EL LENGUAJE, SEDUCCIÓN DEL SENTIDO

Es ya un tópico estimar que nuestro siglo ha sido la “era del lenguaje”, algo así como la época en que con mayor dedicación y sutileza se ha reflexionado sobre el lenguaje. Para ilustrar esta opinión, bastaría considerar los desarrollos de la Lingüística, la aparición de la Semiología, la orientación lingüística de la Filosofía analítica, la creciente fundamentación “comunicacional” de la racionalidad social, política y moral, la vuelta a la Hermenéutica, la descripción de la obra literaria desde un punto de vista estrictamente lingüístico, etc.

Multitud de nombres de grave resonancia intelectual de este siglo tienen algo que ver siempre con la reflexión sobre el lenguaje, y, desde distintas esferas del pensamiento, han estado obligados a decir algo a propósito del lenguaje, de la manera más sugerente. Pero con esta consideración nos mantenemos todavía dentro del terreno de una “positividad” que desconoce su origen, su naturaleza y tal vez su necesidad.

Fue Michel Foucault, sin embargo, el que con mayor sentido histórico supo describir y explicar el porqué de esta portentosa y sobreabundante problematización contemporánea del lenguaje en su libro, casi siempre mal comprendido, “Las palabras y las cosas”. Foucault consideraba que el lenguaje había pasado a ser, tras las crisis y desaparición de las “epistemes” clásica y moderna, de las que en parte procedemos, el auténtico soporte o instancia trascendental del discurso del saber y este siglo ha debido asumir la tarea, siempre embarazosa, de pensar una y otra vez esta situación histótico-cultural tan compleja.

El lenguaje se ha convertido para nosotros en el único y “verdadero” sujeto y eso en todos los sentidos que podamos atribuirle a esta palabra ya casi vacía de poder discursivo, salvo la de la magia demiúrgica de un fetiche apenas disimulado. Sería una tarea muy extensa desarrollar aquí el planteamiento foucaultiano, pero la idea central por retener aquí es ésta: el lenguaje es el sujeto, el sujeto es el lenguaje.

Sin duda es una conclusión radical y conflictiva a la que se llega tras un largo trayecto del pensamiento contemporáneo (la “influencia” del estructuralismo junto con la crítica de la fenomenología puede que sólo constituyan un acontecimiento por el que empieza a abrirse un horizonte hasta entonces no entrevisto apenas, del que Heidegger había dado las pautas), e incluso los que piensan ya dentro de ella temáticamente tienden a desconocerla o, en el peor de los casos, se esfuerzan en denunciarla como una tesis “metafísica”, con graves derivaciones “irracionales”, “paradójicas” o “escépticas”, posiciones que apuntan a poner en cuestión la “verdad” del saber, su carácter “universal” o el poder referencial del discurso.

En cualquier caso, todos estamos encerrados en un horizonte en el que el lenguaje sigue siendo sujeto, se tematice conscientemente como tal en los casos de lucidez intelectual más apreciable, o bien se quiera ignorar desde posturas supuestamente “antimetafísicas”, que, como bien sabemos, resultan ser las más metafísicas, en su inconsecuente positivismo. Lo decisivo es comprender hasta qué punto y en qué grado nuestra época no puede reconocerse a sí misma sin referirse a todo lo que ha sido dicho y pensado a propósito del lenguaje.

Quizás aquí surja la paradoja menos asimilable, la más temible, la más desconcertante, en la medida en que aún no hemos calibrado la necesidad de esta nueva positividad: ¿y si el lenguaje siguiera siendo un desconocido para nosotros? ¿y si, precisamente por ello, este desconocido tuviera que llegar a ser tal sujeto? La hipótesis idealista, que preside toda nuestra cultura, afirma que el sujeto es lo más conocido para nosotros, pero el lenguaje es el nuevo sujeto y es desconocido, a pesar de hacer sido “descubierto” como tal sujeto, desvelada ya la “conciencia de sí” como forma caduca de la subjetividad moderna, pues el sujeto humano no es el lugar del sentido, ni hay instancia trascendental para el sentido, fuera de un histórico «comprender el ser».

