El fuego siempre quiere estar en la ceniza,
comoquiera que más arde cuanto más se atiza
JUAN RUIZ
1
Para las mujeres en general, y para algunas en particular, su misma felicidad es su misma carencia y toda su carencia se encierra en la irrenunciable forma de su felicidad, a sabiendas de su estéril compostura.
Por eso, me es fácil imaginar su situación: se pregunta, en la confusión de un planteamiento que no se le vuelve claro (salvo tal vez a ráfagas en las que la osadía no acompaña necesariamente a la lucidez), cómo salir de la jaula para animales domésticos en que se ha metido. Su exceso de celo en el dejarse llevar, planificado o no, por la mera utilidad quizás le haya jugado una mala pasada, de la que sin embargo no va a arrepentirse, porque es demasiado orgullosa para ello.
Pero también me la imagino, tarde o temprano, como la “dama del perrito” de Chéjov, si es que ya no está embarcada en algo parecido, pero desde luego no es de esas mujeres que movería un solo dedo por sentimentalismo, pues estoy casi convencido de que es una mujer no fácilmente halagable por ninguna forma manifiesta de afecto, no diré ya ni siquiera “amor”, algo que le resulta tan desconocido como a los europeos del siglo XV el “Nuevo Mundo”.
Es de esa clase de mujeres que sólo sabe vivir en los límites de lo que entra cómodamente en su propia planificación, suponiendo que tenga alguna: hoy las mujeres llegan demasiado tarde al matrimonio, con lo que ni siquiera son ya capaces de engañarse a sí mismas fingiendo una ilusión que perdieron hace mucho a manos de cualquier hombre torpe o desaprensivo.
No está lejos de reflejar a la perfección el modelo arquetípico de la emancipada desconocedora del laberinto sutil que lleva dentro, y que, a medida que pasa el tiempo y va llegando a la plena madurez como mujer, empieza a darse cuenta de que ha perdido algo innombrable, algo inolvidable de sí misma, y entonces tendrá que salir a buscarlo y ahí la esperan todas las trampas que ha sabido evitar tan bien hasta ahora.
“Dueña de sí misma”: sin embargo, es una mujer de un aparente conformismo, pero el suyo, a diferencia del conformismo de la mayoría de las mujeres en su situación, no es en absoluto apático. Su dejadez, a veces también su lasitud, no es un languidecer en un hastío al que se ha cedido por pereza y falta de imaginación, sino una forma muy compleja de crear una reserva de fuerzas anímicas y morales para disponer luego de ellas, a sabiendas de que las necesitará más adelante. En su mismo cansancio, en su relajación más banal, en la misma frivolidad genérica con la que se mueve por la vida, es de esas pocas mujeres que saben irradiar una especie de plenitud que las vuelve todavía más atractivas y deseables.
Este tipo de mujeres, que se adueñan de todo con su mirada hipnótica y la multiplicidad riquísima de matices significativos de su franca sonrisa (pero de la que siempre es difícil intuir lo que oculta), son mujeres a las que la vida destina a cosas que ni ellas mismas sospechan, por más que su obcecado pragmatismo les cierre los ojos, precisamente lo necesitan para mantener un equilibrio que saben amenazado, porque en cualquier momento, a la más pequeña ocasión, puede desvanecerse y, nuevamente, aquí interviene su orgullo para poner orden. “Orden” es la palabra clave implícita en la vida de estas mujeres: por el orden, o lo que ellas creen que es el orden, están dispuestas a sacrificar hasta lo más valioso que encierran.
Este rasgo se comprueba en su escritura. Su letra denota un afán de perfección insuperado, no hay giros inesperados ni vacilaciones hacia arriba o hacia abajo, ni se inclina a la derecha o a la izquierda: todo parece aquí muy centrado, con las distancias justas entre sílabas y palabras, entre márgenes y líneas, nada nervioso o inquietante irrumpe en esta claridad. Es una letra en la que todo se asegura como previsible, señala que no quiere ocultar nada, que todo está en orden. Pero entonces, precisamente por ese rasgo de redundancia, lo inquietante ocurre, algo fundamental se insinúa y queda no revelado en esa letra tan calmosa: la fuerza inestable de la que extrae la tendencia al equilibrio, puesto que todo es, en cuanto expresión, expresión de sí mismo y de su contrario.
