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La moral como arqueología
Desde hace años se publican, cada vez más obstinadamente, con una contumacia casi hiriente, libros sobre múltiples cuestiones de ética: ética del consumo, ética sexual, ética audiovisual, ética política (¿?), ética ecológica, ética en y sobre la Red…, por no hablar de libros puramente académicos de ética “como tal”. Es más que probable que se publiquen más libros de ética que actos verdaderamente “éticos” se practiquen en el mundo. La razón práctica como teoría está más desarrollada que la conducta ética. Plétora inquietante de la teoría que también aquí se corresponde con la hipertrofia del resto de los campos del saber y de la realidad misma en que aquellos saberes creen todavía operar. Las superficies de los comportamientos, cínicamente aplanadas, no permiten semejante veleidad de realizar impunemente “verdaderos” actos morales, lo que sin duda favorece la reflexión, normativa o meramente descriptiva, agotando en el desierto moral de la realidad el impulso reflexivo.
Por otra parte, la creciente indistinción de polos morales efectivos no lleva al pensamiento a la seducción, también maligna o perversa, de esta indiferencia, si la indiferencia puede resultar seductora, es decir, no conduce a planteársela como problema, sino que más bien ocurre lo contrario: a medida que todo acto, en su banalidad infinita, en la “desnudez” a la que ha sido devuelto lo humano desmoralizado y desmitificado, va cayendo en la confusión de sus perfiles éticos, la teoría, sin hacerse cargo de la situación, construye hermosas visiones éticas destinadas, casi antes de nacer, a la biblioteca, sin haber pasado jamás por el acto ejemplar que las hiciera creíbles o demostrativamente “prácticas”. A nosotros no nos corresponde ya un tipo de sabiduría que pudiera corporeizarse en la existencia del hombre como signo de la distinción frente a la masa amorfa de comportamientos indiferenciados, confusos y “espontáneamente” desvergonzados sin saberlo.
Del mismo modo que en la psicología (¿vulgar?), abundan los manuales de “autoayuda” que al final sólo crean más dificultades que aquellas que trataban de resolver, pues el sujeto que necesita de la autoyuda es por sí mismo un sujeto automutilado, en la ética sólo tenemos descripciones, juicios y normativas de las que jamás se han visto que tuvieran alguna consecuencia sobre las “conductas”, en la medida en que éstas, a través de un cinismo generalizado y un aparentemente ingenuo amoralismo inconsciente, ya se han puesto a cubierto de cualquier enunciado a priori o a posteriori de la razón práctica. Incluso libros escritos desde una posición resignadamente cínica, sin ninguna especie de propósito edificante, descriptivos de “estados de cosa morales” en las sociedades occidentales de los últimos tiempos, sin compromiso por ninguna postura ética previa, como El crepúsculo del deber de Lipovetsky o La revolución en la ética de Bilbeny, caen en esta generalizada conciencia de una indistinción moral que ya no puede casi pensarse a sí misma como la forma extrema de la amoralidad colectiva. Esta conciencia se acepta por lo que es pero no sabe lo que es, y se despliega de arriba abajo sin que ningún tipo de dialéctica venga a perturbarla. Hay algo bueno en esta situación, que no es precisamente “lo bueno” de toda la ética tradicional: a saber, la paradoja de lo moral ha salido a la superficie, una paradoja que apunta al orden del ser en su totalidad y no se detiene sólo en la porción puramente moral.
Me refiero a que esta situación de indiferencia amoral, de total equivalencia implícita de los llamados “valores”, que es la esencia “amoral” del cinismo tal como lo ha presentado Peter Sloterdijk y por tanto de la “falsa conciencia” dominante en un mundo post-ilustrado y desinhibido, ha acabado por expulsar entre los prejuicios, las tradiciones y los errores, la consideración de la moral como esfera donde el bien y el mal luchan intercambiando con frecuencia sus papeles. En otras palabras, esta indistinción significa por sí misma el triunfo del mal bajo la máscara del bien absoluto que se realiza materialmente, como parece pensar Baudrillard, más allá del sueño ingenuo de todas las utopías modernas (y en cierto sentido, prolongándolo en la simulación), que parten de la fantasía grotesca de un ser cuyo destino apropiado por el hombre bajo raras especies tecnológicas puede mejorarse por la propia praxis humana.
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El descrédito amoral de la verdad
Anécdota en el vasto panorama del fraude general: Enric Marco, de 84 años, presidente de la Asociación “Amical” de Mathaussen, ha reconocido que su estancia en el campo de concentración de Flossenburg no tuvo lugar. Incluso escribió un libro de memorias en el que relataba sus experiencias. Después de 30 años de activa vida como militante del victimismo institucional se descubre, como estela de ceniza y luto, la verdad de esta amarga mentira, un trago más en la borrachera nihilista de nuestra época.
El principio actual de verdad no parece muy sólido, se encuentra desestabilizado, pues éste es sólo un ejemplo, entre muchísimos otros más graves, y éste ya lo es, de toda una época que hace tiempo se instaló cómodamente en el descrédito (a)moral de la verdad. Al “ser verdadero” sigue el “poder-ser verdadero” y, sobre todo, el performativo “hacer-creer verdadero”. Uno de cada tres científicos de los Estados Unidos hace alguna vez trampa con los datos de sus investigaciones. La forma acelerada de la circulación de la información por las redes favorece este hecho: la rapidez en todo siempre conlleva la falta de escrúpulos (como en la circulación automovilística, por otra parte). La racionalidad de las inteligencias ilustradas acaba siendo vencida por la pura aceleración de su flujo. Lo peor de esta pérdida de criterio selectivo-colectivo está aún por llegar: el momento en que ni lo verdadero ni lo falso tengan sentido fuera de los bien conocidos horizontes pragmáticos de sentido e interpretación (del marco empírico de actuación, mejor no hablar: es el de siempre, el cinismo altanero de todos los poderes, pero sin conservar siquiera el gusto despótico de las apariencias).
El propio implicado en este asunto se justificaba diciendo que mentía en nombre de una “buena causa”. La buena causa hace tiempo que se lo permite todo a sí misma, precisamente porque es la buena causa. ¿Quién, en nombre de la buena causa, no sería capaz de lo peor? Se entiende que la buena causa es siempre la de la víctima, quien, como tal, sólo podría ser la encarnación del Bien, es decir, de la pura inocencia sin culpa. Y a partir de ahí, ya está todo permitido (el caso de los judíos sionistas, modelo de una de las formas de la dominación actual por el victimismo).
Toda la modernidad, por detrás de los relatos glorificadores que se hacen de ella, es una obstinada lucha contra el concepto metafísico de verdad, contra la severidad de las distinciones pesadas, a las que se ha sometido a un tratamiento dietético muy exitoso, porque la verdad de la nueva época consiste en reducirlo todo a mera representación de la verdad por un sujeto constructivista, empeñado en fabricarse artificialmente sus propias certezas. Por eso, la verdad como representación acaba hecha pedazos, entre los trozos del espejo del propio principio de realidad. La realidad: eso es tan sólo el resultado patético de todos los dispositivos de representación. Y ya todo el mundo lo sabe. Hoy los dispositivos de representación de lo real están íntegramente sometidos a procesos turbulentos de información, lo que origina a su vez el rumor generalizado o el ruido de las transmisiones.
Realidad y verdad han sido contaminadas subrepticiamente hasta resultar irreconocibles en el orden actual del mundo. No es éste un tema cultural recogido por la tradición que tan bien se las compone para dominar la apariencia. La tradición sabía mantener su compostura: la verdad, correlato de un mundo ideal preexistente por sí mismo, no resultaba problemática porque siempre se podía apelar a un “ser” y a un orden ontológico anterior a las decisiones de un sujeto autoconsciente de su potencia como creador de ilusiones (o de las desilusiones: teoría “crítica” del conocimiento, “crítica de las ideologías o de la cultura”, todo ese vivero siempre renovado del gran juego moderno, tan vacuo y agotado ya, que ha consistido en el desmontaje de la verdad).
Es algo todavía más profundo y decisivo lo que está ahora en juego. No es lo real lo que se muestra como apariencia, pues lo real ya no preexiste a su dispositivo o entramado: no son las cosas, los seres, las ideas las que existen como puras apariencias a la espera de ser redimidas por la verdad de un entendimiento y una razón ilustrados. Ahora, es la verdad misma lo que está siendo atacado como principio metafísico, como norma pragmática, como idea moral. La desestabilización nietzscheana, y en general “posmoderna”, de la verdad pasa al acto, se vuelve performativa en nuestra civilización: desde gobiernos y empresas hasta el menor y más insignificante de los individuos practican con total desenvoltura el escarnio de la verdad, y es que tienen sus buenas razones para no sentirse en absoluto comprometidos con ella, con ese viejo espantajo de los trasmundos metafísicos. Donde no hay más ser que su mera representación, ni más realidad que la de la voluntad, tampoco hay que sorprenderse si no encontramos otra verdad que la mera sagacidad y astucia mundanas, es decir, el puro cinismo consumado haciendo de las suyas por doquier (Sloterdijk).
Lo que definía concretamente a la metafísica era su capacidad de distinguir bien y mal, verdad y mentira, esencia y apariencia, ser y no ser. La metafísica era la firme convicción de que había algo netamente distinto y diferenciado entre estas categorías (en abstracto, en los términos de un pensamiento puro, la metafísica se hizo cargo de la diferenciación que se establecía en el mito, la religión y todas las prácticas de jerarquización simbólica de las cosas de este mundo). Desde un punto de vista antropológico, la metafísica era el último escollo a una total liberación de lo humano. Esta convicción es el núcleo racional de toda metafísica, la petición de principio de todo el pensamiento occidental: la fe en que el hombre como ser privilegiado estaba dotado para discernir, para separar las cosas con el ejercicio de su intelecto (es bien sabido que el hombre como imagen de Dios empezó compartiendo la racionalidad de éste para acabar desplegando su propia racionalidad inmanente como creador consciente de su “segunda naturaleza”, la del “reino del espíritu”). Puede criticarse este intelectualismo de toda la tradición metafísica occidental desde Sócrates pero nos libraba de algo peor que él.