Entonces, sobre el propio lenguaje ha recaído una pesada carga y aún es difícil asumirla, como otras muchas que acaban de hacer su aparición justo en el momento de la desaparición del viejo mundo de la voluntad y la representación del sujeto. El lenguaje es un desconocido desde cualquier ángulo que se le asedie: lo es todo y no es nada. Hablado y escrito por todos, pero él mismo mudo. Esta mudez, casi primitiva, nos pone a hablar y a escribir, pero continuamos desconociendo la sobreabundancia que hay tras su silencio y esto da miedo, introduce el pánico en nuestra confortable conciliación con el lenguaje “a la mano”.

Ahora bien, en el estado actual de consumación de todo, debemos dar un paso más allá en este espacio vacío, debemos alcanzar la radicalidad de lo que excede la misma negatividad que nos envuelve y decide por nosotros, y para ello, en una tentativa aún demasiado generosa de aproximación, tenemos que situarnos en la hipótesis más terrible o en la más gozosa, según estemos dispuestos a atrevernos a ella o a rehusar estar a su altura: el lenguaje es lo que seduce al mundo, no lo que obliga al mundo al encierro en el sentido, no lo que con su lógica del sentido y de la verdad delimita al mundo, no lo que nos hace poseedores del mundo sino lo que nos desposee de él y nos entrega a un eterno simulacro de conocimiento y posesión, juego infinito en el que no somos sujetos porque la regla está perdida para siempre.

El lenguaje no es tampoco el lugar de la “verdad”, porque para seducir al mundo tiene que abandonar la estabilidad de lo verdadero y convertirse en el lugar donde lo verdadero siempre está diferido y en trance de un devenir un otro. A lo largo de toda esa positividad contemporánea del lenguaje, se ha abierto una fisura por donde penetra lo “otro”, por donde el sentido nunca podrá ni deberá “realizarse” porque el lenguaje desvía toda verdad, por donde el sujeto “hombre” pierde todos sus derechos de soberanía y sólo le quedan los de residencia.

En este horizonte, despedazado y reunificado por el trascendental inmanente constituido por el propio lenguaje, ¿es posible pensar, como quiere Baudrillard, en una teoría del lenguaje como “seducción”? ¿Una teoría del lenguaje más allá de los efectos de código, de los efectos ilusionantes de verdad y dominio? Sabemos perfectamente que todo cuanto deviene objeto y se trasforma en positividad, pierde su condición de pertenencia al mundo y al todo mismo que lo constituye, se le desposee hasta de su derecho a la singularidad y a la diferencia radical, pues la objetividad racional sólo puede ver en el lenguaje aquello que ella misma simula, que ella misma pone como reducción a la identidad formal y calculadora. Cuando al lenguaje se le ha puesto a funcionar dentro de los límites de modelos de análisis de todo tipo (lingüísticos, lógicos, pragmáticos, semiológicos, hermenéuticos, etc), siempre ha aparecido lo inesperado y lo insensato: el hecho de que su capacidad de respuesta desborda la red categorial, el utillaje formal con que se aspira a la destitución puramente descriptiva de su “interior”.

La multiplicidad de estas respuestas al orden del discurso disciplinario ya debería haber puesto sobre la pista de las condiciones en que esta objetivación positiva y empírica hace accesible al lenguaje, pues éste, de entre todos los objetos operacionales del saber, es el único que puede responder y pasar a convertirse en sujeto, y esta propiedad excede con mucho la consoladora perspectiva de los “metalenguajes”, atrapados ellos mismos en el único lenguaje que habla y cuyas reglas siempre desobedecen el ideal racional y calculador.

De ahí esa proliferación tautológica de meta-disciplinas encargadas de afilar y pulir las categorías y los conceptos de los diversos saberes, todos ellos abismados en las reglas de juego de unos “lenguajes” que las dominan mientras creen estar dominando ellos sus objetos ya casi fantasmales. De ahí también esa prodigiosa referencialidad en el vacío de todos los discursos actuales, desbordados por la profusión de palabras que ya no pueden significar porque una voracidad de sentido las desborda a ellas mismas.

