EL DESTINO MODERNO DE EUROPA

…no hay creación en ningún orden sin cierta dosis de titanismo; que es, en verdad, la ausencia de dosis, el absoluto lujo de la vitalidad. Me importa, digo, subrayar esto, porque no creo posible la salvación de Europa si no se decide la humanidad de Occidente, perforando todos los prejuicios y remilgos de una vieja civilización, a buscar el contacto inmediato con la más ruda realidad de la vida, es decir, a aceptar ésta íntegramente en todas sus condiciones sin aspavientos de un artificioso pudor (…) No se trata de pensar que todo lo que es, puesto que es, además debe ser, sino precisamente de separar, como dos mundos diferentes, lo uno y lo otro. Ni lo que es, sin más debe ser, ni, viceversa, lo que no debe ser, sin más no es. Ningún otro continente se la mostrado tan ligero, tan frívolo, tan pueril como el europeo, en dar en no existente lo fatal”.

ORTEGA Y GASSET, “Mirabeau o el político”

Recuerdo a un pobre diablo que, todavía acostado a una hora avanzada de la mañana, se dirigía a sí mismo, en un tono imperativo. “¡Quiere! ¡Quiere!”. La comedia se repetía todos los días: se imponía una tarea que no podía cumplir. Por lo menos, actuando contra el fantasma que era, despreciaba las delicias de su letargia. No podría decirse otro tanto de Europa: habiendo descubierto en el límite de sus esfuerzos, el reino del no-querer, se llena de júbilo, porque ahora sabe que su pérdida encubre un principio de voluptuosidad y se propone aprovecharse de él. El abandono la embriaga y la colma. ¿Que el tiempo continúa fluyendo? Ella no se alarma; que se ocupen otros; es asunto suyo: no adivinan qué alivio puede hallarse en arrellanarse en un presente que no conduce a ninguna parte…

CIORAN, “Sobre una civilización exhausta”

La risa no tiene otra causa que la incongruencia repentinamente percibida entre un concepto y el objeto real que por él es pensado en algún respecto, y es sólo expresión de tal incongruencia”.

SCHOPENHAUER, “El mundo como voluntad y representación”

 

1

Casi todo un continente perdido en el hiperespacio a velocidad tal que ya es indiscernible si navega o está parado. Una lenta estela moribunda de historias inconclusas, de arrepentimientos prematuros, es lo único que señala la trayectoria de este planeta enfriado. Es la Eurozona, espacio interestelar de los flujos monetarios, de los flujos migratorios, donde las vacas pastan y mugen, donde todos los museos de la historia están de saldo, donde el magnetismo del vacío atrae hasta los últimos vestigios de las Luces y sus pesadumbres de cortocircuito y volatilidad. Es la Eurozona, el líquido incoloro e inodoro de las ideas mineralizadas, de los cuerpos descalcificados, de las aventuras fallidas, de la lúgubre tenacidad de la plena nada nauseabunda, de los espíritus tan puros que ni siquiera huelen su propia descomposición.

Hay palabras tan triviales que, por su trivialidad misma, alcanzan a significar de lleno lo que pretenden designar: «Eurozona» es efectivamente la zona donde tranquilamente circula el euro, nada más. Otras palabras para invocar esta unidad histórica y geográfica, tales como Cristiandad, Renacimiento, Siglo de las Luces, todavía tenían un referente, el de una formación cultural fuerte, el de un destino y una aventura, el de una identidad incapaz de ningún relativismo pese a su soporte universalista y abstracto, pero lo decisivo era la fuerza de una voluntad y una idea que no desesperaba de su buena o mala fortuna y eso trasmitía un dinamismo determinado por la misma energía histórica que lo encarnaba. Pero ¿qué puede significar «Eurozona» si no es precisamente el hecho determinante de que la nueva máscara de Europa no es tanto una metamorfosis histórica como una liquidación obstinada de toda forma histórica de metamorfosis?

¿Qué valor superior hay detrás de esta palabra y su realidad? ¿La democracia, el bienestar, la tranquilidad descomprimida del «modo de vida occidental«? Si así fuera, Eurozona sería la palabra de la neutralización, del vacío, de la indiferencia, y seguramente su pobreza semántica, su penuria histórico-cultural, dice exactamente lo que pretende decir: reinado de lo económico como destino absoluto, reinado de lo jurídico formal como terapia colectiva, reinado de la moral de rebaño de la liberación de costumbres como gran coartada de la servidumbre voluntaria de masas-sujeto.

