“La novela es el único lugar donde la gente puede reunirse en condiciones de intimidad”. Paul Auster
Seguramente, la primera impresión que trasmiten los relatos de Paul Auster es ésta: percibimos un sutil entramado de motivos y temas “metafísicos” y “metaficcionales” que difícilmente se relacionan con nuestra experiencia normal, aunque casi todos, al menos en un nivel de anécdota banal, hemos experimentado deseos y pulsiones como las que describen estos relatos. No ser uno mismo solamente lo que se es implica una pulsión fundamental.
En lo que sigue, partiré siempre de la siguiente consideración: todo acto de identificación es ya un asesinato simbólico porque es una supresión de la alteridad. La única libertad auténtica no es “ser uno mismo” (no hay ser, ni uno, ni mismo) sino justo lo contrario: no hay que dejarse atrapar en la determinación del “ser uno mismo”. Por ahí empieza la objetivación que implica el aseguramiento de todo poder sobre una subjetividad hecha a su medida.
Esta es exactamente la lógica implícita de la subjetividad moderna como estructura psicologizada de control social y cultural: la reducción del individuo a la identidad consigo mismo, requisito de la igualdad y equivalencia de los individuos. En un orden así configurado, el otro del individuo sólo puede ser su doble aterrador, su doble fantasmagórico, su doble simbólico como mera proyección: nunca será un otro totalmente otro. Nuestro equilibrio anímico depende de nuestra presunta no-intercambiabilidad constitutiva como seres “singulares”, del mismo modo que nuestra dignidad moderna como humanos depende de la universalidad de unos derechos idénticos para todos. Las formas antropológicas “primitivas” que nos permitían la metamorfosis de la alteridad, desde los dioses, los antepasados y los muertos hasta las bestias, (nuestra última experiencia, puramente filosófica, de esta estructura, sería el dionisismo nietzscheano), han desaparecido y han dejado en su lugar lo que habría que reconocer como una “tabla rasa” antropológica llevada a cabo en nombre de la subjetividad normativa y normalizadora.
Sin embargo, si pensamos más a fondo en las condiciones actuales del individuo que cada uno de nosotros es, estos temas empiezan a cobrar un nuevo sentido que ya no corresponde sólo al orden convencional del discurso de lo real y de la ficción como opuestos irreductibles. El individuo actualmente es el producto de una sobrecarga de los dispositivos de identidad, se halla sometido a una multiplicidad de identificaciones forzadas, cada una de las cuales, separada y analizada por un dispositivo diferente, le confiere al individuo una identidad global equivalente a la de cualquier otro individuo, es decir, estamos ante un universo en el que los individuos se encuentran completamente desposeídos de alteridad. Sólo en esta equivalencia, que constituye al mismo tiempo la lógica de la atomización y de la masa, el sistema logra que cada uno se tome a sí mismo como “individuo”.
Al mismo tiempo, esta identificación que se ramifica y crece debido a una multiplicación de los controles, se debilita desde el punto de vista psicológico, moral y social, en la medida en que la identidad es el producto de una técnica de los poderes, íntegramente recreada por ellos mediante una síntesis nominalista de combinaciones. Este individuo está desligado no sólo de la alteridad, también lo está respecto de su propia identidad por mediación de todos los dispositivos destinados a identificarlo. Es así como se hace posible esta “flotación” del individuo en el vacío en que le envuelven todos estos mecanismos.
En estas condiciones, la identidad del individuo pertenece al orden probabilista y aleatorio correspondiente al diseño de unas coordenadas de localización espacio-temporal (tal individuo “existe” en tal momento bajo tal aspecto de identidad). Esto es exactamente lo que define la difractación del individuo de la subjetividad, tal como se reproduce actualmente: su individualidad es el producto de la suma de todas las coordenadas por las que circula.
A este individuo también se le aplica el cálculo de probabilidades, la ley de los grandes números, el test experimental y el chequeo funcional permanente, todas las demás modalidades de identificación estadística. La identidad genérica que surge de estos procedimientos y aplicaciones no es una identidad ni falsa ni verdadera, sino una identidad simulada y un simulacro de identidad, construido sobre signos vacíos, con los cuales, no obstante, el individuo debe identificarse de modo realista para ser situado inmediatamente.
Es la identidad que corresponde al modelo informático de la base de datos, los códigos binarios, las memorias artificiales, los lenguajes tautológicos y circulares, las relaciones sociales consumidas en la pura inmediatez de un acto contractual que se perpetua a sí mismo. El individuo ya no es el “autor” de su identidad, como no es ni siquiera el creador de sus propias condiciones de vida, como tampoco es el signo de ninguna forma de representación (ni política ni social ni ideológica). La identidad así reintegrada al dispositivo se convierte en una partícula energética neutra sometida a una combinatoria por rotación aleatoria de roles que trasmiten una cantidad mínima de información que lo hace identificable. En estas condiciones de existencia social actúa el azar de las búsquedas y los encuentros, el carácter probabilista de una apertura a todas las relaciones y es entonces cuando la identidad se trasforma en un juego incontrolable en el que “todo puede suceder”.