Cuando se juzga, ingenua o cínicamente, esta apertura de un nuevo equilibrio entre las palabras y las cosas como “nihilismo” o “irracionalismo”, se pretende hacernos creer que en el campo de los sistemas promiscuos del saber y de la verdad preexiste alguna forma de conciliación, alguna forma de “racionalidad” específicamente humana que resolvería para siempre el problema de nuestro estar en el mundo.

Se formule como se quiera, ésta será siempre la creencia voluntarista en el dominio técnico del mundo (que no es más que la emanación directa de la dominación del mundo por el pensamiento en cuanto tal), y como tal creencia sólo está sostenida por una disposición moral perfectamente ajena al exceso de sentido de su propia lógica, ajena por tanto al orden de su reversibilidad, anclada en el ideal de su cumplimiento y de la perfectibilidad de lo que existe.

En el momento mismo del triunfo de este proyecto, aparece lo que se le oculta y está llamado a relevarlo: la reflexión sobre el lenguaje ha sido justamente el campo de juego de esta incapacidad de los sistemas racionales por fundarse a sí mismos desde sí mismos. Siempre que nos referimos al lenguaje como objeto de reflexión, nos engañamos casi pudorosamente, olvidamos que sólo tenemos acceso al propio lenguaje como escritura desde la escritura y no hay nada más detrás de este abismo plano salvo efectos de profundidad de abismo.

Si el lenguaje ya es en sí mismo sujeto que seduce las cosas (las vela y desvela, las atrae y las separa, las ordena y las desordena, siempre en un doble movimiento en que su presencia atrae su ausencia y éstas a aquella, como piensa Derrida el juego de la “différance”), la escritura se convierte entonces, más allá de la lógica del espejo y la escena con que la ubicua hipótesis de una referencialidad desencantada ha designado al lenguaje, en la operación de la seducción y ello, no sólo bajo el aspecto de la “apariencia pura” de los signos extáticos en su despliegue efímero que ocasionalmente puede producirse como exaltación justo de la ausencia de sentido, de la burla del sentido, como quiere Baudrillard, sino también como signo-fantasma, como “flatus vocis” que simula atrapar y estabilizar el sentido verdadero, para pronto quedar otra vez oculto y olvidarse.

¿Qué hay más apasionante que el lenguaje como palimpsesto, hay algo más seductor que esta permanente reversión inagotable de los signos que sustituyen a otros signos, ninguno de los cuales nos hace presente más que su sustitución? Y no se trata tan sólo de la hipótesis de una semiosis “ilimitada”, del ideal semiótico de una cadena de interpretantes abocados no obstante al “sentido” final, como quiere que éste sea entendido y determinado por operaciones objetivantes.

Existe un prejuicio muy arraigado entre aquellos que escriben y aquellos que leen, y sobre todo entre quienes sólo saben escribir mal acerca de lo escrito por otros: se ha llegado a creer que «literatura» y «escritura» son una y la misma cosa, cuando lo cierto es que hay mucha, demasiada literatura, y muy poca escritura. Esta confusión, de efectos perniciosos, se debe, en particular, a una práctica moderna de la literatura y a una práctica «crítica» concomitante con ella.

La literatura es el ejercicio banal de un lenguaje que quiere producir «efectos de realidad», a veces incluso «efectos de verdad»: la tradición mimética o su oponente relativo, la «experimentación», son la expresión de este intento de «hacer hablar» a la realidad mediante el lenguaje (y así, se llegó a hacer hablar a lo inconsciente, a lo latente, incluso se fue más lejos: se obligó a hablar a lo que ya no tenía nada que decir…). En sustancia, este desarrollo de la literatura como duplicación mimética de lo real y simulacro de verdad, como profundización en la esencia oculta de lo real, está ya concluido, y todos los «remakes» actuales de los subgéneros históricos de la novela, estos «revivals» tardíos, no son más que la revisión a la baja, un tanto redundante y desesperada, de la propia práctica moderna de la literatura.

Como todo discurso hoy, la literatura, todo lo que la circunscribe y se presenta bajo su nombre prestigioso, está perfectamente sobredimensionado, se ha convertido en un mero valor (de cambio, entre otros) que vive, o circula, dicho más exactamente, a expensas de la vampirización paródica de su propia tradición. Todo eso no es más literatura y, entretanto, ha perdido su oportunidad de ser algo más. Aunque quisiera, tampoco podría ser ya otra cosa que mera literatura en trance de subsunción en otros discursos más poderosos, que la han contaminado hasta casi hacerla desaparecer (el lenguaje del cine y la televisión, el modelo del reportaje o la crónica periodística, la publicidad con su antiestética del «todo vale»…).

