ENSEÑANZA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA Y DESNACIONALIZACIÓN EN EL RÉGIMEN DE 1978

La España constitucional de 1978 se eligió un destino que apenas cuatro décadas después se manifiesta en su vigoroso esplendor: la determinación de desnacionalizar a las masas, desde la raíz misma de la formación, ha llegado a su madurez (o le eligieron un destino de pega, pero esto da igual: los efectos vienen a ser equivalentes, dado que «el pueblo” no existe: existe la fuerza real o simbólica constituyente que lo valida como «idola» de la plaza del mercado).

El proceso se ha consumado, ya ha tenido lugar. ¿Cómo? De una manera sutil, lenta y decidida: factor coadyuvante de la «descentralización administrativa», ha sido el sistema educativo, a partir de la implantación de la legislación LOGSE en los últimos veinte años, el verdadero impulsor del cambio, orientado, sin veleidades ni prejuicios «nacionales» o «tradicionales», hacia la pérdida de la formación en los modelos de una tradición histórico-filológica, bien consolidada en otras partes pero apenas difundida en España, donde ni Petrarca, ni Shakespeare, ni Erasmo, ni Montaigne significan nada desde el punto de vista de la constitución de los »studia humanitatis” con que se origina e inaugura la Modernidad.

Incluso nuestra mejor filología y las obras canónicas de nuestros mejores estudiosos, los más serios, competentes e instruidos, tienen apenas la edad de un siglo, si bien la investigación y la erudición sobre nuestra literatura se han visto atascadas en cuestiones y debates no siempre fértiles ni útiles, que finalmente quedan en humaredas bibliográficas: discusiones, siempre enervantes, sobre los planteamientos menendez-pidalescos acerca del impenitente tradicionalismo y el individualismo, haciendo buena la idea de Ortega sobre el hecho de que en España todo lo valioso es obra de ese «pueblo» anónimo, creativo ante la falta de élites dirigentes y civilizadoras; incidencias constantes e insidiosas damaso-alonsianas entre, nuevamente, popularismo y cultismo; aseveraciones y reprobaciones infinitas sobre la inspiración de nuestras obras clásicas por los reformismos y los contrarreformismos religiosos; en fin, el eterno debate sobre el nacionalismo y el extranjerismo de las fuentes “ideológicas” de nuestras grandes obras.

En el fondo, en los estudios filológicos se ha reflejado a la perfección el problema de la constitución histórica de nuestra nacionalidad, dado que la literatura en lengua castellana ha sido el campo de batalla de concepciones opuestas, y hasta vehementemente discutidoras, sobre el “ser español”. Basta que recordemos los debates, que vienen de atrás, por lo menos desde la “Historia de los heteredoxos españoles” de Menéndez Pelayo, sobre el erasmismo, recrudecido a partir de la obra de Bataillon y su influencia subterránea; las discusiones de Américo Castro sobre la importancia de los judíos conversos y tantas otras polémicas muy enraizadas en lo ideológico, hasta llegar a los estudios de Maravall padre en clave crítica sobre las “esencias” nacionales destiladas en los siglos de oro o edad clásica de nuestras letras, descritas como lo que son realmente, la respuesta a una “crisis” histórica de la que España nunca ha acabado de recuperarse, lastrada desde entonces por una minusvalía de su “ser” que se refleja en todas las “empresas” y acciones de su historia moderna y contemporánea.

De ahí que el estudio de la literatura sea un territorio “operacional” estratégico de esta ya larga, y a veces intelectualmente cruenta, guerra ideológica. Pero este asunto, aunque de manera muy íntima ligado a la didáctica de la literatura en lengua castellana, si se hiciera un planteamiento consecuente de ella, no es el modesto objeto de este artículo, destinado tan sólo a aclarar muy por lo llano una situación, cuando menos harto mejorable, de nuestra materia.

Pese a todo este embrollo erudito, tímidamente, el Bachillerato de cuatro años del periodo post-franquista 1976-1998, dentro del sistema público “nacional” de la entonces llamada “educación media”, había abierto el camino hacia una formación histórico-cultural de fuerte arraigo filológico, en especial articulada correctamente en torno al estudio de la Literatura Española, el Latín y el Griego en los dos años de la especialidad humanística, a imitación del ejemplo del »Licée” francés, a su vez tomado en préstamo del «Gymnasium” decimonónico alemán, el mejor modelo cultural histórico-filológico europeo, imitado en todas partes, pese a las limitaciones ya advertidas y combatidas por Nietzsche en «El porvenir de nuestras escuelas».

