EL INTEGRISMO OCCIDENTAL

“Como observó Madame de Remusat, “uno de los grandes fallos del espíritu de Napoleón era confundir a todos los hombres nivelándolos en su opinión y no llegar a creer en las diferencias que los usos y las costumbres aportan a los caracteres”. No podía entenderlas porque él mismo era la expansión de algo que, a partir de entonces, jamás cesaría de extender, su imborrable pintura sobre la tierra. El Pobre que quiere seguir siéndolo, el Pobre que sólo quiere seguir existiendo, que ama más su tierra que el desarrollo de su tierra, el “mendigo ingrato” que insulta la mano dispuesta a dar la moneda, son el escándalo, el obstáculo (para Napoleón, para el mundo que le ha sucedido); son la imagen más insolente de la resistencia del material (y por tanto del “material humano”, que ahora es el objeto por excelencia), de la opacidad, de la impenetrabilidad, el anuncio de la feroz revuelta de la tierra contra su apresurado e impaciente agrimensor”

Roberto Calasso

El enemigo interior

El último informe de Amnistía Internacional para el año 2.002 muestra a las claras un proceso de profundización en las tendencias inmediatamente posteriores al 11 de septiembre. No lo necesitábamos para entender: sólo hurgando un poco en el discurso apenas sutilmente desvergonzado de las clases políticas occidentales ya hubiéramos sospechado que a todos los poderes se les ofrecía en bandeja de plata la oportunidad para entrar a formar parte en lo mundial sin ningún tipo de escrúpulos ni cortapisas moralizantes.

Al parecer, ni siquiera suavizando los datos ha sido posible dejar de reconocer el efecto generalizado sobre diversos países de la corriente represiva y arbitraria que desencadenaron los atentados, y que para Occidente tiene ya como emblemas más aparente verdaderas piedras preciosas del cinismo del poder llevado a sus extremos más exquisitos: dos acciones “técnico-humanitarias”, de carácter evidentemente terapéutico (Afganistán, Iraq), el encierro simbólico de los 600 presos de Guántánamo, el salto por encima de cualquier legalidad, el “besa la mano” de los gobiernos europeos a Putin por la resolución de la toma de rehenes del teatro de Moscú,  por no mencionar muchísimas otras “incidencias” menores.

La corriente represiva, adoptando gran variedad de máscaras, coartadas y subterfugios, no ha hecho más que consolidarse y en estas condiciones lo mundial aparece con un nuevo rostro: el de la federación inequívoca y la colaboración abierta de todos los poderes en sus respectivas luchas contra los enemigos interiores. Porque, a decir verdad, lo que busca la llamada “lucha contra el terror” a escala mundial es conseguir la eliminación de los “elementos” internos que constituyen un obstáculo para la consolidación en el poder de todas las elites mundializadas, que esencialmente comparten los mismos intereses, en especial, el interés de conservar el poder contra sus propias poblaciones.

Todos los poderes, en una secreta complicidad, que es la que verdaderamente define lo mundial en su nivel más alto, se han dispuesto rápidamente para el gran ajuste de cuentas (un ajuste a la vez técnico de las libertades pero esto no debe notarse) contra sus disidentes, sus minorías, sus guerrillas, sus partidos de oposición o sus “revolucionarios”, en fin, contra sus “terroristas”. La “lucha contra el terror” constituye una especie de “reactivo” mediante el cual el sistema puede disolver todas las dudosas combinaciones químicas o resistencias que habían empezado a aparecer en el proceso de la mundialización.

En Europa, destaca la dirección precisa de todo el proceso; por supuesto, también se trata de mantener bajo control al “enemigo interior”, aquí el objetivo está muy claro, basta leer las noticias, comprender el trasfondo de las ideas que circulan, avistar cierto panorama intelectual, escuchar la ambivalencia cada vez menor de los políticos en este asunto. Nuestra particular “lucha contra el terror” tiene unas metas prefijadas de antemano, aunque públicamente no sea de buen gusto referirse a ellas: el trabajo represivo está perfectamente racionalizado y se desarrolla en un territorio aséptico y silencioso, sin conmociones ni aspavientos.

¿Quién es entonces nuestro enigmático e invisible “enemigo interior”? Las minorías culturales que no se dejan asimilar y que por tanto son potencialmente peligrosas respecto de los planes de homogeización étnica y cultural de la Unión Europea. Los libros de Sartori, Azurmendi y otros muchos llevan a la reflexión higienizada lo que las policías y los jueces hacen todos los días en los trámites burocráticos de la detención y la expulsión de “extra-comunitarios” indeseables. Nuestro trabajo, dividido en tareas específicas (intelectuales reflexivos, tribunales, policías, políticos, funcionarios de Bruselas, medios de comunicación), se encamina a la represión preventiva de las minorías islámicas en el campo de la Unión Europea.

Ahora bien, el trabajo debe llevarse a cabo sin levantar suspicacias “democráticas”, dentro del orden liberal y humanista: nada de patetismo sangriento a lo Milosevic o lo Sharon, ni tampoco operativo putinesco libremente desplegado. La cosa operativa debe ser racional, consensuada y sobre todo tácita. Debe hacerse, cómo no, en nombre de las libertades individuales, el pluralismo, la buena convivencia y el universalismo de los valores.

Apenas un mes después del final de la guerra de Iraq, en mayo del 2003, cinco ministros de Interior se reunieron para declarar solemnemente un nuevo principio, hasta ahora privilegio secreto de la operatividad discrecional característica de la policía: se ha encontrado finalmente la identidad profunda entre terrorismo e inmigración, mediante el trampolín de las mafias que “trafican con personas”. Lo que habría sido imposible sin el 11 de septiembre, se hace perfectamente llevadero, creíble y normativo después del 11 de septiembre.

El cordón sanitario de Europa pasa a tener su propio lenguaje articulado (incluso un lenguaje intelectualmente “honesto”, dentro de los límites de nuestro avieso cinismo organizado) y todo lo que se encontraba aún relativamente censurado, alojado en algún inconsciente mudo de masas, pasa ahora a expresarse libremente y dicta las leyes: lo no dicho es ahora la letra bien visible de nuestras leyes y nuestras prácticas.

¿Exageración? Apenas, porque lo peor siempre es posible y está por llegar. Se pueden citar gran número de hechos que apenas han sido difundidos, pero que constituyen el núcleo caliente de todo este asunto, precisamente por lo tácito de su ejecución. Unos son coyunturales y descaradamente oportunistas; otros exhiben las verdaderas tendencias del conjunto de la Unión Europea.

En enero de este año 2003 tuvo lugar el asalto a una mezquita en Reino Unido al estilo “Rambo”: escenografía de helicópteros, grupos de asalto, explosiones, puertas derribadas, gente esposada. Se produjeron protestas de la comunidad islámica, que se siente ultrajada (El País, 22/1/03). Un calculado ejercicio de la violencia no ultraja a nadie, no seamos hipersensibles. Se consigue la expulsión de un “predicador” peligroso (Abu Hamza). También en Reino Unido, 7 detenidos por tenencia de agentes tóxicos relacionados con la ricina (enero 2003). Se piensa que podrían haber atentado contra el personal de una base militar norteamericana, envenenando la comida. Más tarde, las redadas han continuado con otros tantos detenidos por presuntas conexiones con los anteriores. Secretismo oficial e informativo. En febrero, se produjo el cierre durante varios días del aeropuerto de Heathrow, en Londres, al descubrirse que un pasajero venezolano llevaba una granada escondida en su equipaje. Más detenidos. Tropas y tanques toman posiciones en torno al aeropuerto

La suspensión de asociaciones islámicas en Alemania es una práctica preventiva común, pese a que la comunidad turca mayoritaria nunca ha conocido el “islamismo” radical: son presentadas como asociaciones “extremistas” que reclutan miembros en la universidad, sobre todo en las facultades politécnicas (entorno en el que se formaron los miembros principales de la célula de Mohamed Atta, en Hamburgo). En Holanda, en una ciudad con numerosa población inmigrante ocurrió en noviembre de 2002 la muerte de un inmigrante marroquí a manos de la policía en una barriada de inmigrantes, lo que provoca un violento enfrentamiento entre los vecinos naturales, los propios inmigrantes, y la policía. Casos como éstos son frecuentes en todas partes.

Francia es el país europeo más avanzado y experimentado en estas tareas de control de minorías mediante el antiterrorismo como coartada, y sin duda será el prototipo en el tratamiento del enemigo interior. Por ejemplo, allí el control institucional sobre la enseñanza religiosa está muy desarrollado: las organizaciones “representativas” de los creyentes están naturalmente puestas bajo tutela directa del Ministerio del Interior. Sarkozy, de origen húngaro, se parece un tanto a Drácula, tal como nos lo imaginamos: cara de vampiro, rostro chupado, ojos inyectados en sangre, palidez cadavérica. Como en todas partes las redadas de indocumentados, las expulsiones sigilosas son constantes. En caso de duda, aplíquense las consignas del “Libro verde” sobre inmigración de la Unión Europea.

Siempre en Francia, son frecuentes las agresiones violentas contra inmigrantes magrebíes: en la primavera del 2002 una joven magrebí fue quemada viva; en otros casos, el uso de armas de fuego contra inmigrantes es normal. Las “vendettas” entre nativos e inmigrados forman parte de la crónica periodística francesa. La tácita incitación al odio racial y religiosa (figura jurídica objeto de “severa penalización”) está muy extendida entre los intelectuales de todas las tendencias.

Houellebecq, padre de una renacido nihilismo combativo en la ficción literaria, ya ha condenado benévolamente a la desaparición al Islam y se entusiasma por ello. Con lo que su última novela “Plataforma” consigue un buen número de ventas (oportunas declaraciones a la prensa pocos días antes del 11 de septiembre). Asimismo, Guillaume Faye, antiguo teórico ingenioso y brillante de la “Nueva Derecha”, fue procesado por su libro “La contracolonización de Europa”, al sostener tesis sobre la inmigración demasiado explícitas, pero que con otro lenguaje (el liberal, constitucional y moral de los valores éticos universales) comparten casi todos los social-liberales europeos en el poder.