En estas condiciones, la idea misma de Europa como Eurozona sólo puede producir consternación, desolación y desesperanza, pues lo que efectivamente se realiza es, de hecho, una especie de anti-Europa, un doble cargado con todo lo peor, con todo lo residual, con todo lo más reactivo de nuestra historia moderna, en aras de esa «fuerza de la debilidad» que tan bien caracteriza a la Europa moderna como lugar de todas las desilusiones. Lo que se opone a esta idea lánguida de la Eurozona no es, desde luego, la «Europa social» o la «Europa de los ciudadanos» (otras tantas reliquias desvirtuadas de la lógica decimonónica del «progreso objetivo»), lo que realmente se podría oponer a esta evolución fáctica, como voluntad y destino, como proyección histórica, ya no existe en Europa, porque Europa se ha confundido inextricablemente con su doble mercantil y democrático, y ya no escapará a esta fatalidad, a este maleficio que confisca toda posible resolución.

La Europa actual quiere ser la voz de la buena conciencia universal, quiere ser el lugar de la reconciliación universal, quiere sobre todo encarnar la gran virtud de la racionalidad realizada, pero en el fondo de sí misma no es más que el espantajo grotesco de la pusilanimidad y la estupidez erigidas en valores, con una mueca ridícula, cercana al «rigor mortis», del rechazo de sí misma. Pero la Europa de pantomima dice ser ella misma en tanto pantomima, y en efecto lo es, como resultado de la abolición de su propio destino, como efecto patético y residual de la historia hecha por otros.

A pesar de todos los discursos públicos, de todas las burocracias, de todas las instituciones europeas, nunca como hasta hoy la existencia de Europa ha sido tan borrosa, tan vacilante, tan languidecente. Se ha perdido quizás el «organismo europeo», en su diversidad profunda y en su unidad esencial, lo ha suplantado quirúrgicamente y de manera definitiva la infraestructura económica y la superestructura administrativa, metabolizando ambas el resto como residuo de la historia, pero ese resto contenía precisamente la virtualidad del sentido, de la fuerza, de la resolución, una última posibilidad de identidad fecunda. Lo que hoy perdura, en su estado más miserable, es «Trans-Europa», una mezcla ininteligible de agencia de viajes y terminal bursátil de Wall Street, a la que se encuentra conectada y sólo por ello posee aún alguna entidad tangible.

Entonces debemos aprender a pensar en Europa como algo pasado, como una unidad histórica y cultural que, si a lo largo de unos mil años ha encarnado algún principio trascendente, hoy éste ya no existe, o se manifiesta débilmente como una forma triunfante de nihilismo, incapaz de sostener una identidad o una historia específicas. Europa ha perdido su singularidad en lo universal, según dice Baudrillard, y éste es un crimen contra sí misma irreparable, pues la singularidad nunca se ofrece dos veces.

Este abolirse a sí misma en la forma vacía y abstracta de lo universal, según un movimiento dialéctico que finalmente ha resultado verdadero, Europa ya lo conoce y no está dispuesta a renunciar a este absoluto que es para ella la encarnación histórico-metafísica de la conciencia universal o su infortunio, lo cual viene ya a ser lo mismo (la conciencia universal como infortunio).

No renunciará a él porque le ofrece el último asidero de sentido, porque este absoluto universal encarnado representa el único subterfugio de sentido que le queda, después de realizados todos los demás como meras formas instrumentales de su despliegue: la igualdad jurídica alcanzada por sus revoluciones políticas, su democracia como nivelación total, sus derechos humanos como estrategia de la dominación mundial, la promoción incondicionada de todo lo humano instanciado al estatuto de sujeto a través de las sucesivas liberaciones.

En la comprensión universalista del ser del hombre está la verdad de Europa y esta verdad, paradójicamente, expresa su profunda singularidad, pero sólo a condición de entenderla como pérdida de toda singularidad. De ahí la desnudez y la orfandad de todo el discurso intelectual contemporáneo, filosófico, moral, estético o científico: sus obscenos efectos de redundancia, su penosa insistencia ideal en esta verdad consumada y consumida como tal en los hechos mismos, graduados según el punto focal de lo universal como absoluto y como abstracción inhumana de cualquier singularidad real.