La intriga central de los relatos de Paul Auster es la desaparición de un individuo y la reconstrucción de su vida por parte de un conocido o amigo, ya sea como investigador detectivesco, ya sea como escritor biográfico. El desaparecido y el amigo suelen ser escritores. La desaparición se presenta como la única respuesta del individuo a un control invisible sobre una identidad predefinida. Desaparecer es entonces ocultarse de la propia identidad, abrir un hueco en el sistema normalizador de las identidades localizables, producir la ausencia allí donde todo se convierte en un exceso de los signos virtuales de presencia.
En este sentido, desaparecer es trasgredir el orden de lo real para devolverle y arrojarle en la cara su carácter simulado, dar un salto por encima del principio de realidad para el que todo exige ser representado como presencia disponible y abierta, trasparencia de todo a cada dispositivo cotidiano de control. Esta trasgresión implica, por tanto, una relativa suspensión de una prohibición que podría enunciarse así: “No te negarás a ser quien eres”, consecuencia lógica de la máxima délfica en su aplicación moderna: “Conócete a ti mismo”. La trasgresión del desaparecer es la efectiva negación de esta máxima, negación simultánea del principio de realidad de la identidad y de sus consecuencias mortales.
A una dialéctica moral caduca de la alienación del sujeto como expropiación del sí mismo por el otro la sustituye una dialéctica estética de la desaparición. En un caso, el sí mismo es dominado por el otro y por ello enajenado, en el otro caso el sí mismo va siendo penetrado lentamente por los signos de una alteridad en la que el primero acaba convirtiéndose en medio de una extraña relación incestuosa. Precisamente, el hecho de que la identidad corra el riesgo de volverse otra contiene una extraordinaria energía de subversión de lo real que es difícil no reconocer.
Ahora bien, si la identidad es un simulacro social, la desaparición sería lo que Baudrillard llama una “estrategia fatal”, pues quien desaparece abre un vacío en el mundo que debe ser ocupado, un hueco que debe ser rellenado. Aquí aparece la trama y su simbolismo en los relatos de Paul Auster. Los signos del que desaparece, como rastros de pisada sobre la nieve, son el elemento en que constituye la propia narración. El autor de sí mismo como sujeto de su identidad es sólo aquel que desaparece. De hecho el único autor es el que desaparece detrás de su obra, el que está dispuesto a aceptar la muerte simbólica que implica la escritura. Paul Auster utiliza diversas formas narrativas para incrustar en ellas y desarrollar las ideas de Maurice Blanchot sobre la condición moderna del escritor y su relación con la realidad y el lenguaje.
En la ficción detectivesca de Paul Auster, en los extraordinarios relatos metaficcionales de La trilogía de Nueva York, todo el simulacro de la investigación clásica se vuelve a su vez simbólico, desde el momento en que la realidad queda desestabilizada por el intercambio de identidad. El personaje que busca, persigue e investiga es un personaje que se separa del mundo, de su existencia concreta, al convertir en su objeto de observación y vigilancia a “otro”, que va pasando de la abstracción a la concreción, de lo genérico a lo particular (una extraña colusión en el aparato del conocimiento: para conocer hay que renunciar a lo particular y dirigirse a lo general, sin embargo, el movimiento de este personaje es el contrario y a la vez se realiza como un autoconocimiento devastador).
En cierta medida el que se cree sujeto porque asume este papel (el papel de determinar lo que es “real” desde sí mismo, lo que se constituye, por tanto, en su “objeto”, desde una conciencia que se imagina fuera del mundo) se hace otro, otro diferente a sí mismo, desde el momento en que, de golpe, ingresa en la esfera de los movimientos del objeto observado. Este es el núcleo mismo de la investigación que el narrador de “La verdadera vida de Sebastian Knight” de Nabokov –escrita en inglés y publicada en 1.940- lleva a cabo, modelo ampliamente explotado por Auster en “Ciudad de cristal” y “La habitación cerrada”.
Esta modificación adopta la figura de una metamorfosis de alteridad, un devenir-otro, lo cual es mucho más decisivo que una mera conversión psicológica, de la que tan a menudo se limita a hablar la novela, muchas veces sin saber lo que hace y sin reconocer la dimensión simbólica subversiva de estos fríos juegos intelectuales. Aquí hablo de cómo el mundo en la multiplicidad e infinitud de sus signos y apariencias, desvía al “sí mismo” de cualquier verdad, tanto propia como “objetiva”. Esto es, si se quiere, una forma de especificar la teoría de la seducción partiendo de Baudrillard.
