Las paradojas del moralista
Como ya nadie tiene el valor suficiente para encararse con su propia imagen, nadie tampoco puede tomarse en serio a sí mismo. Como ya nadie tiene el coraje y la sinceridad necesarias para sostener, respondiendo de ellos, sus propios principios (que no sabemos, por otra parte, cuáles podrían ser), nadie tampoco puede tomarlos en serio. El estadio de cosas colectivo en nada difiere, por tanto, de lo que alguien como Berlusconi es y representa en lo político: en efecto, nadie puede ni debe exigirse a sí mismo más de lo que es.
El punto de vista del moralista (en el sentido del que todavía, tardíamente, se toma en serio lo que los hombres son y lo que los hombres hacen, y, el que al proceder así, siempre se condena a la necesidad de lo peor, o al menos a justificar involuntariamente la necesidad de lo peor) es el punto de vista del hombre que sabe que ya no está a la altura de las circunstancias, sobre todo cuando éstas se presentan como el resultado de la resaca, de la bajada de marea, del momento indescriptible inmediatamente posterior a la orgía.
El punto de vista del moralista no es el de la autosatisfacción: el conocimiento de los hombres no lleva nunca a ella, y todavía menos a la reconciliación con ellos, pero ayuda, en alguna manera difícil de explicar, a absolverlos de ser lo que son, y en particular, en este absolverlos, decide el no ejercer el juicio con excesiva acritud. Al moralista, la amargura no debe servirle más que como un momento de su contemplación de los hombres. El juicio, benevolente o no, no es la mejor partida para la captación de lo que hace justicia a los hombres, quienes, por poco meritorios que sean, siempre son algo más de lo que parecen y a veces incluso son mucho menos de lo que parecen.
El verdadero éxtasis del moralista llega cuando su objeto propio, por excelencia, ya no puede ni sabe ni quiere responder de sí mismo: cuando el hombre que le es contemporáneo le fascina en cuanto una nada que prevalece e insiste en conservarse. Los esfuerzos de conservación de la nulidad ofrecen al punto de vista del moralista todos los encantos de lo tardío, de lo demasiado bien logrado, le muestran a la luz del día esos lados de la felicidad que por fin se acepta a sí misma en lo que es, sin encubrimiento de falsa virtud o falsa modestia.
Cioran ya advertía que los moralistas son los retoños tardíos, tan necesarios como excéntricos, de las culturas aristocráticas demasiado conscientes de sí mismas; los moralistas, en el sentido francés clásico, son el mirador desde el cual se contempla a una humanidad, tan cansada de su propia domesticación, que las fáciles patologías de su aculturación, de su profunda autocolonización mental la llevan a inmoralizarse a sí misma y con ello a sufrir, al otro lado de la exquisitez banal y acomodaticia de los “modos de vida”, una muerte de los afectos que es también la inercia de los resortes de la autoconservación: momento decisivo en el que ya vivimos, en el cual todos los principios, todas las decisiones, todos los actos se vuelven risibles y los hombres están maduros para el cadalso que bien saben merecer. Momento en que la interpretación de la risa de Schopenhauer aplicada a los hombres se vuelve inteligible: “La risa no tiene otra causa que la incongruencia repentinamente percibida entre un concepto y el objeto real que por él es pensado en algún respecto, y es sólo expresión de tal incongruencia”.
Es cierto que nuestras clases asalariadas, sus directivos y administradores, sus tecnócratas y demagogos de medio pelo, en nada pueden compararse a aquellos salones de la nobleza, a aquellos vanos intrigantes de ameno ingenio, entre bufonesco y maquiavélico, pero no obstante nos asemejamos a todos ellos en que también a nosotros nuestros valores, criterios, principios, normas y leyes nos resultan, a pesar nuestro, completamente ridículos y dignos de escarnecimiento y burla.
Cierto inmoralismo actual y su falta de escrúpulos no son el producto de los espíritus grandes sino de los más pequeños: es la forma espúrea del plebeyo ¿Qué es lo plebeyo por excelencia? Según Nietzsche, tres rasgos: la incontinencia repugnante, la envidia mezquina, el torpe darse a sí mismo razón (“Más allá del bien y del mal”, 264). Hay que decir que lo plebeyo ha mejorado mucho desde los tiempos en que existía alguna verdadera distinción entre los hombres; cuando, como ahora, no la hay, es más difícil juzgar qué es lo realmente “plebeyo” o “vulgar”, dado que toda la sociedad, sin excepción, lo es. Lo social es lo plebeyo elevado a todo el poder de lo autopersuasivo de un bien común en el que todo se ha menoscabado a mayor gloria del estándar. La gente, para ser lo que es, ya no necesita ni la incontinencia ni la envidia ni el darse a sí misma la razón, cualidades quizás defensivas en un momento en que lo plebeyo estaba mal visto.
Las cosas cambian cuando lo plebeyo como tal, pero otro tipo histórico de lo plebeyo, se ha vuelto dominante y, por consiguiente, no sufre el contraste de otro carácter o modo de ser estimado como superior (no queda ningún espacio para la superioridad no funcional en el orden democrático, que es ante todo un orden social más que político). Desde el momento en que lo plebeyo deja de ser el contraste respecto de otro carácter, deja de ser plebeyo, porque el otro término de la oposición, el que ofrecía resistencia a devenir plebeyo, ha sido eliminado, pero lo plebeyo expurgado de lo superior es lo plebeyo realmente existente. El plebeyismo del presente es la instauración de las condiciones en que lo plebeyo pasa de lo reactivo a lo activo y configurador, pasa de la mala conciencia a ser la buena conciencia universal, pues ya no queda nada con lo que compararse y así su espejo le dice que es el más bello.
No todas las épocas han alcanzado semejante refinamiento en las malas maneras investidas con toda la aureola de lo seductor ni las aspiraciones humanas más pobres han gozado de tanta consideración. Lo incontinente, lo envidioso y lo obcecado del plebeyo del presente constituye el propio modo de organización de la sociedad de consumo y su propio modo de significación: los signos y los deseos confundidos juegan sobre la superficie de nuestras mentes vacías, como las leyes y las normas juegan sobre el aplanamiento de la moral colectiva.
Nuestra conciencia, la que a ciertas horas finge una seriedad a la que ya no tiene derecho, es un relicario de todas las buenas intenciones con que nos han desfigurado como simios de ideales que, al dignificarnos, nos caricaturizaban. Porque, si algún prejuicio le queda al moralista, éste es el de la total falta de sentido de la verdad que caracteriza a los hombres: la convicción fundamental sobre el hecho de que jamás crean en lo que dicen, de que jamás afirmen lo que realmente creen (y ahí, más allá de un desdén engreído de teóricos, lo que hay es una defensa de la autenticidad frente a la mera verdad, autenticidad que no es enemiga de la superficialidad, la apariencia, la ilusión o la mentira: en el fondo, el hombre anhela lo artificial como rodeo o remedio para librarse de sí mismo). No son sólo las justificaciones externas de una conducta, sino las propias acciones y palabras las que resultan ser multicolores, no ya desde el punto de vista de las interpretaciones, sino en sí mismas (su multiplicidad originaria depende exactamente de su falta de unidad originaria).
Con una cierta precaución de honestidad burguesa que perseguía tenazmente el rastro de la falsedad, allí dondequiera que se manifestase, Hegel advertía sobre los peligros de esa que llamaba la “conciencia hipócrita” que, afirme lo que afirme, siempre se da la razón a sí misma, porque siempre encuentra un motivo para justificar su comportamiento, un motivo, por lo demás, perfectamente intercambiable por otro. La lógica de la subjetividad es ilimitada, en el sentido de que la subjetividad es un poder de la posición, el poder de ponerse a sí misma como lo verdadero y lo absoluto, pero Hegel quiere ponerle puertas al mar: quiere –santa paradoja- poner límites a lo que por definición no puede ponérselos a sí mismo. Permite que el querer quiera y el saber sepa pero sólo hasta cierto punto (es como si el querer quedara un poco retrasado con respecto al saber, de ahí que Nietzsche tenga que asumir como lema que “el querer hace libre”, una vez que el saber ya nos ha hecho “libres”). Hegel es consciente de que una cierta subjetividad convertida en absoluta en el ámbito de lo ético y de lo moral (momento particular en que quizás ya estamos instalados sin saberlo) es realmente también el mal absoluto. Desde entonces hasta aquí, algo de toda esa historia sí que sabemos.