En un contexto semejante, puede asegurarse que no habrá «ave Fénix» de lo universal materializado: Europa no volverá a encontrar una singularidad propia desde sí misma. Sin embargo, podrá alcanzarla en el entrecruzamiento fatal con el destino de otros pueblos a los que ha subyugado al mismo dictado opresivo de lo universal ¿Quién sabe si la inmigración masiva con que planea el provenir inmediato, más allá de todas las posturas triviales que rodean el asunto, racistas o humanistas, no será una última oportunidad ofrecida para encontrar, a pesar nuestro, otro destino, otra historia diferentes al maleficio de la racionalización universal?

La futura convivencia forzada de poblaciones de distinto origen es una oportunidad para la metamorfosis, es una oportunidad para que Europa renuncie radicalmente a su vocación universalista como definición de su ser moral y metafísico, arrojándose a la búsqueda de nuevas formas de socialidad que ya no puedan fundarse en el régimen teórico-práctico de la universalidad abstracta con que pretende aniquilar la alteridad radical de un mundo que se infiltra en su propio corazón. Siempre que renuncie a una comprensión universalista y humanista del hombre, de lo contrario, como ya sucede actualmente, sólo se enredará en interminables procesos moralizantes que agotarán aún más cualquier esperanza y voluntad de lo nuevo.

Esta Europa que ya se siente sacudida en su espectralidad diurna por la falsa oposición entre xenofobia e integración a la fuerza en el cuadro de lo universal-mundial, en las próximas décadas, complicadas por una competencia feroz por el poder mundial a través del dominio de la técnica en todas sus direcciones, se sentirá aún más abatida y decadente ante su imposibilidad real de superar el horizonte en que se encierra su comprensión del hombre, con la conciencia tranquila de encarnar el Bien (el «buen» ideal de lo universal integrador y pacífico).

Para sobrevivir, no le quedará más remedio que «saltar por encima de sí misma» en un último esfuerzo de desafío y antagonismo frente al propio movimiento dialéctico que ella ha puesto en marcha. Sin embargo sabemos bien qué escasas son ya las reservas de fuerza conflictual, apalancados como estamos en la mera contemplación del destino miserable de los otros. Lo peor de todo sería perseverar en la nivelación destructora como potencia secundaria de los designios del capital trasnacional en esta gran reserva eco-biológica de la Eurozona.

Nuestra supervivencia ya no depende de nosotros mismos, ni de la energía ni del dinamismo interno que estemos dispuestos a entregar. La época de la autodeterminación, de la soberanía, incluso a escala continental, ha pasado, hace varias décadas entramos en una nueva fase cuyas primeras señales de trasformación en profundidad de todas las relaciones sociales, políticas, sólo tardíamente se experimentan ahora, cuando ni siquiera hay fuerza intelectual, moral o política que pueda proyectarse, que pueda proponer un diagnóstico radical, que sea capaz de «imaginar el futuro», adelantándose para modelarlo como proyecto más allá de la materialización trasparente de un presente estancado en la reproducción banal de todo lo que ha sido, desarrollando una hermandad incestuosa dirigida por el bienestar, la circulación liberada y la mercantilización general. Tantos conflictos, tantas luchas, tantas pérdidas de hombres y de ilusiones, ¿para el libre flujo de mercancías y capitales, para el intercambio sin fronteras, para esta operación de supervivencia y recambio del capital? Al menos, para Europa, ésta es su historia, incesantemente lamentada desde las posturas más decadentes, de izquierda o derecha, da igual, pasmosa y admirable estupidez propia de los etimológicamente «idiotas» (casi toda la clase política e intelectual occidental).

Ninguna pasión, ninguna imaginación, ningún margen, ningún criterio, ningún espacio para un pensamiento verdaderamente liberado de las servidumbres «modernas» (tragedia y utopía se dan la mano en este vacío): esto que vemos circular día a día sonambúlicamente, esto creciendo sin sentido como un inmenso parásito de la historia, de la realización virtual de lo proyectado, o lo contrario, da igual, sinuoso estancamiento de lo mismo que se autorreproduce sin consideración a las leyes antidecadentistas de la evolución de las especies negándose a desaparecer, el «homo occidentalis» con todo su tumultuoso cúmulo evanescente de cultura e historia arrasadas, heredero fatigado de una nada que aún no sabe balbucear su nombre, toda esa obsolescencia humana que se niega a dejar sitio a algo genuinamente nuevo y poderoso, porque confía demasiado en la bondad malversada de su resolución formal y abstracta de la realidad como lugar de la evidencia absoluta del orden, del buen intercambio, de la buena socialidad, de la buena comunicación, de la buena vecindad, de todo eso que coagula y amortaja la ilusión en una fórmula grotesca y orgullosa de equilibrio y bienestar.