El observador, en principio, observa a otro como otro, o suplanta la identidad de otros siendo todavía él mismo, pero acaba, más pronto o más tarde, percibiendo, primero confusamente, que es él mismo quien se está haciendo otro a medida que se incorpora, por así decir, el vacío de la alteridad ajena. El mismo proceso está actuando aún más intensamente cuando es la vida ya vivida de otro la que se reconstruye a través de la escritura. Por el solo hecho de “estar en el mundo”, cada uno de nosotros acabará por convertirse en otro distinto que él mismo: ley primaria de un devenir de los contrarios que la Modernidad ha reificado para contener sus efectos simbólicos devastadores.
En la experiencia de la desnuda existencia cotidiana, esta conversión constante apenas si es percibida por el individuo que se cree su propia “indivisibilidad”, es decir, el ser hombre reducido a lo apolíneo de las normas opresivas de la trasparencia del mundo cosificado. Hay que adentrarse en las múltiples formas de la ficción y de la patología para entender algo de todo este proceso de diferenciación, pero enfatizando que éste siempre se encuentra en el origen, porque desde el origen de esta existencia mundana hay un desdoblamiento que es irreductible a la identidad. Las religiones y las cosmogonías primitivas de carácter arquetípico sabían mucho más de esto que nosotros, obligados como estamos a preservar ante todo el estatuto trivial del individuo como realidad última y sustancial.
El observador-escritor comienza por perder de vista el mundo de su vida vivida, tal como lo ha experimentado convencionalmente desde la cesura que significa el comienzo de la investigación-reconstrucción. Al limitarse a observar al otro, todo su mecanismo psicológico “personal” se convierte en una función de registro e identificación impersonal de un objeto, por lo que también el observador tiene que acabar por trasformarse en objeto, pero esta vez en objeto sin sujeto, es decir, en fatalidad pura.
Sin saberlo ni quererlo, ingresa en una alteridad a través del pasadizo del puro azar; al mismo tiempo, al convertirse en función cognitiva y vital extrovertida, cede su voluntad a los movimientos de otro, y entonces sucede que la propia voluntad se problematiza, en el doble sentido de la incertidumbre y la duda. La incertidumbre aparece porque desconoce la causalidad o intencionalidad de los actos y movimientos del otro; la duda surge de la desconfianza hacia la coherencia de sus propios actos y decisiones, ahora puro reflejo de aquello que a su vez también inspira incertidumbre y desconfianza (el sentido de los actos de voluntad del otro). De esta manera tan categórica, este planteamiento de la relación sujeto-objeto, que debiera pasar por la intersubjetividad normalizadora del intercambio consciente, pasa sin embargo por el filtro de la fatalidad, y esto implica un cambio cualitativo de todas las relaciones del hombre con el mundo. Los signos de la trasparencia de la identidad se trasforman en los signos de opacidad de la alteridad.
El hombre, al devenir sujeto sin objeto, sólo tiene como alternativa posible pasar a su vez a constituirse en objeto sin sujeto. Este movimiento del devenir es el que, en un nivel simultáneamente psicológico, cognitivo y ontológico, describe estos relatos de Auster. Psicológicamente, se produce el extrañamiento del propio yo, para cuya determinación empírica y psicologista nosotros sólo disponemos de categorías patologizadoras. Cognitivamente, el ingreso en una interioridad en que por una vez se trasparenta la nada positiva del mundo. Metafísicamente, en una pérdida de las auto-determinaciones esenciales de la propia existencia que pasa al estado de indiferenciación absoluta. Las viejas temáticas idealistas de la fusión sujeto-objeto se transforman, pero ahora en contra de la hegemonía uniforme del sujeto autoconstituido.
A partir de ahí, este hombre accede al estado de máxima identificación con el mundo en todo lo que éste tiene de semejante a la nada, pero ahora no la nada del sujeto (el nihilismo del absurdo, el nihilismo del lenguaje, el nihilismo del sentido, del que toda la literatura contemporánea ha hecho su dios escondido y su sentido en ausencia de sentido) sino la nada del propio objeto, y por tanto la nada de una relación ficticia que hace ficticio al mundo. En la verdad de esta experiencia, la que dice que el hombre no es nada como sujeto pero puede serlo todo como objeto, se sitúa quizás el encuentro con un horizonte nuevo en el que es posible ver actuar al mundo como fatalidad en los juegos de la predestinación finalmente querida.