Hay quien objetará: el engaño individual deliberado, el fraude organizado no significan nada respecto de las grandes “tareas”, “logros” y “avances” de la época. Bien, de acuerdo, pero de todos modos, la dimensión categorial o esencial del proceso no se le oculta tampoco a nadie: la razón cínica sólo tiene que habérselas, finalmente, consigo misma.
3
La reducción antropológica
El verdadero bastión del dominio occidental del mundo no está en el dinero, ni en la tecnología ni en la difusión de sus valores humanistas y democráticos. Estos son sólo los oligoelementos que fluidifican o licúan el mundo hasta volverlo nulo. La clave del dominio occidental del mundo hay que buscarla en la imposición en todas partes de su principio de realidad: éste conduce inexorablemente a la indistinción de las singularidades, a la exterminación de las diferenciaciones antropológicas que subyacen y definen el sentido (hombre/mujer, adulto/niño, sabio/ignorante, sagrado/profano, público/privado, falso/verdadero, bello/feo, etc: hoy estamos mucho más allá de la mera liquidación o inversión de las categorías centrales de la época burguesa). El principio de realidad occidental está íntegramente fundado en este movimiento incesante hacia la destrucción del sentido como anulación de los polos diferenciales.
Quien accede a la “realidad” definida por el principio occidental de realidad accede a la definitiva ausencia de sentido: sólo en ella puede funcionar a pleno rendimiento la indiferenciación de la equivalencia, que hoy se extiende a la totalidad de lo humano. El dinero, la tecnología y los valores humanistas aparecen precisamente allí donde ya no hay nada que significar, allí donde la diferencia antropológica ha quedado desmantelada, allí donde lo humano ha cedido a la violencia del sinsentido. No sucede lo que suele imaginarse: cuando una “sociedad tradicional” se moderniza no accede a otro sentido, no se encamina a otra vida histórica en una fase superior “progresiva”; lo que ocurre es muy distinto y está a la vista en la trasformación de todos los órdenes europeos durante los dos o tres últimos siglos. La sociedad que se moderniza, es decir, que realiza plenamente el concepto de Modernidad, se precipita en lo indistinto, en lo indiferenciado: prescribe el sentido, cancela el sistema de las distinciones fuertes, coloca ahí, en medio de todo, lo nulo como realidad sustantiva. La Modernidad es toda ella esta vasta empresa de descualificación de las diferencias antropológicas fundamentales. La atomización social es sólo el reflejo, en la dimensión puramente física de la vida social, de este proceso de hegemonía de la equivalencia y del principio de intercambiabilidad general.
Porque lo que configura el principio occidental de realidad es la difusión siempre multiplicada de lo equivalente allí donde existía una rica plétora de órdenes de valor y diferenciaciones. El puro horror a lo indistinto, a lo indiferenciado recorre todo el devenir de lo humano. Los occidentales modernos se han encarnizado por devolver lo humano a su forma exenta, pura, es decir, también a su máxima indefinición. Ahora bien, el mundo “real” así configurado, incluso en esta total insignificancia de lo real en la que vivimos, sólo llega a existir cuando se ha logrado reducir íntegramente lo humano a su doble, una imagen sin espesor simbólico. La empresa de la Modernidad, la lucha contra el sentido (la crítica ha sido su arma ofensiva, la racionalidad, su máquina de guerra, las ciencias, los obreros especializados…) sólo alcanza su objetivo si consigue fabricar, a partir de ahí, un doble de lo real desprovisto ya de sentido.
Si la realidad hoy nos parece tan inverosímil, tan artificiosa, tan vacía y tan banal es porque se ha alcanzado plenamente el propósito originario: si nada es verdadero, si nada tiene poder de convicción, si todo ha caído inerte en la indiferencia, el principio moderno de realidad celebra en ello su triunfo, pero a un precio que no es el esperado. Reacción en cadena ahora visible en todas partes: ante la pérdida de todo sentido se tiene que reaccionar con la sobrepuja de sentido, es decir, asignando a todas las cosas, en su completa insignificancia o trivialidad, no un sentido sino cualquier sentido, y el almacén de antigüedades occidental está bien surtido, después de siglos de acumulación de las baratijas culturales a que hemos reducido el resto de historias y sociedades. En efecto, la ardua labor de almacenaje de los signos, es decir, de los disfraces, en el desván de la Modernidad ha sido una de las tareas paralelas al inmenso descrédito en el que la propia Modernidad arrojó a todos los sistemas simbólicos, incluso los suyos propios, en la época en que todavía los necesitaba para confiar en sus propias fuerzas. Nietzsche ya formuló este pensamiento respecto del “historicismo” de la época moderna como signo ambiguo de fuerza y debilidad simultáneas.
Pero hoy el tiempo en el que se realizan las cosas y alcanzan su verdad (lo que les garantiza un sentido transitorio) es sólo el tiempo de las pantallas, el tiempo insignificante en el que nada se realiza verdaderamente. La realidad y el orden de su representación (la imagen sin significación, el lenguaje automatizado, el doble degradado, la copia fraudulenta, la filtración masiva de las falsificaciones…) funcionan conjuntamente: sólo así Occidente ha conseguido durante un tiempo vivir a expensas de la destrucción del sentido. Hoy, el orden de la representación sólo puede reproducir los restos de una realidad ella misma en naufragio, o más bien, la destrucción de lo real se comprueba en todas partes como no-valor, desde el momento en que el propio orden de la fabricación de los reflejos es el encargado de producir realidad y funcionar en sí mismo como sentido, ahora por fin emancipado de lo real. Tarea ilusoria y espejismo, porque ni aún así el principio de realidad occidental puede salvarse: está demasiado comprometido con la aniquilación del sentido como para que pueda sobrevivir a su destrucción. Ahora bien, lo que aparece en lugar de esta realidad doblada es el caos originario, la anarquía del sentido y la lucha consiguiente por encontrar uno o cualquiera. Buena parte de la tarea intelectual gira actualmente sobre este gozne, fatalmente chirriante y herrumbroso, todo hay que decirlo.
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La afasia simbólica
Puede llegar un momento en que el hombre pierda el habla y considere que esta pérdida sea una conquista en la lógica aberrante del “progreso”. Ya ha perdido muchas cosas a cambio de demasiadas mistificaciones. En efecto, liberados del sexo, en cierto modo de la muerte, también liberados del tiempo y tal vez del destino, no se ve ningún obstáculo para liberarnos también del lenguaje. La “desregulación antropológica” no tiene por qué detenerse en nada, precisamente porque su única meta es la nada misma. Se insinúa a través de la investigación neurofisiológica y cibernética la puesta a punto de una decisión en la que lo humano y el lenguaje pueden escindirse. El régimen antropológico de la mutua pertenencia entre hombre y lenguaje puede ser sustituido por medios artificiales.
Hace tiempo que casi todo el mundo reconoce como verdad consumada que el habla humana es demasiado opaca, no es lo suficientemente rápida y ligera para trasmitir la información, está demasiado arraigada en la multiplicidad y polivalencia del sentido, demasiado vinculada a la singularidad de su propia forma, tal vez lastrada por la temporalidad e historicidad de su propia constitución. En efecto, hay una pesadez en las palabras que conviene someter a tratamiento adelgazante. La ágil monovalencia del sentido en el presente instantáneo del acto comunicativo tiene que imponer un funcionamiento diferente del lenguaje, incluso no sería objetable su propia supresión, pues en el fondo todo lenguaje es un rodeo arcaico en que el hombre se atasca, dando vueltas alrededor de palabras que oponen resistencia a su libertad. Hay que emanciparse del lenguaje, del mismo modo que nos hemos emancipado de tantas otras cosas puramente humanas.
Se debe sobreentender que una especie humana mundializada no sólo necesita una sola lengua, unos cuantos signos verbales para ir de acá para allá en el movimiento incesante por estaciones, aeropuertos y hoteles. Una lengua, cualquiera a la que le demos preferencia como código de señales primarias del intercambio mundial, por ejemplo el inglés, es todavía, pese a todo, demasiado humana. Más bien lo que necesitamos es un medio mucho más económico, veloz, conciso y simple, no sólo un medio universal encarnado en ésta o aquélla “interlingua”, esto sigue siendo demasiado precario. La ciencia y la lógica ya han conseguido franquear ese umbral donde los límites del lenguaje natural han sido transgredidos a favor de la homogeneidad de una determinación única del sentido, a favor de una comprensión trasparente de acuerdo con reglas convencionales de representación.
Si lo que llamamos aún “lenguaje” es tan sólo la mera configuración externa, el simple envoltorio del pensamiento, ¿cómo no concebir que el leguaje tal como es se presenta como un obstáculo del pensamiento? Lo que en un momento afectaba sólo a ámbitos muy concretos y delimitados (el conocimiento científico y su formulación), pronto avanzará hasta deconstruir las relaciones más elementales entre el hombre y el lenguaje, es decir, muy pronto será necesario dar el predominio absoluto a un pensamiento desnudo, que se habrá desencarnado finalmente del lenguaje que lo sometía, manteniéndolo impuro.
