«Pero no quiere la verdad, ¡qué le importa a la mujer la verdad! Desde el comienzo, nada resulta más extraño, repugnante, hostil en la mujer que la verdad -su gran arte es la mentira, su máxima preocupación son la apariencia y la belleza. Confesémoslo, nosotros los varones: nosotros honramos y amamos en la mujer cabalmente ese arte y ese instinto: nosotros, a quienes las cosas nos resultan más difíciles y que con gusto nos juntamos, para nuestro alivio, con seres bajo cuyas manos, miradas y delicadas tonterías, nos parecen casi una tontería nuestra seriedad, nuestra gravedad y profundidad».
NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal
“… en la pared de enfrente cuelga un espejo. ¡Desgraciado espejo que puedes reflejar su imagen pero no a ella misma! Y ni siquiera puedes adueñarte de esa imagen, espejo desdichado, y ocultarla al mundo, sino que la traicionas a todos, como ahora a mí…”
KIERKEGAARD, Diario de un seductor
“Feminidad soñada: la que sólo vive en la mente y en el deseo del hombre. Las mujeres podrán congregarse por millones pero jamás producirán esa imagen que no puede provenir sino de otra parte. Si las mujeres ya no aceptan ser soñadas –incluso en la fantasía de la violencia- perderán hasta su goce y su derecho. El hombre ha pretendido expulsar de su cabeza la influencia de la seducción femenina; el privilegio aterrador del sexo liberado consiste en pretender el monopolio de su propio sexo: “Yo no viviré ya ni siquiera en vuestros sueños.” El hombre debe seguir siendo dueño de la mujer ideal.
BAUDRILLARD, Cool Memories
I
Escenario estático: cama deshecha en el centro, maniquíes y una “esclava” vestida siempre de negro, Marlene que escucha, pero nunca habla. Un teléfono y bebidas en el pequeño bar doméstico. Algunos personajes, mujeres que apenas se mueven, mientras una cámara tan helada como ellas, da vueltas lentas, demoradas, en torno; vista aérea tan frágil y flotante como ellas. Sucesivas, recurrentes conversaciones, en realidad monólogos paralelos o entrecruzados, sobre la vida inacabada, sobre el amor, sobre los hombres. Pero nadie espera respuesta a su demanda enmudecida de amor. Algunas mujeres, Sidonie y Karin, saben lo que quieren, pero sólo tienen lo que pueden.
Petra no, Petra, a sus treinta y cinco años, está cansada de buscarse en los otros, y en ella misma el amor está maduro para darse y para perderse: pide demasiado, los otros están demasiado conformes. Su demanda de amor egoísta la deteriora tanto más que las supuestas agresiones exteriores de la vida. Karin, la pequeña puta vulgar, la quiere a su modo. Petra pide demasiado, su posesión es inacabable, los hombres, esos estúpidos y engreídos. Ausencia de hombres. Las mujeres, pálidas, manchas delgadas que palidecen, mientras se trasforman en objetos de deseo para sí mismas: en los gestos exentos, en las frases suspendidas, en los dolores incompartibles, aislados y deseantes maniquíes.
Así: desdramatizar entonces la pasión en la fría atmósfera sin movimiento de un estudio sin luz, cuando los rostros rehechos son máscaras, y máscaras intercambiadas como las frustraciones sexuales o afectivas y la humillación, tan sabia que olvida su fuente y se traduce en reproche al eterno hombre. Así también, lúcido Fassbinder: esa sociedad que “libera” a la mujer, la hunde en la libertad de elegir su vida sentimental; y tras el éxito profesional, el fracaso de las pasiones, vieja polaridad burguesa.
Pero aquí hay otra verdad, más dura de aceptar: la gran oquedad interior de la mujer-amante-amada sin entrega posible, sin reversión de afecto, desilusionada definitiva del hombre. La homosexualidad femenina (y la masculina) es una prolongación del dolor y de la explotación, porque los papeles fundamentales no cambian, porque las fórmulas de acogimiento y despojamiento en el amor son las mismas (Fassbinder, “Las amargas lágrimas de Petra von Kant”).
II
La película de Losey, “Eva”, a nosotros, los hombres, nos deja en el aire respecto a la posición que ocupamos frente a las mujeres: si hay una teoría de la seducción implícita en la película, ésta no puede ser más desfavorable para nosotros. Esta mujer es un valor opaco, ni puede ser comprado ni poseído, aunque se ofrezca a todos y a ninguno.
El acierto del planteamiento argumental, reforzado por las actitudes desganadas y apáticas de una Jeanne Moreau resplandeciente, reside en la demostración de la impasibilidad fría y calculada, que apenas habla, que apenas tiene nada que expresar sino su falta de expresión, cuyo único encanto está precisamente en ese frío mutismo que congela a los hombres, a los que sólo utiliza como instrumentos, a veces víctimas (pero únicamente los que se enamoran o eso creen), de un odio y un desprecio hieráticos, también fríos, sobre todo cuando se convierten en juguetes de su voluntad.