En estas palabras de Nietzsche, que cito, sobre las humanidades irradiadas desde el conocimiento de la cultura griega clásica, demolidas ya por entonces en favor de las ciencias positivas y las tecnologías industriales, resuenan nuestros propios problemas actuales en la materia de “Lengua Castellana y Literatura”, ciento cincuenta años después de que fueran pronunciadas en forma de conferencias (1872) en la Universidad de Basilea ante un público de doctos de primera fila, entre los que figuraba con preeminencia el siempre admirable Jacob Burckhardt:

Ahora dígame usted, maestro, qué esperanzas podía abrigar, en una lucha contra el desbarajuste -que se da por doquier- de todas las auténticas aspiraciones, dígame usted con qué coraje podía presentarme, como profesor aislado, aun sabiendo que, apenas se arrojara una simiente de cultura auténtica, pasaría por encima de ella inmediata y despiadadamente la apisonadora de esa pseudocultura. Piense en lo inútil que debe resultar hoy el trabajo más asiduo de un profesor, que por ejemplo desee conducir a un escolar hasta el mundo griego -difícil de alcanzar e infinitamente lejano- por considerarlo como la auténtica patria de la cultura: todo eso será verdaderamente inútil, cuando el mismo escolar una hora después coja un periódico o una novela de moda, o uno de esos libros cultos cuyo estilo lleva ya en sí el desagradable blasón de la barbarie cultural actual”.

Hay, no obstante, que agradecer a grandes filólogos como Fernando Lázaro Carreter la preocupación a pie de obra por elevar a una dimensión específica de dignidad la lectura concienzuda de los textos literarios, unida a la firme voluntad pedagógica por hacer alcanzar una mínima capacitación del discente, dentro del ámbito académico preuniversitario, para formarse juicios estéticos bien fundados a partir, sobre todo, de la introducción en España de la técnica depurada del comentario de textos literarios, con criterios didácticos y formativos de muy buena ley.

Hoy no se trata ya de la ambición desmesurada de conducir hacia el mundo clásico al escolar de la era informática y digital, renuente contumaz a la lectura y a la escritura en tanto que esforzadas y pacientes tareas, en sí mismas seleccionadoras de hombres, sino, más sencillamente, nuestro vaporoso designio es el de introducirlo tan sólo en el mundo histórico de la creación literaria auténtica en su lengua materna.

Pero, una vez aniquiladas las letras clásicas, era de esperar que el mismo destino iría aparejado a las letras castellanas, tal como efectivamente ha sucedido en el silencio promiscuo de los laboratorios donde se proyectan los ordenamientos, con funesta fuerza de ley, de unos planes de estudio o “curricula” en los que el espacio académico para las verdaderas humanidades tan sólo nos ofrece el aspecto de un lodazal resbaladizo y en muchos casos contaminado por la alta exposición a intoxicaciones conceptuales, traídas por los pelos desde las variopintas corrientes de la Lingüística teórica, por supuesto edulcorada, manoseada y diluida hasta volverla irreconocible.

Un profesor español actual, sobre todo si imparte docencia en el »guetto” de los departamentos llamados «didácticos» de la asignatura más maltratada (Lengua Castellana y Literatura) de la nueva educación secundaria obligatoria, la legítimamente mal afamada ESO, a pesar de su inútil carga lectiva, que proveé de sustento a muchos pero no nutre el entendimiento de nadie, puede dar fe y testimonio de ello, porque precisamente él, con toda la modestia de sus limitaciones, es un motor inconsciente y pasivo de tal impulso desnacionalizador y desculturador.

En los diseños curriculares de la LOGSE y en la práctica corriente y rutinaria del aula, el estudio superficial, insuficiente hasta la frivolidad, de la lengua materna, enfocada desde la pobreza del más torpe coloquialismo o de los estándares menos recomendables, ha desplazado a este venerable modelo filológico bien trabado por la trilogía necesaria Literatura-Latín-Griego, cuyo grado de exigencia resulta ya inasequible al alumnado y al profesorado que se ha ido incorporando a la docencia de la cada vez más incoherente y absurda materia mal llamada «Lengua Castellana y Literatura».