Hoy, con esa misma falta de seriedad acerca de la propia condición moral, lo que es bueno para justificarnos es bueno en sí. La mayor parte se lleva la parte del león, porque realmente se encuentra eximida de una apelación incondicional a aquella justificación cualquiera. Por lo tanto, ahora, un moralista no se encuentra ante el reino de la hipocresía ni de la inmoralidad, fases ya superadas en el proceso contemporáneo del inmoralismo. Ahora, mucho más allá de todas las posiciones anteriores de esta “subjetividad moral absoluta”, vamos hacia el régimen de la pura equivalencia generalizada en el que todo juicio, valoración y acción se han quedado muy por detrás de nuestro estadio de profunda duplicidad, y para el moralista sólo hay muecas de burla y cansancio para enfrentarse a esta vida tan descreída de sí misma.
Para los moralistas, los hombres pueden ser inaprehensibles, o por defecto o por exceso. Cuando todo se equivale, porque nada vale realmente, porque todo vale lo mismo, es decir, nada, los hombres piensan y actúan por defecto, pero por un defecto que abre sobre el exceso mismo. Cuanto más defectivo es el sentido, cuanto más deceptivo es el hombre, tanto más su ser se vuelve excesivo, quizás porque para nuestra subjetividad absoluta (que es también la subjetivación absoluta) la realidad moral es algo despiezado, atomizado e incoherente. Lo excesivo es hoy del orden generalizado de la saturación y la saciedad, por lo que el hombre, respecto de su propio exceso, se vuelve redundante.
En semejante aplanamiento, que en lo exterior refleja la mísera banalidad interior, tuya y mía, pues ya no podemos confrontarnos, sólo nos está permitida una modalidad de comportamiento desdoblada entre lo normativo, que oculta lo patológico, y lo patológico mismo. Lo patológico, la tierra desconocida de las promesas de una liberación fraudulenta cuyos gastos sufraga el propio sistema, es la coartada perfecta, para que tú y yo, conocedores de la ley que respetamos, únicamente para seguir acomodados a esta forma de libertad vacía y abstracta que erosiona nuestros cuerpos y mentes, podamos imaginar entonces otra libertad, ni trascendente ni superior, pero ¿dónde podría encontrarse si todos los desiertos han sido colonizados?
El final del “mundo como voluntad y representación”
Todo el problema surgió para Baudrillard, si tuviéramos que buscarle a su planteamiento analítico un origen exclusivo (pero esto mismo sólo sería una tremenda falsificación) de la inmersión general de las formas, los signos, los discursos, las costumbres, las técnicas, la propia “realidad”, en definitiva, todo lo que nos constituye como realidad histórica, incluida ésta misma, en un proceso, apenas entrevisto y analizado, de pérdida del referente, la mutación pasmosa hacia el campo de la autotelia y la hipertelia, la autorregulación, la liberación, el circuito cerrado, la autosuficiencia, la satelización en el vacío. El método, la verdad, la ley, la norma, la forma, separadas, aisladas, en desarrollo y evolución, sin otra demanda que la pura operatividad abstracta en su propio dominio, se convirtieron en mera instancia lúdica, desbocado y desfondado todo valor, toda dirección, todo destino.
Entonces, el problema surge, aunque ni siquiera sea tomado en consideración: ¿qué sucede cuando las cosas se emancipan de sí mismas, de su regla, de su escena, de su sentido, de su contradicción, de su ambivalencia? ¿Cómo siguen siendo reales? Una de las respuestas posibles: la teoría de la simulación, es decir, las cosas ya no siguen siendo reales en absoluto, desaparecen en la reduplicación de su esencia mediante el recurso a una apariencia de verdad doble e invertida en la que, por eso mismo, ya no hay garantía de verdad, sólo una semejanza de coherencia, de integración, un efecto de sentido.
La teoría de la simulación es transversal a todas las categorías, no se define por su operación mediadora en un campo delimitado, no es una teoría para explicar las peripecias actuales de lo social, lo económico, lo político, lo estético, lo cultural o lo histórico, aunque, de hecho, a todas estas esferas pueda y deba referirse: la simulación como tal significa una nueva dimensión antropológica, es decir, una nueva relación del hombre con un mundo enteramente construido por el artificio técnico, una relación inédita entre el hombre y sus signos, habiendo absorbido éstos toda la “energía” de lo real, toda la fuerza de la “representación” clásica en la que el hombre seguía siendo sujeto de lo real y como tal pensado y llevado a la práctica.
Que se trata de una mutación global y no de un simple efecto ideológico reflejo, inducido por el sistema en su desarrollo coyuntural, lo demuestra el hecho incontrovertible de que el proceso de simulación afecta por igual, con diferentes grados de intensidad y extensión, a la totalidad de lo real, modelado ahora según la propia dinámica simuladora. En todos los casos, se trata siempre de una interposición dominante del “medium” técnico, de una precesión del modelo sobre lo “real”, de un control operativo sobre todas las causas y efectos, de una previsión exhaustiva de todas las variables, todo lo cual acaba creando una dimensión “hiperreal”, es decir, una realidad de segundo grado más verdadera que la “original”. Todo ello forma parte de una reactividad generalizada que afecta en primer lugar a la voluntad, pero no sólo a ella.
Esta operación general tiene su modelo, por supuesto, en el funcionamiento contemporáneo de la ciencia y de la técnica, pero no hay que confundir en modo alguno este proceso de simulación total con un dominio “ideológico” de esa instancia, con una omnipotente hegemonía de la operatividad tecno-científica, “aplicada” a todos los campos (la tesis de Habermas y de todo el pensamiento progresista y humanista). Se trata de algo mucho más complejo, y fundamentalmente diferente: es la propia “realización” de lo real a través de la manipulación de los modelos de lo real, una empresa “metafísica” consistente en volver a crear un mundo a medida del hombre, donde lo real ya no sea un obstáculo a su destino de felicidad y positividad sin límites. En este sentido, la simulación es la forma que adopta la utopía moderna ligada a todos los estratos de pensamiento, positivo o negativo. La simulación es la “realidad” tal como debe ser entendida en la época de la “utopía realizada” de la racionalidad y el puro cálculo.
Si la vocación del pensamiento moderno era realizar su “concepto”, en la búsqueda de la superación de la contradicción y la instauración de la identidad entre el hombre y sus condiciones de vida, el camino de la simulación es el atajo inesperado y en el fondo querido. Si la perfectibilidad del hombre y el mundo era un viejo sueño humanista, la simulación sirve, entre otros objetivos, para hacer que todo parezca, efectivamente, “perfecto”, es decir, acabado, pero acabado en su duplicación fraudulenta y nada más. El problema del sentido y de la verdad, o del sentido de esta verdad, de esta reduplicación de la verdad, no puede ni debe plantearse, puesto que, fuera de esta perfección (?), no hay nada; el horizonte de la verdad, en estas condiciones, queda definitivamente velado, de hecho la única verdad accesible es la que se realiza aquí y ahora bajo el signo de lo real, pues si lo real es lo verdadero, lo más real que lo real será mucho más verdadero, será la copia exacta de la verdad, nuestra “polaroid” histórica, una especie de “foto-finish” definitiva de lo real.
Críticamente, el mayor obstáculo que presenta el discurso de la simulación de Jean Baudrillard es el deber de conferir algún estatuto “teórico” a la realidad, pues a ella se refiere el proceso de la hiperrealidad. Sin embargo, sería una batalla escolástica perdida de antemano el intento, siempre fracasado, de fundar lo real en lo real a través de una operación del pensamiento y el lenguaje. Lo que hay que comprender, lo que casi nadie está dispuesto a comprender, es que lo que llamamos “realidad” (las comillas nos encierran, sin quererlo, en una tradición de pensamiento que tiene apenas dos siglos) consiste simplemente en el primer modelo de simulación, el primer campo operacional de la simulación, instaurado en el siglo XVIII, a partir del cual se han inventado todos los demás. Se entiende entonces por qué el pensamiento moderno ha estado siempre tan comprometido con la “demostración” del llamado “mundo real”, mundo exterior, realidad.
No se trataba, nunca se trató de una mera disputa interna entre subjetivistas y objetivistas, entre idealistas y materialistas, entre empiristas y dialécticos, lo que había en juego era nada más y nada menos que el estatuto de este primer modelo de simulación llamado “realidad”: la argucia siempre consistió en identificar, tautologizar, lo dado con el modelo de realidad sobreimpuesto por el propio pensamiento abstracto, por la propia ciencia: labor de zapa del pensamiento “filosófico” sobre la propia tarea de la ciencia empírica. Un pensamiento (no hacía falta que Hegel lo elevara a dogma especulativo, implícitamente, esa era la corriente dominante y lo sigue siendo banalmente) fundado en la identidad absoluta, no contradictoria, entre su “concepto” y su “objeto”, colisión total de la que emerge triunfante lo real como única condición humana, y por tanto, también inhumana. El estatuto de lo real queda entonces clarificado: su primera formalización (sujeto-objeto, lo real todavía como sustancia operacional del pensamiento, como “éter”; escisión del dato y de la esencia) consistió en una simulación aún lastrada de “metafísica”, pensada en los límites de sus posibilidades, pero lo real advino y es. Con la reduplicación mediante modelos, lo real no es la fuente, el origen, la verdad, el objeto, el concepto, es tan sólo una variante combinatoria, un adorno, un refugio de los residuos abandonados por el campo experimental, una pauta de desaparición, una pantalla de absorción, una coartada lúdica para la experimentación.