Lo que se opone a esta creciente rarificación del objeto suntuario de consumo llamado «literatura», a su vertiginosa pérdida, es precisamente lo que resiste a la definición del lenguaje en tanto mera «literatura»: lo que se llama muy equívocamente «escritura». Actualmente, dadas las condiciones de liquidación por saldo de la obra literaria, es lícito y aconsejable combatir la literatura desde la posición de repliegue de una escritura (ficcional o teórica) que ya no pretenda desprender efectos de realidad, que no aspire a conservar y reproducir lo real mediante el recurso patético a ese depósito de residuos que es lo real, en un lenguaje a su vez objetivado como mero útil de una transacción de liquideces semánticas que clonan lo real y mantienen la propiedad subjetiva del lenguaje como un elemento más del sistema hipercodificado de las relaciones sociales, bajo la presidencia de esa grotesca figura del autor dueño y señor del discurso, la estúpida imagen del «hacedor» con palabras de lo real.

La escritura no tiene nada que ver con toda esta tramoya, con esta ilusión trivial y mundana de traer a la conciencia lo real a través de operaciones discursivas con una lengua más o menos afortunada (a fin de cuentas, la literatura como año sabático de la lengua: valoración propiamente «burguesa» de zánganos de colmena): ésa es sólo la ilusión literaria moderna, la que desprecia cualquier manifestación auténtica de la escritura, hasta en el mismo movimiento de su negación, ya que la literatura sólo puede sobrevivir vicariamente a costa de expulsar la libertad de la escritura de su terreno, para convertirse, así liberada, en una búsqueda insensata de lo real en la escena errática del lenguaje.

De ahí todas las paradojas «morales» (sólo hay moral de la escritura al precio de una reconciliación cualquiera entre el lenguaje y lo real) y «estéticas» de la literatura contemporánea: compromiso-pureza, realismo-experimentación… Es que, efectivamente, la literatura, por su propio condicionamiento histórico en la sociedad burguesa, sólo puede plantearse como simulacro de conflicto moral bajo la disyunción disuasiva de entregarse a la reproducción mecánica de lo real o marginarse en el juego esquizofrénico de una trasparencia total del lenguaje a sí mismo (o una opacidad total).

Pero afirmar o negar, en la práctica y en la teoría, la «referencialidad» del lenguaje en la literatura como «estado de excepción» sólo tiene sentido si previamente se ha decidido que la lengua es el «soporte» de lo real, y no más bien aquello que priva de sujeción a lo real a quien escribe, lo que le sustrae cualquier apoyo a un gestión simbólica de lo real, lo que finalmente destina lo real a su desaparición siempre renovada, al tiempo que garantiza la continuidad silenciosa del sentido, pero nunca del «mismo» sentido (de otro modo no habría siquiera posibilidad de escritura).

El lenguaje no es el reverso, empobrecido o magnificente, de lo real, algo superfluo añadido al mundo (no pertenece al orden puro de la representación, sino al orden del signo como representación), un mundo en sí mismo real y con pleno sentido, sino más bien es la forma fuerte en que todo ello (mundo, representación y signo) queda en suspenso, parentetizado: cuando hablo, mucho más cuando escribo, me aparto del mundo, me hago «otro» del mundo, me opongo incluso a toda representación del mundo como algo meramente real y presente en su multiplicidad y devenir, y al mismo tiempo me desincorporo de lo que constituye el mundo de los otros, devolviéndole al lenguaje su forma pura, la plenitud que lo instaura en el vacío que hace a lo real. Este debe ser el proceder de toda escritura, proceder que la simple literatura enajena en la búsqueda constante de lo mismo y no «lo otro» del lenguaje.