Recientemente, el cibernético que inventó hace unos años el primer “microchip” para ser implantado en un cuerpo humano, ha declarado que el habla tal como la conocemos quizás se vuelva una función inútil, en el caso de que algún día fuera posible llevar a cabo técnicamente una transmisión del pensamiento sin el rodeo arcaico del lenguaje. Del mismo modo que el hombre como sexo diferenciado ya no será necesario en la reproducción técnica de la especie, del mismo modo que ya no habrá más verdaderos acontecimientos en un tiempo detenido y repetitivo, saturado hasta el vértigo por el fraude y las estrategias preventivas y autodisuasivas, así no vemos por qué la palabra humana, con todo lo que tiene de enigmático, con su carnalidad enojosa o su ausencia inobjetivable, debería perdurar como propiedad de la especie.
Durante mucho tiempo, los filósofos del lenguaje, los teóricos de la comunicación y hasta los escritores de ciencia-ficción, se habían movido en la misma dirección, pero sin llegar tan lejos. Pero su petición de principio puede llegar a realizarse técnicamente. El lenguaje, pensado exclusivamente como propiedad humana, siempre ha estado sometido al asedio de idealizaciones extremas, casi terapéuticas, que en muchos casos aspiraban a un “perfeccionamiento” del propio “instrumento”. En el fondo, todas esas fantasías higienistas proceden de una incomprensión despreciativa acerca de la “naturaleza” del lenguaje, naturaleza que quedó establecida hace mucho en el pensamiento filosófico occidental como presupuesto inconmovible de lo que es más propiamente el lenguaje.
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Lo religioso, objeto perverso de deseo
Hasta tal punto hemos perdido en Occidente el sentido de lo sagrado que todo hecho religioso se ha convertido para nosotros en la manifestación de una innombrable “parte oscura” a la que no podemos ni queremos tratar como se merece. Es como si las formas religiosas, o ligadas a la religión, aparecieran para nosotros como fuerzas estimuladoras del Mal. No de otro modo se entiende el desgarrador debate actual sobre los fenómenos religiosos que aparecen como supuestas amenazas del orden occidental. Si el Mal adopta la figura de la religión, el Bien por su parte carece de autoridad: lo que es tanto como reconocer que toda la energía de lo sagrado ha pasado al lado del Mal. Hipótesis contradictoria con los principios recibidos. Pero sólo si nos atenemos a la forma degradada y abyecta de la religión que es el cristianismo occidental y sus sucesores profanos.
¿Cómo se ha podido llegar a semejante comprensión de lo religioso? En un mundo donde nada asume ninguna diferencia antropológica esencial, donde la aparente suficiencia de lo humano se transforma en la autoglorificación de una cultura envanecida hasta la ignorancia de sus propios fundamentos históricos, lo sagrado sobrevive bajo formas que sólo pueden causarnos extrañeza y pánico. Desde Sade, el mal y lo sagrado, el mal y lo iniciático, el mal y lo ritual, se encuentran en una situación de alianza virtual, pero sólo porque lo sagrado ha abandonado la posición del Bien, o mejor dicho, porque el Bien, para ser exclusivamente fruto del obrar humano, ha debido abandonar a lo sagrado a su suerte. Así, cuando se habla de “fundamentalismos”, jamás se piensa otra cosa que la religión contemplada desde fuera, ya que el hecho religioso como tal sólo tiene sentido cuando abarca la totalidad de la experiencia, pero claramente separado de lo profano, al que dirige y domina. En las sociedades donde lo sagrado era constituyente, su ambivalencia no permitía la disociación que se ha llevado a cabo en la Modernidad (lo sagrado podía designar tanto al bien como al mal: no se identificaba exclusivamente con el Bien concebido además en términos puramente morales).
Es absurdo imaginar que existe una “religión privada”: ambas palabras son una contradicción en los términos. Sólo la concepción occidental de la religión a través del cristianismo ha podido desembocar en semejante creencia ridícula, y lo ha hecho porque en el origen del propio cristianismo como religión de salvación individual se da ya una relación personalizada y extremadamente humanizada entre la divinidad y el creyente, una relación en la que lo sagrado por tanto se encuentra ya muy desdibujado. Sólo puede darse un proceso de desacralización allí donde el origen mismo contiene el germen de lo desacralizado: el cristianismo occidental, como fenómeno exclusivamente occidental, no es el modelo más elevado de lo sagrado, ni siquiera goza de la perfección que le atribuirán los filósofos secularizados que ven muy bien en el cristianismo su propia racionalidad bajo forma aún teológica.
Ahora bien, lo sagrado es necesariamente un fenómeno de orden social, hasta el punto de que Durkheim y la escuela francesa de la sociología de lo sagrado no han podido obviar el hecho de que la sociedad como tal exige una determinada forma de lo sagrado para poder simplemente existir. Lo sagrado no es una legitimación bastarda de lo social sino su constitución misma. Que nosotros sólo conozcamos sus residuos, que tengamos que acudir a la etnografía o a la historia de las religiones para hacernos una idea de lo sagrado, eso sólo representa una carencia y una miseria exclusivamente nuestras, no de los otros, quienes precisamente son otros por esta diferencia radical que se trata de erradicar.
Nuestra sociedad no es propiamente una sociedad profana, pues para que exista una sociedad profana, ésta debe tener una contrapartida en otra forma superior que se le opone y la domina: la que le otorga la dimensión de lo sagrado. Nuestra sociedad está más allá de esta diferencia, como por lo demás también se ha afanado en borrar todas las demás diferencias antropológicas, hasta el punto que muy bien podría caracterizarse el mundo occidental como aquel mundo “humanizado” que sólo tiene sentido para sí mismo como producto de una deliberada desestructuración de los signos antropológicos de la especie. Ahora bien, si se abandona toda perspectiva de progreso, ninguna diferencia antropológica fuerte puede ser verdaderamente superada, ninguna forma esencial de lo humano puede ser reemplazada por la autosuficiencia banal de una determinada condición de lo humano.
Toda especulación humanista, por debajo de sus intenciones declaradas de ensalzar al Hombre, es una auténtica máquina de guerra dirigida contra los hombres concretos que necesariamente existen desde determinadas diferencias antropológicas, encarnándolas e invistiéndolas con su propio ser. Una de estas diferencias, la más radical, la más primitiva, la más llena de sentido en cuanto violenta la constitución de la humanidad occidental, es precisamente la diferencia entre lo sagrado y lo profano. Occidente sólo ha conocido una experiencia de lo sagrado, precisamente la más pobre y desprovista de sentido (la encarnación de Dios en el Hombre). Se entiende bien entonces que todos los juicios y todas las reflexiones “críticas” de Occidente sobre el hecho religioso sólo le conciernan a él, a la forma anoréxica de lo sagrado que ha conocido a lo largo de muchos siglos en los que se ha gestado la conciencia occidental que en la Modernidad debía dar sus frutos estériles.
Incluso la radicalidad de Nietzsche en su crítica del cristianismo como religión básicamente moral sólo cobra sentido dentro de una única experiencia de lo sagrado: en realidad, Nietzsche no ataca la religión en general sino que dirige su lucha contra la fundamentación moral del mundo que aparta a la existencia de sus fuerzas originarias. Nietzsche tenía un instinto muy fino como para no darse cuenta de la especificidad del cristianismo dentro del universo religioso (una especificidad, la de lo decadente, que queda todavía por analizar). Ahora bien, lo moral como fundamento es ya un derivado fraudulento de los sistemas simbólicos de lo sagrado, que no funcionan en modo alguno en un sentido moral sino en una dimensión ceremonial, ritual y sacrificial. Lo sagrado sólo es moralizado por el cristianismo en vistas a la doctrina del pecado y la redención. Cuanto más se aleja lo sagrado de esta dimensión que le es inherente, más se debilita y difumina, hasta desaparecer finalmente del primer plano y pasar a la condición de residuo (nuestra obsesión inconsciente consiste en esta búsqueda de los residuos ya puramente estéticos de lo sagrado en los pedazos de nuestras sociedades, pero se trata de lo sagrado residual que nosotros hemos “desfundamentado”, pero no superado).
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La plastificación del arte
En el Reino Unido se ha encontrado una solución para el problema de la vivienda a bajo precio: los contenedores portuarios de grandes dimensiones serán reacondicionados como estudios baratos para artistas, estudiantes y demás gente de la pacífica bohemia londinense. Se dice que es una excelente forma de reciclaje industrial. Una importante obra arquitectónica, el Museo Guggenheim de Bilbao, que debía representar la “modernidad artística”, tanto dentro como fuera del propio museo, tres años después de su inauguración muestra ya síntomas de envejecimiento: se han descubierto manchas rojas en su fachada, al parecer debidas a una oxidación galopante de los materiales industriales de que está hecho el edificio. Muy recientemente, una “performance” montada por el director de cine Bajo Ulloa en Granada, con motivo de la celebración de un Festival del Cómic, despierta el consabido escándalo en las autoridades, al mostrar en la escena a un grupo de actores con la indumentaria talibán, dirigidos por un Ben Laden de diseño, junto a una actriz con “burka” practicando felaciones y recibiendo penetraciones, mientras se quemaban retratos de vírgenes y se hacían alocuciones y arengas de confuso contenido “político”.
Asimismo, llega a Londres la exhibición “Mundos corporales” del médico-artista alemán Gunther von Hangens, que ha descubierto un método químico para “plastificar” cadáveres y mostrarlos en la galería, pues según el médico-artista con modelos vivos no se puede conseguir la individualidad propia del cuerpo: “el interior de un cuerpo es tan distintivo como un rostro”. En una galería de arte neoyorkina, se presenta una muestra fotográfica del holocausto judío, a la vez que se incluyen toda clase de elementos visuales “kitsch”, donde víctimas y verdugos aparecen hermanados en la misma “degradación”. Se dice que es un “testimonio” para las futuras generaciones.