Si esto no tuviera fin, ni resolución al menos, estaríamos paralizados en vida en una especie de foto «finish» de lo caduco que perdura, esperando nada en una estación terminal de trayecto, viviendo un purgatorio sin rescate de la aventura, inmersos en una clínica de lo social o en un geriátrico de lo político, sometidos a los baños termales de la utopía congelada, padeciendo reumatismo y un síndrome «Stendhal» de la historia, en un espacio global de figuración como una raza de supervivientes simiescos, la raza émula- fámula de su propia ausencia. Europa, Trans-Europa, no llegará a descubrir esta ausencia, aunque todo gire actualmente sobre ella.

2

Un libro de Jean Baudrillard puede servir de fuente de inspiración o hilo conductor para hablar de Europa, comenzando por su reverso: América (1986). El libro de Baudrillard es mucho más que un simple reportaje y un conjunto de impresiones, en él se encuentra, frente a los «ideales» de la Modernidad, una visión «otra» de la misma. Nada de «pathos» hipócrita de consolación histórica por una pérdida cualquiera, como ocurre en tantos otros libros infinita e inútilmente bien documentados.

Pese al título, su objeto no es tanto la propia América, tomada como campo experimental de un sociólogo viajero de penetrante visión y estilo mucho más que brillante, cuanto América como “reverso” de Europa: reverso como realización de la propia historia europea, como destino “moderno” de la Modernidad de la propia Europa. Porque, efectivamente, el destino de Europa es América, y de manera más exacta, la América que Baudrillard focaliza como lugar de la hiperrealidad y el simulacro consumados, aunque Europa los viva con un nivel diferente de conciencia, la suya, política e histórica, en trance de liquidación por el mismo efecto de la Modernidad perseguida, que representa, sin tales atolladeros, América.

La estrategia del viaje baudrillardiano es, por así decir, la inmersión antropológica en lo ”totalmente otro”, en lo desconocido de una sociedad sobre la que se ha dicho casi todo, de manera casi siempre crítica y prejuiciosa. Es una estrategia de extrañamiento, como el propio autor declara insistentemente, de “descentramiento”, por donde buscar no la evidencia teórica, sino la evidencia simbólica de la vida misma de una sociedad que sólo puesta en la perspectiva adecuada puede resultar fascinante, más allá de los estereotipos europeos, verdaderos en la medida en que abstractos. Esta búsqueda ofrece varias figuras: el desierto y la metrópolis, junto con las autopistas, símbolos, respectivamente, de la deserción social y de la circulación pura, en definitiva de la ausencia de referencias y de trascendencia. Pues el destino de Europa, imposible de desviar, es la pérdida de referencias y de trascendencia de lo político, de lo social, de lo cultural y de lo histórico, es decir, la liquidación de todo aquello que había impulsado su “desarrollo” moderno todavía bajo el signo de lo trascendente, de lo contradictorio, de lo utópico y de lo imaginario.

Confrontarse con América para un europeo no es entonces, desde este punto de vista, otra cosa que presentar, como ante un espejo, el objeto realizado de los desvelos y pesadumbres europeas: el objeto abolido ante la realización impúdica de su concepto (hegelianismo trivial, pero nunca más acertado y evidente), y esto es válido para toda la esfera de las preocupaciones actuales, a su vez enfrentadas, para Europa, con su carácter radicalmente irresoluble, en la medida en que Europa sólo puede realizar lo que piensa a la manera dialéctica y trágica de la negatividad y el nihilismo, porque Europa es tan sólo ya el lugar de la utopía pensada y realizada de mala gana y de manera caricaturesca, mientras que América, desde el comienzo es la “utopía realizada” a secas, en pureza y sin contradicción asumida.

Todo lo que puede hacer Europa, y de ello se encargan sus intelectuales, es revisar su propia Modernidad, como hacen pacientemente Claudio Magris en El Danubio o Roberto Calasso en La ruina de Kasch: recomponerla, revisitarla, jamás consumarla y aceptar su consumación en las formas actuales del devenir del Estado, la sociedad, la cultura y la propia historia. Por eso, lleva toda la razón Baudrillard cuando dice que somos los herederos del cadáver de la burguesía del XIX, sólo podemos rememorar de modo agobiante sin asumir el final, tal como es, de nuestra trayectoria moderna. América representa ese “tal como es” sin ambages ni condolencias ideológicas. América es el destino, es el espejo, por más que resulte repugnante aceptarlo y por más que exista una profunda hipocresía en mantener a toda costa la ilusión patética de una “diferencia” europea, que sin duda existió de modo operativo y real, pero que hoy sólo existe como creencia de consolación y mito profano de una identidad sin referencias vivas ni capacidad de superación práctica.