Cobra sentido, desde aquí, el “revival” de la Metafísica a lo largo del siglo XX: cuando el ser encuentra su destino en lo real, cuando también el tiempo se hace real, es la desaparición misma del pensamiento, pues ya sólo puede limitarse a gestionar estos residuos abatidos por su carácter especular, concluidos en su advenimiento. Se observará que todas las propiedades que las diversas tradiciones metafísicas del siglo XX atribuyen a la realidad son características de muerte, de estancamiento, de inercia: facticidad, coseidad, impersonalidad, objetivación instrumental, etc.
Desde la reactivación mortecina de la dialéctica hegeliana hasta la ontología fundamental heideggeriana, no es tanto una interminable discusión antropocéntrica lo que se juega, sino más bien un último esfuerzo, ciertamente voluntarista e ilusionado, por redefinir una relación “más humana” del hombre con su creación, la propia realidad de la que negativamente es prisionero. Se puede hablar entonces de una “crisis de la realidad” más que de una crisis de la conciencia occidental, pues, en definitiva, es el propio modo de ser de lo real lo que empieza a desmoronarse, no una determinada interpretación o una conciencia: lo que falla es la sustancia misma en que se fundó y desarrolló el pensamiento moderno como pensamiento de lo real a través de la subjetivación-objetivación.
Pero como toda crisis en la lógica de nuestro sistema, la resolución siempre está disponible en la fuga hacia delante: la sobreacumulación, la sobreproducción de realidad lleva, casi exige llegar, hasta la simulación y ésa es la coyuntura actual, la de una interminable extensión en profundidad de los dobles protésicos de lo real, desestabilizado y descentrado por el impulso mismo de su imposición, pues lo real no conoce ninguna otra lógica que la de su ampliación en una evidencia total de sí mismo.
A partir de aquí, un nuevo problema surge: el del estatuto respectivo de un objeto autorreproductivo y un pensamiento de la repetición ilimitada de ese objeto. Porque, efectivamente, atrapado en los límites de lo meramente real cuyo concepto es, el propio pensamiento deviene simulador y la propia verdad que enuncia es un simulacro de verdad. No se trata de un tema nietzscheano más o menos académico, que la tradición, sobre todo francesa, ha revitalizado y puesto en circulación, con Foucault y Deleuze, en particular, es, desde luego, un indicio de una trasformación de la propia “apercepción” filosófica en la coyuntura actual. Aunque no explícitamente tematizado más que en algunos textos de Baudrillard, el proceso de la simulación afecta, en primer lugar, al propio pensamiento como simulación.
Ya la propia forma de la investigación científica se halla regida por el nuevo patrón, debido en su caso, al desarrollo técnico de los aparatos de experimentación, cálculo y medida de que se sirve. Considerar que este “refinamiento técnico” (por ejemplo, el trabajo con hipótesis y modelos experimentales de simulación) no impone repercusiones “ontológicas” de gran alcance es una ingenuidad pre-crítica, puesto que, para nosotros, la forma de la experiencia a través de modelos de experimentación es mucho más básica y determinante que la forma abstracta del juicio, el enunciado de la hipótesis o la verificación de la ley.
A partir de unos datos infinitamente manipulables mediante diversos procedimientos de experimentación, el referente de lo real queda, se quiera o no, en suspenso y la forma que adopta el quehacer científico es la de un juego abierto bajo el modo de un “test” siempre ampliable de respuestas condicionadas. El estatuto de verdad de todo el proceso no se puede medir o confrontar con ninguna modalidad “sustancial” de realidad, puesto que ella misma está encerrada en el circuito de la programación y debe limitarse a responder según pautas prefijadas (el sentido de la matematización general a través del cálculo de probabilidades y la estadística es éste precisamente: en la propia historia de la ciencia moderna, el principio de realidad surge como correlato de la primera matematización de la física, cuando todo queda reducido a la abstracción de un espacio-tiempo homogéneo).
La genealogía del simulacro
Hablar actualmente de la simulación como categoría válida para pensar la totalidad de nuestro entorno y de nuestra existencia puede parecer arriesgado, porque es muy difícil pensar lo que de hecho se vive en la espontaneidad de una relación existencial sin más. Además, hay que encerrar el concepto en unos límites tan estrechos que raramente podrían abarcar la totalidad de fenómenos y acontecimientos que derivan, de un modo u otro, de la problemática de la simulación.
El propio creador del concepto, Jean Baudrillard, en una línea de actividad intelectual que se resiste a cualquier academicismo, nunca ha querido formalizarlo, dedicándole un discurso específico, si bien hay algunos textos donde el autor tematiza el concepto a través de una serie de ejemplos extraídos de diferentes dominios (medicina, etnografía, política, terrorismo, arte, cultura de masas, información, realidad virtual, experimentación genética, etc): textos como “La precesión de los simulacros” (1.978) y en general, los ensayos que van de Las estrategias fatales (1.983) a El crimen perfecto (1.995), inciden una y otra vez, desde diferentes puntos de vista, en esta problemática del simulacro.
La idea del simulacro y la simulación no es un elemento menor o incidental en la obra de Baudrillard desde los años setenta, casi podría afirmarse que es la clave para entender sus análisis de la sociedad occidental contemporánea más allá del horizonte ya delicuescente de la crítica de las ideologías (el espacio de lo que Baudrillard llama simulacros de segundo orden, mientras que nosotros estamos ya en el tercer orden). Pero si el diagnóstico es probablemente verosímil y la descripción alcanza grados y efectos de verdad difícilmente conseguidos por otras tendencias críticas, lo que quizás falta aún en la problemática baudrillardiana es una etiología o una genealogía definitiva del simulacro contemporáneo, para lo cual habría que empezar a su vez por determinar la formación y el desarrollo moderno del “principio de realidad” y su agotamiento actual. De todas maneras, lo genealógico raramente es otra cosa que una vuelta del revés de aquello que conocemos implícitamente demasiado bien y por eso mismo preferimos obviar, para no tener que enfrentarnos con esta imagen desagradable en que toda bondad y todo bien muestran sus llagas.
Para Baudrillard, parece evidente que la forma “simulacro” es la propia de la era de la producción, en la que la totalidad del orden humano se convierte en “espejo” del capital y del valor, era en la que los signos entran en la fase de su reproducción masiva y generalizada, desde el desarrollo de los medios de comunicación, pasando por la publicidad y los sondeos, hasta llegar al dominio de la estadística y del cálculo de probabilidades en las ciencias, para no mencionar el creciente poder autónomo del universo de la virtualidad tecnológica con el uso general de los ordenadores, las redes informáticas y todos los “simuladores” sobre variables predeterminadas (aeronáutica, estrategias militares y económicas, meteorología, ciencias humanas y físicas). Aquí hay que ver algo más que un simple instrumentalismo, o una degradación pragmatista de la verdad y del procedimiento de la verdad. Incluso éstos son ya los efectos de una mutación en profundidad de los códigos “oficiales” y normativos de lo verdadero.
No hay la menor duda acerca de cómo se ha llegado a imponer el principio de realidad: procede del triple movimiento de una idea de la temporalidad (el progreso lineal o dialéctico), de una idea de acumulación (la del capital según la ley del valor) y de una idea de la racionalidad en la que el sujeto es el principio constituyente del objeto, y éste tan sólo su mero reflejo. En otras palabras, desde el punto de vista filosófico, la tríada Kant-Hegel-Marx es la que ha formado nuestro concepto de “realidad”, un concepto que es mucho más que un mero concepto entre otros. De todas maneras, los pensadores, como acontecimientos fatales, como destino encarnado, tan sólo llevan al lenguaje del pensamiento, lo que se está constituyendo a sus espaldas como “verdad” de su época, que, aunque muy desfigurada, sigue siendo la nuestra. En este sentido, su único privilegio es la concentración en la idea de lo disperso y múltiple que se aparece embozadamente en todos los demás ámbitos de actividad pensante o práctica, individual o colectiva.
Si la simulación puede abarcar, de modo omnicomprehensivo, tantos campos de la experiencia y la práctica humanas en las sociedades occidentales, hay que reconocer aquí un principio nuevo de organización y un elemento nuevo en que se determina y aparece la verdad y lo verdadero. Si el simulacro “es”, en sentido fuerte, algo está dejando de “ser” al mismo tiempo: lo que está dejando de ser es, ni más ni menos, que lo real, por mucho que, simultáneamente, parezca que nos encontramos en plena materialización de lo real (a su vez universalizado además gracias a la mundialización).