Esta materia de «nueva planta», tal como ha sido concebida y tal como se ejecuta, diría mejor, se perpetra didácticamente, es un residuo excrescente en el que la banalidad de los modelos de textos escritos se ha filtrado hasta el punto de producir engendros como el estudio de las llamadas «tipologías textuales», según el cual lo mismo vale un soneto de Quevedo, Garcilaso, Góngora o Lope que un retazo mal muñido de conversación, carta, informe, manual o cualquier otro vacuo dispositivo verbal apenas elaborado, apenas revelador de algún indicio de retórica, estilo, cultura o erudición, ya que el mero “procesamiento de información” ha venido a sustituir al estudio de los cánones de la lengua castellana escrita según las normas literarias y retóricas de una tradición venerable, es decir según los patrones de la lengua más consciente de sus valores estéticos, de su poder de perdurabilidad y consistencia.

Esta deliberada nivelación igualitaria (que se produce simultáneamente en todos los demás aspectos de la realidad social actual, determinando la formación de una atmósfera irrespirable para esas otras “auténticas aspiraciones” de que hablaba Nietzsche) tiene por finalidad bien explícita poner al alcance de todo el mundo la comprensión y expresión verbales en el nivel más elemental y primario que pueda imaginarse, y ni aun así se consigue gran cosa, todo lo más hacer accesible un modelo de lengua hipercodificada pero sin capacidad de trasmitir un patrimonio de saber de cuya adquisición depende realmente la cultura de un pueblo y de sus élites dirigentes y civilizadoras, más allá de los hábitos mentales y expresivos de la impersonalidad anónima y ambiental, que tienden al puro lenguaje maquinal, de cuyo desarraigo ya relevantes personalidades del mundo académico advirtieron en vísperas de la reforma educativa de los primeros años 90.

La coartada metodológica para ejecutar este plan contra las humanidades, bajo el inveterado señuelo antielitista e igualitario, siempre vana autoglorificación del término medio “anticlasista” que alimenta un resentimiento obtuso contra todo lo excelente, ha consistido en estimar como afirmación válida el principio de que «todo es comunicación», un poco como si a propósito de cualquier actividad humana afirmáramos que, en efecto, es humana porque tiene que ver con «el hombre» y así todo quedase igualado, desde una receta de cocina a un templo griego (el antropológico es, por supuesto, otro pseudoconcepto universalista y vacío como «el pueblo» y algunos más de los que tan orgullosa se siente nuestra Modernidad).

La pérdida de modelos de escritura en el estudio de la lengua materna no es compensada, sino más bien incrementada, por estas nuevas exigencias igualitarias, desde el momento en que las lecturas que se realizan actualmente desplazan a los textos clásicos en prosa castellana a un lugar ni siquiera testimonial o residual. Ni en lo literario ni en lo lingüístico desempeñan estos textos clásicos, en la enseñanza actual de la materia, unas funciones que deban reconocerse como eficaces, persuasivas de su bondad, puesto que han quedado reducidos a grisáceas modernizaciones que los privan de su diferencia o singularidad, o en términos semióticos, los transcodifican o retraducen a una lengua que nunca fue la suya, y ese procedimiento fraudulento se ejecuta sólo en los casos más favorables: la mayor parte de los textos no se beneficia de semejante manipulación embrutecedora.

En el Bachillerato actual se sigue la misma costumbre, por lo demás cada vez más sólidamente establecida, gracias a la liquidación de toda virtualidad de un verdadero bachillerato en general, y de humanidades en particular. Comentaré livianamente y por lo menudo un ejemplo a propósito del comienzo de ”La Celestina”, cotejando algunos aspectos que permitan ilustrar hasta qué punto las buenas intenciones didácticas, necesarias a veces, sin embargo pueden llegar a ocasionar alteraciones no tanto en el sentido como en la naturaleza de una lengua y un estilo literarios, que se trata siempre de hacer accesibles, si no en la educación obligatoria, sí al menos en la post-obligatoria, aunque las diferencias entre ambas se han ido volviendo cada vez más borrosas e imperceptibles.

