Debería haber llamado mucho la atención la sorprendente proliferación de determinadas palabras nada inocentes en la poesía de Juan Ramón Jiménez, hasta el punto de que una sola palabra, en la acepción de una experiencia «originaria», puede caracterizar sintéticamente toda una obra poética. Es el caso de la palabra «alma», para nosotros ya vacía de referencia, de «denotatum» cualquiera. Sin embargo, pese a su vacío, es una palabra «clave» y no en el sentido banal de la frecuencia de su uso: su carácter central reside en el hecho de que esta palabra acumula determinaciones de cierto alcance, difíciles de establecer en un análisis meramente «objetivo», pero que resaltan muy por encima de un uso «literario» de la lengua. Es también la palabra más «abstracta» del vocabulario juanramoniano y la que requeriría mayor aclaración. De su añejo regusto romántico, lo que vale decir “cristiano”, pronto pasará a significar la densidad de un idealismo metafísico relativamente personal.
Nietzsche resume buena parte de la filosofía moderna de la subjetividad como un «atentado» contra el concepto cristiano de «alma», y a la vez lo designa como una crisis permanente de su concepto fundacional de «yo pienso». En efecto, «alma» aún significaba en los siglos XVII y XVIII una forma de trascendencia del hombre en el mundo, una pertenencia del hombre a «otro» mundo, el de Dios mismo como Creador, también del alma. El horizonte del alma era la beatitud, la contemplación extática de la idea divina. Sus modalidades secularizadas no desmienten este origen y su sentido.
Esta configuración trascendente y «ultramundana» es la que se viene abajo con la crítica moderna del yo como «substancia» suprasensible (cuyo atributo superior es la inmortalidad, objeto de afanosos discursos demostrativos) y su sustitución por una modalidad de ser pasiva, receptiva, refleja, llanamente sensible, en un mundo que es tan sólo (en tanto “reflejo”) un flujo empírico temporal de sensaciones y hábitos de percepción: un yo finito, sin contacto con lo suprasensible, mucho menos con ninguna esencia divina ni ningún «mundo de las Ideas», que sólo tiene acceso a sí mismo como cosa sensible entre cosas sensibles y cuya única actividad es «construir» objetos, a partir de estas percepciones.
Ahora bien, a partir de Kant, y aún más con la radicalización del idealismo por parte de sus discípulos inmediatos, en el sentido de la “voluntad” o el «espíritu», el debilitado yo de la tradición empirista se convierte en lugar privilegiado de la «síntesis trascendental», condición misma a priori de toda representación, pues el pensamiento es el que realiza toda síntesis, de la que el propio sujeto es producto. El sujeto se convierte en el principio de identidad y totalización del objeto, de todo objeto, desde ahora mera peripecia o «rodeo» del pensamiento constructivo.
El concepto de «alma» se vuelve inútil, ya no representa o esquematiza nada, es apenas una palabra vacía para expresar demasiadas cosas inaprensibles en términos de puro pensamiento conceptual, una indefinible «facultad» del sujeto. La demostración de la existencia «inmortal» del alma como «cosa» suprasensible se vuelve entonces una tarea descabellada, pues este atributo de la infinitud es precisamente el que tiende a socavar todo el pensamiento moderno, fundado sobre la «finitud» del sujeto. Lo suprasensible (el “en sí”, lo absoluto: el Dios cristiano vaciado de contenido de fe) se trasforma en «Voluntad» realizándose en la Naturaleza (Schopenhauer) o «Espíritu» realizándose en la Historia (Hegel): el individuo como tal, es decir, como sujeto, es desposeído de este poder metafísico de lo suprasensible. Su única beatitud posible será de ahora en adelante atenerse sin más a lo útil que hace meramente feliz una existencia asegurada en certezas «objetivas».