Desde hace tiempo, todos entendemos espontáneamente qué significa simular y qué significa simulación, sin preguntarnos abiertamente por lo que la hace posible: no hay simulación sin una voluntad de ficcionalizar, y no hay ésta si previamente lo que llamamos “realidad” no se ha convertido asimismo en un espacio excluyente de la verdad, un espacio meramente “operativo”, donde todo el universo simbólico de las religiones y las prácticas rituales ha desaparecido como estructura antropológica de base. Por eso el avance de la racionalidad occidental, en todas sus manifestaciones, puede acogerse exactamente en la fórmula metafórica de Nietzsche: “El desierto crece”.
El final de la metafísica y el reinado del nihilismo no coinciden por azar con la era de la simulación, aunque ésta pueda deberse, en buena medida, a los efectos desencadenados de la técnica como factor dominante. Simular es “hacer parecer que existe u ocurre una cosa que no existe o no ocurre”; simular, es, por tanto, un modo de lo verdadero, precisamente aquél en que se despliega la indiferenciación entre la verdad y lo falso, o dicho con otras palabras, simular es un modo de lo que Heidegger llama la experiencia metafísica del “desocultamiento”, pero bajo la forma de una imposible diferenciación entre la verdad y lo falso, en un espacio ciego donde cada uno de los términos puede intercambiarse con el otro: el desocultamiento como simulacro deviene inmediatamente ocultamiento, lo verdadero como referencia se hace falso y lo falso va a ocupar el lugar y los efectos de lo verdadero. Y todo esto sin que nadie advierta lo que sucede, ofreciendo una obstinada resistencia a cambiar las perspectivas: la moral resentida de la subjetividad es más fuerte que su presunta “voluntad de verdad”.
La “metafísica de la representación” tiene necesariamente que acabar en el simulacro, cuando los signos de lo real son deficientes por su exceso mismo, y la autoconciencia se encuentra reflejada en cada uno de los ángulos de una realidad que ya no domina. Todo lo que se ausenta, en el movimiento de ausentarse, se convierte en simulacro, o mejor, deja en su lugar el simulacro como huella de su ausencia Esto es válido actualmente para todo: el poder político, la verdad científica, la existencia individual, el valor estético, la propia historia como organización temporal de la experiencia colectiva. No entender esta mutación es negarse a entender el mundo actual, pues no estamos ante una hipótesis junto a otras, más o menos feliz, sino que nos encontramos de hecho en un devenir inmediato en el que la vida va por adelantado arrastrada hasta desprenderse de sus máscaras anteriores.
Es este cambio de la piel reseca, esta mudanza de los muebles empolvados de la modernidad, lo que muchos temen. Pero vivir como rentistas de la historia es triste, como sólo puede ser triste la usura, que hoy es el principio que no sólo económicamente organiza el mundo. El usurero consume su imaginación del futuro en una contabilidad tan intensiva como obsesa, un minucioso registro por partida doble que en el silencio del recuento inacabable le aboca necesariamente a vivir el tiempo como simple espera del pago de los intereses de la deuda. El pensamiento no puede dedicarse a un oficio tan mezquino a menos que todos deseemos convertirnos en deudores y acreedores a un mismo tiempo de unos intereses ajenos. Y, sobre todo, que es muy banal vivir en el aplazamiento cuando la totalidad del tiempo está aquí en cada presente como destino al que nadie sabe cómo apelar a fin de que la bifurcación de las aguas estancadas suceda.
Baudrillard y el pensamiento francés contemporáneo
Se sabe que uno de los caracteres definidores del pensamiento francés desde los años 60 es su profunda aversión hacia las formas dialécticas del concepto y de la exposición, es decir, hacia la lógica de lo mismo en sus pasos de mediación, reconocimiento y diferencia como momentos de un desarrollo hacia la identidad absoluta, a lo que necesariamente se añade un rechazo visceral de cualquier modalidad de instancia transcendental, sea el sujeto o la historia, como lugar de tal identidad, origen y fin de lo mismo. Gilles Deleuze ya había presentado una versión del pensamiento nietzscheano en clave antidialéctica y antihegeliana, interpretación dirigida contra la hegemonía incontestada del análisis existencialista, fundado en una extraña mescolanza de dialéctica, fenomenología y materialismo. Del mismo modo, Michel Foucault iba a publicar por las mismas fechas su particular Historia de la locura, un apasionado desmontaje de la racionalidad como forma histórica de la dominación en tanto principio de identidad reductora y aniquiladora de cualquier manifestación de alteridad. Empresa similar iniciaría Derrida respecto del lenguaje y la escritura en relación con la «metafísica».
El trasfondo común de todas estas nuevas tematizaciones radicales de lo otro de la razón y la subjetividad modernas es bastante evidente, así como su intención última: se trata siempre de recusar, en buena lógica nietzscheana, el pensamiento de lo mismo, el pensamiento cuyo escenario es el sujeto y la historia en la construcción de una imposible identidad, de una imposible reconciliación final de los antagonismos, bajo la modalidad que se quiera. Se intentará entonces una búsqueda intensa de lo otro, en la historia, en el sujeto, en el sentido, en el lenguaje, en la sociedad. Esta búsqueda apasionada del valor diferencial de las cosas necesariamente tiene que llevar al abandono de toda una tradición antropologista y humanista, lugar del desencanto al tiempo que de la dominación del principio de lo mismo.
Este «descentramiento» de la posición moderna del hombre, de la figura moderna de la subjetividad autofundante y emancipada, se podrá llevar a cabo a través de diferentes vías: el estructuralismo antropológico y linguístico, la crítica heideggeriana de la metafísica, el desmontaje nietzscheano de la racionalidad, la verdad, la moral y el sujeto, las ideas de Freud sobre el inconsciente o el análisis de Marx sobre la ideología y la mercancía, o incluso conjugando todas estas referencias mayores en una estrategia interpretativa fundamental.
De ahí que la figura de la verdad que está por venir sólo pueda expresarse en una lengua difícil, en una escritura cuyo principio ya no es el de la pura trasparencia del concepto y el desarrollo convenido del discurso, pues lo que falla es la evidencia de lo mismo, la evidencia de lo próximo, la verdad correctora de las apariencias reducidas a lo mismo del pensamiento. Se rechaza entonces la mera reflexión como el espacio de la verdad excluyente de lo otro. La mutua implicación de pensamiento y escritura es una de las piedras angulares de todos estos escritores-pensadores, para los que el lenguaje tradicional de la filosofía se ha convertido ya en un estorbo, en un lastre que impide la nueva libertad del pensamiento.
La seducción del propio lenguaje, la seducción con que el lenguaje implica al pensamiento para subvertirlo, se tematice o no abiertamente, es otro de los motivos fuertes del discurso filosófico francés, algo en sí mismo ya seductor, pues el desprecio por el lenguaje es una de las marcas identificadoras de todo el pensamiento moderno, que en su lugar ha colocado otras “cosas” supuestamente más originarias y fundamentales, determinando la conceptualidad como algo desasido de la carnalidad del lenguaje, de su efecto simbólico puro como desviación de la verdad.
Fuera de este horizonte filosófico pero ligado a él por lazos secretos y no confesados de una compartida radicalidad frente al dominio de lo Mismo, los textos de Baudrillard llevan lo otro a un espacio nuevo: el del cuestionamiento de la ilusión de realidad, tal como ésta se halla organizada en las sociedades occidentales, para lo que ofrece una nueva conceptualidad, una forma de tratar las oposiciones conceptuales básicas de nuestra cultura, no ya simplemente en el campo delimitado del específico discurso de la filosofía, siempre débil y seriamente envarado por una tradición inconmovible.
Cualquiera que sea el plano referencial de las ideas, a su vez en situación crítica, los conceptos, igual que los objetos, nunca funcionan ni especular ni dialécticamente: se enfrentan más bien en una dualidad agonística, donde uno no es negativo o la diferencia del otro, en su reflejo invertido, ni su coartada, sino su enemigo fatal que busca su abolición y su muerte. Un concepto es la escena de desaparición del otro, como el objeto lo es respecto del sujeto, o como éste lo es de aquél. Un discurso del pensamiento ya no puede funcionar como discurso crítico y reflexivo, ya no puede enredarse en una sutil dialéctica formal que, a la larga, es sólo una consolación de lo mismo en lo otro y viceversa. Baudrillard considera que hay que llevar, en la práctica del pensamiento y de la escritura, lo mismo hacia una alteridad radical en que se extrañe, sin que jamás ninguna reconciliación ideal haga el papel de mediadora o término final de la ilusión de verdad.
