LA PERSPECTIVA NORTEAMERICANA (NOTAS A LOS CUENTOS DE RAYMOND CARVER)

Es posible, en un poema o en un relato corto, escribir sobre cosas y objetos comunes usando un lenguaje común pero preciso, y dotar a estas cosas -una silla, una ventana, una piedra, el pendiente de una mujer- de un inmenso, asombroso poder”. Raymond Carver

Una retórica realista del desamparo

El realismo se disuelve en aquello que representa: el mundo “otro” del fracaso como tal fracaso es, al mismo tiempo y sin solución de continuidad, este mundo donde todo queda ocultado por la impostura legitimadora. América se ha construido sobre un ideal moralizador: el de la felicidad realizada aquí en la tierra mediante la aplicación sistemática y universal de las leyes de mercado, es decir, la lógica de la mercancía. Sí, los personajes y las situaciones vitales de los relatos de Carver presentan un estadio efectivo de desarrollo social y económico en que la “persona” no existe ni puede existir desligada de la red que la atrapa: red filamentosa hecha a medida de cada uno, pero red que no es otra cosa que la desnudez absoluta del espacio vacío, el ilimitado desierto de la vida americana.

Es fascinante y aterrador que la realidad, perdiendo sus pliegues y sus dobles, vuelva a encontrarlos de nuevo, bajo la forma escueta, y por ello impúdica, del relato “desestilizado” de Carver, con una capacidad de evocación alejada por completo de la subjetividad trivial del narrador y de las rutinarias argucias de la literatura contemporánea. El relato de Carver alcanza una virtualidad extraña: la de conmover por medios literariamente honestos, según unas pautas muy poco conocidas por el canon narrativo europeo, y no me refiero sólo al problema técnico del conductismo como soporte de una ideología y una visión del mundo. La desesperación apenas se puede disimular con trucajes literarios.

Aunque sea ya un tópico, habrá que recordarlo: la pérdida del sentido de la vida como una totalidad es el tema de toda la literatura de este siglo y la obra de cada autor se limita a introducir variaciones formales, metodológicas acerca del tratamiento singular de esta experiencia fundamental, variaciones que no excluyen la propuesta de la alternativa (compromiso político, vuelta a lo sagrado, heroísmo y visión trágica, etc). Por ello, en este contexto literario, también lleno de convenciones y estilemas bien reconocibles, puede resultar sorprendente la ausencia de “pathos” en el relato de Carver. Es cierto que no existe ninguna evidencia a favor de lo que llamamos “realidad”, a no ser la pura huella recreada de la misma a través de la potencia del lenguaje, pero aún así, el relato contemporáneo es la forma que adopta la falta de sentido cuando no hay totalidad ni posibilidad remota de evocación de la misma, cuando lo real ha desaparecido o sólo es real lo social.

No hay tampoco por qué lamentar que las cosas sean como son: no podrían ser de otra manera, sencillamente porque no hay, no conocemos otra manera de ser, es decir otra realidad que ésta, en su desnudez fáctica, y no puede aparecer como fortuita la gran concordancia que se produce entre tantos textos diferentes y entre autores tan diversos. El factor que introduce la diversidad, la singularidad, es la plena experiencia creativa de una escritura y el aprendizaje de la misma: existe indudablemente una retórica moderna del desamparo y la desolación, pero, sin apelar al criterio demasiado visceral de la llamada “autenticidad”, cada vez menos sabemos reconocernos en ella, y no porque nuestra condición actual (¿histórica?) resulte menos desalentadora, sino porque hoy sólo podemos creer, en los límites de la razón paranoica, en que lo real está a punto de desaparecer y con ello, nosotros y el valor decreciente que concedemos graciosamente a cuanto nos rodea, como si fuésemos dueños de nuestro destino, pero ni ese privilegio ilusionado nos queda.

Porque precisamente, de las muchas cosas que llaman la atención en los relatos de Carver, no es de las menos notables esa ausencia de destino de sus personajes, ese movimiento en espiral sobre el vacío de unas vidas descoyuntadas no tanto por una patológica inadaptación como por todo lo contrario, es decir, por un exceso de voluntad de adaptación a las circunstancias que los determinan: el no saber estar en ellas del modo exigido por una sociedad, completamente ausente pero real como fantasma de una norma ubicua, acaba dejando un hueco en que los sujetos, asalariados supervivientes al orden suburbano y a los modelos confortables del “american way of life”, se encuentran delimitados, circunscritos definitivamente, intentando sobrenadar en una superficie que a veces rompe tan sólo un esporádico gesto de amor, una conversación inesperada, un encuentro donde puede traslucir, desde la opacidad social que todo lo envuelve, un rasgo de generosidad, de solidaridad, que, no obstante, representa sólo un grano de inútil comprensión en la inmensidad de las soledades del individuo y la pareja.