Michel Houellebecq, en su breve crónica titulada “El arte como mondadura” (“Les Inrockuptibles” 5, 1.995), a propósito de un pase de cortometrajes bajo el título “Películas sin cualidades”, describe que en uno de ellos un artista exhibía su pene: “Después he visto un vídeo de Jacques Lizéne. Está obsesionado con la miseria sexual. Su sexo sobresalía de un agujero en una placa de contrachapado; tenía alrededor un nudo corredizo hecho con un cordel que servía para accionarlo. Lo agitaba mucho rato, a sacudidas, como si fuera una marioneta floja. Esa atmósfera de descomposición, de fracaso triste que acompaña al arte contemporáneo, acaba por hacerle a uno un nudo en la garganta…”. El poeta-novelista comenta: “He pensado en eso toda la tarde, y no he podido escapar de esta conclusión: el arte contemporáneo me deprime; pero me doy cuenta de que representa, con mucho, el mejor comentario reciente sobre el estado de las cosas. He soñado con bolsas de basura rebosando de filtros de café, de mondaduras, de trozos de carne en salsa. He pensado en el arte como mondadura, y en los pedazos de sustancia que se quedan pegados a las mondaduras”.
Por su parte, uno de los más avezados y concluyentes analistas del “arte contemporáneo”, desde Duchamp y Warhol, Jean Baudrillard, viene insistiendo desde hace dos décadas en la naturaleza de los productos culturales como objetos de una delirante fascinación clausurada sobre sí misma, en la simulación de los meros “signos” del arte, del autocomentario interminable de la obra sobre su propia carencia interna de sentido. En un sonado artículo en el diario “Libération”, “El complot del arte” (20-5-96), ponía de relieve esta situación, con una acidez sarcástica habitual en él, pero sin duda resultado de un asco difícilmente ocultable. Para Baudrillard (que considera el arte actual como un terreno experimental sobre la naturaleza y condición de los “signos”, como espacio ejemplarizante de lo social, tal como se reproduce actualmente), el arte, o lo que se presenta como tal, bajo el rótulo de una categoría histórico-estética literalmente desaparecida e inencontrable, no es nada más que un juego con la duplicidad: “El arte que explotaba su propia desaparición y la de su objeto aún era una gran obra. ¿Pero el arte que juega a reciclarse indefinidamente apoderándose de la realidad? Y es que la mayor parte del arte contemporáneo se dedica exactamente a esto: a apropiarse de la trivialidad, del residuo, de la mediocridad como valor y como ideología. En esas innumerables instalaciones y performances sólo hay un compromiso con la situación, a la vez que con todas las formas pasadas de la historia del arte. Una confesión de no originalidad, trivialidad y nulidad erigida en valor, e incluso en goce estético perverso”.
En esta breve galería de estupefactos, Félix de Azúa comentaba también la célebre exposición parisina de 1.985, “Los Inmateriales”, objeto de sesudos análisis de especialistas en “Estética”, cofradía de la que él mismo forma parte. Pero al menos él se siente ligeramente incómodo, con esa inevitable sensación de tomadura de pelo lúdico-intelectual, festivo-político-circense que acompaña hoy a todos los productos culturales patrocinados por las instituciones “democráticas”. Hay que releer su “sensación”, su particular “feeling” ante aquella exposición en el edificio Beaubourg:
“El visitante se calza unos cascos y circula (ellos dicen “deriva”) por las salas a su antojo. Todo está perdido de vídeos, transparencias, hologramas, proyecciones, láser, juegos electrónicos y fuegos artificiales inmateriales, es decir, fatuos. Pero como ya adivinó Orwell qué sucedería en 1.984, todo está un poco cascado. Los auriculares dejan de funcionar a la que te descuidas y en lugar de escuchar textos de Bachelard correspondientes a unas proyecciones astronáuticas, oyes jadeos agónicos de Beckett correspondientes a un diorama de cadáveres metropolitanos, con la consiguiente perplejidad, no desprovista de consecuencias. Por ejemplo, consecuencias: estos textos de Bachelard, de Bataille, de Artaud, son, en realidad, música de fondo; nadie se los ha tomado realmente en serio. De manera que uno adquiere la sensación o síndrome de “Supermercado”. Otra consecuencia: todo vale, todo hace sentido; en lugar de Bachelard puede oírse a Alfredo Landa y nada cambia demasiado. Aparte del Hilo Musical Filosófico, las máquinas han sufrido el desgaste de una semana de contemplación apasionada y están hechas un asco; los rayos no dan en el blanco, las transparencias están fuera de registro, la tecnología tiene una esperanza de vida inferior al Bimbollo. Pero ¿qué más da? Lo importante es la banal sensación de que uno está en una exposición inmaterial de discursos filosóficos, artísticos y científicos. Un híbrido de Museo de la Ciencia y Castillo Encantado; breves sorpresas divertidas, en un caldo de pedantería divulgatoria que conmueve hasta las lágrimas a los matrimonios pequeñoburgueses ansiosos de esperanza y progreso. La rudimentaria superficialidad del consumo de artilugios y textos parece pensada para un marine de la VI Flota, ocioso en tanto no abran las casas de lenocinio” (“Crónica de unos posmodernos inmateriales”, revista De Diseño, julio de 1985).
Pero detrás de estos sarcasmos contumaces de la estupefacción, detrás de estas ironías exquisitas de intelectuales, seamos un poco más cautos a la hora de fijar nuestra atención en las “formas artísticas” actuales: muy bien podrían ser tan sólo la forma del pánico indecible, la forma de la Angustia. La Banalidad como categoría histórica, estética, política y social es el signo de esta entrada post-comatosa en la dimensión, todavía inexplorada, de la angustia que ha sido superada, pero no aún interpretada.
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El simio, estado supremo de lo humano
Divertirse con un mono para demostrar la “superioridad” de lo humano es una práctica que debía llegar a su lógica apoteosis en la época de la jurisdicción absoluta del humanismo. Curiosamente, Kafka escribió un relato (Informe para una academia) en el que un mono que ha ingresado en lo humano presenta su propia visión de lo humano desde el punto de vista del simio. Las cosas cambian de signo cuando se sobrepujan y llevan al límite. La imitación simiesca de lo humano se invierte y se transforma en la imitación humana de lo simiesco Ahora bien, lo simiesco no es más que la proyección determinada de propiedades humanas rebajadas o reducidas por un procedimiento de medición de la inteligencia a su vez determinado por un modelo específico de lo humano que de antemano ya ha modelizado en un marcado sentido funcional lo inteligente. Por lo tanto, lo que hace el mono se conceptualiza a partir de un modelo que ya tiene dos grados previos de modelización de lo humano y de lo animal.
¿Acaso el arte actual reconocería semejante paternidad, la de lo simiesco? La superioridad moral implícita no exime de la condescendencia. Quizás a través de este sencillo retruécano cobre sentido el hecho de que las pinturas ejecutadas por un chimpancé han entrado, si no en la historia del arte, sí en el mercado del arte, que es por otro lado todo lo que queda de ese artilugio que aún llamamos piadosamente “arte”, a falta de un término más apropiado y menos vergonzante. Hasta ahí todavía no hemos llegado: la abstracción de la Diferencia guarda ciertos modales de urbanidad…, de lo que se deduce que las pinturas del simio se cotizan muy por debajo de las del hombre. La desregulación antropológica de las propiedades humanas no ha hecho más que empezar.
Hasta un mono puede pintar como nosotros lo entendemos en la época de las vanguardias: eso dice muy poco del arte de vanguardias y mucho a favor del simio (no es que él nos imite servilmente, en un acto de adulación que sabemos apreciar en lo que vale, en acto de agradecimiento a la inteligencia refleja del mono, sino que él puede hacer, más o menos, algo parecido a lo que hacemos nosotros bajo un determinado principio estético de realidad del arte: luego, nosotros nos identificamos con la imagen de lo que a través del propio simio somos capaces de hacer).
La institución artística entregada al automatismo de la producción y a la “originalidad” susceptible de mercantilizarse, ¿qué otra posibilidad tiene sino la de “universalizarse” hacia abajo, en sentido animal? ¿qué hay más original que una pintura realizada por un simio inteligente? ¿no hay ya una “carta de los derechos de los animales” como coartada misma de su exterminio? Además, así, al reconocer la capacidad animal para el arte, nos redimimos de nuestra deuda con los animales: no sólo no ha bastado con exterminarlos y reducirlos a reservas y parques temáticos, ahora hay que promocionarlos, como a todas las demás categorías sociales reducidas a ser espejo abyecto del poder dominante (desde los pueblos “primitivos” a todas las sociedades “tradicionales” que todavía subsisten en el planeta).
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La voz performativa y la obra vacía
En España, el 23 de abril de cada año suele celebrarse una ceremonia en homenaje a Cervantes, ceremonia cuya extravagancia es sintomática y mucho más: la lectura continuada durante todo el día del texto de “Don Quijote”. Ocupando un atril frente a un público cambiante que bulle en respetuoso silencio eucarístico, diversos lectores, escritores famosos y gente del común, leen pasajes enteros hasta quedar, sin duda, agotados física y síquicamente. Ya esta primera identificación entre lectura y agotamiento nervioso del lector presenta una situación original digna de análisis. Estamos ante un acto de baja intensidad que se funda en la consumación compulsiva de una lectura que se pretende imagen del proceso interminable, universal y abierto del sentido. Es evidentemente una “performance” cultural, como tantas otras que nos rodean saturando el espacio estético y cultural. Se hace leer el texto como una máquina de significantes vacíos que deben ser encadenados en un montaje perfecto, sin desaliento, en la ejecución del texto como una partitura atonal, si tal cosa existe.