Comparando estas dos versiones aquí reproducidas del comienzo de “La Celestina”, la versión original, sólo modernizada en las grafías, en algunos detalles como el vocalismo átono (“deferimos”) y alguna forma verbal en desuso (“vido”), con la versión actualizada para uso didáctico y lectura, ya sea en 3º ESO, ya en 1º de Bachillerato, se obtienen algunas conclusiones, que apuntan sobre todo al problema clave acerca del lugar de la lengua latina en el espacio pedagógico de la lengua materna como conformadora del léxico español y como arquetipo de la elaboración sintáctica, con mayor o menor artificio deliberado en las articulaciones de los periodos y cláusulas.

Para cualquiera un poco conocedor de la historia del estilo literario en lengua castellana (y la bien conocida “Historia de la lengua española” de Rafael Lapesa no apunta a otra finalidad que la estilística, puesto que casi todos los ejemplos de usos lingüísticos de que dispone el autor están documentados y extraídos de las obras y autores literarios más reseñables de nuestra tradición) la situación de la didáctica de la lengua castellana y su producción literaria ejemplar ocasiona no pocas incertidumbres acerca de los fines perseguidos y los medios empleados.

Versión original con grafías modernizadas

CALISTO. En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA. ¿En qué, Calisto?

CALISTO. En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar yo tengo a Dios ofrecido ni otro poder mi voluntad humana puede cumplir. ¿Quién viera en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como agora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo. Mas, oh triste, que en esto diferimos, que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza, y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.

MELIBEA. ¿Por gran premio tienes éste, Calisto?

CALISTO. Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.

MELIBEA. Pues, ¡aún más igual galardón te daré yo, si perseveras!

CALISTO. iOh bienaventuradas orejas mías que indignamente tan gran palabra habéis oído!

MELIBEA. Más desventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual la merece tu loco atrevimiento, y el intento de tus palabras Calisto ha sido como de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo. ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo el ilícito amor comunicar su deleite.

CALISTO. Iré como aquel contra quien solamente la adversa Fortuna pone su estudio con odio cruel.

Versión modernizada en vocabulario, sintaxis y con paráfrasis

CALISTO. Melibea, ahora veo la grandeza de Dios.

MELIBEA. ¿En qué la ves, Calisto?

CALISTO. En que la naturaleza te ha dotado de una hermosura perfecta, y en que yo, sin merecerlo, te acabo de descubrir en este jardín, el lugar más adecuado para comunicarte mi alegría y mi secreto dolor. Porque verte es para mí un galardón mayor que el que puedo alcanzar haciendo obras buenas. ¿Quién ha visto en este mundo a un hombre tan dichoso como yo? Ni siquiera los santos, que se deleitan en el cielo con la visión divina, gozan más que yo contemplando tu cuerpo. Pero, ¡oh triste de mí!, hay una gran diferencia: los santos son espíritus que están en la gloria sin miedo a perder su dicha, y en cambio yo, que además de alma tengo un cuerpo, temo el terrible tormento que tu ausencia me ha de causar.

MELIBEA. Pues si perseveras, yo te daré otro galardón no menor.

CALISTO. ¡Oh dichosas orejas mías, que han oído tan gran palabra!

MELIBEA. Más bien serán desdichadas, cuando oigan lo que voy a decirte. ¡Vete de aquí, lascivo! No puedo tolerar que tu loco atrevimiento y tus ingeniosas palabras echen a perder mi virtud. ¡Vete, vete de aquí, desvergonzado, que mi paciencia ya no soporta más tiempo que el amor ilícito se haya apoderado de tu corazón y me comunique su placer!

CALISTO. Me iré, tan desgraciado como aquel a quien la contraria Fortuna mira con odio cruel.

Si se observa detenidamente, la declaración de Calisto, según las dos versiones, sufre cambios que afectan a su contextura verbal más caracterizadora, la que singulariza el texto como individualidad expresiva dependiente de una tradición latinizante que se transplanta al castellano al comienzo de la época humanística y constituye el fondo de su historicidad: el precio de conservar la supuesta identidad de sentido pasa por la incineración de la osamenta histórica y estilísticamente marcada del texto original.

Desde el punto de vista ideológico, en el texto original no hay mención al cuerpo ni al placer del cuerpo tal como se insinúa y delata en la versión modernizada en el plano léxico-semántico. Calisto en ningún momento dice literalmente que “goza contemplando el cuerpo” de Melibea, sino que “goza en el acatamiento” (en el sentido de “mirar atentamente mostrando respeto a una dignidad o autoridad superior”, doble significado todavía recogido en el diccionario de la RAE) que le debe a Melibea por el hecho de ser una señora admirable que en la lógica del erotismo caballeresco, es cierto que parodiado en buena parte a lo largo de la obra, representa el principio de subordinación del hombre a la mujer, tal como la dependencia jerárquica del vasallo al señor en la modalidad del “servicio feudal” basado en una red de prestaciones y contraprestaciones mutuas.