Para nosotros, hoy, decir esa ausencia de lo que existe es el acto literario por excelencia, de hecho ya apenas comprendemos el discurso literario de otro modo que no venga dado por la formulación de una pérdida sin origen, la evocación de lo irrecuperable. De ahí que sobrevivir, desde el individuo aislado, a la culminación de ese proceso represente una significación histórica que va más allá de lo literario, concebido a la manera del intercambio comercial dominante. Pero el mérito inestimable de Carver es haber conseguido resistirse a la retórica del “pathos” existencial, al mero análisis “clínico” de la observación puramente introspectiva.

Por ello, un cierto realismo es hoy la categoría terminal de una época en que lo social (y sólo existe “lo social” desde que se impuso el principio universal de la socialización forzada llevada a cabo por la economía política capitalista) se ha constituido en el reino inorgánico de la cosificación absoluta, y el discurso literario está obligado, desde esa condición radical, a trasformar lo real en historia y drama, pues esta supervivencia representa, define y reivindica el único acto heroico reconocible para nosotros en el momento actual. “La epopeya burguesa de la vida privada”, como concibió Hegel a la novela clásica, deviene ese frío purgatorio del desarraigo y la desintegración, donde persistir carece de principio ni fin.

Carver ha sabido encontrar la fórmula propicia, llevando hasta sus últimas consecuencias la retórica realista del desamparo, trasformando en materia historiable y dramática lo social en tanto ausencia definitiva de destino, en tanto hundimiento de un hombre histórico, el asalariado en el estadio de conformismo avanzado, en la red donde desaparece hasta la última huella de sentido.

La literalidad de la mirada

El lenguaje del relato tiende a captar visualmente, desde el espacio exterior, la interioridad etérea e imprecisa del personaje, siguiendo el conocido patrón conductista, si bien Carver introduce en esta mirada un elemento radicalmente nuevo de visualización que permite leer literalmente la minucia de los acontecimientos como tal minucia, es decir, opera una transformación de la perspectiva que hace posible que la mirada del narrador se ofrezca como pura literalidad. Este desnudamiento de la expresión es una hermosa antirretórica, al mismo tiempo que plantea la determinación de una escritura donde el lenguaje carece de doble, donde finalmente queda suprimida la trampa rutinaria del velamiento de la historia mediante la organización del discurso y las apariencias turbias del estilo. Este procedimiento, que pudiera acabar en mero prosaísmo sin inquietud, convierte en textos singulares relatos completamente triviales, carentes de significación dentro de la totalidad del acontecer individual.

Ahora bien, precisamente es ahí donde hay que vislumbrar la potencia de un semejante diseño del lenguaje que se ocupa de trabajar la anécdota como si ésta, por sí misma, resultase decisiva respecto de algo que no sabemos nombrar más que como ausencia de significado. La fuerza, casi siempre inquietante, de lo plano trasmite a la anécdota una cualidad específica: la existencia es esto sin más, no hay lugar para otra existencia, ni sueño ni angustia, ni proyecto ni destino, ni voluntad ni deseo. El lenguaje que se trasforma en mirada ya no es el lenguaje crítico de la reflexión sino la forma pura de lo plano, de la palabra sin doble, la materialización de la referencia absoluta. Es ese característico patetismo silencioso que dice mucho más de lo que enuncia paso a paso la palabra del narrador, porque si ésta carece efectivamente de doble en el “vis a vis” con la pantalla en eco del lector, sin embargo aún excava desde dentro un hueco donde se absorbe la multiplicidad de contingencias que desembocan en el significado del acontecer individual.

Realismo sucio”, “minimalismo”, etc, son etiquetas que suele recibir a menudo esta modalidad narrativa norteamericana en la que se reconoce bien el límite inferior de la práctica moderna de la literatura como tentativa por recomponer el sentido en un espacio cerrado como es el laboratorio del texto, donde todo se recicla en la forma que aísla y reúne los materiales de la experiencia para devolverlos bajo el aspecto de un simulacro despedazado del todo vital inaprehensible.

