Una ficción para el relevo del hombre occidental
Cuando hace unos años, a fines de agosto de 1998, se publicó en Francia, con un alboroto digno de mejor causa y típicamente parisino, la novela de Michel Houellebecq “Las partículas elementales”, estaba muy reciente la clonación de la oveja Dolly. A comienzos del verano del 2000, los investigadores presentaron los primeros resultados de la decodificación completa del código genético humano, que en palabras grandilocuentes de Bill Clinton, el presidente norteamericano, representa algo así como la posesión de las claves del “libro de la vida” creado por Dios.
La resonancia teológica, galileana (la naturaleza compuesta por caracteres matemáticos; la vida escrita en caracteres genómicos) es evidente, como lo es el espíritu fáustico y tecnológico que mueve estas empresas. Pero la pregunta exacta es la que hace visceralmente la novela de Houellebecq, tomada en el sentido de la “teoría-ficción” que la sustenta explícitamente en el epílogo y más allá de antiguas metáforas cuyo origen ya sólo conocen los eruditos: ¿para qué podrían servir efectivamente todos estos experimentos biológicos con el “libro de la vida”, que juegan con la idea de la duplicación genética sino es porque, de manera inconsciente, el hombre occidental busca ansiosamente el relevo de su especie, habida cuenta que la vida cada vez se le hace más insoportable, exactamente en la medida en que más fácil y desilusionada?
Asimismo hace poco tiempo un filósofo, quizás el primer contrincante a la medida de Habermas en sus propios dominios alemanes, Peter Sloterdijk, despertó los viejos fantasmas dormidos del “Uebermensch”, (apenas diferente de la especulación nazi-mengeliana para la desaparecida conciencia alemana), cuando en julio del 99, durante un seminario, proponía la superación del hombre actual a través de la creación de una nueva especie que técnicamente realizara la idea nietzscheana. Por supuesto, la inexactitud “metafísica” de la analogía no impide que el espectro nos acose
El biologicismo nietzscheano, que tantos quebraderos de cabeza ha dado a los intérpretes de izquierda, permite cualquier interpretación y buena parte de la ambigüedad de la obra procede de este sustrato innegable, por más que el propio Heidegger, seguro de la grandeza del pensamiento de Nietzsche, intentó librarlo de este “estigma”: ahora bien, la lectura biologicista de Nietzsche es tan legítima como cualquier otra y se halla incluso mejor fundamentada que muchas otras (desde el punto de vista de la interpretación, no existe el principio de un “no jurarás en vano en el nombre de lo que sea”: hay sólo interpretaciones más o menos poderosas y ese poder no se lo deben precisamente a la verdad). Da igual, nosotros ya sólo podemos pensar, y muy pronto actuar, en términos tecno-bióticos o cibernéticos, y justo ahí es donde Nietzsche nos toma la delantera por un extraño recodo de nuestra historia, un recodo que el nacionalsocialismo no supo recorrer, pese a todas sus veleidades y todas sus violencias innecesarias.
En una situación desesperada, en la que pronto se desatará la competencia mundial entre poderosos grupos de presión, los comités de ética tienen ya muy poco que decir, o como mucho, proponer procedimientos “democráticos” de discusión y decisión, apelando a ese “humanismo procedimental” del que habla Luc Ferry, para salvar en última instancia una idea de la humanidad que sólo tiene sentido dentro de unas mentes demasiado acostumbradas a creerse sus propias ficciones. Esa idea de humanidad nos implica y nos afecta a nosotros en tanto herederos de unos valores muy determinados, pero seguramente este compromiso queda en suspenso cuando pensamos en un porvenir del que todavía quedan por entrever muchas sorpresas: precisamente esas “vejaciones” infligidas a la humanidad, a las que se refiere Sloterdijk citando a Freud, no han hecho más que aparecer en un horizonte que las va multiplicar hasta alcanzar efectos inesperados. Los hombres saben resistir a la idea antropológica que se les impone, e incluso pueden sobrevivir al buen humanismo que se les ofrece a precio de saldo.
Así pues, flota en el ambiente el último y definitivo sueño antropológico occidental, el de construir una humanidad por duplicación clónica. Es evidente que el rechazo del dolor y la enfermedad es tan intenso en Occidente, el horror de la muerte tan conminatorio (humanismo sentimental y terapéutico obliga), que cualquier solución de este tipo puede imaginarse como válida, y experimentalmente ya es una realidad que no hará más que pedir más sacrificios “morales” en lo sucesivo. Pero el número de cobayas humanas está bien surtido. Todos sabemos que las cobayas no gozan de ninguna “dignidad humana”. Sin embargo, para el futuro biopoder, todos somos cobayas.