Los problemas que América tiene resueltos (federalismo, multirracialidad), Europa ni siquiera es capaz de plantearlos en términos “reales”, siempre vive lo real bajo la forma de lo ideal y de lo negativo, bajo el signo de un universalismo abstracto lleno de impotencia y mala conciencia. La propia experiencia profunda de la Modernidad como prefiguración del desierto futuro y próximo de las categorías rectoras de su historia (el Estado como motor, la sociedad construida sobre el modelo universalista de la ley, la cultura diferencial y prestigiosa, nuestro propio intelectualismo, etc) se nos escapa, apenas podemos asumirlo ni pensarlo más que en términos de modelos caducos que ya tuvieron su oportunidad y han fracasado, pues su límite era el marco mismo de una historia y una historicidad en suspenso.

De hecho, nuestra historia moderna es la propia rémora insuperable de nuestra inadaptación a la Modernidad, entre nosotros siempre experimentada bajo el signo del ideal incumplido, del proyecto inacabado. Nosotros hemos gozado de la “metafísica de la Modernidad” y de la modernidad como metafísica, los americanos han tenido la modernidad como física y pragmática: pero ¿qué hacer cuando cualquier oposición, cualquier diferencia está consumada en lo real?

La fuerza del análisis de Baudrillard, en estos momentos, consiste, de manera precisa y exacta, en decirnos, con toda su clarividencia habitual, que no hay un más allá esotérico de la Modernidad que no esté ya perfectamente encarnado en América, tal como la conocemos, y tal vez, detestamos; que la Modernidad sólo puede desembocar en el simulacro generalizado y en la hiperrealidad tecnológica, en el vacío después de la orgía de las liberaciones globales, que ese precisamente es el destino y ya está acabado, realizado, y América es su figura histórica concreta, la misma que espanta y fascina a un mismo tiempo a Europa.

El fundamento inconmovible de la “ideología norteamericana”, más allá de sus manifestaciones de superficie, es un gran mito del que nosotros carecemos, por mucho que un Heidegger y tantos otros han querido “refundar” Europa desde los orígenes invocados como salvación: el de la patria electiva. Frente a los demás pueblos, los norteamericanos forman una comunidad cuyos miembros tienen en común una sola cosa: haber elegido, en un momento dado, una patria nueva, una identidad nueva, tanto personal como colectiva. A nadie más le está dado elegir su patria o su identidad, el lugar del origen y el lugar del destino. Esta ausencia de origen, tantas veces advertida como carácter norteamericano, es la fuerza y la debilidad de los norteamericanos, porque implica a un tiempo libertad y arbitrariedad, necesidad y contingencia.

En las novelas de Paul Auster, y también de Philip Roth, esta misma ausencia se convierte en la fuente de un ciclo determinado de metamorfosis: cada identidad es un espejo de otra identidad, todo devenir está enzarzado en otro devenir. Como la patria electiva no puede ser más que un territorio mental, en él los juegos de “coincidencias” cumplen la función de verdaderos símbolos de la identidad y el devenir. Todo lo arbitrario del signo (es decir, la totalidad de la cultura) se convierte en el espacio en el que todos los juegos de semejanzas son posibles, todas las analogías pueden fundar mitos y relatos del origen. La identidad individual puede entonces desplegarse en la amplitud indefinida de este campo de juego de los signos, una vez que toda referencia remite a la forma pura del destino electivo.

El vacío y la banalidad del “modo de vida” norteamericano quedan así compensados por la poderosa imaginación del destino en el que el individuo tiene que perderse para volver a encontrarse. Esta posibilidad es la que los pueblos europeos modernos desconocen, en la medida en que para ellos el destino es la figura de una realización de la Idea (cualquiera que sea su encarnación: espíritu absoluto, voluntad de poder, olvido del ser) sobre la base de un irreversible desfondamiento de su propio mundo simbólico. La componente judía de la cultura norteamericana es sin duda el elemento que moviliza esta capacidad para fundar la identidad en la figura del destino electivo.