De manera que para cierta clase de hombres estas mujeres pueden llegar a convertirse en el punto de máxima atracción: la estrategia secreta consiste en intentar hacerlas gravitar sobre otro centro para producir el necesario desequilibrio en ellas, a fin de que así y sólo así, puedan iniciar el camino hacia su verdadero autorreconocimiento. Su agradecimiento al hombre, en estos casos, cuando la mezquindad de la vida ha sido superada, es la forma más exquisita del amor. En este sentido, la única tarea auténtica del hombre con respecto a esta clase de mujeres es prepararles el camino, desbrozándoselo de hierbajos muertos y demás cosas inertes, y también para el hombre esta intervención quirúrgica sobre el yo del otro implica el único agradecimiento con que podemos manifestar nuestro amor por ellas.
2
El misántropo es al carácter moral lo que la bella coqueta es a la seducción sensual. En el fondo, es posible creer en una extraña y paradójica complementariedad de ambas figuras, por muchas que sean las diferencias formales. Quizás uno de los más notables aciertos de Molière en su comedia “El misántropo” haya consistido en saber establecer como protagonista a esa pareja tan disímil como son Alceste y Celimena.
En ambas figuras, tomadas en abstracto, hay algo así como una coquetería espiritual de orden superior, fundamental: más allá de la estrategia del juego de la apertura y la reserva, de la insinuación y el rechazo, el misántropo y la bella coqueta comparten una distancia con el entorno que no les permite identificarse con él. Ambos saben que tras la imagen social de cada uno, hay una necesidad imperiosa, pero no la interpretan de la misma manera: las palabras de Alceste son la base auténtica de la autoestima (““La estimación tiene como base alguna preferencia, y estimar a todo el mundo es no estimar a nadie (…) Rechazo la excesiva complacencia de un corazón que no hace del mérito ninguna diferencia; quiero que se me distinga y, hablándoos con franqueza, ser amigo del género humano no me cuadra en absoluto”).
Para el misántropo la amargura y el sarcasmo en que se manifiesta una franqueza hostil ante toda vacilación indulgente hacia el engaño social universalmente admitido como normativo es sólo una especie de dispositivo táctico de salvaguarda de una interioridad que no quiere ni puede divulgarse en el intercambio de la frivolidad común, para él la insinceridad más odiosa, porque lo corrompe todo.
Para la bella coqueta, su propia exposición a las miradas, su fingido engreimiento, su aire de una segura superioridad tan interiorizada ya que la fatiga, su obligación de tomarse a sí misma ante los demás por lo que en el fondo de su corazón no cree (pues también ella está dominada por una aspiración distinta a aquella en la que se confirma su orgullo, como les ocurre a los demás con otras cualidades “naturales”) -, todo eso que la lleva a ser nada más que el objeto de un juego social en una seducción banalizada en la esclerosis de las formas rituales de una cortesía exhausta, le abre, sin embargo, el camino al deseo de otra realidad en la que lo puramente visible y perceptible haya quedado superado.
En una palabra, es el exceso mismo que supone toda belleza sobresaliente, todo encanto, toda distinción de cuerpo y alma, lo que hace que la bella coqueta tenga un acceso privilegiado a la verdad moral, a la pura autenticidad humana, un poco soberbia y desmedida, que el misántropo encarna en el acto mismo de constituirse en existencia apartada de los demás seres humanos. Entonces, lo que une al misántropo y a la bella coqueta es algo de un orden superior que no se especifica ni en el amor ni en la amistad, ni en otros afectos comunes, como se entienden y practican habitualmente. Lo que nace de ellos y para ellos es la unidad en la singularidad, que es lazo esencial del amor más auténtico, incluso de su ficción. Da igual que esta singularidad sea elegida como acto de voluntad y por tanto como valor moral o sea el efecto de un orden natural que en el fondo también es un orden de la gracia, y con ella de la predestinación. Lo decisivo es saber llegar a esa unidad de dos singularidades que se quieren tales y nada más.
