El relato de Conrad “El corazón de las tinieblas”, publicado en los últimos años del siglo XIX, propone uno de esos ocultos leit-motiv de una cultura como la nuestra que aún no sabe balbucear su nombre más genuino. La palabra clave de la novela se repite dos veces, es casi la única expresión literal de la experiencia del agente comercial Kurtz que conocemos. ¡El horror, el horror!
Casi tiene el mismo valor de un fragmento presocrático, aunque nada digan del ser de los entes ni de nuestra condición respecto a ellos. Todo lo que llegamos a saber de Kurtz son unas pocas palabras que sólo añaden más misterio a su personalidad, de tal modo que Kurtz no es tanto un personaje como un símbolo total. Su propia muerte lo sitúa más allá de los simples mortales. Como aquellos sabios de los que no se conserva nada escrito pero mueven el espíritu de una época. Como aquellos mortales que son elevados a las constelaciones de estrellas por designio de los dioses. También Kurtz es en cierto modo la constelación dominante en nuestra época y el testamento no escrito de toda una cultura.
Kurtz tiene una singularidad de la que muy pocos contemporáneos pueden ufanarse por más que ellos la hayan vivido y no sepan a qué referirla: ha conocido el horror, él mismo ha sido su instrumento. Lo ha conocido y en él se ha reconocido. La experiencia del horror es la experiencia de los límites del ser humano, más precisamente, la experiencia en que los límites de lo humano y de lo inhumano se hacen borrosos, unos penetran en los del otro.
Quizás el horror conceda la experiencia de los límites en que el ser se muestre con todo su poder. La soberanía del hombre, cuando no sabe qué hacer consigo misma, se destruye. Dominar los límites es la forma absoluta de la soberanía, pero ¿qué ocurre cuando los límites se desconocen o son deliberadamente ignorados? No se trata de preguntas morales, sino de preguntas ontológicas, es decir, preguntas sobre la constitución interna del hombre como existencia que no depende de sí misma, sino de fuerzas que la superan (el ser-ahí, en tanto que ahí, no puede determinarse de modo absoluto a sí mismo si no es refiriéndose a la condición del ahí, pero esta condición es a su vez indeterminable)
¿Qué es este horror innombrable? ¿Qué puede significar en una época que se niega a hablar el lenguaje del mal, que retrocede espantada ante el menor contacto con el mal, que busca asegurarse un lugar ideal donde el mal no tenga acceso? No hay que responder apresuradamente a ninguna de estas preguntas, por inútiles y vacías que puedan parecer por ahora. Ni siquiera es seguro que la novela de Conrad dé alguna respuesta. Toda la novela es de hecho la formulación de un enigma, pero un enigma cuya resolución está contenida implícitamente, como siempre, en su propio enunciado. El movimiento de pensar el horror también es elíptico y diferido, aunque sus trazas estén presentes en todas partes.
Evidentemente, es casi superfluo constatar que Kurtz representa la civilización tal como ésta se ha entendido a sí misma a partir del ideal evolucionista del siglo XIX: encarnación del progreso y de las luces de la razón, es decir, encarnación de la superioridad moral de los pueblos blancos. El colonialismo es a la vez el sujeto y el objeto de estas prácticas que, bajo su arrogante guardapolvo cristiano, se presentan como caridad universal.
En este sentido es parcialmente cierto que la novela puede leerse como un alegato sumamente sutil e inteligente contra el colonialismo occidental en su época clásica. Pero esta interpretación, con ser cierta, es insuficiente, y sobre todo banal. Porque el Otro aquí no aparece en ninguna manera: lo que sucede es que el Otro ha “contaminado” al Mismo, y por ello no es necesario que desempeñe ningún papel relevante en el escenario de los hechos narrados. Movimiento extraño de reversibilidad de los papeles que es el corazón dentro del corazón tenebroso que da título a esta novela.
La civilización produce a Kurtz pero a la vez no puede soportarlo, su existencia contradice todos los principios sobre los que afirma fundarse. Kurtz es el ejecutor impersonal de una voluntad de poder que se niega a sí misma todo reconocimiento. En la novela este reconocimiento aparece proyectado por la sombra del Otro, del Salvaje. Toda violencia y toda inhumanidad proceden de él, nunca del Mismo. La voluntad de poder del hombre occidental no puede reconocerse jamás como pura violencia, como una forma extrema de inhumanidad. Inhumanos son siempre los otros, el Otro en tanto que Otro es lo total y radicalmente inhumano. Por lo tanto, toda violencia procede sólo de él. El Otro es lo irreductible que debe ser reducido, pero a veces, misteriosamente, unas gotas de su turbia sangre salvaje se difunden por las venas purificadas del Mismo. Aquí un extraño conde Drácula juega con las identidades dialécticamente bien delimitadas.
El horror que descubre Kurtz, el horror que asume, el horror que reconoce al tiempo que éste lo reconoce a él Mismo como Otro, este horror es lo que la civilización no puede aceptar, el hecho decisivo para el que no existe ninguna mediación conceptual que no sea pura hipocresía moral. Que la civilización como voluntad de poder, en todas y cada una de sus manifestaciones, es reversible, es decir, que el Otro Inhumano y Violento habita en el corazón mismo del proyecto de la dominación, cualesquiera que sean sus vías. Las vías “pacíficas”, las prácticas puramente comerciales no son precisamente las menos inocentes. Tal vez uno de los objetivos secretos de la novela sea destruir precisamente esta inocencia del progreso pacífico cuando se enfrenta a aquello que, con una pureza telúrica olvidada, aún mantiene un extraño poder de seducción sobre las fuerzas del Bien que desconocen su propio fundamento.