Hay sentido que nada tiene que ver con «el» sentido, es decir, con la duplicación vicaria de lo real, con la referencia en hueco a lo real, con la negación o la insignificancia de lo real: hay sentido que no es derivado, trasmitido, operado y ejecutado, sino sentido como resistencia al sentido, como violencia extrema a las condiciones en que se produce el sentido, sentido más allá de las determinaciones demasiado evidentes del sentido. Pero entonces ya no puede ser una escritura «literaria», pues tal concepto es en sí mismo un contrasentido peligroso que intenta delimitar lo irreductible de una práctica cuya única vocación es desolidarizarse de cualquier pretensión donde se legitime el sistema de oposiciones que permite, instituye y reproduce la literatura como práctica espúrea y objeto privilegiado de saber: ficcionalidad-verdad, realidad-imaginación, lenguaje literario-lenguajes «otros» (tomados justamente como modelo de su negación, lo cual es, en buena lógica, un absurdo flagrante), sujeto del discurso-objeto verbal, literatura-vida, etc.

La literatura se encuentra tan abatida exactamente por haberse constituido en el lugar de tales oposiciones ficticias y por querer seguir sobreviviendo desde esas mismas oposiciones banales que la disuelven al tiempo que le otorgan todo su poder usurpado, pero privándola de su seducción como escritura. De todos modos, gracias a esta situación la literatura se garantiza el beneficio de la reproducción en precario de su discurso y del discurso sobre sí misma, triste privilegio de una crítica sobre papel mojado.

Aparentemente, en nuestra cultura de los signos de prestigio de la cultura, la literatura es lo que más se opone a la realidad, a la objetividad, a la racionalidad incluso, presentando la cara oculta de este proceso de devenir-real del mundo y de la vida, pero bien pudiera suceder que, bajo el aspecto de una tal «denegación de auxilio» a la constitución de lo real, la propia literatura no hubiera sido durante este proceso (del Romanticismo a las Vanguardias) más que la continuación «por otros medios» del mismo principio de realidad, invocado desde otros designios que, en el fondo, sólo representarían el rechazo a este devenir-real, abriendo, en algunos momentos y en casos excepcionales, un claro a la penetración silenciosa de otro destino: la escritura como materialidad pura del lenguaje, que ni aprueba ni rechaza lo real, sencillamente lo hace desaparecer, lo asesina en el movimiento estratégico (no especular) de un crimen que priva al mundo en devenir-real de su doble, de su soporte, de su materia simbólica desimbolizada, dominada y reproducible como mero signo especular de la representación, abocado al trabajo esclavo de la producción de una trasparencia banal del sentido.

Desde estos supuestos, una parte de la poesía moderna emprendió su peculiar lucha contra la brutal objetivación instrumental del lenguaje llevada a cabo por la ciencia, y la novela, en su propio orden interno (el mundo como fragmento de historia individual dentro de la «Historia» colectiva: una espejo de la otra), siguió caminos parecidos hasta la disolución misma de sus principios constituyentes. Pero tanto la poesía como la novela modernas estaban condenadas de antemano en esta lucha desigual, en el fondo sólo enfrentadas contra sí mismas: condenadas a la hiperrealización de su propio concepto, a la sobrepuja de una lógica referencial llevada hasta los intersticios de lo decible, implicadas finalmente en un desasimiento implacable y encarnizado frente al mundo, frente al sujeto y frente al lenguaje.

La destrucción violenta del fundamento de lo real en el lenguaje, sin embargo, tenía que conducir a la propia destrucción de los discursos convencionales de la literatura (algo parecido y de igual alcance sucede en la filosofía a partir de la crisis en la relación entre representación y realidad, entre concepto, signo y cosa), pero esa nueva «esencia» del lenguaje desmontado sólo podía reintroducir un olvido prematuro del sentido, ahora positivo, de la escritura como empresa radicalmente distinta a la impuesta por el anterior régimen literario del lenguaje.

Esta tradición y su régimen mandan que el escritor finja convertirse en el garante soberano del lenguaje, algo así como la conciencia que piensa dentro del lenguaje en la reapropiación de su esencia. Esta, incluso banalmente, es la figura moderna del escritor y como tal ha sido diversamente asumida, sobre todo a través de la determinación psicologista del estilo como marca personal e identidad de una lengua con quien se la apropia. Pero en una escritura que quiere materializar el lenguaje como fuerza y energías puras, diferenciales, el sujeto es el obstáculo que hay que disolver, si no se encuentra ya por sí solo disperso en el acto de constituirse en el lenguaje, pues éste, en efecto, constituye a la vez que destituye al sujeto, un movimiento inmanente que debe respetarse como revelación suprema de un juego en el que no puede haber determinación unívoca ni certidumbre íntegra a favor de la subjetividad constituida como sentido trascendental (psicológicamente «intencional») en el lenguaje.