Además, todo el aparato teológico medieval sobre la visión beatífica de los cuerpos glorificados desaparece y queda reducido a mera cita anecdótica, que la modernización del vocabulario y de la sintaxis obvia, con lo que otro plano más del espesor ideológico e histórico del texto original es omitido por mor de la “claridad” del sentido literal y a favor (¿cómo negarse a ello bajo el régimen gregario hegemónico?) de esa extraña “familiaridad” desenvuelta con los clásicos y el saber en general, que es siempre y en todas partes el signo del democratismo de la cultura como derribo de anacrónicas “barreras” para la inteligibilidad, es decir, para la maniobrabilidad de lo humano universal. Pero incluso una versión actualizada como ésta, relativamente correcta, plantea dificultades de comprensión para nuestros escolares en avanzado estado de desculturación y agrafia.

Para poner otro ejemplo, de orden virtual: si se hiciera un estudio lexicográfico y estadístico sobre la pérdida creciente de masa léxica en las generaciones socializadas por la vía LOGSE en los últimos quince o veinte años, en buena parte liquidada por la supresión o minusvaloración del verdadero modelo filológico de estudio textual, el resultado sería sorprendente, por no decir abiertamente azorante para todas las instancias educativas. Y hay unas cuantas razones que explican esta carencia por el deterioro del estudio bien vertebrado de nuestra materia, aparte de influencias ajenas al medio escolar, que hoy son predominantes.

Las raíces latinas que constituyen la base del vocabulario culto y literario castellano, tanto o más que el puramente patrimonial, se encuentran desaparecidas en el uso activo tanto en la lengua oral como escrita, como si jamás se hubiera realizado un proceso secular de adquisición y asimilación de esta volátil pero extremadamente rica materia verbal, virtualmente ilimitada. El castellano no es nada sin el aporte caudaloso constante que la lengua madre vierte desde su misma formación desde la Edad Media hasta hoy mismo. Este “olvido del latín” tiene consecuencias que empezamos a sentir casi con el dolor de la pérdida de un ser querido, pues para un filólogo auténtico tal es el latín, la patria más secreta de la que uno no puede enajenarse.

En tales condiciones, no es hacedera, ni como introducción propedéutica, una didáctica consecuente de las obras clásicas en castellano, ya desde el momento mismo en que la lengua latina y la lengua castellana clásica (y nada digamos de la medieval, sobre todo de ese tornasolado diamante lingüístico que es el “Libro de Buen Amor”) son dos completas desconocidas, cuando no despreciadas como inútiles antiguallas que ofrecen resistencia a esa fluida “neolingua” que hoy domina toda la actividad “comunicativa” en los diferentes vehículos, soportes y medios de comunicación y transmisión que, al mismo tiempo que nos ayudan, nos asolan.

Por otro lado, la normativización académica es cada vez más laxa, parece sometida a las presiones e influjos ideológicos que van del feminismo más ignaro a lo “políticamente correcto”, pasando por la aceptación pseudoprogresista de modas pasajeras de orígenes jergales, determinando la justificación de toda esa enrarecida atmósfera eufemística que envuelve los usos lingüísticos actuales. Y este laxismo en los usos lingüísticos, que en las aulas impide cualquier principio de autoexigencia y control verbal, está en buena armonía con todas las demás tendencias que esquinan las dificultades y siempre representan las ventajosas soluciones facilonas.

En su conjunto, el problema del léxico castellano actual y sus usos activos ha sido abandonado a su suerte en la didáctica de la lengua castellana, tal como se la trabaja en el régimen de la educación secundaria obligatoria. La gramática, por su parte, ha sido sustituida por la esquematización, reiterativa hasta el hastío, de un modelo vacuo de “análisis sintáctico” en el que el alumno no sabe lo que hace y tiende al automatismo reflejo más desprovisto de reflexión, envolviéndonos todos en las espesas corrientes de una ignorancia profunda acerca del sentido intencional de las construcciones, por no mencionar el ya íntegro descuido de sus valores estilísticos relevantes.