Así pues, todo lo «irracional», todo lo intraducible al «entendimiento» categorizador se refugia en la vecindad precaria de esta vaga palabra de «perfiles embotados»: su terreno será la moral («tener un alma buena«) o la estética («tener un alma sensible«). A partir de ahora, «alma» designa metafóricamente una totalidad incomprensible del sujeto, algo así como un principio de armonía y conciliación en el uso de las demás facultades autónomas. De ahí que pase a ser la palabra de uso más común y cómodo en la lírica como signo de una superioridad singular del yo poético moderno, refractario a las certezas legales y a la utilidad de la existencia como un fin en sí misma, que se resiste a convertirse en mero «sujeto» fragmentado que ensambla mecánicamente sus datos de experiencia con vistas a constituir el objeto (el poema, pero el poema no es más que el nombre de la “vida auténtica”).
Este «alma», cuya morada secundaria y de lujo serán ahora la poesía y el arte, aspira aún a una dimensión de trascendencia con respecto al mundo, quiere ser algo más que una mera sensibilidad afectada por múltiples y cambiantes objetos presentados por un flujo perpetuo, caótico, de percepciones sin referencias de unas a otras y de las que una más alta utilidad sabe extraer la construcción del mundo. La palabra «alma» es el indicio de esta «resistencia» profunda al modelo de gestión normativa de la subjetividad «burguesa»: el individuo singular, el poeta, romántico o simbolista, tiene alma, cosa que «el burgués» (en el sentido de Flaubert: el que «piensa bajamente») no puede decir sin afectación. «Tener alma» pasará a significar entonces: poseer una vivencia «única» del propio yo y del mundo. El residuo que deja el ateísmo y el nihilismo en la contemporaneidad es exactamente el principio de la singularidad absoluta: a veces lo puede encarnar un individuo (el poeta, el artistas, el genio…), a veces también un pueblo o una clase: “incipit” hegelianismo trivial pero tal vez por ello más auténtico.
La relación de este «alma» con la «Naturaleza» es probablemente el único «tema» serio de la poesía moderna, y hasta podría establecerse su evolución a partir de los diferentes estadios y modalidades de esta relación entre alma y naturaleza, mediados a su vez por el concepto fundamental de «forma». A partir de esto, debemos confesarnos que hay más «metafísica» que «psicología» en la poesía moderna, y sirva esto para desterrar cualquier tentación biografista y/o psicologista, pues a fin de cuentas aquí no se trata de individuos sino de totalidades o figuras concretas de un devenir altamente espiritualizado, en el que el individuo «histórico» importa muy poco.
«Alma», en estas condiciones significa: presencia de la conciencia respecto de sí misma a través de las cosas del mundo, más allá de los efectos de utilidad de estas cosas. Dos esferas donde se realiza esta «peregrinación» por un mundo en adelante limitado por el reducto de la conciencia: la Naturaleza y el Arte, como expresiones gemelas del mismo anhelo de unidad y totalidad autoconstructivas y espontáneas.
El alma, así concebida, «es» sólo en la medida de su capacidad para la autocreación permanente: la forma del tiempo en esta configuración de la experiencia es el «instante» eternizado por cada fragmento de obra arrancada al mundo frío e indiferente. La figura más exacerbada de esta experiencia del alma es la poesía de Juan Ramón Jiménez, en quien el alma se convierte en esa unidad total del yo hecho mundo, del yo portador de mundos, del yo puro, vacío, reflejo extático de las cosas desde la superficie fijada en el instante pleno de las apariencias como signos del ser en su constante y milagroso devenir.
El alma tiene un poder soberano: trasfigura la materia, lo sensible, hace inteligible la «esencia» de las cosas, nunca opuesta a la mera apariencia, pues el alma es lo que trasfigura, lo que produce la identidad de esencia y apariencia, de ser y devenir, desde el éxtasis de la presencia absoluta de sí misma en el mundo.
La experiencia del alma es efectivamente «extática», sin ninguna resonancia mística: no es nada que pertenezca a un hombre, sino lo que une al hombre con el mundo, un vínculo previo que es tanto fuente de unidad como de identidad, pero siempre un «plus» de entidad irreductible a cualquier determinación objetiva o subjetiva. Esta representación juanramoniana del alma es de carácter ontológico, no psicológico, es decir, designa antes que nada un espacio donde lo que es se hace perdurable fijando su devenir desde el poder trasfigurador del alma.