El afán trivial de la literatura como mera utilidad social ha consistido en este esfuerzo por encarnar lo personal, lo individual, lo subjetivo, y en el otro extremo de lo mismo, lo social, lo colectivo, lo ético, como si tal empresa doble de autentificación del hombre en el lenguaje no fuese ella misma un modo perverso de exterminar y doblegar la autonomía e incertidumbre del lenguaje, una empresa, típicamente «moderna», de desilusión y decantación de lo simbólico en lo meramente especular del signo.

Así, no debe sorprender la relación que algunos han invocado entre la escritura más auténtica y diferentes formas de locura (tema clave de la reflexión «esotérica» de varios pensadores franceses: de Foucault a Deleuze, precisamente de éste último es un título tan significativo como «Crítica y clínica»), es decir, el vínculo indeterminable entre el propio lenguaje y el hombre que, sumido en su esencia, en su total alteridad, renuncia a la formalidad subjetiva de su ser «en» el lenguaje.

En la proximidad de la locura aparece de repente la otra cara de una lengua que ya no está sujeta a la aspiración de autenticidad, de simulacro que dirige a la escritura literaria convencional, donde la regulación especular del signo como doble de lo real caracteriza a una voluntad metafísica de correlacionar lo simbólico y lo empírico, el propio signo y su referente. Hay una escritura «otra» cuya esencia es lo inhumano, una escritura que obliga a reprimir lo dado por la conciencia encerrada en sus límites subjetivos tolerantes de una comunicación siempre posible y renovable, una escritura «otra» y de lo otro más allá del horizonte de un mundo reconocible como propio del hombre, más allá también de un horizonte de determinación del sentido previamente dado.

Una escritura inhumana es lo contrario de esta simulación literaria de un poder omnímodo del hombre sobre la esencia del lenguaje, es lo contrario de este despliegue triunfal del hombre en el corazón muerto de un lenguaje destinado a perpetuar la representación de lo humano como presencia trasparente en lo simbólico, como espacio de especularidad domesticada en la que el signo debe reprimir también su propia condición de ausencia, de fatalidad reversible, funcionando tan sólo en los límites dados de una nunca perdida identidad consigo mismo y con lo real, garantizando así el sentido de la caducidad de lo humano como perduración inquietante de lo mismo y de lo propio.

Aún hoy, después de tantos procesos de disolución, se sigue pensando que la escritura tiene que ser salvada por el sujeto y sus categorías trascendentales y especulares: la reflexión sobre el lenguaje sigue atrapada en la red de categorías humanistas que han servido para desposeer al lenguaje de toda su fuerza, de toda su autónoma energía, de todo su poder de fundación, de apertura de horizontes cambiantes de sentido. Al lenguaje se le ha degradado o se le ha sublimado, rara vez se ha querido llevar al pensamiento ante el enigma de su ser como escritura, que socava cualquier fundamentación del ser hombre desde la interioridad del lenguaje mismo.

Cuando el hombre como existente entre lo existente se llega a creer exterior al lenguaje, cuando funda su humanidad sobre la conciencia de sí y lo «propio», cuando se trasforma en propietario del flujo de palabras, soporte de su trasparencia al mundo, agente de la verdad, horizonte del sentido donde lo mismo debe quedar recubierto por lo mismo, asegurado en la patencia de lo evidente desde el lenguaje convertido en determinación viviente de esta duplicidad, entonces la escritura claudica y reniega de su poder, se deja seducir banalmente por lo que carece de espíritu, la lógica que lo vuelve residual, la estética que lo cosifica en retórica gastada (pero justo el lenguaje mismo es este gasto interminable que crece a medida que se despilfarra), escisiones que finalmente multiplican la desolación utilitaria del lenguaje como objeto de un cálculo cualquiera que lo mide y encadena.