Este predominio del significante liberado del silencio de la lectura privada, sometido a la continuidad, al ritmo de los turnos y las pausas, de las voces y las entonaciones, al contrario de lo que podría pensarse, no vivifica el texto, no le da el vigor de la palabra hablada, no lo hace más inmediato, sino que, inversamente, lo anula, lo aniquila, de una manera sutil y bienintencionada. Literalmente, lo convierte en una carrera de relevos no muy diferente de la carrera atlética o equina. Ahí reside su carácter performativo, que si se mira con cierta sensibilidad no puede sino resultar obsceno, e incluso abyecto. Esta repetición estajanovista (o taylorista: la lectura como trabajo intensivo y mecánico) del significante es patética y el acto cultural sólo puede provocar consternación. Se obliga al texto a publicitarse, hacerse publicidad a sí mismo, se le escarnece en su sentido, al escanciarse el placer mismo de la lectura en monótonas secuencias que son como los actos maquínicos de una cadena de montaje. Es bien triste ver la literatura sometida a este principio productivo y reproductivo, a esta autopublicidad descarnada e irrisoria en la que la novela de Cervantes es imaginariamente proyectada en el tiempo a través de la mera duración empírica de la lectura, tiempo que valoriza el texto por un momento como puro valor de intercambio cultural vaciado de todo sentido y todo placer por la imposición de este ritmo continuado que agota y enerva.
El “monumento” literario, que se caracteriza por su impasibilidad, por su inmutabilidad, por su estéril eternidad, es sometido al principio constituyente moderno: se le hace devenir, se le obliga a copiarse a sí mismo, se le condena a una repetición obsesiva y circular que desvanece cualquier potencialidad de sentido. Es cierto que todo acto cultural se basa en la repetición ritual y cíclica, y que justamente en ello vertebra una temporalidad que es la específicamente sagrada, frente al tiempo profano de la utilidad. Ahora bien, en el acto cultural moderno secularizado, en el que el objeto estético o el texto literario, reducido al silencio, funcionan como fetiches investidos de poderes determinados, encontramos esta misma ausencia radical del sentido, falta que aquí se relaciona con la de los actos fallidos, las repeticiones obsesivas de palabras, recuerdos o sueños.
Esta lectura conjura algo, exorciza algo innombrable; quizás la propia nulidad del espacio hiperdesarrollado, abultado u obeso de los signos culturales en una sociedad en la que ya no cumplen más que una función decorativa, como de hilo musical de fondo, como diseño de un hábitat reconciliado con su propia fealdad. Un acto semejante debe estar inspirado por una metafísica determinada de la literatura, quizás exprese la caricatura grotesca que la propia literatura moderna hace de sí misma, concebida como proceso infinito de producción de sentido sobre la base de su total ausencia de sentido. El acto en homenaje a Cervantes materializa esta misma figura en el simulacro de una voz que no se callaría jamás, que saturaría imaginariamente todo el espacio del texto vertiéndolo sobre una duración que copia en el tiempo lo infinito del sentido.
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El chantaje a la verdad de la ciencia
El afán pragmático por hacer útiles los resultados de la investigación científica se cobra su presa sobre todo en el terreno genético de las enfermedades trasmitidas por esta vía de los genes. Actualmente se puede saber con un simple análisis genético de un paciente qué enfermedad padecerá décadas después (en realidad, aún no es tal paciente: pero ya ha caído en manos de la ciencia antes de sufrir la enfermedad: enfermo virtual al que socialmente ya hay que empezar a tratar como enfermo real, ni siquiera imaginario). La previsión se convierte muy exactamente en precesión de la enfermedad sobre la vida a muchos años vista de su efectividad o acaecimiento real. En los casos en que no hay tratamientos de curación ni de terapia, tenemos una situación delirante e inhumana, de la que nadie quiere sentirse consciente. Entre nosotros, todo se resuelve, como mucho, transformando en problemas “éticos” lo que es realidad son asuntos existenciales elementales, cuando no llanamente ontológicos.
El futuro enfermo es colocando desinteresadamente ante una penosa cuenta atrás en la que lo que se agota es su propia vida, convertida a priori en verdadero despojo de la actividad científica (se podría sacrificar a estos pacientes virtuales para evitarles el sufrimiento de tener que corroborar la verdad de la ciencia, lo mismo que se hace con los animales de laboratorio: la diferencia en el tratamiento de unos y otros es idéntica). El futuro enfermo se convierte en un auténtico doble de sí mismo: una parte de su ser físico sigue el curso normal de una vida indeterminada e inconsciente de sí misma; otra parte de su ser es condenada y entregada a la devastación de la enfermedad, con la antelación suficiente para que los efectos morales y psicológicos resulten quizás todavía más devastadores que los daños físicos y psíquicos de la propia enfermedad.
Ni siquiera se trata de una enfermedad incubada que se lleva dentro, es algo peor: es una enfermedad literalmente fatídica y artificialmente predestinada, en el sentido de que se lleva en sí mucho antes de que aparezca por primera vez en el individuo, si bien ha aparecido ya muchas veces en la familia. Con esta verdad genética y hereditaria de la enfermedad, el individuo acaba siendo un eslabón aislado en la larguísima cadena no-humana de una enfermedad que se reproduce a sí misma por el rodeo ahora monstruoso del “principium individuationis”. Pero saber precisamente esto, llegar a este grado extremo de determinación del ser humano por el código genético, para lo bueno y para lo malo, es una completa deshumanización del sentido de la propia enfermedad, algo que evidentemente está en los orígenes de la medicina moderna tal como se ha configurado desde el siglo XIX. Contra esta soberana y despótica verdad genética, el hombre ya no está protegido por nada: tiene que enfrentarse a su propia naturaleza mortal sin la cobertura de ninguna ilusión, de ningún engaño, de ninguna metafísica.
Esta condena a la verdad genética es un verdadero chantaje a la verdad de la ciencia, como por lo demás ocurre en otros muchos ámbitos de nuestras existencias. Con la previsibilidad absoluta de la enfermedad mediante el diagnóstico genético, la vida es privada hasta de su última huella de soberanía: la ingenua soberanía de la indeterminación de su devenir. Descubrir una enfermedad, incurable especialmente, que se hace previsible equivale a incorporar la muerte, física y simbólica, a la vida; es unir la muerte y lo muerto a la desprotegida dimensión cotidiana de la vida, sin que esto signifique para nosotros la vuelta a la verdad metafísica de una finitud del sujeto bien entendida, moralmente reparadora. Por el contrario, la dinámica de la ciencia es el chantaje abyecto, es la simple creación de una transparencia de la muerte en la vida, de la vida en la muerte. Esta trasparencia tiene algo de terrorista, de insensato, de embrutecedor, por más que se lleve a cabo en nombre del bien de la humanidad y en nombre de la sacrosanta verdad científica, que en este caso no es otra cosa que la propia verdad inhumada del código y su infinita reproducción en los seres individuales.
Por todo esto, no sorprende la visión neutra y objetiva del neurólogo responsable del programa de diagnóstico genético que ha llevado a cabo las pruebas sobre los pacientes hereditarios de síndrome de Alzheimer en el Hospital Clinic de Barcelona. Ante la pregunta de si es “ético” informar a alguien que va a sufrir esta enfermedad sin curación actual, el neurólogo no se plantea ningún supuesto problema “ético”, pues todo puede reducirse a un razonamiento de eficiencia pragmática: “Si voy a desarrollar la enfermedad quisiera saberlo con antelación para planificar mi vida profesional, mi vida personal y decidir cómo quiero enfrentarme a mi dolencia y qué quiero que se haga conmigo cuando esté en un momento determinado de mi demencia.” (Diario “El País”, 8/6/02).
La “libertad” del individuo debe prevalecer sobre cualquier otra consideración: si hace un uso racional de esa libertad, querrá saber exactamente cuándo va a padecer la enfermedad para organizar racionalmente su vida futura de enfermo. Es casi como irse de vacaciones dejando a unos vecinos simpáticos al cuidado de la casa, del jardín y de los animales domésticos. Uno se ausenta de sí mismo en la enfermedad que conduce a la demencia, pero debe ausentarse dejando los papeles en regla. Esta omisión deliberada, como de pasada, de cualquier otra consideración moral, actitud aséptica y objetivista que es la propia del hombre de ciencia (cuya “voluntad de verdad” le ciega para todo aspecto realmente decisivo de una existencia no reducida a la de las moléculas de una solución líquida: lo valorativo está excluido a priori como primitivismo y barbarie, como procedimiento no reglamentario) significa que actualmente no hay suficiente moral como para hacerse cargo de los conflictos irresolubles que plantean las investigaciones y decisiones científicas, del tipo que sean (ahí las estructuras del mercado y de la objetividad científica se unen en una misma estrategia inconsciente de total neutralización del juicio, de la voluntad y de toda regla o norma moral: su amoralismo es innato, por eso se entienden tan bien y trabajan en el mismo sentido y con los mismos resultados).
Todo se reduce a una cuestión de información. Del mismo modo que nos informamos por el parte meteorológico sobre el tiempo que va a hacer cuando nos vamos de vacaciones a la costa, el paciente tiene que informarse ante todo, ejerciendo su derecho efectivo a la información. El sujeto, aun condenado a la enfermedad y a la demencia, debe ser libre de elegir lo mejor para sí mismo. Lo mejor para sí mismo es conocer su enfermedad, aceptarla y dar las gracias a la ciencia biológica por los servicios prestados tan desinteresadamente.
Continúa el neurólogo: “Siempre se tiene que respetar el principio ético de autonomía. En nuestro caso, la persona es autónoma, viene de forma voluntaria y decide si quiere tener la información. También respetamos los principios de beneficiencia y maleficiencia. En cuanto al de maleficiencia, siempre hacemos los exámenes psicológicos necesarios para saber si la persona podrá afrontar la noticia. El de beneficiencia se cumple porque las personas que vienen suelen quedarse más tranquilas, después de tener el diagnóstico, aunque sea positivo, que mientras permanecen en la incertidumbre de si van a desarrollar o no la enfermedad.”