La desnudez de Eva es una desnudez moral y psicológica, no una indefensión y una carencia, sino justo lo contrario: detrás de esa desnudez metafórica no hay ningún misterio, ninguna ingenuidad, ninguna pureza, sólo la blancura inerte de la vida holgada de la “mantenida” (y ahí hay el retrato de una clase social, de una moral del hedonismo más trivial) por el marido ausente y los eventuales amantes que ella utiliza sin más razón que tal vez la de una sutil venganza inconsciente dirigida a todos los hombres, a los hombres como género.
Todo este mecanismo psicológico está reforzado siempre por la desdramatización que insinúa el clima musical y los móviles enfoques de cámara, por la inexpresividad del rostro de Eva, nunca mostrado en un primer plano, y el propio rostro anguloso y rígido de Stanley Baker. Porque se trata, sin duda, de trasmitir una determinada sensación, una atmósfera: en ningún momento, en estas relaciones personales hay ternura o demostración de afecto alguno: todo se presenta con una austeridad emocional que es el reflejo directo de la mirada conductista, bastante severa, de Losey, evidente cuando, por ejemplo, se deleita en los movimientos narcisistas del rostro y el cuerpo de Eva (pero el narcisismo de Eva es la más fría e indiferente de sus actitudes, por paradójico que parezca).
La consigna de Losey es no “melodramatizar” nada: entre los personajes, el impostor grotesco, Tyvian Jones y la “mantenida” Eva Olivieri, no hay ningún lazo, él ha sido seducido, ante todo porque es un inconstante, un alcohólico, un arribista y un tramposo, es decir, es seducible, miserablemente, porque carece de centro, de voluntad, de personalidad. Desde ese momento tiene que empezar una endiablada carrera hacia la humillación y el sometimiento, hacia el despojamiento total con que acaba la historia.
Sólo observada desde esta perspectiva, esa intensísima voluntad de desdramatización constituye la forma y el contenido mismo de la película, es decir, la búsqueda consciente y deliberada, por parte del director, de una visión desmitificadora (todo lo hiriente y antirromántica que se quiera, en el sentido más convencional) de los “encantos” y “misterios” de la mujer “literaria”, dentro de una determinada tradición cultural que ha falsificado a la mujer “real” para sustituirla por su doble inaprehensible.
La propia construcción formal de la película acuerda con este significado: predominio de las escenas amplias, impersonales; elipsis temporales frecuentes, donde la evolución de los personajes se da por conocida y sólo se muestran los efectos de los comportamientos, no sus causas; poco interés por contarnos los antecedentes de los personajes, su interioridad, etc; la absoluta dureza de unos rostros impasibles que no expresan jamás deseo ni entusiasmo. Esa es la forma vacía de la seducción, cuando nadie cree en el amor, porque éste es tan sólo un valor social muerto, anacrónico.
III
Cuanto más se aprecia a la mujer, tanto más procura uno mantenerse alejado de su trato. Quizás porque con el trato se acaba perdiendo toda noción de la distancia necesaria para mantener la objetividad del aprecio. Hoy, la horizontalidad de la experiencia remite casi siempre a la pérdida del juego, de la dignidad esencial con que se presenta la alteridad: vivimos una enfadosa continuidad horizontal sin distinciones donde resulta embarazoso mantener la distancia, devorada por lo cotidiano y por lo lisamente real de los encuentros sin promesa, puro desencanto de la alteridad improbable.
En cuanto a la mujer, la igualdad banal con que aspira a realizar los «papeles» masculinos sólo puede producir un ahondamiento de esta apatía mutua que se palpa en cada aproximación de los sexos. El «infierno de lo mismo» (Baudrillard) en que se ha convertido esta sociedad no tarda en producir estragos: cuando las mujeres están cerca, demasiado cerca, se acaba por ignorarlas, dejan de ser «animales raros» y se convierten en animales domésticos, hundidos, por ejemplo, en la trivialidad del trabajo. Y esta pérdida no la compensa ningún nuevo encanto, ninguna otra forma más viva de relación. Es la ambigüedad de un doble papel que, sin embargo, no crea nuevas máscaras, se limita a hacer caer hasta las últimas máscaras de la mujer.
El fin del secreto de la alteridad femenina (¿cómo goza una mujer?, ¿qué siente, qué opina?, ¿por qué esta absurda disponibilidad aparente de cuerpos rehechos según modelos casi caricaturescos, de una belleza vacía, producto del simulacro y del diseño?) pone al descubierto que no hay tal secreto, que éste tal vez fue siempre nada más que una trampa tendida por el imaginario del hombre, pero hoy sabemos que sin tal imaginario puede existir deseo, de pobre energía, deseo pero no seducción fundamental, ahogada como está por una convivialidad neutra en la que ya no sobrevive apenas el otro como campo de juego, donde todo movimiento del “alma” ha sido rebajado al nivel de los afectos casi contractuales, al menos implícitamente.