¿Quién habrá allanado entonces el camino de este biopoder sino aquellos que sostienen argumentaciones morales basadas en principios que en el fondo nadie respeta y a sabiendas de que nadie lo hace? De hecho, para la biología molecular, en su estadio actual, un organismo no es más un “replicante” (en “Blade Runner”, los llamados curiosamente “replicantes” ya no son meramente organismos robóticos, como los que pertenecían a la era mecanicista y “cartesiana” de los autómatas programados: son de hecho “réplicas” biológicas perfeccionadas y selectivas de organismos humanos, aunque su perfección la pagan con una vida muy corta), compuesto por conjuntos discretos de células que se autorreplican y cuyo funcionamiento es estrictamente “bioquímico”. Si la vida pierde su trascendencia y queda reducida a un código y unos procesos físicamente controlables, entonces se puede simular la vida (del mismo modo que desde el capitalismo industrial se simulan los procesos productivos de la naturaleza) a través de la reproducción por duplicación. La vida entra a su vez en la era de la simulación y de las soluciones técnicas a medida.
El principio productivo de las copias a gran escala con que se inaugura la era industrial (la mercancía, los objetos “culturales”, la equivalencia de los individuos desestructurados en la forma-masa, la producción serial y estándar de casi todo: edificios, modas indumentarias, programas de televisión, obras de arte, ideas, teorías, hábitos de consumo…) se traslada ahora a la propia vida: nada se opone virtualmente a que los hombres también sean reproducidos en serie. Ahora nos daremos cuenta de que la esencia técnica de la Modernidad era la simulación definida por Jean Baudrillard desde los años setenta como el universo de los simulacros de la hiperrealidad o simulacros del tercer orden: reproducción generalizada de todo lo existente e inexistente mediante códigos que ya no guardan relación con ninguna realidad previa, con la consiguiente confusión entre la copia y el original, entre la realidad y su doble (hipótesis del “crimen perfecto”).
La clonación, la “duplicación perfecta” de organismos a partir de un mismo código genético, es uno de los aspectos de esta fantasía monstruosa, que no por casualidad es la solución de Aldous Huxley en “Un mundo feliz” (1932). Pero la fantasía no lo es tanto si se piensa que todos los efectos de la liberación de costumbres de los últimos cuarenta años tienen por meta la liquidación de los lazos filiales, intersexuales, generacionales, simbólicos, que unían, como último refugio “tradicional”, a los individuos, después de que la propia comunidad “nacional-popular” fuera triturada por la lógica liberal del mercado (el tema central implícito de la novela de Houellebecq).
Unos individuos asexuados, para los que el deseo haya desaparecido o se haya convertido en un juego interactivo de simulación, son el prerrequisito de la experimentación genética, aunque durante algún tiempo aún haya que jugar la baza ideológica de una sexualidad “liberada”, de la “reproducción asistida” y demás prótesis previas, pero es que precisamente la liberación del sexo respecto de la reproducción es la otra condición “sine qua non” del mismo proceso metabiológico. Y esta situación está ya ampliamente conseguida. Sólo queda su extensión social, pues la aceptación moral es implícita y el consenso humanista sobre las libertades individuales no parece querer ceder terreno.
El derecho a tener réplicas clónicas será un derecho más, que la técnica y el mercado correrán a satisfacer con deleite y beneficio. Si el hecho ya impensablemte espontáneo de tener hijos se ha convertido en un derecho, extendido universalmente a todas las formas y modalidades de convivencia (bisexual, heterosexual, homosexual, plurisexual…), no parece legítimo reducir o restringir el derecho al clon. Ne touchez pas mon clon!
Por supuesto, todo lo anterior no es nada más que ficción, es decir, virtualidad pura, pero es que, a partir de ahora, debe tomarse en consideración que el funcionamiento de las técnicas (al igual que su madrastra, la ciencia, tras la revolución cuántica) se funda en la virtualidad de sus resultados, y que estos resultados apenas ingresarán en la dimensión de lo real, por la sencilla razón de que también lo real se ha convertido en una mera virtualidad entre otras.
Desde hace tiempo el problema epistemológico fundamental sobre la realidad, desde la perspectiva fisicalista dominante, no es la imprevisibilidad por incertidumbre de los resultados de un experimento, sino la tratabilidad o intratabilidad de cálculo sobre la información disponible. De una dimensión aún ontológica que cuenta al menos con un referente (todo el problema de la inducción en la filosofía de la ciencia: la teoría debe disponer de algún sustrato “real” con el que confrontarse o de lo contrario pierde su legitimación), se pasa, casi insensiblemente, a otra dimensión, entregada ésta efectivamente a la pura simulación, es decir, a la virtualidad de los resultados.
Esta es la razón profunda por la que todo debate en términos “realistas”, es decir, básicamente morales (la pregunta sobrevuela y se hace conmovedora: ¿qué puede ser la realidad cuando sólo es un objeto moral, peor aún, cuando sólo es un postulado de moralidad, peor aún, cuando es sólo el efecto patético de un discurso inflacionista sobre la verdad y el deber ser, especulando en caída libre sobre la inconsistencia de lo real?), se torna de una completa inutilidad, pues el orden de la virtualidad es por principio indiferente a los juicios que se puedan plantear sobre la realidad de lo real. Aquí, la tarea de neutralización “objetivista” de la ciencia ha cumplido su proyecto, a lo largo de una dominación de tres siglos: se nos hará tragar todo, con tal de que proceda de un progreso y de una “certeza racional”, con tal de que resulte útil y haga más cómoda la vida.