3
La piel terrosa, sin brillo natural, mate, apagada: una tez que casi nunca denota vida. El cabello tintado en mechas, cuando está limpio, despide reflejos mortecinos en las ondulaciones que el artificio del rizado no oculta apenas. Raramente hay un vano resplandor en la mirada, como si a su alrededor revolotearan mariposas blanquecinas o grisáceas, cansadas de efectuar siempre los mismos giros en torno. Los ojos pueden manifestar un verde claro, acuático, cuando los rayos del sol, en un día despejado, se concentran en ellos y otra mirada puede entonces sorprender destellos irisados de cuya procedencia se desearía saber algo más…
Pero más allá lo convencional sorprende hasta en la ropa, algo como viejo y deteriorado sin serlo emite señales de una familiaridad poco acogedora: prendas de tonalidad y textura poco precisa, como si su indefinición de carácter, de falsa humildad, de poquedad fingida, quedara impregnada hasta en la forma y color de su monótono vestuario. Camisas de algodón no demasiado bien planchadas, vagas chaquetas de punto demasiado estrechas para un talle y un busto no demasiado visibles: lo que se ofrece a la vista es todo, incluso cuando, al desabrocharse el botón a la altura del comienzo de unos pechos muy separados y, en apariencia y a primera vista, pequeños, quisiera exhibir, ingenuamente, una espontaneidad de cuya falta padece…
A los treinta y cinco años hay que sentirse segura cuando una es una mujer de un solo hombre, o cree serlo por mera negligencia consigo misma: apreciar, amar, admirar nunca está realmente presupuesto por los contratos civiles y otras transacciones comerciales. Y sin los accesorios y provisiones a que la necesidad obliga, la virtualidad simulada del atractivo queda atrapada en el peligroso ciclo de la pérdida: esta efímera carne que nunca ha sabido entregarse a las caricias ni a los halagos de los sentidos más que de una manera tosca y abreviada…
4
“Deja que sea la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro”. Versos finales de asombrosa enumeración degradativa en la célebre canción de Jacques Brel.
Aquello en lo que quiere convertirse el que ama, más allá o más acá de lo que ama, es indecible e indecidible, salvo en la lógica puramente estética del poema: lo que ama deja de ser un “objeto” entre otros, su misma indiferencia (en la modalidad en la que se manifiesta) pasa a ser algo en sí mismo precioso.
Amar aquello que ya no es nada, una sombra de un nombre, o de la propia sombra, incluso la sombra de una mano, de un perro –lo que cobra valor absoluto es que el nombre, la mano o el perro de la mujer a la que se ama son realidades sustanciales, en último término, como desesperación, son más reales que ella misma, su metonimia/metamorfosis. Ser algo para ella, aunque sólo sea una sombra de cosas suyas es, para el amante, infinitamente mejor que no ser nada: extremo de una degradación que es extremo de un amor, a propósito del cual no se puede decir nada más.
Esta degradación ya no lo es como “servicio” en la forma de la tradición del “amor cortés” ni tampoco en el modo de la posición meramente “subjetiva” del amante, clausurada sobre sí misma, intransitiva pero orgullosa, como en la tradición romántica moderna, porque el solicitar patético “ser sombra” representa la obsesión de alguien que ya no puede amar sino en la pura fantasía de la compañía, de la presencia. Pero eso es lo inverosímil de todo amor que se expresa en palabras: jamás se ama en todo momento, no hay fuerzas, ni recursos de fuerzas para tanto. Y, sin embargo, el poema tiene que decirlo tal cual: “yo sólo quiero ser eso y nada más, una sombra de algo que está contigo o cerca de ti; si me dejas ser eso, sólo eso, podré seguir amándote”.
Todo conocimiento del otro, a partir de estos versos, tan aparentemente sencillos, deja de ser oportuno; lo que únicamente pasa a tener sentido es una presencia en la que el otro se desdobla, porque incluso como mera sombra, el amor, en la intensidad del querer ser sólo y nada más que el otro, busca una permanencia: en la oscuridad innominada, ser tu sombra, para mí, que te amo, es todo. La totalidad de una ausencia es ser, cuando todo se te oculta y sólo sé que la oscuridad, la penumbra en que yo me voy a envolver para seguir a tu lado te pertenece y te acoge y, a partir de entonces, empiezas a ser lo que nadie más sabe que eres: un misterio que quiere serlo y no se entrega a nadie ni siquiera al que, engreídamente, en la posesión del saber inútil, imagina adivinar este enigma o aquel otro.
La única sabiduría es la de quien se oculta, no la de quien descubre. El que descubre permanece siempre a la luz y en la pura claridad de lo que descubre y ya ha sido descubierto.
