Se les ha atribuido a los judíos una cierta capacidad de “espiritualizar” los aspectos groseros y despreciables de la vida (lo que es reconocible en el ámbito de la creación literaria, sobre todo estadounidense, pero sólo hasta cierto punto, bastante discutible por otro lado: basta pensar en Proust, Schnitzler y Kafka), pero mucho más fuerte parece su instinto intelectual para la inversión. En el mundo contemporáneo, cuya evolución se dirige a llevar a cabo grandes inversiones de sentido, los judíos han tenido que desempeñar un papel de primer orden, puede decirse incluso que ha sonado su gran hora.
El fundamento inconmovible de la “Ideología Judía” contemporánea, desde la emancipación civil de este pueblo, más allá de sus manifestaciones de superficie, es un gran mito: el de la patria electiva. Frente a los demás pueblos, los judíos forman una comunidad cuyos miembros tienen en común una sola cosa: haber elegido, en un momento dado, una patria nueva, una identidad nueva, tanto personal como colectiva. A nadie más le está dado elegir su patria o su identidad, el lugar del origen y el lugar del destino. Esta ausencia de origen, tantas veces advertida como carácter judío, es la fuerza y la debilidad de los miembros de este pueblo, porque implica a un tiempo libertad y arbitrariedad, necesidad y contingencia.
En las novelas de Paul Auster, y también de Philip Roth, esta misma ausencia se convierte en la fuente de un ciclo determinado de metamorfosis: cada identidad es un espejo de otra identidad, todo devenir está enzarzado en otro devenir. Como la patria electiva no puede ser más que un territorio mental, en él los juegos de “coincidencias” cumplen la función de verdaderos símbolos de la identidad y el devenir. Todo lo arbitrario del signo (es decir, la totalidad de la cultura) se convierte en el espacio en el que todos los juegos de semejanzas son posibles, todas las analogías pueden fundar mitos y relatos del origen. La identidad individual puede entonces desplegarse en la amplitud indefinida de este campo de juego de los signos, una vez que toda referencia remite a la forma pura del destino electivo.
En el caso de los intelectuales judíos actuales más autoconscientes de Estados Unidos, a diferencia de los judíos europeos de la “Mitteleuropa” austrogermánica del periodo 1880-1945, ellos son habitantes de un mundo carente de transcendencia, tradición y profundidad, por lo que el vacío y la banalidad del “modo de vida” norteamericano quedan así compensados por la poderosa imaginación del destino en el que el individuo tiene que perderse para volver a encontrarse. Esta posibilidad es la que los pueblos europeos modernos desconocen, en la medida en que para ellos el destino es la figura de una realización de la Idea (cualquiera que sea su encarnación: espíritu absoluto, voluntad de poder, olvido del ser) sobre la base de un irreversible desfondamiento de su propio mundo simbólico. La componente judía de nuestra tradición es, sin duda, el elemento que moviliza esta capacidad para fundar la identidad en la figura del destino electivo.
Hay una larga anotación de Nietzsche en Aurora (“Del pueblo de Israel”, 205) que no dejará de sorprender a los que creen que todo ha sido ya dicho sobre este asunto. En realidad, hay todavía mucho que decir, casi todo está por decir. En este texto fecundo, Nietzsche describe un proceso de liberación de los judíos como un proceso de encumbramiento silencioso a partir de una estilización creciente y perfeccionada de los rasgos de la vida y de la historia del pueblo de Israel. Al final de este proceso, la inteligencia judía se sitúa en lo más alto de su triunfo sobre el mundo que la ha despreciado y ha despreciado al pueblo que la encarna.
“(…) ¿Y hacia dónde fluirá todo ese caudal abundante de grandes impresiones acumuladas que la historia judía ha ido dejando en cada familia israelita, esa abundancia de pasiones, de decisiones, de renuncias, de luchas, de victorias de todo tipo, si no es hacia sus grandes obras y sus grandes hombres intelectuales? Cuando los judíos puedan mostrar esas joyas y esos vasos de oro como obra suya, algo que los pueblos europeos de experiencia más breve y menos profunda han sido incapaces de producir, cuando Israel haya transformado su maldición eterna en bendición eterna para Europa, entonces habrá llegado ese séptimo día en el que el antiguo Dios de los judíos podrá alegrarse de sí mismo, de su creación y de su pueblo elegido -¡y todos, todos nosotros, querremos entonces alegrarnos con él!”