Glucksman, como Henri-Levy firme representante del “lobby” intelectual americano-sionista, publica un libro, “Dostoievski en Manhattan”, donde teoriza el carácter básicamente “nihilista” del terrorismo islámico. La tesis tiene éxito: da cuenta de la creatividad y el ingenio de la intelectualidad occidental. Ahora ya tienen los intelectuales algo a lo que aferrarse elegantemente para hablar sobre el terrorismo en sus conferencias y en sus artículos atribulados. Más vale un concepto por eyaculación precoz que ninguno

En España, el trabajo de aprendizaje de nuestras clases políticas ha sido rápido y eficaz: antes de llegar a la situación francesa y en buena parte gracias a la pedagogía de la misma, nos hemos concienciado de los peligros del “enemigo interior”. Aquí la lucha antiterrorista puede desplegarse sin obstáculos. En España, han sido detenidas desde octubre del 2001 unas 40 personas relacionadas con actividades terroristas, de información y apoyo, sobre todo, la mayor parte en los meses posteriores al 11 de septiembre, aunque algunos dirigentes destacados ya eran vigilados desde hacía años, sobre todo los del entorno de mezquitas con predicadores “radicales”.

En enero tuvo lugar la detención de 16 miembros (argelinos en su mayor parte) de una célula vinculada a Al Qaeda en Tarragona (24/1/03). Fue noticia en TV, en el momento en que se discutía la oportunidad de la “colaboración” española con los norteamericanos en la posible guerra de Iraq. No se encuentra ningún indicio contra los inculpados; el juez correspondiente pide su liberación, lo que molesta a la policía. Por tanto, la decisión se aplaza a fin de “encontrar” las debidas pruebas inculpatorias, que serán sin duda encontradas gracias a la ayuda de los aparatos técnicos norteamericanos (se piden a los americanos reactivos químicos para comprobar la naturaleza de la sustancia incautada). La tenencia de detergente y mandos a distancia de la tele es una poderosa prueba de cargo. Finalmente, se comprueba que las sustancias incautadas eran inocuas (26/2/03). Los detenidos son puestos en libertad tres meses después sin cargos.

Nuevas detenciones el 8/3/03: cuatro españoles y un paquistaní acusados de realizar operaciones encubiertas de financiación de grupos terroristas. Algunos de ellos puestos en libertad sin cargos ya han solicitado a sus abogados que interpongan una demanda por tratos vejatorios, entre los que se indican interrogatorios con los ojos vendados y condiciones “inhumanas” en calabozos fríos y húmedos (14/3/03). Los españoles detenidos tienen el raro privilegio de ser sometidos a las condiciones que los presuntos terroristas extranjeros no tendrán oportunidad siquiera de denunciar.

En Italia, donde Berlusconi no oculta su animadversión al Islam, las tareas represivas han sido bastante intensas en estos meses últimos: se llevó a cabo la detención en Italia de 28 paquistaníes, en una operación rutinaria contra los inmigrantes ilegales. Al parecer, estaban en posesión de una pequeña cantidad de explosivo (dinamita, 300 gramos), con identidades falsas, y pretendían atentar contra una base militar norteamericana, cerca de Nápoles. En Italia han sido detenidos en el último año 141 personas, de las cuales la mayor parte han sido puestas en libertad sin cargos. También han sido detenidos 4 marroquíes en Italia: acusados de tenencia de un kilo de explosivo plástico.

Paradójicamente, son los tres principales estados europeos aliados de los norteamericanos en la campaña contra Iraq (España, Reino Unido e Italia) los que más se han esforzado en la lucha terrorista en estos últimos meses, y en todos los casos no se han comprobado verdaderos indicios de terrorismo. El trabajo policial en Francia y Alemania es mucho más de fondo, de largo aliento y penetración en las comunidades extrañas, con el fin de vigilarlas u organizarlas desde arriba. Los franceses y los alemanes son más racionales, se dejan llevar menos por el efectismo sobre masas ausentes. Son el modelo que debe seguirse. Juegan con el largo plazo y lo saben.

«El caballero inexistente»

En otra línea, la de la identidad de un conjunto excluyente de naciones coaligadas sin identidad colectiva real, nos encontramos con el mismo “problema”: la obligación de definirse frente a un “enemigo interior”. La extremada flacidez de la Europa actual ha quedado en evidencia, una vez más, en las reacciones “polémicas” ante la candidatura de ingreso de Turquía en el “club” selecto de los dueños del embrollo institucional que es la Unión Europea.

En efecto, todos somos conscientes de que resulta muy difícil convertir esta risible parodia operativa que es la Europa actual en un organismo supranacional dotado de alguna identidad sólida que se baste a sí misma, y desde luego el proyecto de Constitución europea no contradice esta situación de desamparo sino que la confirma. La publicidad, las marcas, la mercadotecnia, todo eso está muy bien, pero no sirve para crear una identidad “cultural” que oponer a otras. Ni siquiera sabemos cuál debería ser la “lengua franca” europea, ¿cómo íbamos a saber cuál debiera ser nuestra identidad común dentro de un tinglado comercial semejante? El esperanto, como lengua de intercambio, sería una buena elección, ya que traduce exactamente el carácter artificioso y desarraigado de todo el proyecto “europeísta”, así como certifica la propia nulidad del intercambio.

Todo el mundo, sacudido de repente por esta carencia de identidad, se pone a buscarse una, ante la amenaza de ingreso de un país islámico que, por su parte, ya tiene una identidad y no necesita otra de sustitución, como nos ocurre infelizmente a nosotros. Por eso no debe asombrar que toda la estrategia europea y occidental se dirija a erradicar cualquier forma de identidad, de alteridad, de especificidad: así por lo menos todo queda nivelado y puesto a nuestra misma altura.

Así por lo menos no se nota mucho la carencia virtual de toda definición. A los americanos les basta con mover a sus peones de vez en cuando para suscitar entre sus socios europeos inefables delirios de grandeza y expansión que traumatizan seriamente las veleidades de unidad, identidad y proyecto común. Sin quererlo, la estrategia de los norteamericanos contra la “casa común europea”, pone de manifiesto muchas más lagunas de las que tiene por objetivo promover su programa de desestabilización.

Desde ahora habrá que ponerse a buscar en los vertederos de la historia y de la cultura europeas para descubrir quizás algún material para el reciclaje que nos espera: nos toparemos, al otro lado de la Ilustración, con nuestra profunda e inconmovible “identidad cristiana”, y podremos servirnos de esta herencia como de una identidad “lista para llevar”. Todo vale cuando todo falta. La derecha y la izquierda viven de esta fastidiosa equivalencia, se alimentan de esta miseria que ellas mismas encarnan.

Lo más conmovedor de todo es que tenemos un problema no tanto con la identidad misma, perdida de vista ya para siempre, como con la producción de los signos de la identidad, cuya demanda crece sin cesar a medida que se aleja de nosotros: es decir, al no disponer de una, sólo podemos producir sus signos, y como ocurre con la perversidad intrínseca a todos los signos, es inútil intentar discriminarlos en categorías de valor y jerarquías históricas, ya que la función primordial de los signos es suprimir de golpe el carácter problemático de la realidad, anular cualquier diferenciación semejante entre lo real y lo que lo sustituye subrepticiamente como signo, más allá de toda referencia realista a su origen y su sustrato.

Con la identidad, que todo el mundo reivindica a despecho de la desecación total de sus fuentes, convertidas más bien en fosas sépticas, pasa como con la Historia: a falta de una y otra, la farsa debe continuar su curso, a fuerza de inflar réplicas y referentes deprimidos. Cristianismo, laicismo: ¡menuda lucha! Al paso que nos marcan, pronto estaremos discutiendo sobre las guerras de religión del siglo XVI: este “retroceso” a tan achacosas herencias es una victoria simbólica más para apuntar en el haber estratégico del Islam como fuente de desestabilización del inconsciente occidental.

Pero la bufonada de la identidad es todavía menos creíble que la otra, la histórica. Cuando la falsa nostalgia se convierte en impostura es el momento del ensayo general, y entonces aparecen en el escenario todos los mediocres figurantes, todos los que tienen por misión sobreactuar y declamar. Sobre la escena de la identidad, “conservadores” y “progresistas” emiten los mismos gruñidos de una jerga ininteligible para un “diálogo” que ni ellos mismos entienden.

He ahí el problema que se nos arroja encima y que quisiéramos sacudirnos: hay que tener una identidad y nosotros no tenemos nada parecido a lo que echar mano, y lo peor de todo, ya es demasiado tarde para inventarse alguna. Con toda certeza, el material de reciclaje escasea, hay que reconocer francamente que los conceptos para el embalaje de que disponemos ya no son operativos: han caído en desuso al tiempo que los perdíamos. No podemos apelar a ninguna instancia para que nos justifique ni ante nosotros mismos ni ante los otros.

La exhortación ritual, y en el fondo disuasiva, a las “libertades” de que gozamos, no se apoya realmente en nada verosímil, pues precisamente la libertad política es lo que ha sido devorado y digerido hace tiempo por la lógica universal del mercado, a la que corresponde la liberación de costumbres y un código de control basado sobre la equivalencia general de todos los signos. De ahí es muy difícil extraer los contenidos de una identidad, pues esta lógica las asume todas para volverlas indiferentes, trasparentes unas a otras (opera lo que podríamos llamar una verdadera “reducción antropológica”)

Ciertamente, no somos cristianos, dejamos de serlo hace mucho tiempo, y del cristianismo sólo nos queda la estructura osificada del universalismo secular y laico; tampoco somos ya nacionalistas, pues no hay “nación” que construir cuyo destino sea convertirse en “sujeto de una historia” por hacer desde el “genio” de una colectividad diferenciada (no tenemos tal cosa entre nosotros); desde luego tampoco depositamos ya ninguna confianza en utopías de ningún género, salvo la del liberalismo total, con su corte burlona de liberaciones en el vacío; pero al mismo tiempo no creemos en el Estado y lo soportamos mal,  ya que cada vez existe menos a medida que se extiende esta sociedad protuberante tan parecida a unas glándulas mamarias hinchadas.