Depuesto o coaccionado a abdicar, el lenguaje se ha rebelado una y otra vez contra esta empresa de subjetivación u objetivación simultáneas y, en su tentativa de «liberarse», se ha desatado incluso de su fuerza primitiva, la de repetir los gestos de fundación del mundo, para volver a ingresar en el mutismo de la escritura. Una época dominada por una ansiedad compulsiva y delirante de liberar y encauzar lo liberado, o dejarlo abandonado a su propia suerte, se caracterizará ante todo por una fe ciega en el dogma banal de la «expresión» y su forma exasperada, el «automatismo» descentrado del proceso de creación verbal, pero esta escritura aún literaria continúa siendo tan sólo la forma opresiva de la conciencia impuesta al lenguaje como instrumento de vigilancia «moral», pues, en efecto, también el lenguaje ha tenido que ser «reeducado», «vigilado» y «castigado», conducido ante la instancia judicial y legislativa de la norma pública que establece dominancias de estilos y codificaciones tópicas de lo decible en tanto que «buena» escritura. De donde toda excentricidad será condenada, pero también digerida y evacuada, como mera «irracionalidad».

En el umbral donde las categorías humanistas de la conciencia apropian la solubilidad del sentido, la escritura abre y descubre el no lugar del sentido, la ilocalización del sentido en la memoria, en el tiempo, en el propio lenguaje, porque éste tampoco es el lugar inmanente del sentido ni su horizonte: el lenguaje es lo que aparece en el lugar del sentido y hace las veces del sentido (Baudrillard), conciencia vicaria y diferida que ya no puede ser pensada sin embargo bajo las categorías clásicas de la conciencia como presencia del sí mismo a sí mismo, la mera reflexión especular de algo dado a priori como sentido apropiable en la operación discursiva e interpretativa de un sujeto constituido justo desde ese no lugar.

Desde el mito platónico de Theuth y Thamus sobre el origen de la escritura, el pensamiento, siguiendo la senda platónica que delimitaba la escritura frente al habla (el auténtico «logos») como precaria y peligrosa «medicina» (pharmakon) de la memoria frágil de los hombres, ha intentado borrar la condición puramente simbólica del lenguaje, la condición de la palabra como signo y nada más que signo que se interpone siempre entre lo que pensamos y lo que decimos, eliminando, haciendo olvidar esta otra instancia, ese otro espacio intersticial donde todo cuanto puede pensarse y decirse es signo, presencia de una ausencia, ahora de un pasado, vínculo frágil o inerte para una memoria desasistida, errática, buscado afanosamente el lugar del no lugar, llenando lo vacío con la esperanza de recuperar el origen de aquello que carece de él.

Así, toda conciencia, toda memoria, toda identidad, toda temporalidad humanas, expresan, en su voluntad de firmeza y constancia, la pretensión de encarnarse en el no lugar del lenguaje, en el vacío del sentido, operando para ello una búsqueda enconada del signo como no signo, como algo más que signo, voluntad de «llenar» el signo, de detener por tanto su ausencia, de obligarlo a permanecer como garante inmóvil de la presencia de la «idea», de la «intención»: sujeción funesta de lo simbólico a lo real, modelo secundario y desprestigiado de lo real, de lo verdadero, profanación de las apariencias.

El pensamiento «puro» occidental nace, se consolida, se despliega y domina finalmente como desprecio de la escritura, como deliberada ignorancia u olvido del carácter esencialmente simbólico del lenguaje, como represión victoriosa sobre la fuerza de la ausencia. Aquí, la tesis derridiana sobre un pensamiento que olvidó su condición de escritura cobra toda su capacidad de evocación y certifica las consecuencias finales a que se encuentra abocado este mismo pensamiento de la presencia, de lo real como nada más que real: la reproducción, la simulación, la reflexión de lo mismo en el vacío de lo mismo.

Nada escapa así al destino de lo «reprimido», de lo olvidado: lo olvidado, por su parte, se acordará de nosotros, lo reprimido, por la suya, nos devolverá duplicada la deuda y la afrenta de haberlo reprimido. Precisamente duplicada en la simulación como horizonte final del sentido en el vacío.

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