Más allá de los hechos y opiniones, importa destacar con ecuanimidad y sentido de la justicia que para Nietzsche todo este curso merece una buena consideración, es reputado de valioso en sí, porque muestra en los individuos de la raza y el pueblo elegido una fuerza extraordinaria de adaptación y una tensión interna inigualable, razones que también hacían a los judíos admirables para Cioran, como se recordará al leer uno de sus más hermosos ensayos, “Un pueblo de solitarios”, incluido en La tentación de existir. Los judíos, a diferencia de los europeos modernos, salvo raras excepciones de contumacia poco recomendable por la “sofrosyne” política (los alemanes y los rusos, carentes de ella, como sujetos de una historia experimental, catastrófica por su exceso mismo), tienen detrás una larga historia de sufrimiento y humillación y esto para un pueblo puede llegar a convertirse en un capital que acabará produciendo sus intereses a largo plazo, repercutidos en el destino y en la morfología moral y pulsional del tipo humano.
Cioran afirma que lo que mejor caracteriza a la fuerza incontrastable de la personalidad histórica judía es el odio contra sí misma. En el contexto de un comentario sobre la relación de incomprensión mutua entre alemanes y judíos europeos, Cioran define el odio con acertadas palabras. “El odio equivale a un reproche que uno no osa hacerse a sí mismo, a una intolerancia respecto a nuestro ideal encarnado en otro”. Este odio, hay que observarlo ante la estrechez de una psicología ingenua o frívola, tiene un poder creativo por emulación difícilmente comprensible para quien no lo padece… o lo goza. Y este odio, en tanto que obliga a insistir en él para sobrevivir, es fuerza de perduración. El mismo Cioran enuncia a propósito de esta fuerza que el hecho de poseerla, intacta y renovada, concede la gracia de disponer de un destino, pero, asimismo, poseer demasiado destino es una verdadera desgracia, la que proporciona lo imperecedero. La personalidad judía, como su propio ser histórico, su pensamiento y su Dios, padece del mal de no poder morir, es decir, ha llegado a adquirir la virtud de la eternidad o la autoeternización que obliga a ir siempre hacia delante. Esta supervivencia, o quizás mera pervivencia que, según Cioran, se encarna hasta en el único gran concepto original del pensamiento metafísico judío, el espinoziano de la “perduración en el propio ser”, es una inmensa conquista y éxito del pueblo judío. Y en este sentido hay que comprender su condición distintiva, que excepcionalmente pesa sobre él como destino, de haberse erigido en el “pueblo elegido”.
A diferencia del cristianismo, fruto tardío y tal vez ya decadente del propio judaísmo y su versión universalista para uso de discapacitados vitales, la experiencia originaria judía no ha hecho del sufrimiento una fuerza redentora ni la base de una utopía, de la que la parusía cristiana es la forma o arquetipo, sino más bien, junto al odio a sí mismo como acicate, lo ha convertido en un hábito para perdurar, para sobrevivirse más allá de la capacidad de destrucción propia o ajena, sea este sufrimiento autoinfligido o infligido por otros. La superación del sufrimiento se alcanza a través de la conservación de una fuerza complementaria o en reserva de extrañamiento del mundo, que permite comenzar de nuevo desde cero una y otra vez, como si nada hubiera sucedido. Ambas representaciones (poder del extrañamiento como medio de constitución del propio ser-consciente y extrañamiento de lo social como poder de defensa y ataque; virtualidad pura del recomenzar en la vida y la creación política de un Estado, poder de lo natal sin arraigo específico que sólo los pueblos preñados de destino y porvenir derivado de un pasado siempre conservado poseen como dominio propio) son representaciones que están en la base de los pensamientos políticos de más largo alcance, sostenidos por Karl Marx y Hannah Arendt, respectivamente.
Cioran ve en este recurso inigualable un notorio milagro que obliga a observar a los judíos como “hombre de otro mundo”, oprimidos bajo la carga de ser dos veces hombres, sufriendo como hombres en general y como judíos en particular y por el solo hecho de serlo. Lo milagroso consiste entonces en cómo se consigue resolver una condición a primera vistas tan desventajosa. Lo primero para no sucumbir es no ponerse las cosas demasiado fáciles: cuanto más elevado el obstáculo, mejor para el salto. Y, en este sentido, el pensamiento judío-europeo ha dado la talla muy ampliamente hasta desbordar incluso la medida.