3

Conmovedor informe de los demógrafos de la ONU sobre la población europea (incluso lo sería si fuera tendencioso y erróneo): en cincuenta años, muchos países europeos llegarán a tener la población que ya poseían un siglo o siglo y medio antes, durante la revolución industrial. Faltará mano de obra, fuerza de trabajo, si no se repone a buen ritmo el “capital humano” (La Vanguardia, 6-1-2000). Europa ya ni siquiera alcanza el umbral de su reproducción biológica, aunque hace ya mucho que tampoco logra su reproducción simbólica como sociedad y como cultura, lo cual es todavía más grave. Entretanto, mujeres ya muertas dan a luz, mujeres de cincuenta y cinco años dan a luz. Seremos libres y pacíficos, pero al borde de la extinción. Nosotros, los últimos europeos, somos ya de hecho una especie protegida que ha perdido su hábitat y todas sus defensas, después también de haber perdido sus últimas referencias.

El efecto de reversión de las cosas, el “boomerang” inesperado de lo real, jamás perdona ni a los que viven instalados en los procesos irreversibles del progreso, la emancipación y la utopía realizada. Afortunadamente, el reino de la Modernidad no será el reino de los mil años, sino quizás una etapa pasajera de la propia “historia” mundial, europea en particular. El “último hombre” nietzscheano está aquí, lo conocemos bien, es nuestra sombra, nuestro doble, nuestro hermano. Su incapacidad para crear lo que sea es sólo comparable con su vanagloria y su mala conciencia, derivada de la secularización de nuestra gran religión del lamento. No tendremos apenas descendientes, nadie nos recordará, somos de hecho ya una raza maldita, condenada y execrada. Desde que los europeos dejaron de ser aventureros, agresivos, dominadores, “raza de rapiña”, y se volvieron meramente ciudadanos y telespectadores, teóricos risueños de su propia servidumbre voluntaria, turistas del mundo agobiados por un enervante síndrome Stendhal de universalismo abstracto, de igualitarismo a la fuerza, desde ese momento de la gran trasformación, algo empezó a marchar mal.

Emparedados vivos entre la globalización bajo dirección norteamericana y el desmoronamiento de la etapa de socialización disciplinaria, con la memoria fantasmal de una derrota y una catástrofe wagneriana, con la condena moral de toda grandeza y de todo orgullo, los cansados “señores de la tierra” se retiraron a rumiar su historia, se jubilaron de la historia, dejaron la lucha para los más jóvenes y vigorosos, quienes, en devolución del privilegio que les concedían sus mayores fatigados, les ayudaron a crear las condiciones de su desaparición mediante la sociedad de consumo, la desmovilización general y el reinado exánime del narcisismo de masa. Y la lógica, por fin liberada, del capital, encontró su vocación y su proyecto, pero nos lo hará pagar muy caro, pues toda gracia conlleva alguna deuda y la nuestra está aún por saldar.

Nos ocultaremos en la moral humanitaria, volveremos a creer en todo aquello que nuestra propia acción había destruido, fabricaremos idolillos para uso doméstico, a sabiendas de su arcillosa compostura, haremos caer las últimas máscaras, nos revolcaremos satisfechos en la insatisfacción y borraremos hasta las últimas huellas de la desaparición colectiva, siempre con la ilusión reverdecida o enmohecida de nuestras democracias de ropavejero, nuestras famosas dialécticas negativas, nuestro profundo destino metafísico a la espalda, pues para nosotros el propio destino es una ilusión retrospectiva, un espejismo en el desierto, una estrategia de ahogados.

La Europa que, pase lo que pase, duerme y sueña su propia identidad es la Europa que se cree su espectáculo irrisorio de unidad y federalismo, la Europa licenciada y vacante del tiempo de conflicto, la Europa que ni afirma ni niega nada, amputada de cuanto constituyó su historia moderna, en la fase de pastar y engordar, de envejecer y recordar, senilidad total de sus valores y sus antivalores, de sus pueblos y sus clases dirigentes, fantasma diurno de utopías conclusas, espacio insonorizado donde retumban todas las inmunidades a la violencia que ejerce sobre sí misma a través de sus propios ideales, supervivientes más de medio siglo después de su finalización histórica.

¿Cómo es posible que tan inmenso vacío aspire a la identidad, al sentido, cuando ya es mucho que se siga sobreviviendo en el infinito recomienzo de una esencia caduca, de un devenir congelado? ¿Cómo es pensable siquiera que algo así todavía insista en existir? Pero de hecho no insiste en nada, y todo cuanto se refiere a Europa expele un aroma a decimonónico, a mísera guardarropía muchas veces usada, a lavandería de dudosa reputación.

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