Sólo así cobra algún sentido el obsesivo «paisajismo» de Juan Ramón, ese instantaneísmo del retorno de las cosas salvadas no por la memoria, sino por su presencia misma como aparición pura: se comprenderá esta actividad contemplativa muy anecdóticamente si no se piensa bien que lo sensible constituye una especie de «escena primitiva» de puesta-en-mundo del alma: por ejemplo, todos los matices del color y de la luz (primavera, campo, crepúsculo, amanecer…) son «formas» de esta puesta-en-mundo del alma (el mundo como luz se opone al alma como «blancura», pero toda luz procede en el fondo de esta blancura primera: uno de los muchos temas platónicos y neoplatónicos presentes en la poesía de Juan Ramón). El famoso «simbolismo» juanramoniano es todavía una determinación muy pobre y superficial de esta idealidad del alma beatífica en la contemplación secularizada del mundo-Dios.
De hecho, la gran lucha mantenida por el poeta es la lucha entre el alma como poder trasfigurador (pero limitado por lo sensible) y la independencia soberana del mundo como objeto irreductible, inagotable en la repetición cíclica de su aparecer y desaparecer. Esta es la fascinación del poeta y todo su discurso no es otra cosa que la repetición afortunada de este ciclo de la apariencia. De otro modo no se entendería nada de la monotonía profunda de la poesía de Juan Ramón: casi todo poema «repite» otro poema en un ciclo de especularidad casi infinita, y no porque unos signos sean cómplices de otros según unas reglas determinadas, o el poeta se complazca de modo narcisista en este juego de espejos cada vez más bruñidos, sino porque en realidad siempre repite el gesto fundacional de su «escena primitiva«: la del alma como poder extático de trasfiguración. Ahora bien, el gesto que se repite, no por ello deja de tener un sentido. Al contrario, se hace más significativo, más matizado en cada recurrencia ocasional.
La poesía de Juan Ramón es, así considerada, una estética de la aparición y de la desaparición, un integrarse de lo aparente como descubrimiento de lo esencial. Como para todo idealista, para Juan Ramón vale lo que dijo Nietzsche de los idealistas alemanes: confundían con demasiada facilidad el «inventar» y el «encontrarse». Que el mundo sea aparición y desaparición pura significa que Juan Ramón «encuentra» justo lo que «inventa»: el poder trasfigurador del alma, pues el mundo sólo es en la medida en que el alma consiste en esta presencia de sí misma en las cosas. El poder de esta presencia se llama «belleza» y ontológicamente es la primera propiedad de las cosas, porque la pura aparición de la presencia de algo ante el alma es el estallido jubiloso del ser como belleza y que esta belleza sea siempre verdadera es toda la verdad que se puede decir del mundo. Sobre este tema, la especulación platonizante de Juan Ramón es casi ilimitada y portentosa, casi más aún que su propia práctica poética, ceñida a enunciar esta «verdad» de la verdad bella o de lo bello verdadero.
De lo dicho hasta aquí, ya se puede deducir con evidente facilidad en qué sentido el concepto juanramoniano del alma no es sino una poderosa secularización del correspondiente concepto cristiano: su función aquí es «intramundana», no «ultramundana», y la esencia divina objeto fusional de la contemplación beatífica queda sutilmente desplazada por la aparición pura del mundo-dios, paraíso en la tierra que una áscesis lírica descubrirá con paciencia consagrándose a una alabanza desinteresada que equivale a una autoglorioficación de la propia alma salvada.
La aparente «subjetividad» lírica es la forma auténticamente impersonal del canto del devenir-retorno purificado de las cosas en su aparecer, por lo que el alma debe desnudarse y desnudar su lenguaje a fin de recoger el don y la gracia, que constituyen el decir poético en cuanto himno a la autocreación. En la última época de Juan Ramón, esta alma será llamada finalmente por su nombre verdadero: Dios o dios, con lo que la aventura de la autoglorificación a través del poder trasfigurador del alma encontrará su identidad definitiva: mi alma es dios, “los dioses no tuvieron más sustancia que la tengo yo”. El círculo se cierra. Pero el primer esbozo estaba presupuesto al comienzo, si se lee bien y con atención.