Es evidente que lo que define a las mejores inteligencias judías del siglo XX, tal como hoy se tiene el gusto de presentarlas académicamente, es su afán de reconocimiento de la pluralidad humana y de la tolerancia hacia el otro, disposiciones ambas de un pensar intrínsecamente moral, aunque se revista de relativismo o historicismo o estructuralismo, cuyas motivaciones profundas no se nos escapan por resultar evidentes (Husserl, Lévinas, Derrida, Arendt, Adorno: cada uno de ellos ha buscado “lo otro” de nuestra común tradición teológica, metafísica, moral, estética o política…). Pero las decisivas intervenciones judías en el pensamiento europeo van en otra dirección diferente a la anterior: siempre han puesto de relieve los aspectos que el “espiritualismo” europeo, en su vertiente sobre todo secular, sea idealista, postcristiana o nihilista, de tendencia ennoblecedora o enaltecedora de determinadas constelaciones de realidad mundana, ha dejado en la oscuridad: porque de ahí, de esa oscuridad, hiato o franca censura, proceden el materialismo histórico, el psicoanálisis y la pragmática filosófica y lingüística, es decir: Marx, Freud y Wittgenstein. Tesis todas, pensamientos todos como cargas de profundidad lanzadas con aparente inocencia e inocuidad, apenas percibidas y recibidas, pero cuyas proposiciones, o más bien presuposiciones tácitas, elevan a categoría dominante a la clase de la necesidad, al yo de la necesidad, al signo de la necesidad. Producción, sexualidad y lenguaje, a partir de ahí, han hecho una lucidísima carrera en el pensamiento europeo, con mejor o peor fortuna, lo que confirma el presentimiento nietzscheano en 1880 de que la forma estilizada de la inteligencia judía dominará a la europea, tarde o temprano.
La versión judía de la metafísica moderna de la subjetividad ha sido verdaderamente espléndida, por lo bien lograda y porque su cosecha todavía se sigue recogiendo en todas partes: el menesteroso sujeto de la necesidad ha sido entronizado como verdadero protagonista de la historia y da igual que el marxismo como doctrina y propaganda partidista, el psicoanálisis como método y terapia hayan sido olvidados: su victoria está en que lo han penetrado todo y ahora, precisamente por ello, pasan desapercibidos porque están banalizados en una atmósfera que es la nuestra, pero esa es su efectiva victoria, la más profunda de todas. No hace falta apenas suponer que este nuevo sujeto de la necesidad refleja, si se quiere, el propio estado de necesidad en que siempre, bajo todos los gobiernos y épocas, bajo todas las formas de estado y sociedad, ha vivido el pueblo de Israel, un pueblo que ha hecho de su abatida soledad y aislamiento una fuerza invencible. Este estado de necesidad puede o no estimarse como abyecto, puede o no estimarse como heroico o trágico, pero lo cierto para nosotros como observadores del otro ser es que la inteligencia judía ha socavado, en el proceso de la crisis moderna (una crisis en el sentido de una ruptura, incesantemente recomenzada como cambio y revolución, ahora ya banal, con la constitución del tiempo como permanencia), la cada vez menos legítima y menos fundada autopersuasión del hombre europeo de ser un hombre por encima de la necesidad.
La venganza de la refinadísima inteligencia judía contra la representación cristiano-europea del “espíritu” y su virtualidad de superación (esto ya lo veía bien Heinrich Heine y, en parte también, su contemporánea generación de la “izquierda hegeliana”) ha sido la paciente estrategia de evocar un pensamiento de la necesidad que la jerarquía de valores europea desconocía, o más bien reprimía como objeto de un discurso bello y razonable. En este sentido, la inteligencia judía refuerza la tendencia cínica hacia lo bajo que secretamente se ha ido haciendo dominante en el pensamiento europeo desde los tiempos posthegelianos, sobre todo a medida que la emancipación de las clases e individuos de la necesidad iba avanzando como marea incontenible (primero los trabajadores, luego las mujeres, más tarde los niños: criaturas subordinadas, dependientes y menesterosas hasta el comienzo de la época contemporánea y su despliegue).