La función objetiva de una práctica discursiva semejante no es, no ha sido nunca, como ingenuamente se tiende a pensar para evitar problemas ideológicos, la mera reflexión de lo real en un medio de refracción, esa entidad suprasensible llamada por convención precaria “literatura”, sino justo algo muy diferente, muy mal comprendido, desde el principio hegemónico de la Modernidad que hace de la realidad empírica el espacio operacional de sus manipulaciones simbólicas: el texto literario “realista” trasfigura lo real en otra dimensión, no ejecuta la duplicación de lo real, sino su absorción, su simulacro, su “hiperrealización” en la continuidad de las transiciones que lo real por sí mismo no puede contener, pues lo real es tan sólo el nombre que damos a la discontinuidad y la simultaneidad absolutas, y por ello, lo que se opone radicalmente a lo real no es lo irreal, sino la memoria, el principio de identidad y continuidad.

No debe sorprender entonces que estos principios que sobreimpresionan la realidad como norma, al convencionalizarse como instrumento de la socialización capitalista mediante la imposición de un modelo tecnológico de gestión de la subjetividad normativa (el individuo libre, proyecto de la dominación burguesa), se hagan irresistibles, insoportables, cuando la ficción de las categorías ideológicas (la felicidad, la utilidad, la libertad, gran tríada burguesa de cuyo horizonte todavía no hemos salido) invade la vida y estamos obligados a representarnos a través de ellas, con exclusión de otras posibilidades: históricamente, hoy, sólo existen los márgenes movedizos de la desintegración vivencial de ese modelo de socialización burguesa. Cuanto más avanzado se halle este estadio evolutivo, llamado de diferentes maneras (capitalismo monopolista de Estado, capitalismo tardío, bajo capitalismo, posmodernidad, etc.), mayor será la desintegración general de las categorías de este principio de realidad que hemos vivido.

Hay, es fácil contemplarlo, muchos niveles de ruptura, y en los relatos de Carver no es nada superfluo que los personajes estén representados casi siempre por individuos sin trabajo que sólo habitan el espacio inerte de la libertad puramente formal, el hueco del contractualismo desmultiplicado de la libertad en el vacío del querer, la objetivación en forma estática del principio de la libertad “para”. Es evidente, tal libertad es tan sólo una ficción, una argucia con que se produce la coartada de la opresión mediante la red social anónima e ininteligible.

El realismo ha sido siempre una técnica ambigua, y su versión “minimalista” no retrocede ante esa ambigüedad, por el contrario, se sirve de ella para instalarse en el lugar donde lo real se detiene y deja paso a su depósito de residuos, a sus huellas últimas. Pero quizás ya no se podría hablar de realismo, sino de efectos de “hiperrealismo”, pues la homogeneidad de las condiciones de vida resultan tan enervante que sólo la pasividad y la indiferencia constituyen pasiones de segundo orden, “pasiones frías”, reverso de la satisfacción forzada del deseo material, por donde escapa cualquier manifestación, incluso debilitada, de lo real.

La realidad ha sido nuestra pasión contemporánea y la literatura se ha encargado, o bien de reproducirla, o bien de sabotearla, abriendo resquicios en el mediocre edificio de racionalidad normativa que hemos habitado, como si no pudiera existir otro horizonte para nosotros y para nuestros discursos. Pero henos aquí, por fin, llegados al punto en que todo se hace tan trasparente que no queda ni la última posibilidad de ocultar la verdad, de embellecerla con el lirismo o la aventura, de dramatizarla con la causa política o la retórica ideológica, de vivirla como destino o como historia, sólo nos está dado, nos es legítimo, la apelación final a esta facticidad hambrienta que, no obstante, devora impíamente hasta sus últimos vestigios de sentido y valor.

Y ni siquiera debemos mantener la mala conciencia ante una pérdida o un ultraje, sino que sabemos de antemano que nuestra facticidad desolada es nuestra fatalidad, y al mismo tiempo el signo prematuro de una fuerza latente que no logra decir su procedencia ni sus fines, dentro de esta limitación opresiva del entusiasmo y la pasión que es nuestro mundo pétreo, esta urna funeraria sobre la que depositamos más y más palabras sin que la muerte se consume y, sin embargo, a ella invocamos cada vez que escribimos, sabiendo demasiado que no tenemos ya nada que decir, o bien decir esa nada es nuestra salvación y nuestra condena.