Incluso somos precavidamente imperialistas, compañeros y cómplices a regañadientes de las aventuras norteamericanas (pero sobre todo de sus inhibiciones estratégicas), siempre con mala conciencia y una siniestra hipocresía colectiva, de vez en cuando empañada por actos de violencia xenófoba y dudosas campañas bélicas, en medio de un océano de exclusión social que no hace más que crecer. En  resumen, sólo nos quedan pedazos de estructuras córneas, queratinizadas, nada dúctiles y complacientes, como exige la época. El pasado está muy lejos, el futuro no tendrá tiempo de alcanzarnos. Así pues, nos instalaremos con bondadosa sensatez en los “días de un pasado futuro”, que ya están aquí. Por eso, el acceso de Turquía al club plantea serias dificultades de definición para las elites europeas.

En fin, no puede suceder que una país, además islámico, lo que por supuesto para nosotros es sinónimo de “medieval”, aun envuelto en el apropiado proceso de “desislamización” desde hace décadas, forme parte del club y tenga una identidad fuerte e incontestable, mientras nosotros, los “verdaderos” europeos, los de “pura cepa”, no podemos presentar las credenciales oficiales de ninguna identidad reconocible como tal. Nos encontraríamos así en una seria situación de inferioridad. Nosotros, los “nudistas” de la historia, nos podemos vanagloriar legítimamente de muchas cosas, pero desde luego no de disponer de una salvaguardia identificativa contra las eventualidades de la mundialización que hemos puesto en marcha contra nosotros mismos, después de dirigirla por control remoto contra los otros.

Ahí se da una diferencia cualitativa que evidentemente nos sonroja y avergüenza, y que hay que remediar rápidamente, o corremos el riesgo de vernos obligados a reconocer este déficit de identidad como una mancha que nos perjudicaría en nuestras relaciones de prevalencia y hegemonía moral sobre las demás sociedades, que podrían adivinar, tras los signos de la riqueza que exhibimos y el desahogo material que nos caracteriza, la penuria simbólica de nuestra identidad malograda. Sólo tenemos un “modo de vida” y sólo uno, del que nos costaría grandes esfuerzos sentirnos orgullosos, pero no podemos ser tan groseros como para definirnos solamente por él: escarneceríamos nuestro sentido histórico de ser la personificación de “valores superiores”.

Nuestro propio “modo de vida” real niega semejante estimación llena de fatuidad. Entonces pareceríamos americanos, y esto nos disgusta, porque sabemos firmemente que ahí no hay ninguna dignidad que permita suponer una superioridad moral a la que inconfesablemente aspiramos desde siempre, como descendientes virtuosos que somos del cristianismo y la Ilustración, nada menos (somos nosotros los que obligamos a los imanes importados a tomar lecciones de constitución, derechos humanos y demás, ¿qué sucedería si las relaciones funcionasen a la inversa?).

En este contexto general de desculturación avanzada, es lógico que hasta la menor señal de discriminación, hasta el menor signo distintivo de una cultura ajena, nos inquiete, nos desestabilice y acabe por crearnos graves dificultades, porque nos obliga a definirnos, y nosotros, los europeos de hoy, no tenemos nada que nos defina realmente, nada que nos especifique como singularidad real a la que remitirnos. Los valores universales no pueden servirnos, porque… justamente sirven para definir a cualquiera, y nosotros no podemos aceptar ser “cualquiera”. Además, estos valores se los hemos impuesto a los otros como señas de identidad que debían asumir obligatoriamente para poder ser tasados como “humanos” dignos de pertenecer al “mundo moderno”, de cuya contemporaneidad somos los árbitros, y ahora  los otros nos piden que los midamos por el mismo rasero, como alumnos aventajados en esta escuela de universalismo a la fuerza.

Pero nuestro desconsuelo se hace cada vez más impotente. Lo sabemos pero luchamos resueltamente contra este discernimiento tan desgarrador: ni siquiera existe ya la posibilidad de una identificación europea, todo lo que aún podía identificarnos ha desaparecido sin dejar huellas. Y es dudoso que tengamos algunas ganas de que se nos atribuya una identidad, pues, al extraviarlas todas, lo que nos queda son réplicas y simulacros, prótesis y postizos, falsificaciones en las que nadie cree ya seriamente: hace tiempo que dejamos de creer también en los comprobantes de identidad originales. Los otros no han descubierto, como sí lo hemos hecho los europeos al borde de una historia petrificada, que lo mejor es no ser nada ni ser nadie, no tener cara ni máscara. Pues como dicen los que saben de la manipulación de las apariencias: “Lo más importante es ser tú mismo, y ahí entra todo”.

La desimbolización antropológica

El sábado 16 de febrero de 2002, los medios de comunicación españoles inician su particular “campaña” de invierno. Salta a los periódicos y los noticiarios televisados el asunto del velo islámico (en realidad, “pañuelo” o “hiyab”, la prenda que envuelve sólo el cabello de las mujeres musulmanas, no la cara, pero la confusión forma parte del proceso de intoxicación), que en Francia hizo las delicias de la clase política y la intelectualidad “comprometida” desde 1.989.

El pseudo-debate, sin embargo, aquí en España se presenta de manera un poco diferente: debate fantasmagórico para un público espectral. Al menos, nos libraremos del elegante intelectualismo francés, de los interminables argumentos de unos y otros en torno a un campo conceptual perfectamente caduco e irresoluble: el de las “libertades” y “derechos” de los individuos y las comunidades. ¿Qué puede significar en España semejante debate inducido ávidamente, en el momento oportuno, por los medios de comunicación de masas, los únicos por otro lado que tienen algo que decir, pues para eso gozan del monopolio absoluto de la palabra?

Pero no seamos tan optimistas: no nos libraremos de lo peor, no nos libraremos de todos los tópicos, de todos los razonamientos patéticos, de todas las argumentaciones circulares y viciosas que suelen garantizar lo animado de este concurso dialéctico de imbéciles. No nos desharemos tan fácilmente de las opiniones de los comentaristas, de todos esos bonachones periodistas bien documentados. Desde el astuto artículo de Pujol en “La Vanguardia” el pasado enero de 2001 hasta hoy mismo, se nota cierta “movilización” defensiva y refleja de las “elites” españolas en torno al debate europeo de finales de los ochenta, avivado nuevamente por los libros de los sociólogos y politólogos bien pensantes del “liberalismo” moderado y de los “gauchistas” arrepentidos, las nuevas “prime donne” del atlantismo pro-norteamericano, ésta vez defensores contumaces del integrismo de lo “social”.

El signo de que un problema es irresoluble se puede encontrar en que todos los razonamientos resultan a la vez verdaderos y falsos. Se trata en todos los casos de planteamientos atrapados por la dialéctica de lo peor, la del discurso del universalismo. El contenido ideológico es un simulacro de antagonismo: el verdadero antagonismo está en otra parte, en el espacio de lo no decible. Los “debates” televisados, esas algaradas barriobajeras de la tele, ciertamente han rebajado mucho la capacidad de las ya precarias mentes occidentales para la reflexión, conduciendo el pensar público a la estructura reductiva de la disyunción absoluta y forzada donde toda cualidad se disuelve en lo equivalente de un sí y un no simultáneos.

Dentro de este espacio discursivo banal, no hay ciertamente nada nuevo que decir sobre el asunto del velo islámico, pues todo se basa aquí en presuposiciones, malentendidos, prejuicios, eufemismos y “no-dichos”, cuya mera consideración implicaría entrar en un campo de juego ya minado: el espacio geométrico omnideterminado que configura el código etnocéntrico universalista occidental. Es éste el que hay que psicoanalizar a la luz del menor de los acontecimientos publicitarios con que se satisface la demanda y se crea la oferta de la información como lugar privilegiado del simulacro de una dialéctica social e ideológica literalmente nulas.

Veamos el siguiente ejemplo, donde tal inconsciente, por su banalidad misma,  nos habla con toda la plenitud de que es capaz. Vía Internet, como no podía ser menos, ya se encuentran a la venta cosméticos que servirán para “blanquear” a los inmigrantes de piel oscura. Dado que los nuevos ciudadanos del mundo occidental deben ser reciclados según unas normas muy precisas y terminantes, sin duda lo mejor será comenzar con este blanqueo de la piel. Dado que además los nuevos ciudadanos deben homologarse a sus poblaciones de recepción, y en Occidente el racismo está ya superado, las diferencias interculturales, aceptadas empíricamente pero no desde la universalidad de la ley abstracta, son asunto de mera cosmética.

Es evidente entonces que la terapia de la adaptación al modo de vida occidental consiste en volver blanca a la “gente de color” y los propios inmigrantes encuentran así un medio de pasar desapercibidos, que es de lo que se trata: no llamar mucho la atención, ni siquiera a través del color de la piel. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el racismo ni nada parecido, es tan sólo una simple operación estética. He ahí entonces el verdadero “ser” de este Occidente: blanquear las apariencias mediante los signos, en la creencia y en la ilusión de que mediante este proceso algo se salvará de la catástrofe de una identidad ferozmente homogeneizada en torno a modelos banales donde lo Mismo reina como el único dios. Aplíquese esta argumentación al caso del velo islámico, signo mucho más notoriamente insoportable de esas “diferencias interculturales”.

El modelo de Michael Jackson se vuelve premonitorio de las tendencias actuales, basadas todas ellas en una enloquecida experimentación sobre una realidad ya completamente perdida, de la que hay que afirmar su consistencia, su mismidad, su universalidad. Si toda la realidad ha sido convertida en experimento, el blanqueo sistemático, y en sentido también literal, se transforma en una inacabable tarea de modelización secundaria donde los meros signos, en su arbitrariedad abstracta, hacen las veces de los referentes y los engullen sin dejar rastro.

La pregunta baudrillardiana cobra actualmente toda su extensión e intensidad, más allá de la propia teoría de la simulación: ¿cuál es la relación que hoy experimentamos entre el signo, la imagen y la representación de un lado, y lo real, de otro?, ¿dónde se ha metido lo real?, ¿en qué espacio desconocido se mueve lo real a una velocidad de alejamiento de nosotros que aún no hemos sabido ni querido medir? Los códigos y los modelos lo ocupan todo, todo de hecho se ha vuelto código de control y modelo performativo, dentro de las coordenadas, en la sociedad liberal y democrática, de la universalidad de la ley.

Dentro de la problemática de Jean Baudrillard, la mercancía, el valor de cambio, la producción, la oferta y la demanda no son sólo categorías económicas, sino que pasan a convertirse en los modelos operativos de una dominación semiológica, es decir, de una dominación que alcanza su máximo nivel de abstracción y omnipresencia a través del control sobre los modos de significación social, política, cultural e ideológica. Porque ya no importan tanto los contenidos, como en el análisis clásico de las ideologías, cuanto el hecho decisivo de que el intercambio realiza su principio inmanente (la equivalencia generalizada) al convertir la totalidad de lo social en signo puro, con la abolición consecuente e integral de lo real.