Todo este proceso de «nivelación», cuyos resultados conocemos bien hoy, aunque se anunciaran en el siglo XIX, como otros procesos semejantes característicos de la Modernidad, sólo podía desembocar en el «desencantamiento» y la «aburrificación« de la mujer, como detectaba ya Nietzsche, es decir, la pérdida sin compensación de una «naturaleza» que nada tiene que ver con la reivindicación «obscena» de la «mujer en sí» y sí mucho con la ausencia de identidad «fuerte», pues la búsqueda de la identidad es la forma más insidiosa de la asimilación de lo otro por lo mismo.
Pues bien, ésta es la situación que nos arrastra en su delirio de nivelación a la fuerza, nada se opone a que «lo eternamente aburrido» se convierta en el leit motiv de una sociabilidad blanda, feminizada, que juega con los signos vacíos de una feminidad desencantada, ni verdadera ni falsa, abstracta y desencarnada, disolución de lo femenino en la apariencia superflua de una seducción impotente, mediatizada por una imagen sin ilusión. Hace su aparición la mujer-simulacro, cuya esencia desdoblada en sujeto y objeto mantiene vivos todos los discursos de la liberación bajo el dominio de una exigencia también doble: libertad e identidad, valores débiles frente a la objetivación simultánea de la mujer como caricatura del valor de cambio, sexual, comercial.
Metáfora irrisoria de todos los deseos artificialmente mantenidos como señuelo de la demanda, símbolo de una cultura vacía de la trasparencia. Esta simultaneidad de los dos valores, moral y político de un lado, puramente económico y libidinal por otro, dice la verdad del devenir-liberada de la mujer occidental: su degradación en todas las formas de la obscenidad como valor-signo y forma vacía de la representación del deseo es contemporánea, y aquí existe una secreta paradoja, para muchos inexplicable, de la adquisición de derechos iguales, de la nivelación de estatus.
La igualdad democrática por abajo siempre deja huérfanos de singularidad a aquéllos que, en lo sucesivo, ya sólo podrán buscar una identidad de sustitución respecto de la singularidad perdida. Las mujeres se encuentran, por el solo hecho de ser mujeres, en esta situación de esquizofrenia, de desdoblamiento patético, lo que casi asumen como un destino. No hay ninguna contradicción entre la «mujer como dependiente de comercio» y la mujer como objeto pornográfico: ambas imágenes pertenecen a la mujer-simulacro, son corresponsables de la violencia que se ha ejercido sobre la mujer para «integrarla» en el orden de la producción y el consumo de masas. Desgraciadamente, la mujer asumió este destino de diseño y lo ha erigido en su marca de identidad o en su demonio, da igual, pues a fin de cuentas, la «libertad» siempre juega malas pasadas: hace de los liberados sujetos y objetos a un mismo tiempo en una «dialéctica» inextricable, donde lo único que sucede siempre es la reconciliación de los despojos del uno y del otro.
En «La ciudad de las mujeres» (1.980), Fellini, en un tono acre y sarcástico, presenta este conflicto entre la mujer-sujeto y la mujer-objeto: el final del «eterno femenino» es el final también de lo «eterno masculino», aunque tras este doble final tragicómico no aparece ninguna regla nueva de juego en la relación dual entre los sexos, tan sólo la perplejidad del hombre que no entiende nada del «asunto». En el fondo, la película parece decirnos que hay un terrorismo secreto en esta nueva figuración donde cada cual está obligado a presentar sus credenciales de identidad, confrontado a la vez con la imagen degradada del otro sexo y sin poder encontrar una verdadera alteridad que no esté ya caducada en papeles superados. El tipo de mujer «virilizado» es monstruoso y obsceno como caricaturesco es el tipo «masculinizado» de hombre, pero el primero tiene todo el aspecto de un «fórceps» mental para un sexo desaparecido en lo mismo de una identidad rechazada, la de la mujer-mujer, es decir, el imaginario de un hombre despojado del ideal ambivalente que se creó de la mujer.
Hoy lo único que queda es el juego puramente formal de la diferencia sexual y su panoplia grotesca de un «quantum» también diferencial de goce: cualquier otro nivel de aproximación entre los sexos es superfluo, «el resto es literatura» (Baudrillard). El tiempo de los signos más complejos y ricos de la dualidad hombre-mujer ha pasado a mejor vida: todo ritual, toda seducción, toda coquetería espiritual (todavía como la describía Simmel a principios del siglo XX), todo encantamiento o fascinación han desaparecido bajo el peso de la literalidad de los afectos «expresivos», bajo la obscenidad de la confrontación de superficies niveladas, bajo el maquillaje de la convivencia sin secreto en una tumultuosa equivalencia de todas las diferencias muertas: sin pudor, sin reserva, la mujer ya no tiene secretos ni los desea, se encuentra «realizada» (es decir, producida y reproducida como “real”, cuando la verdadera mujer, desde luego, no pertenece en ninguna manera al orden de lo meramente real): perfectamente desilusionada con respecto a sí misma, aunque todavía tardará tiempo en averiguarlo, en descubrir la pérdida del otro, la pérdida del hombre y su sustitución por seres vacuamente domesticados como compañeros de no importa qué. La mujer todavía no ha descubierto lo más doloroso de su “condición”.