5
Como veía Nietzsche, la mujer es para el hombre tanto más benéfica cuanto más fuerte es su “acción a distancia”: el placer infinito de la mejor coquetería femenina, la más afectada en su “naturalidad”, la más delicada y valiosa, consiste en provocar simultáneamente ambos movimientos de ánimo en el hombre: atracción y rechazo van juntos, forman una extraña unidad. Esta coquetería atrae al hombre para rechazarlo, lo rechaza para atraerlo: este movimiento pendular de doble dirección, cuanto más refinado se presenta, tanto más exacerba la potencia creativa de la imaginación, la vuelve apta para venir en ayuda del afecto, que por sí mismo es esterilizador, pues de todos modos aparece siempre como un invitado intempestivo al que, tarde o temprano, hay que satisfacer.
Simmel lo comprendió y expuso con acierto:
“Al terreno de las semiocultaciones espirituales pertenece una de las prácticas más típicas de la coquetería: afirmar cualquier cosa que no se piensa, la paradoja de cuya sinceridad queda en duda, la amenaza que no es seria, la autodesvalorización del fishing for compliments. El encanto de este tipo de comportamiento lo constituye el movimiento pendular entre el sí y el no de la sinceridad; el receptor se ve ante un fenómeno del que ignora si con él su interlocutor expresa una verdad o lo contrario. Así el sujeto de esta coquetería escapa de la realidad tangible a una categoría incierta, que contiene su verdadero ser, pero que no es inmediatamente captable. Una escala de manifestaciones graduales conduce de la afirmación, aún totalmente seria aunque bajo ella se intuya una cierta autoironía, a la paradoja o a la modestia exagerada que nos hace dudar de si el sujeto se burla de sí mismo o de nosotros; cada etapa puede servir a la coquetería, tanto masculina como femenina, porque el sujeto se oculta a medias detrás de su manifestación y nos provoca la sensación dualista de que en el momento de abrirse a nosotros se nos escapa de entre las manos.”
Por eso, el poema nace como un acto de amor, en el sentido estricto de ser engendrado por y para el amor, del que se alimenta y con el que crece. Nunca he podido experimentar un enamoramiento que no fuera al mismo tiempo creado por y para el poema: el poema certifica que hay “eros” y no una copia fraudulenta desencadenada por el mero deseo, un tipo de insatisfacción vacía muy a tono con el carácter pseudorrevolucionario y resentido de toda la Modernidad.
Como el redactor y protagonista del “Diario de un seductor” de Kierkegaard, el poeta es un hombre que ha decidido vivir entregando lo mejor de sí mismo -y tal vez también lo peor, porque se condena a una pasión reduplicada- a una extraña dimensión, la de la categoría de lo estético como estadio predominante para el despliegue de todas sus vivencias, un hacer esforzado que la experiencia misma se desenvuelva en lo estético. Por este motivo, los afectos sólo pueden tener como objeto aquello que el propio sujeto ha designado y entendido como estético: en este gran juego, de cuya seriedad extrema no hay nunca que dudar, la elección fundamental puede o no deberse al azar, pero en cualquier caso, una única mujer singular, incluso más allá de sus cualidades “reales”, debe convertirse en el espacio de este juego, tal como Cordelia lo es para Johannes.
Que el amante-seductor corra el riesgo de enamorarse es lo que su estrategia intenta evitar por todos los medios, pero el poeta, que no tiene el mismo objetivo que el seductor, pues su asunto no es tanto la verdadera seducción sino su encantamiento por las palabras, está destinado a devenir criatura círcea, no escapa a una potencia que no puede conjurar, podría pensarse incluso que sus poemas son gestos para matar el amor cuando se ha sucumbido a él y sólo queda contarlo a medida que se va desenvolviendo por caminos siempre inesperados: laberintos y encrucijadas de los que los poemas son el hilo conductor.
6
Para un observador un poco avezado de la «psicología» femenina, el caso de mi «Ricitos de oro» es sintomático, casi fascinante. Dejando a un lado que el responsable de su no demasiado «buena actitud» hacia mí soy yo mismo («déspota» y «arrogante» y otras tantas menciones privadas de mi persona, sospecho, poco halagadoras de mi ser público), desde hace pocas semanas me hace sentir una sensación extrañísima, indefinible, que yo formularía como rencor o resentimiento, pero quizás sea tan sólo mera repugnancia o rechazo o desprecio.