En efecto, lo real sólo entra en el circuito del intercambio de lo equivalente cuando ha podido ser por completo reducido a signo, abstraído en la forma pura, desligada y autónoma del signo como relación arbitraria e inmotivada entre significado y significante (en la publicidad, cualquier significante puede hacer hablar a cualquier significado, y cualquier significado puede investirse de cualquier significante: ley de oro de la equivalencia del principio de la comunicación de masas como forma semiológica del valor de cambio).

Los signos cuyos significantes y significados se encuentran histórica y culturalmente motivados (puede ser aquí el velo islámico, pero pueden ocupar su lugar múltiples signos que tienen en común justamente esta imposibilidad de existir y circular en la equivalencia y en la universalidad) deben ser por eso mismo desarraigados, de manera que el código de lo universal hable a través de las apariencias reducidas a lo mismo. Da igual, luego, qué ideología occidental coyuntural, hable a través de este inconsciente etnocéntrico: la tolerancia liberal, el feminismo, la igualdad jurídica, el respeto a la diferencia (variaciones estratégicas de un mismo discurso, el de lo Mismo).

Los modelos de la integración

Cuando hoy se habla de la inmigración y cuando se intenta formular un modelo de integración del inmigrante, sobre todo en el caso de la población musulmana en Europa occidental, jamás se plantea abiertamente la cuestión que quizás se vuelva decisiva en un porvenir no muy lejano: la inmigración como límite de la socialización al modo moderno, la inmigración como límite de la integración pacífica en la sociabilidad occidental contemporánea.

Lo social, en el sentido moderno, se define como un proceso incesante de inclusión y exclusión simultáneas, bajo la directiva de una racionalización abstracta de la relación social convertida en un artefacto, en una auténtica prótesis artificial producida y reproducida por el mecanismo emancipado de la economía y la administración. Por tanto, lo que se va a poner en juego, es, nada más y nada menos, que el sentido mismo de lo social, es decir, la capacidad del sistema occidental para sobrevivir en los límites de su propia reversión estructural, de su propia reversión simbólica como forma límite de la integración de grupos y comunidades.

Para este sistema, integrar es siempre desintegrar, organizar es siempre desorganizar, individualizar es siempre desestructurar mecánicamente lo simbólico de la genuina relación social. El profundo odio metafísico a los signos culturales, a las apariencias significadas simbólicamente es el meollo del universalismo etnocéntrico occidental, que coloca sus categorías separadas (donde lo moral-humanitario se presenta como síntesis nominalista) en el lugar donde todas las demás “sociedades” observan una estricta unidad orgánica.

Ahora bien, la inmigración implica el desafío radical de lo otro, de una dimensión simbólica de la que la religión islámica de los inmigrantes (y todo lo que ella implica respecto de hábitos, prácticas, costumbres y valores, de los que es absolutamente indesarraigable) es sólo unos de los polos de atracción. El sistema se define estructural e históricamente por su absoluta incapacidad para producir el sentido desde las prácticas simbólicas fuertes (las religiosas en primerísimo lugar), en la medida en que su funcionamiento real es esencialmente una negación de toda dimensión simbólica o sacrificial del ser.

De este enfrentamiento, que es ya el del descubrimiento y colonización de América, y luego del mundo entero, sólo puede surgir un desafío radical, por ahora latente, al principio universal de la socialización moderna, el cual, cuando se define por su relación con el otro, se manifiesta pura y simplemente como una forma invariable de etnocentrismo occidental, dentro de un cuadro de valores universalista, ilusionado con buena conciencia en la superioridad “metafísica” de su proyecto.

Por ello, el enfrentamiento conceptual entre el modelo multiculturalista norteamericano y el modelo pluralista europeo, tal como es planteado ideológicamente bajo la forma de opciones alternativas, es engañoso y va muy retrasado sobre los hechos que augura el porvenir o que ya están esbozados en muchos acontecimientos actuales. El tan alabado “pluralismo” democrático de las sociedades “abiertas” es la expresión de la benigna tolerancia liberal, la expresión por tanto de una versión conciliadora y autosatisfecha del contrato social robinsoniano (que curiosamente la izquierda actual asume como un descubrimiento de incalculable valor político, cuando ya está olvidado hasta por los propios ideólogos de la “derecha”), y todo ello reducido al puro voluntarismo jurídico-moralizante más superficial.

Por su parte, la otra versión de lo mismo, más ingenua, pero también más astuta en el juego de las complicidades ideológicas del etnocentrismo occidental, la versión multiculturalista, se refiere a los modos de vida, a las formas relacionales sostenidas por el consumo de diseño, a las prácticas vitales del “american way of life” (confort, irresponsabilidad, indiferencia). En “Londonistán”, Timothy Garton Ash asegura que la buena convivencia se debe al rock, las drogas y el sexo. Allí donde el “modo de vida occidental” a la americana existe y domina, tan sólo representa una variante exacerbada en su banalidad del mismo movimiento etnocentrista, expresado en segregación, depauperación y marginalidad, lúdicamente amenizado todo ello con los consabidos “viajes” alucinógenos y los residuos de las “subculturas” a su vez sometidas al principio de equivalencia de las modas de diseño.

Las críticas que se hacen actualmente al multiculturalismo anglosajón desde las posiciones “pluralistas” y “democráticas” continentales responden exactamente a una confusión deliberada de todos los términos: la oposición entre un modelo anglosajón de integración compartimentada y un modelo francés “jacobino” de asimilación pura y simple conduce finalmente al mismo tipo de conflictos violentos en todas partes. La vida para los inmigrados no debe ser muy diferente en Bradford y en Lille. Son diferentes etiquetas del mismo proceso de exclusión. En un caso se busca la asimilación desde abajo y en otro desde arriba: los sucesos recurrentes de las decadentes ciudades industriales británicas y francesas ponen de relieve que la asimilación conduce directamente a la exclusión, porque se basa en presupuestos erróneos acerca de la condición ontológica del extranjero.

Las virtudes del multiculturalismo anglosajón consisten en que mantienen a los extranjeros enajenados respecto de sí mismos confinándolos en el gueto de su propia “cultura” para consumo de los blancos, auto-folclorizados vivos, como los jamaicanos con su moda “rasta”: exterminados por su propia alienación, incluso en su propio país de origen ya de hecho convertidos en extranjeros, en “souvenirs” simpáticos.

Dos intervenciones recientes de intelectuales representantes de círculos ideológicos muy alejados entre sí se refieren a esta coyuntura secreta: la contagiosa alucinación visionaria, en registro étnico-cultural, de Guillaume Faye, o la moderada advertencia “pluralista”, en registro democrático-ilustrado, de Giovanni Sartori, respecto de la problemática en profundidad que plantea la inmigración islámica, tienen una razón de ser muy intensa en el actual estado esquizoide del inconsciente occidental, obsesivamente dominado por la idea de seguridad y autodefensa, y da igual que sus manifestaciones sean universalistas o particularistas, pluralistas o racistas.

Aquello que se avecina está aquí de todas maneras en cantidades homeopáticas de un tratamiento terapéutico general. Al menos Faye o Sartori tienen la dignidad, ya nada frecuente, cada uno en un estilo diferente, de confesar lo inconfesable. Porque si el mundo islámico es incompatible con el Occidente democrático del pluralismo, el universalismo y la tolerancia (la opinión de Sartori), entonces las agresivas tesis de la “guerra civil inter-étnica” de Faye cobran todo su sentido, y de nada sirve ocultarlo con argumentaciones morales contra la extrema derecha europea y su xenofobia violenta, la cual, gracias a este hallazgo, no ha podido caer más bajo en sus cínicos servicios al liberalismo mundial, que pronto va a necesitar un brazo ideológico armado capaz de ejercer la violencia, al tiempo que los dignos liberales se recatan  a su sombra, y en los discursos públicos, académicos y mediáticos, se distancian horrorizados de estas “fijaciones” racistas de unos grupúsculos paranoicos.

Lo que nadie reconoce es que la ONU, la OTAN, el Pentágono, el estado de Israel, las multinacionales del petróleo y el gas natural, las diplomacias europeas, los ejércitos rusos, los gobiernos “aerotransportados”, todos ellos hacen exactamente lo mismo que estos grupúsculos xenófobos, pero a una escala inconmensurablemente mayor y sin ningún tipo de prejuicio racista.

Respecto de la inmigración, no hay verdaderas posturas políticas, porque hace tiempo que la conciencia occidental no vive en el elemento de lo político sino como referencia simulada y paródica (lo jurídico y lo moralizante se reparten los despojos de lo político). Lo que sí hay, incluso en una profusión desconsoladora, son posiciones estratégicas (demográficas, económicas) de muy corto alcance, dentro de la estrategia mayor del “esquivamiento” de la decisión y el pensamiento, dispositivo que tan bien caracteriza a las elites occidentales que hoy están arriba con el piloto automático siempre encendido.

Por la ya dilatada experiencia de otros países europeos con fuertes comunidades de inmigrados, podemos conocer comparativamente este porvenir, del que la situación particular de El Ejido representa un sondeo, un muestreo, una primera prefiguración. Lo más probable es que en sólo unas pocas décadas o incluso lustros, la situación española no sea muy diferente de la francesa, británica o la alemana, mucho peor seguramente, dado que nuestra necesidad de «recursos humanos» va a ir creciendo a un ritmo muy superior a su «reposición» en un mercado laboral cada vez más definidamente convertido en servidor de «empleos a la carta» (privilegio del «trabajador» occidental), siendo así que muchos empleos ya no pueden ser «dignos» del ciudadano occidental español, pues el estatuto de consumidor respetable y trabajador “envilecido” acabará por ser incompatible.

Esta situación también decide la genuina homologación con Europa, y es muy fácil imaginarla amplificada, pues de hecho ya existe en la propia Europa (mientras unos viajan por el Mediterráneo o el Caribe, otros, curiosamente africanos o magrebíes, se encargan de limpiar los desechos de los anteriores). Todo lo que queda por desarrollarse es este mismo fenómeno intensificado, a la espera entretanto de una configuración explosiva de un mercado laboral jerarquizado étnica y culturalmente.