Así pues, la figura del pensamiento como apertura a lo otro ya no consiste en la reconciliación de los opuestos (a través de los conceptos sólo se intenta reconciliar la propia realidad), en la mediación de los opuestos, en la marcación de su diferencia: hay que buscar los irreductibles transversales a todas las categorías de la razón occidental. La tarea de este pensamiento se podría formular así: debemos romper todos los espejos que aún nos reflejan armoniosamente. Frente a la sujeción del sujeto cuyo trabajo es convertirse en espejo del objeto dominado, rechazo de la servidumbre del reflejo por un objeto desencarnado y en creciente acto de rebeldía. Lo otro se venga de lo mismo a través de la ruptura del cristal, del pacto metafísico de la trasparencia del mundo al pensamiento.
A este principio seductor de irreductibilidad e irreconciliación siempre le ha sido fiel Baudrillard, y precisamente esta forma de pensamiento le ha conducido a integrar lo reprimido históricamente por la razón productiva occidental como espacio de ambivalencia donde todos los reflejos se invierten: lo simbólico será lo que invierte y trasgrede el orden de los signos; la alteridad será lo que se opone tanto a la identidad como a la diferencia; la seducción será lo que desvía de su verdad y de su realidad al orden del mundo como producción; la singularidad será lo que rodea a lo universal para hacerlo implotar en su vacío; lo fatal y el destino serán lo que se opone a la historia narrativa convencional, a la idea de progreso o a la mera definición psicológica del sujeto-hombre (siempre se trata de recusar las causalidades “banales” con que el orden de representación del mundo occidental se conforma tan fácil como torpemente). Hay que sacudir violentamente la forma de estar constituidos el sujeto y el objeto como impasibles fórmulas especulares, modelos abstractos, y hoy moralizados normativamente, de simulación del mundo.
Es decisivo tener en cuenta esta figura del pensamiento como voluntad de no reconciliación con el mundo para comprender los textos de Jean Baudrillard en los términos, con frecuencia profundamente lúdicos, en que quieren ser entendidos, para no someterlos a una lectura digestiva y asimiladora: las ideas no son fuerzas (conceptuales y psicológicas) que se diferencien alternadamente en una oposición especulativa tensa creada por ellas mismas, con un dinamismo propio (de este mecanismo de trasposición extrae todo idealismo filosófico su fuerza y su debilidad).
Son formas radicalmente agonistas, antagonistas, duales, que no buscan producir efectos de sentido al precio de su reconciliaciíon en no importa qué término mediador, pues el sentido siempre está en otra parte, nunca es la identidad de lo mismo que se cuenta su propia historia, pero esta historia siempre está abierta a la reversión de los efectos de sentido. Así, la pareja producción/seducción: la producción es la figura moderna de la racionalidad, es lo que hace que el mundo sea real en cuanto evidencia absoluta de sí mismo y por tanto es también lo que acaba con la ilusión y la seducción, pero a su vez, éstas, en cuanto formas puras y maléficas de aparecer el mundo, resisten y subvierten el orden dominante de la producción.
Por tanto, no hay que dialectizar nunca esta configuración extrema de la conceptualidad si no queremos caer en contrasentidos y malentendidos penosos. En la lógica de este pensar, el sacrosanto principio de no-contradicción queda en suspenso: lo que es, puede no ser, y lo que no es, puede ser. Esta indeterminación del principio es la esencia misma del simulacro y de la simulación, definida metafísicamente: donde hay algo puede haber también nada. El simulacro se encarga de efectuar por su propia cuenta este proceso de sustitución, propiciando en la indiscernibilidad de su condición simuladora, esta discontinuidad de lo ontológico: la presencia se convierte en la evidencia de un no ser, tal como en el propio Heidegger la nada era “el rostro” que velaba el ser.
Si la función última del simulacro es metafísica, es que efectivamente estamos en el momento decisivo de realización de la metafísica en la técnica: el simulacro consiste en «hacer las veces» de lo que ya no existe pero continúa estabilizado en una presencia vicaria (todas las categorías rectoras de la Modernidad han entrado en este estadio de indiferenciación, destruidas desde dentro por su propio formalismo: lo social, la historia, lo político, lo jurídico, lo estético y la moral). La tarea de llevar a cabo la implosión de todas estas categorías ha sido el verdadero trabajo “subversivo” de Baudrillard, para lo cual ha tenido que ponerse fuera de la circulación de todos los ámbitos académicos dominantes.
De ahí: simulación del principio de la relación social y política, simulación del destino en una historia que cae detrás de sí misma, simulación de la belleza en el orden de la instantaneidad combinatoria, simulación de la verdad en un dispositivo de sujeto sin objeto. Según Baudrillard, si todas estas “buenas cosas” caen en lo real, desaparecen, ya que su principio no es lo real sino la ilusión. La producción sistemática de estas cosas como evidentes y absolutamente reales es el principio de su desaparición. Donde ya no hay nada, aparece el simulacro cuya evidencia es mayor aún que la de lo real. Por ello, en todas las áreas de la realidad, lo que subsiste es un efecto de realidad, de sentido y de verdad, simplemente producido y reproducido por la simulación. La pérdida de ser sólo puede compensarse con los signos de su permanencia simulada, de su evidencia redoblada en el vacío.
Para que entendamos esta formulación del principio de irreductibilidad y alteridad radicales, el único quizás adverso y hostil a la simulación desde la perspectiva actual del pensamiento, podríamos desdialectizar la figura hegeliana de la relación ambigua entre el amo y el esclavo. La forma dialéctica de esta relación es bien conocida en los pasos de su narrativa conceptual: desdoblamiento de lo real en sujeto y objeto, posición y negación de los términos opuestos pero que comparten una esencia común, reconocimiento del uno en el otro a través de esta esencia, pérdida de la esencia en uno, recuperación de la esencia perdida, superación final de la diferencia a través de los rodeos de la conciencia, por tanto, identidad de las contradicciones aparentes en la construcción final de la verdad como resultado de un proceso diferenciante, el cual consiste en este movimiento de lo mismo que pasa a lo otro, para volver finalmente a lo mismo, al sí mismo inicialmente desprendido y negado. Es la forma constitutiva de toda dialéctica: la diferencia es algo meramente «puesto» por el pensamiento en su búsqueda de sí mismo como identidad absoluta.
Lo puramente pensado para este pensamiento sólo reviste dos formas: la identidad lograda como verdad y la identidad fallida como alienación de la verdad. Gracias a Marx, este movimiento especulativo pasa a lo real como crítica de las ideologías y de la alienación humana por la economía política capitalista (con Feuerbach el mismo movimiento había pasado, en una primera estación desmitificadora, a la crítica de la religión en nombre de la «verdadera» humanidad), se ha extendido luego a todo el pensamiento crítico contemporáneo, materialista o idealista, hasta el punto de banalizarse, desde hace medio siglo, en conciencia común del progresismo intelectual moralizante: su principio hegemónico es siempre la superación de la diferencia en la identidad de lo mismo, es decir, un devenir sujeto sin otro, reducción consiguiente de la alteridad en términos de identidad y diferencia, que a través de los procesos sociales de liberación desemboca en la mera igualdad de lo mismo con lo mismo, a su vez entendida banalmente en términos moralizantes y jurídicos positivos.
Esta devoración de lo mismo actualmente invade también el campo del inconsciente tecnocientífico dominante, en especial a través de la experimentación genética. Aquí es justamente donde la lógica del capital se da la mano con todo el pensamiento crítico contemporáneo: la mercancía es exactamente esta misma reducción de todo a la identidad absoluta del puro valor de cambio, lo que a su vez impone la uniformización total de las condiciones de vida de todos los pueblos, de todos los individuos, convertidos en unidades equivalentes para un cálculo interminable.
Baudrillard dice, criticando precisamente esta idea debilitada y común de diferencia: el paria no es el otro del bramán, su destino es otro. La alteridad, no la diferencia, entre uno y otro es tan radical, tan irreductible que, propiamente hablando, no hay diferencia entre ellos, porque no hay comparación, porque no puede haber ninguna forma espontánea de reconciliación en una identidad de naturaleza común, al tratarse aquí de dos destinos disímiles, y los destinos son fatales, no se concilian jamás en una unidad final.
Cuando, como ocurre actualmente, la dialéctica como estructura del movimiento de una sociedad escindida en sujeto y objeto, se psicologiza y sociologiza, entonces resulta posible, y se considera un progreso moral y político, poner las cosas sobre un plano de diferencia, identidad e igualdad final, anulando los efectos extremos o meramente aparienciales de un desenvolvimiento contrario de lo real fundado sobre la alteridad radical. Entre otras muchas cosas, la «rebelión de los esclavos» en Nietzsche es la constatación de este proceso irrefrenable de liquidación de la alteridad, la imposición de un devenir de lo mismo a lo otro, el sometimiento embrutecedor de todo a una identidad moral, psicológica, política, donde todo a su vez debe quedar por fin reconciliado, es decir, nivelado, en el grado cero de la alteridad.