Con estas circunstancias como trasfondo, no hace falta decir que el comentario de textos literarios, tomado en serio, ha sido enteramente evacuado y ya es mucho con que algo muy elemental de métrica o algún recurso de estilo de raro nombre helénico quede grabado en las sencillas mentes discentes sometidas a este desgobierno pedagógico, que, por lo demás, en cuanto forma racional de asignación de recursos humanos y económicos, es un fraude del que muchos malvivimos a cambio de nuestro silencio y complicidad.

El meollo del engaño consiste en simular como sistema educativo “high definition”, universalmente ”gratuito” y “público”, “integrador” y “democrático”, al que se destina una enormidad injustificable de personal y recursos, lo que tan sólo es una misérrima campaña permanente de mínima alfabetización obligatoria siempre fracasada y una muy precaria escolarización forzosa de categorías subalternas, que en nada se parece a una “instrucción” o “enseñanza media” en sentido estricto (el sentido que tuvo en sus orígenes en la Europa culta del siglo XIX), como quizás todavía se practique en otras partes, pero de la que aquí, desde hace casi veinte años, ya no tenemos noticia.

A propósito de todo este desvergonzado tingladillo pseudoeducativo, contaré una anécdota que puede elevarse a categoría ejemplar sobre lo que nos sucede. Un profesor de ética de 4° ESO tuvo en hora mala la peregrina idea de intentar hacer leer a los alumnos obras tan aciagas y contrarias a los designios oficiales como el “Arte de prudencia” de Gracián, “El misántropo” de Moliere y “Hamlet” de Shakespeare. Movido por una afán filantrópico admirable, algunos padres de alumnos y miembros del equipo directivo estimaron que esta ambición era excesiva, dado que los alumnos se quejaban de dificultades insalvables de comprensión, al menos aquellos cuya capacidad de esfuerzo era, por decirlo pronto, apocada (y en esta situación se encuentra la mayoría de ellos, escolarizados a la fuerza en un régimen extremadamente flácido y sin más vocación formativa que la que pudiera tener un vegetal de invernadero, pero ellos saben inconscientemente que “Quod Salmantica non dat, Res Publica praestat…” y actúan en consecuencia). Así pues, fue necesario renunciar y “liarse la manta a la cabeza” en vista de que lo que determina la instrucción actual no es la asignación autorizada por el mejor saber de un nivel académico desde arriba, sino la eficacia coercitiva y chantajista de la presión desde abajo.

A partir de ahí, es fácil adivinar cuál es el estado de cosas general que padecemos los profesionales de la filología metidos, con creciente desamparo, en la ruda tarea diaria de agonizar con escolares apoyados y justificados por todas las instancias oficiales y oficiosas en el nada generoso fin colectivo de no realizar nunca ningún tipo de esfuerzo, de no mostrar nunca ninguna voluntad de autoadiestramiento, de no plantearse nunca ninguna propuesta de metas elevadas; en fin, de rechazar porque sí el adquirir unos rudimentos de necesaria cultura histórica, literaria, lingüística y un poco, nada más que un poco, de reflexión sobre sí mismo y el entorno humano.

En la otra vertiente, que todo el mundo desprejuiciado reconoce ya como vago síntoma de fracaso escolar, a cuya logro mucho mérito hemos hecho todos nosotros como compinches voluntarios en esta vasta tarea de desculturación y desnacionalización del patrimonio lingüístico y literario, la »literatura para adolescentes” que se ha acabado por imponer en estos últimos veinte años en los tramos obligatorios, bajo la estéril justificación democratizadora de la «innovadora» comprehensividad curricular, no configura una experiencia del poder expresivo de la lengua que pueda ser a su vez vehículo para otras experiencias sobre una realidad que es sistemáticamente obliterada, hasta el límite de la obstrucción, por situaciones, esquemas narrativos y personajes convencionalizados, tanto como lo está al menos la propia lengua del autor o el narrador, o lo que es más frecuente, narrador-personaje, ya que las novelas de este muy discutible «corpus» literario tienden a la narración “para” o pseudo-autobiográfica como expediente más fácil para la identificación psicológica requerida entre los mundos “vividos” del autor y del lector.