Cualquier debate que ignore esta condición del inmigrante como residuo laboral, eventualmente integrable en el ciclo de la socialización por el consumo y reciclable por las instituciones de acogida, desconoce lo esencial del problema, es mal intencionado y no toca lo decisivo, al mantenerse en una feliz dialéctica consuetudinaria, bien manejable por los poderes occidentales y sus abogados: todos sabemos que la «integración» que se les promete y prometerá, a fin de detener la «marginalización», es una estrategia de contención, de disuasión, en la tentativa idiota de evitar el rechazo, el odio y el llamado «racismo» o «xenofobia» (se sabe que ésta no existe en los barrios residenciales, su privilegio es el suburbio).

Como en Europa, lo que se prefigura es el «baile de los malditos», con el beneplácito desvergonzado de los medios de comunicación, siempre panóptico de la estupidez refleja de poblaciones embrutecidas por la indiferencia, el vacío vital y la desmotivación. Contra todas estas tonterías que aparecen pomposamente firmadas por «intelectuales comprometidos» (es decir, entrometidos) en los artículos de opinión de los periódicos a raíz de cada acto de violencia o «racismo», hay que sostener tesis mucho más radicales, mucho más decantadas por la propia naturaleza de los acontecimientos por venir, por la propia definición del significado de la «inmigración».

Esta, de hecho, es la forma histórica concreta que adopta el proceso de «autocolonización» en sociedades biológica y culturalmente en vías de descomposición, sociedades que, como todas las europeas, navegan impertérritas en el reflujo de la historia, sociedades ya sin el menor concepto positivo de sí mismas, completamente entregadas a todos los efectos devastadores de una reactividad generalizada (las últimas décadas podrían definirse como la era de un democratización global del nihilismo).

El odio y el desprecio se dirige inconscientemente, primero, contra nosotros mismos, se deja leer por todas partes en cualquier manifestación pública y adopta todos los aspectos y matices imaginables. Si el sistema occidental, con el que las poblaciones se identifican, espontánea o condicionadamente, busca nuestra «liberación», entonces es que sólo intenta reproducirse a sí mismo, y nos toma como rodeo y soporte de tal supervivencia, haciéndonos a la vez sobrevivir a cada uno de nosotros como individuos conectados artificialmente a esta máquina de respiración asistida que es el conjunto de medios tecnológicos del «bienestar» que constituye la vida occidental.

De este odio inconsciente e indiferente a una vida estéril que todos sabemos, implícitamente al menos, despreciable en tanto «vida humana», surgen espontáneamente todas las demás reacciones, la mayor parte de las veces resultado de una autoaflicción colectiva e individual cuyo verdugo es, sin duda, el aparato mediático, a través de cuya presunta trasparencia se lee la opacidad inmediata de un mundo sin destino ni porvenir. Luego, este odio y este desprecio pueden desviarse, objetivarse en el «otro», pero sólo en la medida en que preexiste a la definición de su objeto. El panóptico mural de la televisión es el medio de esta conjura del vacío por el vacío de un mundo occidental abocado a su propia abolición.

La inmigración, en este sentido, continúa la labor póstuma del clasismo antagonista, viene a sustituir, por el lado de la conflictualidad social, a otras muchas cosas que «hacen las veces» de existencia colectiva, de «estar juntos», donde ya no queda ni rastro verosímil de sociedad, ni mucho menos voluntad de existir como ser social. Por lo pronto, con la presencia evasiva del inmigrante merodeador de los centros urbanos occidentales aparece inesperadamente lo ya desaparecido: en esta sociedad, sin que sirva de precedente, puede haber «otros», el otro puede existir, el otro respira.

Así pues, dos opciones desde el presupuesto de lo mismo sin definición de alteridad: o se le insulta y apalea los fines de semana, ligeramente desapasionados por el infortunio ininteligible de esta cotidianidad, o se le integra a la fuerza y se le trata como «hermano» en las pancartas de las manifestaciones cuya «solidaridad» dura lo que dura la borrachera de «buenos sentimientos». En los dos casos, se observa el mismo desprecio profundo por el otro, no hay ni una huella de una verdadera relación de alteridad.

Si el otro está cerca, se convierte en un peligro que hay que exorcizar como sea en una sociedad tan homogénea, tan pétrea en su promoción artificial de la movilidad, que para ella sólo existe el otro en cuanto expresa la coartada de este narcisismo de solidaridad o en cuanto resiste a esta virulencia arrítmica que intenta borrarlo. Una actitud no es mucho mejor que la otra, moralmente responden a la misma pulsión de identidad en el vacío de referencias reales de identidad. Por más que se juegue a oponerlos engañosamente en el imaginario occidental de los medios y de la intelectualidad, humanismo y racismo son dos caras de la misma estafa moral, por eso se apoyan y refuerzan mutuamente en el inconsciente patológico de estas sociedades espectralizadas por su propia carencia de sentido.

Hay que entender finalmente este axioma: si uno, para sí mismo, ya no tiene sentido, al menos el otro es una excelente coartada para inventarse uno, sea como espejo de identificación, sea como reflejo de animadversión. Por lo tanto: a) se integra al otro en tanto forma parásita y secundaria del sí mismo, b) se odia al otro en tanto forma envolvente del propio odio contra sí mismo. En los dos casos, la operación por sustitución del otro me devuelve un sentido perdido, me hace localizable, me sitúa. Porque siempre es necesario que un otro exista enfrente para que yo pueda afirmar mi existencia, sobre todo si ésta es tan débil y borrosa como la existencia occidental.

Constitutivamente, en profundidad, sin que nadie se dé cuenta de ello, todas las sociedades occidentales empiezan a estar estructuradas de una manera dual, pero ya no en el sentido antagonista de una clase frente a otra, última forma sociologizada de alteridad violenta. Por su parte, la inmigración, más allá de todas las peripecias aparentes, «ideologizadas» por los medios y la clase política e intelectual democrática, sólo podrá ayudar a agudizar esta polarización, también ella indiferente, entre integracionistas y xenófobos, los cuales, a su vez, compartirán los papeles protagonistas en esta penosa repetición simiesca de una dialéctica social e ideológica periclitada, por más que todos los esfuerzos se concentren en perpetuarla y vivificarla.

El inmigrante, residuo demasiado visible de la era colonial, sólo será convocado a título de víctima, doblemente redimida y desencarnada: por los insultos y golpes de uno, por la buena conciencia «fraternal» del otro. Entonces se reconocerá la debilidad absoluta de esta sociedad, pues la violencia (simbólica o fáctica) que es capaz de ejercer sobre los otros sólo servirá para aterrorizarse a sí misma por unos instantes, convulsionándose como un actor sobre la escena, para luego, muy pronto, volver justamente a la misma rutina reinyectada en dosis masivas por los medios de comunicación y las programaciones racionales de los políticos. Todo lo que se dejará oír entretanto será la misma musiquilla dramática para el mismo baile de los malditos.

El paria posmoderno

Del comportamiento de esos grupos de adolescentes que intentan desapasionadamente linchar como en un juego de patio de colegio a inmigrantes aislados (en España, dos casos registrados en los últimos meses, en pequeñas localidades de Murcia y Alicante: la interpretación oficial se atiene a la irrelevancia de estas “gamberradas”), se deduce toda una teoría social a la altura del estado de cosas europeo. El grupo de adolescentes convertido en partida de caza es una ilustración de la idea de Canetti sobre el origen de lo social como vínculo ligado a la muerte violenta, a su ejecución y a su posterior ritualización en el lamento. Igualmente no es nada extraño que los lugares significados por la matanza de los suicidas anónimos se conviertan en improvisados centros de un extraño culto social (recientemente, Nanterre y Erfurt, donde se han cometidos dos masacres de asesinos suicidas).

Todo orden social necesita para sobrevivir como tal un límite al otro lado del cual se establece la función simbólica imprescindible del intocable, del ser-ya-no-social, el que ya no pertenece al orden humano y por tanto se convierte en ser sacrificable. En el universo medieval, el judío y el leproso desempeñaban bastante bien este papel: ambos, en diferentes sentidos, apuntaban a la impureza radical del ser social. En los nacientes estados modernos y en el primer desarrollo de la socialización capitalista, el loco de Foucault, englobado dentro del orden moral de la insensatez, ocupa este lugar abandonado en cuanto representa el otro lado de la razón emergente. La lista de excluidos no hace más que ampliarse al hilo de los siglos clásicos de la Modernidad.

En el siglo XIX, era clásica de la socialización capitalista más pura, es decir, más violenta, la exclusión comprende categorías enteras, de las que Raskólnikov en la ficción y Max Stirner en el pensamiento son dos de los más conspicuos representantes. Es la era de esos “lumpen” estigmatizados por el comprensivamente intransigente Karl Marx, que como buen burgués pragmático no veía en ellos nada útil para la noble causa del movimiento obrero genuino: los más excluidos de los excluidos del orden industrial también apestaban para este pensador de las “revoluciones sociales” auto-conscientes y severamente dialécticas.

En el orden mundano actual, en las sociedades occidentales del bienestar compulsivo, el consumo sincrético de masas y la facilidad técnica de vivir, cuando todo es literalmente sacrificable (de ahí el supuesto valor sagrado de la vida humana: la transgresión de la prohibición es el sello de lo sagrado según Bataille, de donde la lógica secreta de la masacre y el exterminio del hombre por sí mismo), el rostro miserable del excluido cambia y también la condición misma de la exclusión, su estatuto en el imaginario colectivo.

El intocable, el paria, el excluido como totalmente otro, aquel sobre el que se vierte toda la impureza de lo social, es el inmigrante: sobre él pesa la peor de las maldiciones, el peor de los estatutos. Sencillamente, materializa, en su desnuda objetividad como ser no social, la imposibilidad radical de la integración, señala por tanto en la dirección del límite absoluto de un sistema fundado en la capacidad “racional” de absorción. Además, su pobreza es para los privilegiados del consumo el signo más que evidente de su carácter maldito, pues, efectivamente, en el orden capitalista avanzado, la única maldición es la carencia de los adecuados signos de riqueza, es decir, la falta de conformidad con el sistema social.