Todo parece efectivamente muy razonable y sensato, siempre que previamente se hayan eliminados algunos asuntillos enojosos, como preguntarse si una persona que llega a este conocimiento no es ya de hecho un producto con fecha de caducidad incorporada, con lo que queda reducida “racionalmente” a convertirse en un ser obsolescente, socialmente descalificado de manera implícita y precisa, porque sobre él recaerán todos los cuidados médicos ya inútiles, pero que sirven a la propia ciencia como coartada altruista de su carácter profundamente humano.
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La utopía realizada
En la última etapa de la obra novelística de Ballard, a partir de Running Wild hasta las novelas de la última década que forman una sagacísima trilogía (Noches de cocaína, Super-Cannes y Milenio negro, mejor en el título original de “Millenium People”), se desarrolla una aguda percepción para todas las formas actuales de “patología” individual y social. No es nada extraño que en una sociedad normalizada sin residuo sean precisamente los psiquiatras los que tengan la última palabra y por tanto se conviertan en los observadores de los únicos acontecimientos verdaderos que nos quedan. En todas partes vivimos ya el sueño diurno de una violencia que nos liberaría de una tutela omnímoda que ocupa todos los espacios de la vida, hasta los más secretos. Pero el planteamiento de Ballard es mucho más original e inesperado: la patología no es lo opuesto a la normalidad, un margen más o menos permisible o condenable a la oscuridad, sino aquello que sostiene a la normalidad, su verdadera infraestructura. Lo patológico no va a funcionar como expresión de represiones y por tanto como liberación de ellas sino más bien como la verdadera fuente de la que se alimenta la normalidad, que la necesita para aparentar la coherencia de su edificio agrietado. “En una sociedad totalmente cuerda, la locura es la única libertad”, escribe el psiquiatra que redacta el informe sobre la masacre de Pangbourne Village en Running Wild. Los adolescentes mimados en los estratos superiores del modo de vida occidental se vuelven “hijos vengativos” que dan muerte a unos padres protectores en un acto inapelable de rebeldía contra la “tiranía de amor y cuidados” que se les inflige con tan buenas intenciones, pero sin contar con ellos para nada.
Modelo microsociológico que desde ahora es el nuestro en todos los niveles de la “Posmodernidad” en que entramos sin darnos cuenta de cuándo ocurrió la mutación. Todos somos los destinatarios amorales e irresponsables de unas condiciones de vida cuyo desahogo, facilidad y bienestar nos ponen fuera de juego, precisamente porque esa vida se nos ha concedido en términos de aparente gratuidad, como don irreversible, y por ello somos sus cautivos, en la medida en que no hay posibilidad auténtica de devolución (Baudrillard). Todo el mundo está obligado a ser (a mostrarse) feliz, a aceptar este intercambio desigual, en el fondo represivo, si no quiere resultar sospechoso de rebeldía y autoexclusión. En la lógica del sistema toda la población del llamado “mundo desarrollado” es virtualmente como esos adolescentes a los que un sabio “despotismo de la bondad” (la expresión de Ballard es soberbia) ha privado de cualquier margen de vida propia, fuera del horizonte clausurado de la planificación, la previsión, la profilaxis, la higiene, esa domesticación terminal del hombre llevada hasta sus últimas consecuencias.
Por eso los adolescentes se comportan como adultos, imitando su “racionalidad instrumental” (planificación y ejecución de la matanza) y los adultos se comportan como adolescentes o niños, simulando sus juegos, sus ilusiones, su irresponsabilidad (los altos ejecutivos, intelectuales y técnicos de Super-Cannes, agrupados en lúdicas pandillas violentas que filman sus “razzias” sobre la población inmigrante, las prostitutas y los chulos de la Costa Azul). En los dos casos, el proyecto ilustrado de llevar al hombre hasta la “mayoría de edad” desemboca y concluye en la infantilización general, anunciando modalidades no menos inciertas que las anteriores formas de violencia política y rebeldía revolucionaria: el orden normalizado es también, y necesariamente, un orden de la anomalía ampliada. Cámaras de seguridad por todas partes en recintos-fortaleza, circuito cerrado de televisión en el interior de cada mansión, correo electrónico entre el dormitorio de los padres y los hijos (la realidad es mucho peor: ya se comercializan “chips” para implantar en los hijos con el fin de tenerlos siempre localizados…); tablón de anuncios con las actividades planificadas para toda la jornada; presencia casi permanente por interposición técnica de unos padres que actúan como “interlocutores” comprensivos… a distancia. Aislamiento de una microcomunidad que vive en la total asepsia emocional (“la muerte de los afectos”), cierre total del mundo en compartimentos estancos, funcionalismo reglamentado de los espacios, mínimo de relaciones con un exterior hostil: atmósfera perfectamente concentracionista.
Ya dijo alguien que los campos de concentración, en muchos sentidos, más allá de sus funciones originarias, iban a ser el prediseño de los ambientes futuros de una socialidad en la que aquellos iban a ampliarse a todos los espacios… Ballard ha sido el autor que ha ideado y llevado más lejos este tipo de situaciones en las que el diseño arquitectónico es en sí mismo el agente de la desestructuración de todas las relaciones humanas. La novela Rascacielos (1.975) es ya el modelo apocalíptico invertido de una forma de convivencia concentracionista, en la que la violencia del bienestar corresponde a la autodestrucción de una comunidad que ha alcanzado la perfección virtual. Como si el carácter insoportable de esa perfección de todas las funciones integradas exigiese una respuesta sacrificial, que efectivamente se produce en la forma “neoprimitiva” de la lucha de todos contra todos hasta la total aniquilación. El cuento “La arquitectura de los moteles” (en la colección de relatos breves Mitos del futuro próximo, 1982) propone el mismo modelo en términos de autoduplicación antagonista del individuo, a través del tema del aislamiento sensorial de los espacios actuales, una mónada espacio-temporal que lleva a esa duplicación esquizoide de un yo que finalmente de destruye a sí mismo creyendo destruir a un otro fantasmático, inventado por la simple necesidad de compañía (la simple forma de la alteridad suprimida), en la reclusión voluntaria del protagonista. De ese total aislamiento surge inexorablemente el duelo consigo mismo. En este universo de Ballard, tan fascinante como melancólico, que es ya de hecho el nuestro, todo lo simplemente humano ha sido sustituido por el despliegue artificioso de un dispositivo ambiental de confortabilidad a la fuerza, de seguridad obsesiva, cuyos signos omnipresentes ciegan toda forma de espontaneidad, y la que subsiste se manifiesta en respuestas lúdicas, es decir, de un amoralismo casi inconsciente, a estímulos ambientales. Humanidad clausurada sobre sí misma en un afán de autoconservación que es de hecho el vértigo delirante de la potencia protectora reflejado en cada vida individual como fragmentos de un inmenso holograma.
Preocuparse por los peligros que supuesta o realmente corren nuestras sociedades hipertrofiadas pertenece a un viejo orden moralista, que nuestras propias sociedades ya han superado ampliamente. Nuestro mundo es la unidad de cuidados intensivos que los intelectuales se obligan a vigilar para no perder hasta los últimos rastros de credibilidad de su “misión histórica” como portadores de algún sentido. Quizás resulte más sugerente y agradecido buscar en otros lugares. Se puede aceptar sin más que nuestras sociedades no tienen ya ninguna representación coherente de sí mismas, que carecen de origen y de orientación, porque no hay nada a partir de lo cual buscarles un sentido, ni su propia evolución apunta tampoco a una dirección predeterminada, incluso si, como algunos piensan, han realizado todas sus utopías modernas, e importa muy poco cómo lo han conseguido y lo que han conseguido.
Actualmente, una de las pocas estrategias inteligentes, en medio de tantos automatismos “inteligentes”, consistiría en preguntarse hacia dónde se dirigen y en qué desembocarán todos los procesos catastróficos y aleatorios en curso en unas sociedades sobre las que pesan los excedentes de una sobreacumulación enloquecida (y no sólo ni principalmente en términos económicos). Tanto más cuanto ni siquiera estamos ante un “orden emergente”, sino más bien ante algo que supera el horizonte histórico en el que tan bien nos movíamos con nuestro pertrecho de conceptos y teorías. Y en todo caso, se trata de una disgregación acelerada a partir de la cual no se vislumbra más que imaginariamente una parte del posible desenlace.
Por ejemplo, es interesante interrogarse sobre el destino de las estructuras estatales, sobre los efectos de los procesos del inmoralismo colectivo, sobre la creciente multiplicación de las “funciones inútiles”, sobre la “desregulación antropológica” en la lógica de la mundialización, etc, pero todavía es más atractivo indagar en la nueva configuración psíquica de un hombre que es él mismo, con toda su humanidad e inhumanidad, una función inútil, un agente de devastación y desamparo a una escala que lo excede. Este propósito implícito es el que ha dirigido la obra de Ballard desde sus inicios hasta las últimas novelas de comienzos del siglo XXI. El hombre que ha caído en el abismo de la realización de su propia voluntad es también necesariamente el hombre que vive el apocalipsis final, el hombre catastrófico por excelencia. El “último hombre” nietzscheano es el hombre de los “últimos tiempos”, para quien todas las tecnologías del bienestar, la abundancia y la supervivencia han sido diseñadas. La forma peculiar que toma en Ballard el nihilismo contemporáneo a través de sus relatos es uno de esos logros que tarda en digerirse, y seguramente son muchos los que ni siquiera tienen estómago para digerirlo.