Para que haya “realismo” la propia realidad (individual, social, histórica) tiene que estar perfilada nítidamente entre los claroscuros de la afirmación y la carencia, de la ilusión y la muerte de la imaginación por el peso de las convenciones, la oposición tensa entre la interioridad y la exterioridad. Ahora bien, para nosotros, una correlación de esas polaridades clásicas ha desaparecido por completo, y lo que queda es la sinuosa indiferencia hacia cualquier realidad que se presente como condición de conflicto, como espacio de ambivalencia, como apuesta de rebelión. Lo que resiste es la infinita y monótona reproducción del espacio abierto por la positividad entregada al delirio de la construcción de un mundo para los hombres, donde éstos apenas existen sino para cumplir funciones de programación, en las que de todos modos no pueden reconocer más que el reflejo desolado de una humanidad convertida en medio para la realización autónoma del propio mundo, y no precisamente de un mundo vivido y habitado sino de una residencia aleatoria y superflua.

Grado cero del sentimiento de la experiencia

En los relatos de Carver, la crítica ha observado la determinación decisiva de uno de esos “temas de nuestro tiempo” que son imposibles de esquivar: el reconocimiento intersubjetivo, la comunicación. Parece una palabra mágica, sin historia, atemporal, un nuevo absoluto. Hoy hace las delicias de muchos cacharros mentales averiados.

Sin embargo, es fácil observarlo, la prepotencia del concepto de comunicación, en arte y literatura como en los demás aspectos de nuestras vidas, aparece aproximadamente en el momento de la gran mutación social de mediados del siglo XX, con la inauguración exitosa de un nuevo principio de organización y dominación: el sistema operativo de control general de los signos y los modos de significación social y cultural, la hegemonía de la semiurgia del valor de cambio, del que la información de masas, la publicidad y la moda son sólo fenómenos especiales de un espacio semiótico mucho más vasto.

Aquí importa relacionar este proceso con una forma de escritura literaria que podemos llamar “hiperrealista” o “minimalista”, sin que interese demasiado analizar la etiqueta elegida. Lo destacable es que existe una escritura que tematiza una determinada condición actual de la subjetividad social que consiste en la lucha por afrontar la necesidad de reconocimiento del yo por el otro en un espacio simbólico donde los signos han perdido por completo toda singularidad, subsumidos como están en una equivalencia generalizada.

Si toda una tradición de solipsismo ha caracterizado la forma de la subjetivación que la escritura literaria ha impuesto como reflejo de la condición atomística de la sociedad individualista liberal, recientemente, con desarrollos más avanzados en la misma dirección, la temática del reconocimiento intersubjetivo y de la comunicación “empática” de los seres indiferenciados, ha tomado el relevo a la anterior tendencia de los diversos realismos de la alienación, que aún se movían en los límites de una dialéctica humanista hegeliano-marxista, perfectamente agotada ya en los revivalismos ideologistas de los años 50-60.

La materia inerte del todo social sigue ahí, flotando como un gran cuerpo opaco, pero la situación del individuo ha cambiado, ahora no se trata de la representación desnuda del extrañamiento del yo en un universo de estructuras descarnadas, sino de la búsqueda de un reconocimiento del yo por los otros dentro de un campo de experiencia enfriado, donde el encuentro, aunque posible, es ya inútil y esterilizador, porque en la indiferenciación de partículas equivalentes, ninguna experiencia es referible a nada más que ella misma, ningún sentimiento trasciende los límites de la privatización bajo modelos.

Esta es toda la diferencia que va, por ejemplo, de los cuentos canónicos de Chéjov, a fines del XIX, a los de Carver, a quien correctamente suele emparentarse con el escritor ruso, y ambos sin duda los mayores representantes del cuento realista en sus formas mejores: el paso de una dialéctica terrorista de la enajenación social a una espiral o enrollamiento de la subjetividad en el mutismo y la ausencia de comunicación. El paso del control social por los marcos disciplinarios (“El pabellón número 6”) y la “segunda naturaleza” de la convención social a la generalizada gestión de la descomposición individual en una sociedad sobreabundante, donde, sin embargo, las carencias se hacen sentir con un peso insoportable.