Esta escoria, este residuo ya ni siquiera degradable, pues sustituye a la degradación misma de lo social, el ilota no ilustrado, el meteco nunca reintegrado, este intocable es el paria posmoderno de las sociedades hiperdesarrolladas, aquél que toma sobre sí la carga pesada de representar el límite de lo social. El inmigrante, sin quererlo ni saberlo, se convierte en este límite mismo de una socialización forzada. En realidad, ni siquiera está excluido, pues nunca antes de aparecer como excluido ha estado incluido, razón por la cual jamás ha sido verdaderamente expulsado de lo social; por eso necesariamente es el límite absoluto de lo social. El inmigrante, en los intersticios de la sociedad actual, es el excluido “ab origine”. Jamás podrá ser integrado, ya que su función esencial es marcar la separación: esta sociedad occidental lo necesita como función simbólica.

El inmigrante debe desempeñar, en una sociedad completamente integrada y homogeneizada hasta el hastío, el papel de lo impuro, debe quedar relegado al último escalón de lo humano, a título de signo sobre el que recaen todas las deficiencias del orden social: su impureza cultural, marcada incluso en su aspecto físico, en su vestimenta y en sus hábitos gastronómicos; su impureza demográfica, esa obscena proliferación de niños raros que rodean a mujeres a las que apenas se les puede ver la cara; su impureza cívica, esa negativa irrespetuosa y contumaz a compartir nuestros más venerados valores neutros e imparcialmente humanos; su impureza económica, esa abyección de desempeñar trabajos evidentemente envilecedores de la personalidad; su impureza política, esa abstención sistemática de participar en los canales representativos y democráticos.

Este no-ciudadano, esta casi no-persona orwelliana atrae sobre sí toda la impostura social, toda la penuria de lo social en el momento de su máxima organización. Este lamentable virus poscolonial debe ser tratado profilácticamente, expulsado como un cuerpo extraño. De ahí todas las medidas administrativas dirigidas a esta elaboración profiláctica del inmigrado como residuo social, medidas que en última instancia son pura cirugía estética, si no algo mucho peor que no conviene nombrar entre personas civilizadas, aunque las comisiones que redactan las leyes y los periodistas que escriben y opinan en la prensa sepan muy bien lo que hacen. Tan bien por lo menos como los militares sobre el terreno.

El “Libro Verde” redactado piadosamente por la Comisión ministerial de la Unión Europea ilustra este trabajo médico de trasplante urgente: propuesta de expulsión de varios millones de residentes ilegales, expresión que sin duda recordará la denominación de los terroristas suprimibles sin ningún tipo de consideración jurídica o moral: los “combatientes ilegales” que los norteamericanos y sus aliados humanitarios se dedican con fruición a cazar con la ley “ad hoc” en la mano.

Es decir, se crea la teoría, visiblemente humanitaria, del no-ciudadano, equivalente a las no-personas orwellianas. De ahí la sólida ecuación que preside el actual inconsciente “político” de Occidente, del que alguien tan notoriamente simplista como Aznar es el modelo: inmigrante=delincuente=terrorista. Por eso, los perros amaestrados se dirigen a morder a Le Pen y compañía. Una vez señalada la presa, da igual quién incite a los perros. Pero el que los azuza también puede resultar mordido.

Por otra parte, desgraciadamente, el inmigrante, que no es sujeto de nada, pero está sujeto a todo, tampoco consume: él mismo es consumido, primero por la maquinaria social y económica, luego devuelto como fantasma ideológico fóbico o contrafóbico; finalmente reciclado experimentalmente por las terapias y las legislaciones, siempre bondadosas y preocupadas por sus intereses. Así, por ejemplo, a los inmigrantes de dudosa humanidad se les somete despiadadamente a cursos acelerados de derechos humanos, a fin de que respeten nuestras costumbres y aprendan a comportarse socialmente, si bien nosotros, por nuestra parte, no encontramos en ellos nada que respetar.

En efecto, si las mentes bien intencionadas se alegran con esta portentosa innovación de la terapéutica social, ello se debe a que estos cursos de derechos humanos cumplen una función relevante de primer orden: por anticipado se ha declarado a los inmigrantes como “bárbaros” casi no humanos a los que conviene reeducar, y, puesto que la desportillada fe cristiana ya no sirve para insuflarles el espíritu divino, se recurrirá a un expediente ligeramente más prosaico pero sin duda más eficaz, aunque con el mismo sentido sacramental.

Estos cursos de derechos humanos son a la moral occidental lo que los cursillos de reciclaje de parados para la economía: se les enseña a hacer algo que jamás harán, por la sencilla razón de que los parados tan sólo constituyen el objeto pretextado de una “inversión social” productiva (son el capital humano, por supuesto, una variable no desdeñable del capital). Del mismo modo, el bautismo sacramental de los inmigrantes en los derechos humanos, lava toda impureza previa, lo que no es atenuante para que los inmigrantes sigan sirviendo en el imaginario social inconsciente como seres marcados por la impureza definitiva.

Los adolescentes aburridos y casi ebrios de poder social invisible que los fines de semana persiguen con palos y piedras campo a través a los inmigrantes saben más del funcionamiento social que los sociólogos profesionales que teorizan lo social embutidos en su traje profiláctico de pacíficos universitarios. Para ellos, ya es demasiado tarde para entender nada.

Pero no hay que inquietarse demasiado, pues como afirma Roberto Calasso, hace tiempo que vivimos sin reconocerlo en el reino de la “extirpación”: “En su forma más pura, el Moderno quiere extirpar al Pobre. Mejor dicho, quiere, en el caso más insolente, que el Pobre extirpe al Pobre” (La ruina de Kasch).

La condición de extranjero

En estos tiempos en los que tanto se habla a tontas y a locas de la inmigración, presentándola como un problema que inconfesablemente sabemos irresoluble, no se reflexiona sin embargo lo suficiente sobre lo que significa ser extranjero en una sociedad dada. Se dan muchas cosas por sobreentendidas en este modo particular o singular de ser. Por definición, ser extranjero es estar situado en el límite, en ese margen liminal, y tal vez criminal, del mundo, allí donde realmente todavía no se ha entrado en él. El extranjero mantiene un estatuto extraño de acuerdo con su propia extrañeza. En casi todas las sociedades anteriores a la occidental moderna, el extranjero se mantiene como tal extranjero, debido a que su extrañeza debe ser de algún modo conjurada mediante la preservación de su alteridad.

La sociedad occidental, por su parte, carece del sentido más elemental de esta regla simbólica, la que establece que el extranjero es el extraño y el extraño está predestinado a mantenerse en su propia extrañeza por encima de todo. Si esto no ocurre, se produce la desestructuración recíproca tanto de la sociedad receptora como del propio extranjero. Sin embargo, para la conciencia universalista esta regla simbólica de la alteridad que debe ser salvaguardada para poder ser conjurada como extraneidad radical, no tiene sentido, no tiene ni siquiera valor moral, pues sólo lo tiene aquello que puede ser elevado a la abstracción de lo universal, y lo universal necesariamente se traduce en la reducción del extraño a la Identidad como propiedad de lo Mismo.

Muy pocos procesos y acontecimientos modernos se pueden entender sin la apelación a esta lógica profunda de lo universal: desde el funcionamiento del Estado moderno como figura de la reducción y de la lógica homogeneizadora, hasta el colonialismo como estructura de la dominación mundial, pasando por todas las ideologías políticas que secularizaron la religión en el transcurso de los últimos dos siglos, por no mencionar el fundamento antropológico profundo del humanismo como reino de la subjetividad absoluta. De aquí que el tratamiento, teórico-práctico, del extranjero, desde estas perspectivas modernas, implique que no se pueda superar nunca el horizonte proyectado por la conciencia universalista. Nosotros no sabemos ni podemos concebir al extranjero en tanto que extranjero, aunque por nuestra parte, hace ya mucho tiempo que ontológicamente somos extraños para nosotros mismos. En su sentido más profundo, una cosa implica a la otra, aunque no sabemos cómo ocurre esto.

Esta imposibilidad deriva de un no reconocimiento de nuestra propia condición moderna. En la medida en que el extranjero materializa de manera insoportable esta extrañeza que nosotros mismos experimentamos en lo más hondo de nuestra identidad perdida e incansablemente perseguida en todas las sombras que se le parecen, en esa justa medida, no puede darse el reconocimiento definitivo de este destino común de extrañeza. La reducción de lo humano a sí mismo suprime violentamente esta comunidad compartida de un devenir hacia la extrañeza radical. Esta autosatisfacción del occidental moderno oculta sin duda algo innombrable, algo que resiste al reconocimiento decisivo de su propia falta originaria.

En los países europeos con una fuerte tasa de inmigración, con una población inmigrante ya establecida durante dos o más generaciones, con perspectivas de “desbordamiento” a corto plazo, el inmigrante como tal es una víctima más de la desestructuración y el extrañamiento del mundo, no muy diferente del indígena, el ilustrado y satisfecho europeo estándar. Hablar de una identidad europea, de un modo de ser europeo es un contrasentido: lo europeo actual y la identidad son términos excluyentes. A no ser que lo universal pueda ser una marca de identidad, pero no parece nada probable, pues donde sólo hay Uno, no puede haber Otro.

Después de dos siglos de universalismo abstracto, de luces y contraluces, de democracia política, de nivelación social (todos somos asalariados, una condición humana bien triste, pese a la elevada renta discrecional de que disponemos: la utilidad de uno para sí mismo no es un estadio antropológicamente menos abyecto que cualquier otro), la identidad europea es como uno de esos fantasmas de viejo castillo escocés: sirve para atraer turistas, es decir, a los propios europeos idénticos a sí mismos. Los europeos, ilustrados o racistas, dudosa distinción, vivimos en una paranoia vergonzante, el delirio de los condenados a desaparecer.

La prueba de que estamos desaparecidos se ve en todas partes, sobre todo allí donde con más fuerza se proclama lo contrario. Es el momento en que todas las ratas de las bodegas abandonan el barco: turismo de masas, “New Age”, nueva espiritualidad, vuelta a los orígenes paganos y un sin fin de maniobras dilatorias del reconocimiento final de la vacuidad de la experiencia moderna.