Porque Ballard toca el punto de máxima tensión en el momento de la mayor relajación. En efecto, nuestro problema fundamental es hoy éste: ¿qué hacer cuando no queda nada por hacer? No es un problema de los individuos ociosos que disponen de demasiado tiempo libre, sino un problema colectivo, el de toda una sociedad literalmente vacante, desertizada. Las soluciones especifican lo que muy bien podría ser la realización inesperada de una de las peores utopías modernas: nada menos que la utopía del “hombre liberado”, que como sabemos, es el sueño de una humanidad laboriosa y calculadora, la cual, a partir de cierto momento, comienza a dar cabezadas o, como decía Carl Schmitt, ahora verdaderamente entramos en la fase en la que el ganado comienza a pastar. Hoy, en todas las zonas más avanzadas del sistema mundial, que virtualmente son también “zonas de catástrofe”, de una especie muy peculiar de catástrofe, lo único que puede observarse es esta misma anulación del tiempo a través de la oferta del entretenimiento y el ocio organizados. Todo va hoy dirigido a mantener organizada la reserva de tiempo libre, una reserva creciente y acumulativa de horas muertas, material altamente inflamable, pese a las apariencias de respetabilidad del orden turístico mundial. La existencia occidental se ha vuelto en cierto sentido como una de esas largas secuencias de una película de Antonioni: todo, en su fatal insignificancia, está sometido a un ritmo que ralentiza las cosas hasta llevarlas, en medio del vértigo de la circulación terrestre y aérea, a una quietud que no aquieta nada y que aumenta más bien la ansiedad.
Con Ballard este tema tan poco literario hace su entrada en la literatura reciente, sin conceder nada a ninguna autosatisfacción culturalista e intimista, la que tanto abunda en las novelas actuales. La realización de todas nuestras utopías, todas esas fantasías soñadas en el siglo XIX, y lo que resulta de ellas, es el auténtico trasfondo de sus últimas novelas en las que aparece un tipo de humanidad radicalmente nuevo y que somos nosotros mismos, cada uno en la medida de sus posibilidades: el tipo humano producido en serie por la implacable lógica de la liberación del encuadramiento disciplinario, el de la vieja sociedad del trabajo forzado. Lo forzado es hoy la organización, no importan el precio ni los medios, del ocio colectivo. La organización del ocio exige como condición previa la anónima complicidad general con un estado amoral de todas las cosas. Aquí un inesperado “Nietzsche on the beach” da la mano a un reconocible Marx post-revolucionario.
Tal como está nuestro orden social, la amoralidad colectiva ya no plantea inconvenientes, precisamente porque el sistema la exige, y puede realizarla, como marco de estabilidad para su funcionamiento, basado en la inestabilidad y en la incertidumbre de todos sus procesos. Que nada sea ya determinable ni distinguible, eso no es el efecto perverso de ningún pensamiento posmoderno, es la lógica misma del nuevo funcionamiento colectivo y en él la cuestión decisiva es cómo hacer que la gente se mantenga desocupada pero aún permanezca sometida a alguna forma de cohesión interna y no se termine por desintegrar la personalidad individual y el propio orden social. Porque efectivamente, a partir de ahora, todas las estrategias de domesticación social van a girar en torno a esta situación que, al parecer, no interesa a nadie: cómo logra sobrevivir un orden social en el que no queda nada social más que las actividades del entretenimiento y el ocio.
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La desfiguración de la muerte
La vida se nos dio a cambio de otra cosa que ella misma. Nadie puede vanagloriarse de descubrir el objeto de este cambio si no demasiado tarde. ¿A cambio de qué se nos dio la vida? No fue gratuito nacer. Finalmente, el hallazgo es banal para el hombre que duerme en nosotros dando cabezadas de somnolencia: la vida sólo se cambia por la muerte, ésa es la única condición de un intercambio que nosotros no pactamos, pues no estábamos allí en el momento de firmar el contrato. Sin embargo, hay figuras en latencia, figuras del devenir que a los despiertos algo les indican o sugieren de los términos no escritos del cambio a que están sometidos. En una cultura donde todo puede intercambiarse salvo la propia vida, en una cultura que huye obsesivamente de la reflexión sobre un motivo que sin embargo la corroe desde dentro (una finitud en fuga ante su propio espanto que, al negarlo por sistema, no hace más que ahondar en devolución las propias condiciones de la finitud, pero sin saberlo ni asumirlas), nadie puede hacerse cargo verdaderamente de la propia vida y todo cuanto se nos ofrece como facilidad de vivir nos desvía un poco más de la obligación de responder a la cláusula primera de este funesto contrato no querido.
Y, pese a esta limitación del moderno, triste fauno cuyo mediodía se parece cada vez más al resplandor de una noche ilimitada, cegado ante su existencia, sometida a la mistificación que hace indistinguible toda manifestación de valor, ha habido culturas, grávidas y potentes, que han asumido radicalmente el pacto simbólico por el cual toda vida debe ser devuelta incesantemente bajo la forma de una reversión multiplicadora del valor originario, es decir, toda vida, hasta en sus menores detalles, debe devolverse, debe entrar en un circuito de intercambios siempre redoblados que abocan hasta la muerte. Pensamos que sobrevivir es el objetivo principal de la vida de todo organismo. Esta concepción de la existencia implica un déficit originario, que sin embargo no es pensado en sí mismo. El darwinismo social de finales del siglo XIX, del que son puestas al día el neoliberalismo biologicista actual en el proceso de mundialización, las versiones cibernéticas y biogenéticas de este nuevo “estar virtual en el mundo” por inmersión y simulacro, y tantas otras variaciones del mismo pensamiento sobre la “lucha por la vida”, están de acuerdo en sostener esta prioridad de la mera supervivencia. Pero de hecho, dadas nuestras condiciones occidentales de vida, la supervivencia se ha convertido en el rasgo inherente a la existencia: nuestro proyecto individual y colectivo es sobrevivir al precio que sea, incluso cuando ya no queda nada por lo que vivir.
Nuestro desmañado afán de sobrevivir no se debe a ninguna astuta voluntad particular de vivir, sino, más simplemente, a la inercia de unos automatismos bio-económicos segregados por la propia lógica social del consumo y el ocio, es decir, por la lógica en espiral de la valorización del capital que, para sus fines, da un rodeo, el rodeo de nuestras propias vidas asimiladas a piezas de recambio de un dispositivo de gratificación que ya no puede funcionar sin nosotros, sin la realización programada de nuestros deseos y “necesidades”, y no sólo en la esfera material. El propio sistema se ha convertido en una inmensa máquina metabiológica programada para garantizar una supervivencia y un aplazamiento de la catástrofe a la que nos destina ineluctablemente: un sistema ciertamente autoinmune que origina y propaga todos los efectos reales e imaginables que conocemos ya tan bien.
En el origen de nuestras sociedades modernas se encuentra el mito de la supervivencia: es la historia de Robinson Crusoe, cuyo horizonte vital jamás ha sido superado ni por nuestras teorías ni por nuestras prácticas. Por eso, no es de extrañar que en esta fase terminal del orden “civilizado” occidental volvamos a la obsesión de la supervivencia, que ya aparece en todas partes y bajo los disfraces más inesperados. Aquí también el retruécano de los términos dice la verdad a través de la reversibilidad de los papeles: el mito del origen es el origen del mito, para nosotros, el mito de la supervivencia, el paréntesis que se le ha puesto al mundo para mejor consagrarlo a su devastación a fin de, justamente, mejor protegernos de él. Los críticos “conservadores” de la cultura y la sociedad del primer tercio del siglo XX, siguiendo siempre los pasos de Nietzsche (pienso en Ortega, Jünger o Cioran, hoy casi olvidados debido a su enormidad) están de acuerdo en definir los rasgos que tipologizan el modelo de hombre dominante en Europa occidental desde hace varios siglos: el hombre obsesionado por la seguridad, el hombre determinado a alcanzar unas condiciones de vida que impidan cualquier manifestación de las fuerzas oscuras del destino: los hombres del método, la ley y la verdad, los “exhaustos de la civilización” de Cioran.
Ya podemos imprecar contras estas fuerzas, ya podemos colocar toda clase de barreras y defensas, ya podemos dejarnos embaucar por toda clase de sermones morales: no conseguiremos sin embargo conjurar todo lo que desde la existencia transgrede las meras aspiraciones a la supervivencia. Porque, efectivamente, el día en que todo sea supervivencia y nada más, ese día la existencia habrá desaparecido del mundo, porque se habrá hecho desaparecer todo ese halo de fatalidad y advenimiento que rodea a la existencia como un aura de sacralidad inmanente. Esta forma simbólica de devolución ya no es la nuestra, desde que la desnuda autoconservación del individuo y de la especie, zoológicamente concebida, preside nuestro destino humano. De ahí que la perplejidad y lo chocante que producen algunas expresiones en una época dada seguro que la representan tanto mejor que sus certezas banales y sus verdades oficiales. Ultimamente se puede escuchar en los medios públicos de comunicación una expresión extraordinariamente significativa del estado de ausencia de espíritu en que nos movemos. La frase habla de la muerte y dice algo así como esta ocurrencia: hay que tener derecho a una muerte de calidad y digna (obsérvese, “digna” en segundo lugar). De repente, el operador léxico “de calidad” se vuelve a un mismo tiempo opaco y trasparente: trasparente en lo que dice y quiere decir, opaco en lo que sugiere, en lo que alude, en lo que silencia, por tanto.
Cuando hablamos hoy de calidad y sobre la calidad, siempre significamos lo mismo que afirmamos cuando decimos “providencia de las instancias abstractas de aseguramiento y control”, presunción de una cantidad de dinero invertida en nuestra protección, y sólo con esto ya estamos intentando torpemente singularizar algo, como si la “calidad” a la que se remite el lenguaje público fuera un gran valor. Los alimentos de calidad son precisamente los más elaborados, los más costosos, y también los más capciosos. Una vida de calidad o una calidad de vida es la vida fundada toda ella en el mero goce de una disponibilidad de renta asignada por el reparto del mercado. La literatura de calidad es la más exquisita, también la más cara, pero no necesariamente la más densa en ideas, la que mejor sabe problematizar un momento histórico, o simplemente la que está en condiciones de afirmar algo “fuerte” sobre lo real de una contemporaneidad devastada. La vivienda de calidad es el simulacro edificado de un habitar robinsoniano, la libertad de un “beatus ille” para ciudadanos que escapan privilegiadamente del suburbio y sus horrores.