A la inserción de esta corriente en el gran “reflujo de la transcendencia” corresponde igualmente la nueva aproximación fenomenológica a las cosas, a todas las pequeñas cosas, en la dirección de la reducción fenomenológica de un tratarlas sin tapujos ni trasuntos idealizantes, orientando sólo la atención a la “vivencia” tal como es experimentada, sin significaciones añadidas. Mostrar la riqueza y profundidad de esa pequeña realidad, sin apenas consistencia objetiva pero “vivida”, es ya una apelación a lo “único necesario”: la virtud difícil del mantenerse apegado a esta realidad hasta agotar todo lo que en ella se manifiesta a una conciencia bien predispuesta. Pero este proceder fue una cura de humildad para todo idealismo, porque si algo no se encontrará efectivamente en la disposición intelectual judía es alguna forma de idealismo “noble”, ya sea en sentido banal o puramente filosófico: el mundo judío, por su propia constitución histórica, es inmune a cualquier intoxicación idealista, si bien el pueblo judío ha sido el inventor de algunas de sus más ambiciosas e influyentes modalidades.
La necesidad material, las pequeñas cosas de la vida consciente e inconsciente son importantes, de hecho lo más importante para quien sólo se tiene a sí mismo en este mundo hostil, pero también la astucia de las palabras tiene su función. Porque el significado de las palabras, todo el lenguaje y el todo del lenguaje, más allá de su historia que lo cubre de sedimentaciones innumerables, más allá de su inextricable ambigüedad enrollada sobre sí misma, más allá de sus infinitos planos desviados de la mera referencialidad, planos de figuración y sentido oblicuo, no es nada más que el uso práctico que hacemos de él y de ellas en cada una de nuestras muy convencionales y regladas “jugadas” verbales. Este lenguaje sólo tiene sentido cuando se refiere a algo de lo que podemos entender porque habitualmente lo empleamos así y no representa nada más este empleo convenido y cambiante: no hay otro ser del lenguaje que el ser un para qué.
Marx, Freud, Husserl, Wittgenstein: estos poderosos nombres señalan un camino que penetra en las hondas opacidades, tal vez “metafísicas”, del pensamiento europeo contemporáneo. El camino de la liberación del trabajo y de la producción “per se”, ahora por fin reflejos en la autoconciencia de un grupo o “clase”, privilegiado por poseerla enteramente como sentido final de la sociedad; el camino de la liberación del deseo de toda ley y su sometimiento a ella por la vía de la autoaclaración analítica en forma de reducción al sentido por medio del simbolismo; el camino de la liberación del “mundo de la vida” reconstituido por una “conciencia pura”; el camino de la liberación del lenguaje con respecto a cualquier “esencia” previa de una realidad “en sí” a la que pudiera encarnar o manifestar…
En fin, la verdadera inversión del “platonismo” de nuestra cultura no la lleva a cabo sólo, ni principalmente, un tal Nietzsche, individuo estrafalario y delirante, sino, en cada momento del trayecto, cada uno de estos insignes y admirables pensadores de origen judío. Por este motivo, entre otros, Nietzsche podía sentir una secreta complacencia en los juegos de inversión con los que la inteligencia judía puede permitirse establecer una distancia y una “otredad” con respecto al pensamiento europeo: la misma distancia y “otredad”, aunque en otro orden de finalidades, que las que movían al propio Nietzsche y, un poco más tarde, a Heidegger, cuya afinidad polémica o agonística con esta inteligencia judía se reconoce cada vez con mayor claridad.
Cada intervención abre un horizonte en el que el espíritu europeo viene a alojarse muy de buena gana, pues está agotado y hastiado de sí mismo, y ya no le queda sino abrirse sobre lo insólito que lo espera al otro lado de su sombra. La inteligencia europea lleva viviendo a expensas de estas aperturas de sentido por inversión más de ciento cincuenta años: los islotes del pensamiento vivo están hechos un poco de los retazos acumulativos y dispersos de muchos otros pensamientos, entre los cuales las grandes proposiciones del elemento judío-europeo colman buena parte de nuestras carencias y ansiedades postmetafísicas.