Evidentemente, hay en marcha una “contra-colonización de Europa”, como argumentan algunos,  podemos aceptar esta hipótesis no desmentida ni por unos ni por otros, aunque la hipocresía siga su curso imperturbable. Podemos aceptarla a condición de aceptar también que los europeos somos los responsables inconscientes de esta atormentadora contrariedad. Sería un poco absurdo pensar que el etnocidio cometido y en curso actualmente a escala planetaria no es cosa nuestra, que no tendría nada que ver con nuestros más íntimos impulsos y nuestros más sólidos valores modernos.

Los agentes de lo Universal fueron europeos, y siempre, en todas partes, desde hace quinientos años hasta hoy mismo. Los autores de todos los exterminios han sido europeos y descendientes ultramarinos de europeos. Los indígenas se limitaron sólo a ejercer una violencia de defensa, una violencia reactiva, contra las cuerdas, al borde de su propia desaparición, sabiéndolo y aceptándolo, pero sin resignación ni entrega. Hay diversas maneras de estar a la altura de este sentimiento heredado de culpa: todas sus expresiones pasan necesariamente por una reactividad profunda, ya adopte una pulsión “masoquista” o una pulsión  “sádica” (asimilación del otro, odio del otro).

Por eso, en este sentido, tan abyectos son los defensores del racismo, como despreciables son los propagadores del asimilacionismo. Todas son reacciones tardías, culposas, contrariadas, emociones procedentes de un mal humor repentino, sin embargo largamente rumiado a lo largo de una historia catastrófica. Hay que tomar los procesos en curso como hechos consumados y pensar en consecuencia, renunciando a todas las defensas ideológicas de una fase periclitada.

Europa es la única cultura que conoce los términos estrictos del racismo precisamente porque es la única civilización que se ha organizado sobre un pensamiento de lo universal que sólo puede experimentar la alteridad bajo formas en sí mismas delirantes y degradadas: como fragmentos de lo universal inconscientes de su naturaleza auténtica, como diferencias reintegrables o exterminables, según las condiciones que ofrezcan a la asimilación y la explotación. El sentimiento de alteridad es sentimiento de superioridad, pero nunca sobre una base estrictamente racial o antropológica.

No se puede decir que las civilizaciones clásicas tuvieran un fundamento racial, porque no colocaban su idea de la humanidad en un nivel de diferenciación tan bajo como es la raza. Su superioridad, su singularidad era del orden de lo simbólico, de signos mucho más ricos que los de la mera raza. Aquellos hombres no debían de sentirse ni semejantes ni diferentes a los otros, como ocurre a partir del judeocristianismo europeo, donde lo biológico toma el relevo de lo simbólico bajo múltiple formas. Sólo el hombre de la mentalidad judeocristiana se cree semejante a los otros o diferente a los otros. La idea de “conversión” es nuestra.

Los hombres de las civilizaciones clásicas disponían de unas distinciones basadas en otros fundamentos, quizás más “inhumanos”, pero por eso mismo irreductibles a los principios de la mera identidad universal o la mera diferencia particular. Su orgullo era un sentimiento de pertenencia a una estirpe, a un linaje, a un grupo privilegiado por sus dioses encarnados en el hábitat mismo donde moraban.

Pero los conceptos modernos de raza, nación o estado son ya en sí mismos productos de una tremenda racionalización de la alteridad, son formaciones realistas sin verdadera dimensión simbólica, impregnadas quizás de una afectividad fuerte a partir de los procesos revolucionarios que llevaron a las burguesías europeas al poder (precisamente porque supieron impregnar de afectividad dimensiones completamente abstractas y de valor universal, nunca particular). Un individuo “libre” puede ser cualquiera, una nación “soberana” puede ser cualquiera, un estado “independiente” puede serlo cualquiera.

Desde el momento en que la singularidad y la alteridad caen bajo la hegemonía de un pensamiento universalista se ponen a su servicio y sólo lo expresan a él, nunca llegan a hablar desde sí mismas como los hechos decisivos y originarios. El racismo no es más que un derivado de la crisis del universalismo, o más exactamente, un derivado del conflicto interno entre los elementos contradictorios del propio universalismo: de un lado la igualdad formal, la abstracción universalista de las alteridades, y de otro las singularidades reprimidas por aquel principio.

Por eso quizás las fuerzas del universalismo pueden entrar en una dialéctica común que las engloba, desarrollando una ficción de lucha y competencia en las que lo único que se pone en juego es la etiqueta del principio dominante. De ahí también la enloquecida marcha actual de lo universal como mundialización, de ahí también la tendencia creciente dirigida a introducir marcas de diferencias artificiales después de haber operado una reducción al principio de lo mismo, para compensar esta abstracción inhumana de todo. De ahí también, la emergencia de las identidades sacrificadas: raza, nación, pueblo, comunidades regionales, religiones, cultos. De ahí también las luchas enconadas por un referente perdido: la propia Humanidad, que sólo existe en el espejo vacío de lo universal.

La precesión del modelo xenófobo

En materia de inmigración, la indolencia de los poderes públicos es calculada, pero no por ello habrá que admitir que es sensata. Se puede suponer un maquiavelismo “naif” en el tratamiento de la inmigración y de las situaciones sociales que se derivan de ella, desde la clase política y los medios de comunicación. Tal como evolucionan las cosas, es evidente que esta indolencia está dirigida a crear determinadas situaciones de cuyos despojos vergonzantes se alimentarán unos partidos “democráticos” descerebrados y perfectamente amorales. En otros casos, la “sancta simplicitas” de los gestores públicos no oculta una imbecilidad también calculada, aunque a veces supera sus propios límites de ignorancia.

Después de El Ejido, modelo a escala reducida con el que se ha estado experimentando, volvemos a encontrar la misma inhibición pública, el mismo decurso interesado de los hechos, el mismo diseño apriorístico, el mismo juego tendencioso de experimentar conflictos de pequeño alcance para crear una opinión pública favorable a la política de lo peor. Es lo que pasa ahora, en mayo del 2002, en la localidad catalana de Premiá de Mar, donde la mera construcción de una mezquita provoca división de opiniones y sentimientos entre los habitantes y crea un irrespirable clima de descarada utilización de los hechos como escenario para presentar al público la imagen elaborada “a priori”: precesión del modelo “xenófobo” ocultado pero generalizado. El foco informativo, el “zoom” sobre la realidad social, forma parte de este dispositivo donde se juegan los intereses más inconfesables, pero no por ello menos evidentes.

Todo discurso contra la xenofobia y el racismo es de hecho un discurso que opera desde la xenofobia y el racismo, inhibiéndolos al tiempo que prepara el terreno para su despliegue en una estrategia de precesión del modelo sobre sus variantes prácticas denostadas (las de la “extrema derecha”). Sobre esto, no hay ninguna duda acerca de la necesidad de diseñar artificialmente este tipo de conflictos. Basta observar el tratamiento informativo de los medios de comunicación y de los gestores públicos para darse cuenta de la estrategia: se asimila la inmigración a una “avalancha”, a una “invasión”.

Los términos catastróficos y militares no son en absoluto inocentes, aunque tampoco expresan más de lo que expresan. El inmigrante, por definición, no está lejos de ser para nosotros un extraterrestre, un “alien”, extraditado desde las reservas humanas del Tercer Mundo: tal es el grado de auto-asimilación, de auto-aculturación en el sistema, de integración en el modelo de la homogeneidad absoluta (existencial, mental, cultural) en que vivimos. Por eso, su llegada a “este mundo” es vivida y experimentada como el advenimiento de algo tan extraño como inexplicable.

No olvidemos que también los conceptos de “física social” en sociología tienen por misión hacer ininteligibles, desde un punto de vista meramente “humano”, los procesos sociales de la modernidad. De ahí que se hable de “flujos de mercancías”, “flujos de capital” y, por supuesto, “flujos de inmigración”. El sistema se encuentra a gusto en el estado líquido: es de hecho su elemento natural (la importancia de las construcciones cristalinas en los edificios se relaciona íntimamente con esta sublimación que el capital realiza en su anhelo de estado acuático total, de confusión intrauterina en el líquido amniótico del intercambio total de equivalentes).

No es la opinión pública la que, en primera instancia, eleva al poder político sus malestares, sino que éste y la utilización tendenciosa de los medios de comunicación son los que arrojan a la opinión pública la carnaza de conflictos abiertos con el único fin de legitimar en el inconsciente de la gente la gestión de unos asuntos irresolubles. La precesión del modelo xenófobo, o como queramos llamarle, se opera virtualmente ya en cada uno de los aspectos informativos sobre la inmigración y las situaciones actuales de “conflictos” entre comunidades. Las palabras revelan el inconsciente de aquellos que juegan a negar las implicaciones profundamente racistas de los propios discursos informativos y “democráticos”.

El verdadero temor de los cargos democráticamente electos (temor del que por primera vez se hizo eco Jordi Pujol en su artículo “Leyes, mentalidad y actitud” de “La Vanguardia” del pasado enero del 2001) consiste en que esta mina de malestar dosificado se les vaya de las manos y pase directamente a los que no se inhiben y sostienen el discurso xenófobo sin latencias freudianas del inconsciente. Aunque, por otra parte, la existencia de estos grupos, permite legitimar los discursos de la tolerancia como si éstos realmente creyeran y practicaran lo que afirman.

En este contexto de dulce hipocresía calculada, la clase política lleva a cabo sus experimentos locales, en vistas a una explotación del proceso inmigratorio, actitud de base cuyo oportunismo en nada difiere del “verdadero” discurso racista. Incluso resulta mucho más insidioso en la medida en que se filtra de la manera más piadosa un punto de vista fundado sobre la ignorancia, la ambigüedad y el sistemático emborronamiento de la realidad social. En cuanto al conjunto de la sociedad, de ella se puede decir lo que de los católicos: que hay xenófobos practicantes y xenófobos no practicantes, aunque todos comparten los principios borrosos de la misma fe etnocéntrica.

Se pretende que unamos el destino de la inmigración a la vez que pensamos en las “amenazas” que la “extrema derecha” hace pesar sobre unas sociedades supuestamente basadas sobre la tolerancia y la “apertura”. Este “fórceps” mental tiene un sentido y hay que situarlo en el contexto más amplio de las repercusiones de los atentados del 11 de septiembre. Después de estos atentados, en Europa se han acelerado todo los procesos que tienden al control, la exclusión y el chantaje a la integración de todos los que vienen de fuera. La excusa de la “seguridad” es a su vez la coartada que los poderes, todos los poderes, van a utilizar con descaro para cercar y poner en cuarentena a las comunidades extrañas.