Parece en definitiva que el operador léxico “de calidad” no es tan inocente y vacuo como se presentaba al principio y como fácilmente se lo acepta sin reflexión. Parece que siempre funciona en una misma dirección, bajo una misma unidad de sentido: quizás inviste las cosas de una apariencia, entre ensoñada y encantadora, de “marca”, es decir, pone en las cosas una diferencia respecto de todas esas otras cosas que, implícitamente, sin decirlo, no poseen esa calidad misteriosa. Entonces esto significa que la casi totalidad del mundo es algo sin calidad, se da por admitido, silenciosamente, que éste es ya de hecho un mundo sin calidad. Porque la calidad se define por su contrario y no éste por aquélla, como se insinúa al hacer la diferencia sin darse cuenta de lo que implica en verdad. Pero ¿qué puede ser un mundo desprovisto de calidad, donde algunos hombres y algunas cosas sí gozan de esta calidad? Y sobre todo, ¿qué quiere decir esto cuando la afirmación procede rectamente de unas relaciones sociales en exclusiva fundadas sobre la apariencia publicitaria de una respetabilidad inencontrable de los hombres y las cosas? En efecto, la calidad es lo queda cuando el mundo en su totalidad ha sido tan envilecido, tan mancillado, que lo único que puede afirmarse positivamente es que pueden existir cosas a las que sea posible, a su vez, restituirles un aspecto de calidad que, por otra parte, ya habían perdido hace tiempo.
El operador léxico hace su trabajo: la calidad pasa a significar ideológicamente, en el sentido de la mera consolación, todo aquello que está desapareciendo en la realidad, todo aquello de lo que ya jamás volverá a gozarse en una relación libre y espontánea, porque entretanto, todo se habrá trasformado en un mundo tan artificial que en él sólo existirá ya el derecho a la calidad, es decir, a la impostura de una apariencia que hace las veces de “realidad”, de experiencia “originaria”, de singularidad estandarizada. Actualmente, todo pasa por este maravilloso filtro de la calidad, dejando a su alrededor un rastro de desolación incomparable. Con más razón aún nos recorrerá un escalofrío de malestar cuando escuchamos que hay una “muerte de calidad”, una muerte a la que se deja venir retirando al moribundo de los cuidados excesivos de una ciencia médica encarnizadamente desencadenada, la misma que trasforma el cuerpo vivo en campo operativo de observación clínica dirigida al cuerpo en tanto que cuerpo ya por anticipado establecido como cuerpo muerto.
Porque de hecho, el cuerpo del moribundo ya no es más que un despojo desde el que mirar dentro, algo ya innombrable que efectivamente encarna la pura objetividad de una ciencia cuya capacidad de “salvar” vidas es idéntica a su necesidad de objetivar la totalidad del hombre en un punto maldito de su cuerpo que acaba por convertirse a su vez en algo autónomo, autosuficiente, punto del que el propio cuerpo, en su mero funcionamiento, es tan sólo un obstáculo para su observación detenida, para su adecuado aislamiento como portador del mal. Por eso, el hombre de hoy que se salva de una enfermedad no es nada más que el superviviente de sí mismo, la parte superviviente o la prótesis humana sobrante a la que la ciencia ha dejado sobrevivir con la esperanza de volver una vez más a operar sobre él, para seguir observando y aislando el mal. La enfermedad se emancipa del hombre al objetivarse como enfermedad meramente tratable en el espacio aséptico de la mirada clínica. La enfermedad se convierte en una historia vital paralela a la otra, y casi más relevante, más determinante que la vida “sana”, pues a la enfermedad le pertenece el exclusivo dominio sobre la seguridad de vivir sin enfermedad.
Sólo tiene sentido, en esta situación, hablar de una “muerte de calidad” cuando ya todos sabemos hasta qué punto, actualmente, la muerte no es en absoluto una muerte “digna”, sino más bien todo lo contrario. De ese modo, todo el aparato médico, jurídico, moral, se pone a funcionar en la dirección contraria a sus propias determinaciones “humanistas”, en la justa medida en que se da cuenta, tarde e hipócritamente, que la objetivación del cuerpo enfermo no es quizás sino una de las muchas caras modernas de lo inhumano, pues la enfermedad, como nosotros la concebimos “científicamente”, no es otra cosa que lo que ha sido producido durante siglos como “progreso” en la línea siempre ascendente de una humanización racional del mal. Esta “muerte de calidad” no es aquella “buena muerte” o “muerte grande” en la que pensaba Rilke cuando escribía: “Todos tienen su muerte propia. Esos hombres que la llevaban en su armadura, en su interior, como un prisionero; esas mujeres que llegaban a ser viejas y pequeñitas, y tenían una muerte discreta y señorial sobre un inmenso lecho, como en un escenario, ante toda la familia, los criados y los perros reunidos…” No, desde luego, la muerte de calidad del hombre actual, entre salas de visita, salas de espera y funcionarios anónimos del desamparo que exigen infinidad de formularios pronto empolvados en las memorias de archivos o computadoras, no es una muerte que esté entregada, como en un escenario, a una dramaturgia donde la muerte se convierta en lo absolutamente propio.
La ocultación vergonzante del mal y su objetivación clínica obliteran la dimensión misma de intimidad con la muerte que la hacía algo propio, en el doble sentido de la propiedad como proximidad y de la propiedad como autenticidad. La “muerte de calidad” intenta restaurar un simulacro banal de esta misma dimensión olvidada, en los casos en los que la ciencia médica ya ha renunciado al éxito de su proyecto secular de “salvación” ¿Pero no sigue siendo esta muerte “de rostro humano” el mero reverso consolador de la profunda inhumanidad de la otra?
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La humillación de la vejez
Los ancianos en círculo de diez o doce rodean a la instructora o el instructor. Un niño de pocos años ríe muchas veces más que un anciano. Los ancianos aprenden a reír. En comparación con los niños, los ancianos padecen un desajuste de su funcionamiento que exige un arreglo. En la vejez, el hombre es el animal que va dejando de reír, lo que sin duda plantea un problema, el de la calidad de vida en la tercera edad. Para alcanzar un estado de risa adecuado, ahora a los ancianos se les reúne en grupos de terapia colectiva a los que un animador social convenientemente preparado enseña los rudimentos de la risa, practicando con ejercicios y situaciones recreadas o simuladas que permiten el desentumecimiento de los músculos faciales de la risa.
En las imágenes que ofrece la televisión se ve a los ancianos intentar reír modosamente con una risa impostada. Esta mueca de risa forzada es una forma de violación y de violencia infligida por la buena causa, la de la inevitabilidad de la beatitud socialmente administrada: las buenas intenciones de la empatía social obligatoria no dejan residuo. Esta felicidad impuesta debe unirse a otras muchas de las manifestaciones actuales del control social, que ha pasado de la época de la disciplina a la fase “cool” o “light”, la de la máxima difusión de los principios modernos realizados de forma autoparódica, en este caso, la burla del derecho universalmente humano a la felicidad es lo que se realiza de manera desatinada.
Antropológicamente hablando, hay que desaprender todo lo que la experiencia humana del dolor, la vejez, la enfermedad, el sufrimiento, la pérdida de la memoria, el alejamiento de los otros, el ingreso simbólico en el mundo de los muertos, nos ha enseñado a lo largo de toda la fase de formación de las sociedades humanas. Actualmente, la falta de risa es casi tan escandalosa para nosotros como la pérdida de memoria en la vejez: un hombre que no ríe no es un hombre que pertenezca a este orden social en vías de desimbolización. Como la penalidad oprobiosa de las tetas pequeñas o los penes cortos, la risa de los ancianos debe ser remodelada, y a falta de cirugía en este caso, bien está el reaprendizaje forzoso de una risa en forma de semi-prótesis somático-espiritual que viene a negar irónicamente la creciente flojedad del cuerpo envejecido. Porque precisamente a través de esta cirugía por los signos, lo que se trata siempre es de negar la vejez como tal vejez, como ineluctable edad humana con sus rasgos propios, es decir, con su específica alteridad. En todas partes se practica la misma supresión contextual de los signos humillantes de lo negativo.
Me pregunto si esta risa coactiva, arrojada como vejamen a la ancianidad, no será ya una anticipación en el cuerpo vivo de la mueca facial de leve sonrisa que los especialistas de las funerarias logran componer manipulado los músculos ya casi rígidos de la cara del muerto. En ese caso, sería fácil adivinar lo que realmente hay detrás de la risa, y en general, detrás de toda prótesis, de toda cirugía, como actualmente se practican: una anticipación inconsciente del estado de corrección y perfección del cuerpo en el momento previo a la descomposición, o bien este impulso responde también a la idealidad del cuerpo resucitado y reintegrado a su perfección primera. Pero sabemos muy bien que todo lo que se perfecciona en una positividad supletoria intenta anular la pura fatalidad de vivir, pero por ello mismo, la perfección es tan sólo la imagen que queremos ofrecer a la muerte para burlarla. Dicho de otra manera, engañándonos creemos engañar a la muerte. En la medida en que estamos vivos (un estado bastante difícil de demostrar en la actualidad), siempre es ya demasiado tarde para ninguna perfección.
Si alcanzamos la perfección, eso es así porque ya no estamos realmente vivos: no se puede nombrar este estado intermedio y contradictorio, que ciertamente jamás ha sido conceptualizado por el pensamiento secular, si bien algunos rastros podamos encontrar en las formas arcaicas de la representación religiosa de la vida, por ejemplo, en todo lo que se refiere a los estados ascéticos y místicos intermedios entre la vida y la muerte.