Si a eso se añade que además son traducciones de obras cuya lengua original suele ser el inglés, no hará falta decir que este castellano sólo lo parece por un aire de familia (un poco como los hijos naturales a su padre putativo), aire o desaire al que también los medios de comunicación nos tienen habituados. Hablamos y escribimos como si lo hiciéramos en castellano, aunque sería muy difícil demostrarlo: las palabras, la gramática, la sintaxis, el vocabulario, más precariamente, los significados, en fin, todo eso parece castellano, y hasta puede que lo sea, pero algunos nos sentimos atrapados en graves dudas sobre esta identificación tan apresurada.

En el caso de la prosa narrativa de los relatos traducidos del inglés, junto a unas severas limitaciones referenciales y cognitivas de esos textos, que en parte se corresponde con una tradición literaria y estilística muy distinta a la nuestra, el castellano literario es obviado por un estereotipismo que sólo puede pasar por estándar, incluso culto, para unos hablantes que han renunciado acomodaticiamente a todo contacto auténtico con su tradición lingüística y literaria.

La sintaxis entrecortada, desplegando el vuelo corto y bajo de una gallina, es la norma: oraciones simples, escuetas hasta lo telegráfico o, más bien, por actualizar la analogía, diremos lo “esemesaico”; alguna secuencia subordinada, pero no demasiado complicada, quizás dos líneas, con nexos bien fáciles de identificar; nada, por supuesto, de acumulaciones hipotácticas que lesionen de modo irreversible las almas discentes que deben ocuparse de otros menesteres más socialmente aceptables… Un ejemplo será más que suficiente para entender esta lógica del desastre verbal que ya se ha instalado entre nosotros:

Parvana gateó hasta el interior del refugio y reunió sus pertenencias. Le habría gustado disponer de un poco de intimidad para poder llorar y pensar, pero el tejado y las paredes estaban hechos de un trozo de plástico transparente. Sabía que el hombre podía verla mientras la esperaba pacientemente para llevarla a su casa. Así que se concentró en la tarea y no se permitió ni una sola lágrima. Hizo un hatillo con las mantas, su otro shalwar kameez y la pequeña cazuela. Era todo lo que había acarreado en el largo viaje desde Kabul. Ahora tendría que cargar también con las demás cosas: la bolsa que su padre llevaba colgada al hombro –donde guardaba el papel, los lápices y cosas pequeñas como cerillas-, y el valioso montón de libros que habían conseguido ocultar a los talibanes.”

El castellano estándar actual a que los alumnos de ESO tienen acceso está bien representado en la prosa narrativa de las novelas que ofrecemos como lecturas que deben realizar obligatoriamente cada trimestre, sin contraindicaciones, en la módica cantidad de una dosis por trimestre. Desde hace unos quince años han proliferado los escritores y las editoriales especializadas en este novedoso mercado, que ha crecido a la par que el de los libros de texto o eternos “vademécum” de una educación literaria anquilosada en la repetición sobrecogedora de los mismos tópicos sobre periodos, obras y autores, cada vez más menguados en su virtualidad simplemente informativa.

Estos libros de texto van cambiando de diseño y maquetación cada dos o tres años sin cambiar para nada los contenidos, que, muy al contrario, se esquematizan cada vez más, cediendo importancia ante las necesidades de mayor espacio de lo gráfico, ilustrativo o iconográfico, aspectos estos muy cuidados, a diferencia de la exposición didáctica propiamente dicha y la selección de textos literarios adecuados (los alumnos aventajados los llaman “libros chuleteros”, con gran intuición sobre su utilidad primera y última).

En las novelas ocurre lo mismo: hay muchos títulos, infinitas colecciones, nuevos y exitosos escritores, gran afluencia de premios literarios encomendados al santo y seña de la “literatura para adolescentes”. Pero sólo hay un modelo de castellano estándar: el que regularmente emiten estas novelas en cuya prosa narrativa, descriptiva y dialógica se realiza, al parecer, el ideal de esta “neolingua” nivelada y aplanada.

Curiosamente dos de los escritores de más frecuentación son de origen catalán: Jordi Sierra i Fabra y Andreu Martín y destilan sus copiosos textos como los autores-estrella del catálogo de distintas editoriales. Basta asir, sin mostrar demasiada desgana, una de estas novelas, abrirla por cualquier página, fijar los ojos sobre las líneas paralelas de tinta negra y leer:

No lloró. Pasó la primera prueba. Dominó el nudo de su garganta y se fundieron en un abrazo rápido y un beso fugaz en la mejilla. El tío Joaquín significaba su primer contacto con la realidad tras la noticia, el dolor, la precipitación del viaje, el choque del que aún no había salido.”