Hay signos inquietantes, y por demás perturbadores para mí, si no me hubiera visto obligado a ser duro con ella y conmigo mismo y resistir cualquier influjo procedente de su presencia física. Por primera vez en seis años, desde que la conocí, cuando apareció con 30 años por aquí, impositiva y familiarmente distante, con esa frialdad de la cortesía superficial que se disfraza de «buenos modales» para ocultar el menosprecio a todo (y ella, a su manera, desprecia hasta a sus «mejores» amigas, a las que se limita a utilizar para cada ocasión precisa…), ahora se esfuerza por destacar sus rasgos femeninos más sutiles: a veces se maquilla, se pone algo de rímel de pálido rosa, se colorea las mejillas con un ocre tostado que mucho la favorece, lo que hace que se afile su cara y destaquen sus pómulos, vampirizando su apariencia, lo que da de lleno en la clave de su actitud hacia los hombres, en fin un poco al estilo de la Michelle Pfeiffer de «Las amistades peligrosas», cuyo retrato, junto a John Malkovitz en amorosa declaración, preside alusivamente ahora el vacío de mi poco acogedor lugar de trabajo. Sé bien que no se dirige a mí, sólo pretende poner en evidencia que quiere y puede resultar deseable para otro hombre en ausencia que no soy yo: «tú, pobre idiota que desaprovechó su oportunidad, ya no me tendrás, y te lo restriego por la cara…».
Se pone estrictos límites a su natural coquetería, pero no obstante sobresale del promedio bastante apocado de las casadas rutinarias con quienes comparto el trabajo, y una aureola, que sólo yo percibo, la protege, por más que se obstine en la práctica concienzuda y minuciosa de una frivolidad de la que es víctima por falta de autoestima.
Ahora, cada vez que cruzamos una efímera mirada, invisible para los demás, se toca casi materialmente la evisceración del recíproco resentimiento e incomprensión radical que nos une y nos separa, resentimiento quizás más suyo que mío, pues la dialéctica de estas cosas obliga a la autosuperación constante y al olvido de todo rencor inútil y yo he tenido que aplicarme demasiado en este esfuerzo ingrato. Un hombre sólo es tal si logra aprender a incorporar y volver productivo para su arrogante masculinidad el residuo de la seducción fallida o exitosa, del amor dispendioso que se prodiga en seres que nada pueden devolver más que su propia desilusión refleja.
¿Y qué hacer ahora? Si todo es juego, y el juego debería comenzar otra vez…
7
Una larga experiencia, dolorida casi siempre, una paciente observación, mayor de lo que el escaso tiempo de la vida aconseja, me han hecho considerar a menudo nuestro comportamiento hacia las mujeres como inadaptado, impropio, vacilante…
Esos seres realmente existentes (nadie puede obviar su presencia, también Simón “El estilita” sufrió su influjo desmesurado, incluso Nietzsche tuvo que sufragar con su frágil equilibrio emocional esta epidemia de una “Lilith” eternamente retornante) que una desprejuiciada Cosmología Universal, nunca inoportuna y a la que debemos recordar a cada paso, ha vituperado largo tiempo como el más decisivo, contundente argumento contra la existencia de Dios -más aún, se ha afirmado el postulado de la inmanencia en el mundo de una mente o espíritu al que debemos llamar por su nombre, “Aciago Demiurgo”, dios desvalido y defectuoso que, sin ser Creador, perjudica toda Creación, causa “nunc stans” comprometedora de un “Fiat lux” poco fiable, manifestación de una fuerza cósmica de atracción y repulsión universales (Empédocles, Bruno y Rilke, entre otras grandes hombres, así lo creyeron…) – ignoran, para destruirnos, la única tipología arquetípica, también naturalmente empírica, que la práctica vital aconseja anteponer a todos los designios y actos de un hombre que estime su valor como absoluto, a saber, que existen tan sólo tres categorías de mujeres:
1.- Mujeres que merecen un soneto.
2.- Mujeres que no merecen un soneto
3.- Mujeres, simplemente
En la vida de cada hombre, no hay nada establecido ni fijado de una vez para siempre en este sentido y por ello cada hombre debe realizar por sí mismo su propio descubrimiento: “aletheia” heideggeriana de la feminidad. Pero el hecho definitivo, devastador, es que yo mismo hace tres años que sangro por todos los poros del cuerpo por haberme equivocado en este, en apariencia, tan fácil y abreviado diagnóstico: donde yo vislumbré “epifanía” de la Presencia Verdadera, la Tercera Categoría apareció en su lugar.
Quizás desde entonces, a propósito de las mujeres y de la Mujer, ya sólo sé emitir destemplados relinchos.
Infantes, noviembre 2009-noviembre 2012