Sin embargo, Baudrillard insiste en afirmar que la alteridad no es algo dado a un pensamiento para que reconquiste su verdad, es más bien una figura del destino, mientras la identidad y la diferencia, pensadas y realizadas a la manera moderna, son simples figuras de lo mismo a la búsqueda del otro que devendrá, tarde o temprano, el mismo que él mismo. La abolición del destino del otro y la abolición del otro como destino constituye el doble movimiento de la lógica interna de la Modernidad, de la sociedad occidental, toda ella vinculada históricamente al despliegue de este pensamiento de lo mismo en proceso de reconciliación con lo otro: reducción planificada y a la fuerza de lo otro a lo mismo. Es el principio más auténtico de la racionalidad calculadora occidental y la condición misma del cálculo. Ningún lamento moral puede hacer otra cosa que reforzar este principio, que es a su vez, la forma histórica del pensamiento occidental.
La deconstrucción del sujeto en el pensamiento de Jean Baudrillard
La gestualidad ontológica de la subjetividad es esencialmente de orden retórico. Peter Slorterdijk se refiere a los gestos fundadores del sujeto como gestos de un “renacer o venir al mundo” desde la sustentación, el levantamiento, la promesa y la totalizacón del devenir en el “sí mismo” autogestado y autoproducido, y esto no es sólo válido para todos los idealismos que finalmente ocultan una irreprimible impulsión moral. A partir de aquí, la subjetividad moderna es un proceso de autoproducción emancipadora del propio sujeto.
No hay otra forma de subjetividad humana que no pase por esta gestualidad de la autogestación heroica del “sí mismo”. Occidente ha sido históricamente el lugar donde el hombre ha asumido desde muy temprano esta posición, que debemos identificar con la forma que reviste el pensamiento como metafísica desde los griegos. Sin embargo, sólo a partir de la posición moderna del sujeto frente al objeto, tomada en este sentido, hay que considerar plenamente dispuesta la cuestión que corroe las entrañas más secretas del pensamiento moderno.
Ahora bien, jamás se ha planteado en serio que ésta es una cuestión que quizás no sea resoluble dentro del propio discurso de la filosofía, es decir, que no es una cuestión a la que se deba necesariamente responder filosóficamente. No son pocos los pensadores que han intentado llevar a cabo una agresiva campaña en toda regla contra las pretensiones de la subjetividad moderna como modo de ser exclusivo del hombre occidental: en la partida de nacimiento del sujeto se encuentra también inscrito el movimiento contrario.
Cualquiera que haya sido el campo donde se haya asentado el ataque, lo cierto es que el propio discurso filosófico ha sido una y otra vez desesperadamente el único escenario posible para la discusión. En estas condiciones, todo estaba perdido de antemano, pues dentro de la filosofía es imposible destruir lo que constituye su propio espacio discursivo, y el sujeto casi le es consustancial, ya que, en sentido estricto, puede que no haya otra filosofía que la del sujeto autoconstituyente y autoconstituido. Por tanto, se cae en una trampa perversa siempre que realicemos una tentativa de hablar del sujeto desde un espacio discursivo que le pertenece en toda propiedad.
¿Existe alguna escapatoria para saldar la cuestión sin que el sujeto siga siendo dueño de la situación? La propuesta de Baudrillard, silenciosamente, se ha ido preparando como una salida particularmente inteligente, mucho más astuta que otras que parecían desafiar la implacable dominación contemporánea de todas las problemáticas relacionadas con la subjetividad emancipada del hombre occidental. Baudrillard no ha llevado a cabo una “deconstrucción” ni una genealogía del sujeto en el campo conceptual de la subjetividad filosófica. Su pensamiento es voluntariamente “no-filosófico” y he ahí todo su poder y su capacidad de seducción. Donde habla la filosofía ya constituida, algo muy precioso se pierde irremediablemente, ya que el pensamiento tiene una tendencia pavorosa a dejarse llevar por su propia lógica en atención a la cual suele perder lo principal de vista: el hecho de que no es él lo fundante sino lo fundado.
Por tanto, la ventaja de Baudrillard es haber situado la cuestión del sujeto en un terreno no filosófico, no metafísico, no genealógico, no moral; por el contrario, haber buscado una dimensión diferente sobre la que sustentar otro posible desafío al imperio de la subjetividad moderna: precisamente Baudrillard cuestiona el dominio del sujeto como dominio de lo Mismo sobre un concreto principio de realidad, que es el nuestro y el de nadie más. Esta pretensión del sujeto a construir desde sí mismo todo lo real es el punto nodal contra el que se dirige íntegramente el discurso baudrillardiano. No es en el campo conceptual, histórico, filosófico, donde hay que buscar el debilitamiento de la posición del sujeto sino que hay que ir al propio mundo como construcción del sujeto: un mundo cuyo devenir mismo hace insostenible la posición del sujeto, tomando el concepto de mundo en toda su amplitud, sea metafísica, antropológica, histórica y geográfico-espacial.
Si la posición del sujeto es insostenible y está amenazada de ruina, ello no se debe a una carencia de su propia capacidad de fundamentación del mundo, sino justamente a que el mundo sustentado por el sujeto ya no le responde, tal como se dice de alguien a quien ya no le “responden” sus miembros. La condición para ejercer su dominio incondicionado y extensivo ha sido la de reducir al objeto a la mera pasividad reflexiva, convirtiéndolo en soporte de empresas de poder e instalación del hombre occidental. Si el mundo como lo conocemos ha sido rehecho por el principio autoproductivo de una subjetividad humana emancipada, el devenir actual del mundo hace aparecer lo reprimido, lo censurado, lo fatal: a la autonomía del sujeto, responde el objeto ya no como heteronomía sino como reversión, alteración, indeterminación de la posición dominante.
Esta creciente e irrefrenable autonomía del objeto se manifiesta de múltiples maneras: contragolpes históricos, catástrofes lentas, inversiones de las relaciones, encadenamientos no racionales de procesos, confusiones de causas y efectos, procesos virales, trasparencia y liberación radical del mal, el fin imposible de las cosas que ya no pueden acabar por sí mismas. La rebelión de la naturaleza objetivada y la rebelión de los pueblos a los que el etnocentrismo occidental condena al exterminio, físico y simbólico, son dos de las señales más claras y esperanzadoras de esta rebelión general de lo que ha sido emplazado durante mucho tiempo a la condición de objeto. Sloterdijk habla de una “segunda pasividad” del hombre-sujeto ante el despliegue de movimientos que se escapan al proyecto de la modernidad, los cuales a su vez nos conducen a un fatalismo insoslayable, a una impotencia parecida a la que erróneamente suele atribuírsele al “primitivo” ante la naturaleza.
En las posiciones más avanzadas del pensamiento ya no se puede ocultar por más tiempo la invalidez e incapacitación del sujeto moderno en cualesquiera de sus ámbitos de dominación para alcanzar la sustentación monopolista sobre el mundo, sobre lo real, sobre todo cuanto ha querido convertir en objeto de su manipulación unilateral. Lo que al sujeto se le escapa cada vez más es la relación elemental y ambivalente de reciprocidad simbólica entre el mundo y él mismo, razón por la cual actualmente todos los procesos de desintegración adoptan de manera justa una forma de reversión y de fatalidad. A partir de aquí, habría que eliminar como cortina de humo la conceptualidad filosófica clásica en la que se ha pensado y expresado el sujeto: ése es precisamente su terreno privado, “privatísimo”, aquel espacio donde se siente cómodo hablando como un charlatán de feria sobre sí mismo y sobre sus logros que pretende universales y “objetivos”.
En buena parte, el fracaso relativo de las empresas teóricas de Foucault y Derrida en la deconstrucción o arqueología de la subjetividad moderna del hombre occidental, en las instituciones, el saber, el poder o el lenguaje, se debe a haber asumido hasta cierto punto un compromiso con el lenguaje filosófico del propio sujeto que había que desmontar, convirtiendo el cuestionamiento en una mera operación intelectual dentro de los moldes de un pensamiento histórico-metafísico que aún no logra mantener la distancia respecto del propio sujeto, desde el momento en que el pensador habla el lenguaje del sujeto contra el propio sujeto, enredo que finalmente ha conducido a un callejón sin salida donde el humanismo, banalizado políticamente, vuelve a campar a sus anchas como posición moral irreductible. Los pensadores raramente se plantean que la subjetividad como base de la construcción del mundo no se reduce a algo meramente pensado y conceptualizado, algo que una estrategia discursiva diferente podría desmontar: la subjetividad es un modo de dominación de la realidad según categorías que le permiten al sujeto constituirse íntegramente como tal.