Una última reacción vital en el proceso de desocialización

No es tampoco llamativo que un sentimiento latente en los personajes sea una forma de odio frío, un resentimiento inconfesable, algo así como la manifestación anómala del exceso de conformidad respecto del orden exterior, un odio que aparece como el efecto de la imposibilidad de ajustar la vida a los marcos regulares de un diseño artificial, y sobre todo, un odio que inconscientemente se disimula y puede canalizar cualquier objetivación bajo el aspecto de cualquier violencia.

A este campo, poco frecuentado por el autor pero muy representativo de esos resortes sintomáticos en que se proyecta la función represiva del odio como efecto de la desocialización, pertenecen dos relatos del libro De qué hablamos cuando hablamos de amor (1.981): “Diles a las mujeres que nos vamos” y “Tanta agua tan cerca de casa”.

En el primero, la violencia, real, ejecutiva por así decir, es una forma reactiva del odio machista, originado justamente por una convivencia conyugal demasiado normal: la agresión aparece entonces como liberación, sin dirección ni sentido, de fuerzas inconscientes contenidas, pero que buscan, tarde o temprano, una objetivación. El trasfondo psíquico, si se quiere, está representado por una suma de frustraciones capaces de movilizar toda la energía del odio, pero de un odio desapasionado, sin ley de causalidad, y por tanto, constituye una violencia donde la resolución del conflicto en lo imaginario tampoco se produce, ni siquiera puede considerarse un acto consciente de deliberado sadismo, dirigido a la posesión violenta o a la aniquilación de la víctima, es algo más primario y a la vez más terrible, en la medida en que este odio pierde de vista cualquier lógica interna y se convierte en un puro flujo de pulsiones desviadas sin una dialéctica identificable entre placer y muerte.

En el segundo, la violencia es de otra especie, no se concreta en agresión física indeterminada, sino en indiferencia moral, en incapacidad de respuesta moral en una situación excepcional ante la muerte, representada en el cadáver sumergido de la chica. También aquí aparece una forma de menosprecio dirigido por un egoísmo cuyo fondo es igualmente esa desafección que reduce la humanidad de los personajes a dimensiones de enclaustramiento sin conmiseración, forma pura de la indiferencia ética. El contrapeso de esta actitud aparece en la conciencia de la esposa de uno de los pescadores, bajo el signo del sentimiento de culpa que el marido es incapaz de experimentar.

No se trata, por tanto de un odio sádico, psicótico, sino de una pasión reactiva, objetiva, impersonal, una especie nueva de odio asocial, anómico, algo así como la última prueba de existencia del individuo aislado, tal como podría analizarlo Baudrillard. De todas maneras, el odio siempre está presente, es como un catalizador de múltiples ansiedades y su espacio privilegiado es la pareja. Es fácil observar la preferencia del autor por esta configuración de la pareja como lugar de los acontecimientos sobre los que se proyecta la disolución ética y psicológica de los individuos desde la imposibilidad real de comunicación y de intercambio. En particular, los personajes masculinos aparecen, de modo recurrente, caracterizados por la ambigüedad emotiva, o si se quiere, por la carencia de una emotividad que no encuentre su manifestación en una violencia contra la mujer o contra sí mismo. No es que la mujer salga mejor parada en la relación conyugal o sentimental, pero parece más consciente de este vaciamiento emocional que afecta, no obstante, por igual a hombres y mujeres.

La ambivalencia es la ley de los afectos, también de su ausencia, y en ese ir a la deriva, hombres y mujeres son compañeros de viaje y como tales aparecen representados en los relatos, cada uno intentando salvarse a expensas del otro, buceando en las miserias del otro. Y cuando surge alguna especie de identificación, de solidaridad, de comprensión, lo hace sólo bajo la forma pasiva de una resistencia silenciosa ante la adversidad. Esta adversidad, en la sociedad que se autorreproduce mediante las leyes competitivas del mercado, tiene una presencia abrumadora en la forma del desempleo, del tiempo liberado de la coacción socializadora, y ahí surge la ausencia real de cualquier proyecto vital, individual o colectivo, porque el sistema necesita a los individuos para subsistir, pero puede ocasionalmente expulsar de su funcionamiento a sectores enteros, una expulsión cíclica que se paga al precio de una desocialización cuyos efectos psicológicos y morales devastan cualquier resistencia.

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