O bien:

Yo acababa de descubrir el poder embriagador del perfume femenino. Hasta aquel momento mis compañeras de clase no usaban perfumes, o no me había dado cuenta, o tal vez olían a Nenuco o colonias de niñas. Y, de pronto, al inclinarme sobre aquel hombro para ver mejor la pantalla del ordenador, o para indicar a Patricia qué tecla debía pulsar, la fragancia dulce y fresca me atravesó la pituitaria y llegó directamente al centro de mi cerebro. Creo que incluso enrojecí. Mis ojos se clavaron en el cuello de aspecto sedoso, terso, apetitoso, que dejaba al descubierto el jersey de escote de ojal, y se me nubló la vista mientras mis labios se estiraban involuntariamente, atraídos por el poderoso imán de aquella epidermis limpísima”.

Nada hay reprochable ni reprobable a primera vista en estos textos. Pero, a poco que se relea y se aguce el sentido literario, por escasamente de que se esté dotado (y me temo que esta otra privación sensorial va creciendo a ritmo acelerado y pasa inadvertida), se insinúa lentamente un tono, se trasparenta una tonalidad específica que colorea esta prosa hasta en sus menores matices.

La pauta común es un artificio vagamente “literario” entremetido con una vulgaridad de situación: esta colisión de polos es constante en estas novelas “disonantes” en la relación entre su forma y su contenido, y abarca todos los registros y todas las situaciones, hasta el punto de que se percibe, cuando uno se ha entrenado suficientemente en esta lectura, algo forzado, violentado por una artificiosidad o afectación semi-culta que ya no es la codificada por una tradición literaria sino más bien el efecto sobrecodificante de la imposición externa de un estándar o serialización de la dicción que afecta a todos los niveles de esta lengua de las narraciones en prosa que constituyen hoy casi por entero la única fuente documental educativa o formativa de nuestros alumnos.

En no mejores condiciones nos hallamos en la didáctica de la gran poesía en lengua castellana, tanto popular como culta. Uno tiene la impresión de que aquí la capitulación de instituciones y profesorado ha sido completa, con una renuncia, por no decir llanamente renuencia, bien resignada ante la nueva barbarie cultural, cuya novedad es la insolencia con que defiende sus “derechos”, elevándolos a “condición humana” absoluta, irrebatible: signo de ideologismo elemental.

Si ya la genuina prosa literaria se asevera casi elitista en el régimen de la comprehensividad, la poesía se antoja un objeto no identificado de cuya extravagancia en sus tímidas apariciones por nuestras aulas uno debe hacerse cargo día a día y no buscarse problemas y contrariedades proponiendo la lectura y el trabajo sobre estos artefactos poéticos tan resistentes a la nivelación igualitaria de la mera comunicación libre, espontánea o ligeramente formalizada.

Cuando en el aula la redacción de un “currículum vitae” sustituye al conocimiento de la exquisita, alquitarada forma de alta precisión verbal del soneto (y esa sustitución ya ha llegado), la barbarie cultural ha triunfado y ya muy poco nos queda por hacer para redimirnos de ella.

El trauma educativo que padecemos consiste en pensar que todos los seres humanos, por el hecho de serlo, deben ser encaminados por el desfiladero estrechísimo de esta vulgaridad pseudoinstruida y que todo lo que exceda el “término medio”, por su misma naturaleza, debe ser mantenido al margen, sino sometido a vigilancia paranoica, bajo pena de ser “estigmatizado” por aspiraciones sospechosas de “elitismo”.

En este sentido, nuestra materia, tomada filológicamente en serio, lo que ya no es posible hacer ni con la mejor voluntad, como acción incesante de rumia textual, de paciencia casi amorosa hacia la dificultad que necesariamente conlleva todo estudio de unos sutilísimos matices de lengua, estilo, intención y significado; en fin, todo lo que ha determinado la formación humanística desde el origen de nuestra civilización europea moderna se encuentra ya erradicado de hecho en un sistema educativo que representa el más envilecedor culto a la barbarie del democratismo social contemporáneo, que en España consiguió desde siempre alzarse con el poder de dictar toda conducta, toda norma y toda cultura.

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