De nuevo, hay que remitirse a Heidegger, en especial al gesto fundamental del “viraje”. La apertura de un horizonte del pensamiento donde el sujeto-hombre es desplazado para ser re-investido de otra relación con el ser: ya no como su “fuente”, sino como su receptáculo, ya no como fundador sino como destinatario, ya no como dueño despótico sino como “pastor”. Este giro es sin duda el que está en la base del despliegue de las empresas más decisivas del pensamiento, cuyo porvenir está ligado a esta renuncia del hombre a la autoconstitución y a la autoproducción.
La peculiar apuesta de Baudrillard por el “objeto”, en todas y cada una de sus figuras (seducción, ilusión vital, devenir, destino, predestinación, metamorfosis, encadenamiento no causal, la nada, el mal, la no intercambiabilidad definitiva entre ser y pensar, y finalmente el intercambio imposible entre pensamiento y mundo) es una versión de esta nueva experiencia del hombre occidental como destinatario del ser. El hecho decisivo es que, en la estructura “real” del mundo tal como lo experimentamos, el objeto ha tomado la iniciativa, lo que finalmente tiene consecuencias de alcance aún incalculables para la desestabilización de la posición precaria del sujeto. El devenir mismo del mundo barre todos estos juegos cansados en los que el sujeto moribundo sigue contándose su heroica historia sólo para conservar de modo reactivo una posición que ya no le corresponde.
El diagnóstico del presente: la “actualidad como último acto”
De entre las muchas “intuiciones” excepcionales que aparecen en todas las obras de Baudrillard, su análisis de la sociedad occidental contemporánea es sin duda el que mejor diagnostica los puntos decisivos de una evolución apenas entrevista. De acuerdo con su tesis central, el cuestionamiento total de la ilusión de realidad que nos envuelve, Baudrillard acostumbra a indicar que la peor trampa que se le tiende hoy a la comprensión del presente, de suponer que pueda y deba hacérsele inteligible en toda la extensión de su múltiple despedazamiento y fragmentación, sigue siendo el análisis convencional en términos de «hechos objetivos» e «ideas» en que aquéllos se reflejen, estas abstracciones puras que captan y subsumen los signos de lo actual bajo categorías anacrónicas que podían funcionar aún en el marco de la ya agotada metafísica de la voluntad y la representación de un sujeto omnipotente y optimista respecto de las posibilidades de ese poder de reducción de la alteridad del mundo.
No estamos entregados, por tanto, a un movimiento, ni siquiera dialéctico, de la voluntad, ni tampoco nuestros análisis responden a la forma de la representación «clásica» (un concepto, una idea, un principio «atrapa» lo real, lo «objetiva» como tal objeto en una determinación exhaustiva de la que se enorgullece el pensamiento racional). Este proceder es posible, es de hecho la forma dominante aún del análisis, pero en cuanto a sus resultados, conocemos bien su completa insignificancia y su profunda complicidad con la lógica del sistema (la reificación de los métodos y conceptos es el propio reflejo de la reificación total de los objetos).
Algo nos dice hace tiempo que el análisis, por ejemplo, en su expresión «moderna» como «crítica de las ideologías» (representaciones falsas, “ilusiones”) carece de toda efectividad, si alguna vez la tuvo, porque ya no estamos en una lógica social de la representación, la de una correspondencia referencial y estructural inteligible entre lo real y el signo, garante a su vez de la correlación entre causa y efecto que sirve de esquema a la «objetividad» del análisis tradicional de todos los fenómenos, según una bien conocida trasposición de las técnicas de explicación inductiva a las «ciencias sociales o humanas».
Esta nueva situación, de consecuencias insospechadas, se encuentra en trance de realización generalizada en todas partes, afecta a la totalidad abstracta del campo conceptual, a la totalidad concreta de la sociedad occidental y a su propio tiempo histórico en tanto que tiempo de la representación de la historia. Con este fin de la voluntad y la representación de un sujeto, de su carácter trascendental respecto del objeto, se entra asimismo en los límites imprecisos de una temporalidad histórica en cuanto ésta se designa por una «comprensión del sentido del ser», que es la específicamente «moderna», la que define todos los procesos de la Modernidad: políticos, sociales o tecnológicos. El hilo conductor de esta comprensión del ser, como caracterizadamente moderna, es la cesión del destino a la mera y simple materialización inercial de la expansión tecnológica, proceso sin finalidad que por sí mismo lleva a cabo la fractura del sentido del tiempo histórico, pues el tiempo apropiado por la tecnología es el tiempo en el que la existencia del hombre se consume sin que éste la toma a su cargo bajo otras figuras del destino.
La nueva coyuntura se caracteriza entonces por rasgos cada vez más patentes que sería fácil enumerar en cuanto simples «efectos visibles» de transformaciones secretas:
1.- La simulación y su relación con las nuevas tecnologías: la declarada manipulación de lo real por los modelos, las programaciones y los signos, es decir, la realidad en cuanto producción de lo real por lo virtual, no siendo la llamada «realidad virtual» más que uno de los punteros de un proceso que se despliega globalmente. En este horizonte, la «verdad» en sentido fuerte, desaparece absorbida íntegramente por la simulación.
2.-El tiempo “real”: la consecuencia de esta virtualización general es la suplantación del tiempo histórico «tridimensional» por el llamado, a su vez, «tiempo real«, tiempo de las pantallas, tiempo de la comunicación, tiempo de la interacción a distancia, tiempo de la información, tiempo absoluto del intercambio abstracto. La disolución del tiempo histórico lleva consigo, como condición previa, la represión de cualquier forma de antagonismo, de dualidad o de conflicto, que pasan también a la dimensión del «tiempo real» y a la virtualidad pura (la negociación, el consenso son formas de un estado virtual de guerra)
3.- El principio de indeterminación e incertidumbre: el creciente dominio del principio de indeterminación e incertidumbre también pasa a los sistemas sociales hiperprogramados: el proceso de masa, la estadística, la «verdad fractal», la intensa simulación sobre todos los referentes perdidos y ahora recuperados en un reciclaje general. La indeterminación se extiende también a los sistemas de valores que caen en una indiferenciación total, resultado de una circulación acelarada que los vuelve equivalentes e intercambiables, sin que la sustitución de unos por otros tenga consecuencias, muy al contrario agrava los efectos perversos de la indeterminación.
4.- El principio de información: la socialidad del contacto y la interconexión que se deriva del dominio de la virtualidad y el tiempo real, formas superficiales pero que reestructuran en profundidad todas las relaciones, reducidas a relaciones de comunicación-información, según la lógica mundial del sistema económico.
Con todos estos «efectos pertinentes», y otros muchos que podrían derivarse de ellos en una larga cadena, se entra silenciosamente en una fase nueva caracterizada, en toda su radicalidad, por la pérdida definitiva de lo real, por la caída en esta dimensión nueva de lo «hiperreal», en la que ya no hay ninguna posibilidad «real» para un análisis que tome como punto de referencia un principio cualquiera de certidumbre y verdad, siendo también altamente improbable que algún «método» funcione, en la justa medida en que ha sido abolida la condición mínima para el desarrollo de un método donde la «objetividad» resplandezca en todo su poder: a saber, la suposición de un orden oculto restituible en su verdad en la medida en que él mismo sea «verdadero». Pero lo que ya no hay es precisamente un principio de identidad, un discurso coherente, una teoría, crítica o no, sobre los hechos y los procesos, no hay nada que pueda imponer su «figura de verdad» a lo que, por sí solo, ya es indiferente a la verdad y a la falsedad, a su condición de «real» o de mero «signo» que oculta la ausencia de lo real.
La esencia de la simulación, según Baudrillard, es exactamente esta anticipación del signo sobre el sentido (precesión del simulacro), en un juego interminable de autorreferencia interna de todos los sistemas, esta manipulación arbitraria y aleatoria que los modelos llevan a cabo sobre lo real, convertido, por ello mismo, en forma residual, en coartada a través de la cual los modelos imponen su figura de verdad-simulacro. Esta situación se extiende ampliamente por todas partes: pasa al orden de la hipótesis y la experimentación científicas, donde hay que jugar con variables no mensurables dentro de «universos paralelos» a los cuales ya sólo se tiene acceso mediante sondeos trucados por el propio aparato experimental; se despliega por todo el campo informativo y comunicacional mediático basado sobre el puro principio de la credibilidad; invade nuestras propias vidas dominadas por las formas masivas de indeterminación (circulación de modas, datos, modelos, estadísticas, opiniones impersonales…). En definitiva, lo que se conoce (se reconozca o no) como crisis de todos los dispositivos de representación se debe a este proceso de inmersión en la simulación, es decir, se debe lisamente a esta pérdida de determinaciones «objetivas» de la realidad, lo que implica que la racionalidad ha triunfado hasta el extremo de poder funcionar sin necesidad de ninguna referencialidad a lo real como «sustancia» última del proceso de abstracción social.
