esfera familiar y privada y se presenta siempre bajo la figura del amor fraternal extendido o ampliado hasta producir repercusiones en lo público, incluso hasta ponerlo en cuestión o en peligro a través de los actos que exceden desde la esfera privada original y desarticulan la pública.
Pero para alcanzar esta cima, la mujer de la utopía unamuniana debe renunciar a una parte de sí misma y rechazar al hombre “bruto”, es decir, debe erigirse ella misma en educadora de hombres y fundadora de sociedades, portadora del fuego eterno del hogar no mancillado a través del espíritu, transformado en carne, de la herencia humana, y su propia carne desaparecida en la nueva crisálida de este espíritu civilizador, envuelta en él sólo para darlo a luz como forma mejor de humanidad. La superación dialéctica de su definición y de su situación como mujer puede entonces alcanzar un grado de positividad pero sólo a condición de mantener esta reserva sobre lo corporal que le resulta obstaculizador. Exactamente el mismo problema que se le plantea a un discurso feminista que intenta volver “sujeto soberano e independiente” a una mujer supuestamente reducida a la condición de “objeto” oprimido y humillado: el cuerpo siempre paga las piadosas mentiras de todo idealismo, de toda sublimación, de todo “ennoblecimiento” por una “causa sagrada”, de toda “elevación” del hombre.
Esta mujer redime al hombre de su propia brutalidad, sólo dejando de ser cuerpo sexual y reproductivo, aunque para ello tenga que verse forzada a hacer “pecadores” por la inhibición y censura de la carne y la minusvaloración, incluso supresión, de la naturaleza biológica y genital. Unamuno utiliza un arquetipo de santidad, virginidad, moral ascética, pureza, inhibición sexual, en definitiva, el hilo conductor de una arraigada “antiphysis” judeocristiana, no como su finalidad propia para construir una especie de “hagiografía” secular anacrónica, de la que su muy obcecada y “castellana” Tula sería protagonista, sino como un simple medio para alcanzar otro arquetipo superior en su concepción: el arquetipo de la eticidad inmanente al puro sacrificio desinteresado, por más que los impulsos directivos y el fondo psíquico de su personaje, entre la escoria que todo lo humano atesora, sean los del egoísmo de la autoconservación o incluso la envidia, los celos y el resentimiento que se traslucen alusivamente en cada momento culminante de la novela, por no mencionar otros móviles aún más mezquinos.
Pero a Unamuno, a diferencia de Nietzsche, no le parece que el precio que debe pagarse por esta metamorfosis del cuerpo en espíritu sea excesivo, pues lo que se gana es un bien incomparable. En el caso de Tula, el bien es el de trascenderse hacia otra figura superior o mejor de mujer, en el sentido de la superación de su feminidad puramente corporal a través de una maternidad espiritual, más profunda que la biológica, porque ésta se encuentra condicionada y limitada por el tiempo y la individualidad, mientras que aquélla los traspasa y se funda en una permanencia, en una ejemplaridad destinada a la perduración, eternidad a medida que no puede pensarse más que a través del mito o la leyenda en el seno de un tiempo cíclico, repetitivo, como es el que corresponde a la actividad mundana de la mujer en la esfera privada de la vida familiar.
Sin embargo, esta escisión no se lleva a cabo sin resistencia, sin derrotas ni traumatismos, a través de los cuales el cuerpo muestra sus heridas y sus estigmas, que son en realidad los efectos de su propia supresión, porque el espíritu se libera sólo para que el cuerpo sufra las consecuencias de esa su nueva libertad. El pecho reseco de Tula es mucho más que una metáfora de esta situación, como lo es el miedo a entrar en contacto con la naturaleza, al evitar sentarse en la tierra y que su casi superflua genitalidad entre en contacto con ella; o la repulsión ante todo lo físico demasiado humano: besos y caricias colocados en el mismo plano que el vómito.
“La tía Tula” puede leerse como la historia de una renuncia al amor a la vida, como la historia de una lucha interior por liberar y dar a luz un yo inmortal descarnado mediante la subordinación del cuerpo a un ideal; como la historia, por tanto, que resume ese “delirio” y ese “error” de milenios en que se ha extraviado la “virtud” radicada en las fuerzas del cuerpo como las únicas que otorgan la vitalidad y la salud del espíritu.
Es esto lo que hay que entender, a partir de las resonantes palabras de Nietzsche en la conocida declaración del texto “De la virtud que hace regalos”, al final del libro I de “Así habló Zaratustra”:
¡Permanecedme fieles a la tierra, hermanos míos, con el poder de vuestra virtud! ¡Vuestro amor que hace regalos y vuestro conocimiento sirvan al sentido de la tierra! Esto os ruego y a ello os conjuro.
¡No dejéis que vuestra virtud huya de las cosas terrenas y bata las alas hacia paredes eternas! ¡Ay, ha habido siempre tanta virtud que se ha perdido volando! – sí, conducidla de nuevo al cuerpo y a la vida: ¡para que dé a la tierra su sentido, un sentido humano!
De cien maneras se ha perdido volando y se han extraviado volando hasta ahora tanto el espíritu como la virtud. ¡Ay, en nuestro cuerpo habita ahora todo ese delirio y error: en cuerpo y voluntad se han convertido!
Infantes, diciembre 2012 – enero 2013