En estas condiciones, la advertencia de Baudrillard consiste en que debemos comenzar por desengañarnos: no puede haber «teoría», al menos no en su sentido tradicional, donde el objeto que se daba a la pura observación pasa a ocultarse y ya sólo aparece bajo la forma de signos múltiples y aberrantes, donde el lenguaje mismo reconoce su impureza, su trucaje, su voluntad de mentir, su carácter puramente formal y operativo donde cualquier «experiencia del ser» o comprensión de su sentido queda sobreseída.
En cualquier acontecimiento del presente, por pequeño y humilde que sea, hay que distinguir varios niveles de análisis muy diferenciados:
1.- Un nivel simbólico, basado en la no equivalencia, en la relación de reciprocidad del dar-devolver aplicado a todos los campos de la existencia, pero más allá de cualquier estimación puramente humana. El orden simbólico es ceremonial, sacrificial y mítico. Actualmente, en las formas en que todavía subsiste, se caracteriza por su frontal oposición a la ley de la equivalencia que rige el mundo. Es la devolución de la deuda cuando ésta es inexpiable. Responde por tanto a lo irreductible, a lo que no se deja convertir en signo de un intercambio cualquiera, ni político, ni moral, ni económico, ni ideológico. Esta excepcionalidad lo convierte por eso mismo en el enemigo de un orden fundado sobre la reducción de todo a la equivalencia calculable, a la previsibilidad absoluta, a la identificación exhaustiva. Moralmente, nos situamos en un mundo de pasiones fuertes: venganza, humillación, soberbia, desmesura. El poder se lanza a la “hybris” cuando ya no dispone de pasiones, sólo tiene grandes medios, pero medios sin fin. La figura de este nivel es la muerte lanzada como reto, como desafío al orden de los valores y las representaciones de la equivalencia. Orden residual en vías de extinción, pero que acumula la máxima potencia de irradiación. El 11 de septiembre lo introduce en la escena llevándolo al paroxismo en la forma del “modelo terrorista”.
2.- Un nivel realista, fundado sobre el intercambio y la equivalencia de iguales, abolido el dar y devolver simbólicos por la mecánica unilateral de la oferta y la demanda desde un sistema de producción regulado y estabilizado ante cualquier crisis. El nivel realista comprende dos tipos evolutivos muy claros:
El orden histórico propiamente dicho: el acontecer es de carácter puramente causal, determinismo puro. La voluntad humana, como audeterminación, sustituye al destino. Secularización, cada vez más perfecta, del cristianismo. El orden histórico puro es progresivo, determinista y se orienta a la realización del Bien y la liquidación de toda negatividad. Dios queda encarnado en la Historia (un Dios puramente moral, expurgado del mal: un Dios bueno por esencia que sabe reconocer a los suyos; pero es sólo una máscara: el “aciago demiurgo” de Cioran, la “parte maldita” de Bataille y “la trasparencia del mal” de Baudrillard siguen afortunadamente rigiendo el mundo).
Sus figuras son la revolución, las luchas sociales, las guerras civiles, las guerras de conquista, el Estado-nación y sus formas extremas y fetichistas (totalitarismo) y el capitalismo de la competencia entre naciones imperialistas. Empieza una horrible homologación de todas las aspiraciones y deseos humanos. En su fase de constitución heroica se presenta como un orden dialéctico donde antagonismos circunscritos son todavía posibles, pero casi siempre funcionan para incrementar la influencia extensiva de la potencia dominante. Orden histórico moderno que va de la revolución francesa a la segunda guerra mundial: sociedad burguesa clásica y tardía.
El orden moral explica el anterior desde la temática edificante de los motivos y las intenciones (sigue al fracaso del orden histórico en tanto que realización de las utopías). La causalidad pura es puesta en cuestión por procesos que cada vez más escapan a la dialéctica. Surge la moralización edificante de la historia como justificación, santificación laica de la conciencia desgarrada: se basa en el arrepentimiento, el blanqueo de la sangre derramada y la expiación fingida. El realismo moral encuentra en la negatividad (enfermedades, hambre, penuria, muerte) su bendición: el duelo tiende ya a la simulación y todo queda impregnado de una confusa sustancia moralizadora en busca de la reparación imposible. El lamento se convierte en regla y toda moralidad se reduce a duelo y luto.
El dolor y el sufrimiento provocados por la “historia” y el progreso se convierten en coartadas para todas las inversiones de valor, pero ahora regresivas. El dolor y el sufrimiento son los nuevos patrones para el intercambio moralizante, al que una realidad íntegramente receptora de ellos no podría hacerse insensible. La utopía es condenada, pero a la vez se instaura la utopía de la esperanza en el vacío; ya no se lucha por el devenir, se busca como mucho acondicionarlo, hacerlo manejable para perpetuar la beatitud doliente de los privilegiados en sus horas reflexivas de ocio. El aire ya es irrespirable. Es el orden inaugurado en el último cuarto del siglo XX. Filosóficamente su avanzadilla fue la Escuela de Frankfurt y sus figuras actuales atraviesan todos los campos devastados del pensamiento autotitulado de “izquierdas”. La conciencia dominante es ahora la decepción. Las apuestas se han cumplido y sólo queda el lamento y el revisionismo generalizado. Se bucea en la historia con máscara antigás: los efluvios de la muerte perturban el sutil sentido del olfato del hombre civilizado.
3.- Un nivel hiperrealista u orden de la simulación: coincide en el tiempo con el anterior, pertenece por derecho propio a la Posmodernidad, lleva a cabo la transición entre el orden histórico-moral del realismo clásico a la figuración. Baudrillard no hace genealogía como su secretamente admirado Foucault, pero podemos presuponer algunos datos. Nuevo orden basado sobre una primera ruptura de la equivalencia generalizada, ahora traspuesta y ampliada a todos los campos de experiencia de un hombre autosacrificado en la experimentación total sobre sí mismo. Surge de la incertidumbre provocada por la generalización del aparato tecnológico que engloba cada vez más prácticas humanas hasta entonces “naturales”. Es la era de la comunicación y de la información de masas, la era del espectáculo y el consumo obligatorio. La escena política y social entra en vías de desaparición. El poder se basa en la disuasión y todo contrapoder tiende espontáneamente hacia el terrorismo.
Todos los acontecimientos, hasta entonces reinscritos en el orden del realismo histórico-moral, empiezan a vagabundear. Los signos, todos los signos culturales, caen en la indiferenciación. La equivalencia, primeramente sólo económica en la fase histórica, ocupa ya todos los fenómenos humanos sin residuo ni restricción. El poder, la moral, el derecho, la ideología, la propia historia devienen duplicados irrisorios de sí mismos, lo que no excluye un nuevo dramatismo: el de la verdad indiscernible, el de los efectos liberados de sus causas, el de los encadenamientos irracionales. Toda interpretación empieza a pisar un terreno resbaladizo. El pensamiento se apoca, ya no es heroico, se vuelve asustadizo y se apoya en valores universales como postulados de salvación. Las pasiones de épocas anteriores pasan a la hibernación. Sólo queda un buen tono cínico, un realismo en retirada, una cultura de la abyección y una sobrepuja de moralismo que ciega las últimas posibilidades de comprensión.
4.- Un orden virtual, que se corresponde con la creciente “mundialización”: la realidad se bloquea por la autonomía de los signos puros liberados a su propia deconstrucción del orden anterior: supresión del contexto; liquidación de las latencias (Sloterdijk). Todo se vuelve fantasmal y precario. “Matrix” entra en acción. La verdad cae en la desmesura. Los medios carecen de fines. La experimentación crea su propio objeto y lo deconstruye. Hay sobreabundancia de todo, y el intercambio, precisamente al llevar la equivalencia hasta sus límites, empieza a volverse imposible. La plétora asfixia a todo el mundo. Vivir y morir se hace imposible, salvo por accidente. Todo queda programado y los acontecimientos, cualesquiera que sean, son suprimidos de antemano. Terrorismo democrático y consensual de la seguridad y la prevención. Es la verdadera “lucha final”.
En este orden virtual se acumulan todas las peripecias de los órdenes anteriores, de manera que un acontecimiento cualquiera, por banal que sea, puede ser interpretado simultáneamente en referencia simbólica, histórica, moral e hiperreal. Ahora bien, el propio orden referencial desaparece: todo lo que seguía existiendo por simulación y precesión de su explicación, es desplazado por unos signos descarnados, autorrefenciales. La conciencia general se mantiene impasible en figuras superadas, el delirio y la ceguera crecen proporcionalmente. La estupidez del cinismo inmanente de la época moderna realiza su concepto y se desconoce a sí misma.