Por eso, se acusa a la extrema derecha de xenófoba, cuando en realidad la hostilidad al extranjero está en todas partes y es alimentada de todas las maneras posibles, fijando  en el inconsciente de las masas europeas un determinado mensaje: el otro, es decir, el mal, tiene un rostro. Por supuesto, se dice que los xenófobos son una minoría social de perturbados y resentidos, a veces violentos individuos “extrasistémicos” que realizan eventualmente “un voto de protesta” contra una clase política que no atiende sus demandas. Nosotros, los que estamos del lado de la “tolerancia”, la integración pacífica y el respeto a los derechos y a las “diferencias”, no tenemos nada que ver con estos asuntos tan penosos. Y lo peor de la situación es que muchos se acaban creyendo su papel, lo que los hace todavía más grotescos.

Se produce un proceso reactivo en tres niveles, una precesión del modelo xenófobo que actúa de manera variable en el reparto del trabajo sucio: primero, se fija al otro en el imaginario (la fijación como intoxicación: en los informativos de la televisión no es extraña la asociación del otro, el agente patógeno islámico, con la delincuencia, la barbarie, el terrorismo y la intransigencia “fanática”; en las películas de Hollywood este dispositivo de asociación islam=terrorismo está todavía más claro, y suelen retrasmitirse, como que no quiere la cosa, en los momentos de mayor audiencia, después de partidos de fútbol: después de la celebración festiva de la victoria, el asesinato simbólico de la víctima sacrificial); luego, se concreta este vago estado de ánimo contra el otro en los discursos del inconsciente político europeo (la política reactiva como estimulación: entonces aparece en escena la extrema derecha racista, figurante de esta dramaturgia insensata, a sueldo de los benignos principios de las “sociedades abiertas”); finalmente, los virtuosos se toman los réditos de la estrategia (fase de la resolución final): los poderes “democráticos” y “liberales” toman a su vez las medidas oportunas en el absoluto silencio de las oficinas y los documentos oficiales, donde ya no llegan los ecos de la calle, debidamente utilizada en el momento apropiado.

Inútil, por tanto, referirse aquí a la eficacia de una “ideología”, pues no se trata en ningún caso de insuflar en la gente unos determinados “contenidos de conciencia”. Estamos más bien ante una cadena de estímulos, impresiones, imágenes, que quedan transferidas en el inconsciente poroso de las masas aculturadas. Se trata por ello de “provocar” y “manejar” las reacciones correctas del público (el ratón blanco y el psicólogo embatado: aunque todavía está por saber quién condiciona a quién en esta historia): esto no pasa por la ideología, como bien saben los norteamericanos, cuyo funcionamiento social tampoco pasa por la forma ideológica de la conciencia, sino por el puro condicionamiento cognitivo y el chantaje emocional abyecto. De ahí, la creciente asimilación del funcionamiento social europeo al modelo norteamericano, lo que algunos intelectuales nostálgicos de la conciencia estiman como una perturbación de su “trabajo crítico”.

La precesión del modelo xenófobo, en nuestro caso, pasa con toda naturalidad por la infiltración de la ficción mediática y cinematográfica en la realidad, y viceversa. Este es el elemento configurador y no la opinión, la ideología o la actividad de los políticos, antiguallas decimonónicas de las que convendría desprenderse en el análisis como elementos referenciales ya descalificados. El modelo precesivo es transversal a todas estas instancias caducas, que operan a su vez supeditadas a la precesión, en la misma dirección, mal que les pese. La previa incorporación de lo imaginario determina luego la “verdadera” realidad de los hechos.

El proceso etnocéntrico y la incultura occidental

Hay muchos testimonios del proceso etnocéntrico occidental: cuando los bienaventurados cristianos europeos del siglo XVI, entraron en contacto con los “pueblos salvajes”, se quedaron perplejos ante el descubrimiento inesperado de que existieran seres humanos sin noticias de la revelación cristiana, sin el conocimiento de la verdad universal de la redención del hombre por Cristo. Esta ya era en sí misma una señal de su diabólico estado de irredimible salvajismo, confirmado por sus creencias y prácticas, indudable y tautológicamente también “salvajes”.

Sólo había dos opciones: convertirlos a la verdad universal, para probar su universalidad misma, o exterminar a esos pueblos, pues constituían una prueba viviente en contra de esa universalidad antropológica de la verdad cristiana. No es que los salvajes fueran infieles, malvados que habían rechazado el mensaje evangélico, sucedía sencillamente que lo ignoraban por completo. Por tanto, debían ser borrados por completo de la faz de la tierra, pues su mera existencia creaba una contradicción insoportable para los cristianos europeos.

Así es como se originó el espíritu universalista, que con las categorías laicas de la razón y la ley opera de la misma manera que el sistema dogmático de la fe cristiana, que más tarde se transvistió en cosmopolitismo ilustrado, cuando el ciudadano europeo se podía permitir juzgar libremente todos los usos y costumbres refiriéndolos a su propia condición histórico-antropológica “superior” como el “verdadero” hombre civilizado; se desarrolló pronto, y dadas estas pautas previas debía hacerlo necesariamente, como colonialismo e imperialismo, desembocando en la disciplina científica de la etnología y la etnografía, que pasa a gestionar lo que quedaba de los pueblos salvajes, ya que se pensó, entre sentimientos de nostalgia y piedad, que algo de su presencia en este mundo debía ser conservado, por lo menos para guardar la memoria arqueológica y museística de una “humanidad” ya desaparecida.

Actualmente, en un sentido basto e irreflexivo, forma el núcleo de la mentalidad cotidiana de los occidentales en sus relaciones hipocondríacas con la alteridad.

Toda la humanidad que no pertenece a este universo, es literalmente una forma degradada que debe recluirse en alguna reserva. En cierta manera, todos los estados y todas las sociedades del llamado Tercer Mundo no son muy diferentes, para nosotros, de los indios norteamericanos, los indios amazónicos o los aborígenes australianos que habitan en reservas “acondicionadas” (es decir, embrutecidos por el alcohol y el “trabajo”, el gran descubrimiento terapéutico y económico occidental) para que no desaparezcan del todo. De hecho, el turismo visita El Cairo, Estambul, Nueva Delhi o Jerusalem en el mismo sentido y con la misma intención: todos son “nativos” simpáticos que se pueden fotografiar como “souvenir” de una temporada en las reservas mundiales.

Personalmente he escuchado a gente educada de clase media, que se considera de “izquierdas”, hablar de sus viajes al Tercer Mundo como si relataran una escalofriante experiencia “etnográfica” cuyos protagonistas fueran los miembros de “tribus salvajes” a punto de desaparecer. Y sin embargo, se trata de países vivos, contemporáneos, que existen realmente, aunque nuestra percepción ya esté por anticipada filtrada por la mentalidad etnográfica que inconscientemente poseemos para juzgar y experimentar las llamadas “diferencias” interculturales. La percepción antropologista de la unidad y la diversidad está tan arraigada en nosotros que ni por un momento dejamos de ser otra cosa que espectadores de un espectáculo casi simplemente producido para reflejar nuestra satisfacción o nuestra mala conciencia.

Todo el universalismo occidental procede de la misma manera: se expresa siempre como un muy peculiar código etnocéntrico de reinscripción de lo particular en un esquema apriorístico de equivalencias y diferencias. La verdad universal del mensaje evangélico ha sido sustituida por múltiples versiones seculares de lo mismo, todas ellas mucho más criminales que la versión del “copyright” cristiano, ya en sí mismo aniquilador: económica, tecnológica, política, sociológica y cultural.

La metafísica occidental es el material de este antropologismo etnocéntrico y culturalista: su concepto inaugural del ser es ya en sí mismo la forma absoluta de todo universalismo abstracto. A partir de este concepto universal, todo es deducido como inmanencia de una relación del pensamiento consigo mismo, y a su vez todo revierte sobre la inmanencia de lo humano, quedando establecido muy pronto como designio de la voluntad humana para transformar el mundo. Si el ser se confunde con los entes, éstos y su manipulación acaban siendo lo único humanamente real. De golpe, todo lo que no se convierta en mero ente sometido a previsión y cálculo, queda expulsado de lo normativamente “humano”. La mayor parte de la filosofía y la literatura occidentales no son otra cosa que esta perpetua humanización de lo real, este devenir humanizado de lo real a través del pensamiento identificado con el ser, y siempre en los términos de la más pura abstracción universalista, pues el punto de partida es esta misma identificación entre ser y pensar.

Por eso, hoy, entre los cosmopolitas, los culturalistas, los herederos de todo este idealismo antropológico, de esta religión secular, toda cultura auténtica se convierte en una universalidad indiferenciada, todo cae por el lado de la verdad universal secular, de la unidad antropológica bajo el control del código occidental. Entre esa gente, existe algo ininteligible que llaman presuntuosamente “cultura”, que no es otra cosa que el cúmulo desvencijado, la materia inerte resultante de la aniquilación de las verdaderas culturas, desaparecidas, despreciadas o exterminados por el código universalista. Esta gente es voraz, goza de una voracidad envidiable: todo lo que se convierte en signo indiferenciado de cultura es rápidamente engullido en el proceso de una pesadísima digestión.

Todo se transforma, con increíble facilidad, para estos ilotas de la cultural universal, en detritus recombinable en el menú mental de un inmenso “fast food” antropológico neutralizado. El historicismo es el ácido que ayuda a hacer esta digestión. Claro que el producto residual de la misma es siempre el excremento, es decir, lo universal. O dicho en términos más aceptables para el buen gusto, en términos por ejemplo del procesamiento de la información: input, las culturas “vírgenes” o históricas, output, todas ellas recicladas en lo universal atemporal, en el amorfo universo decadente de las “diferencias” asimiladas como variaciones sobre un mismo tema.

Da igual quién presida esta operación, los resultados son siempre y en todas partes los mismos, pues la matriz del código etnocéntrico universalista permanece incólume y el esquematismo mental es siempre de una lógica aplastante: la razón devora las culturas como estadios bastardos de pensamiento confuso, el progreso devora las culturas como prehistoria del hombre, la felicidad individualista devora las culturas como impedimento al libre despliegue de las virtualidades hedonistas del ser independiente, el espíritu de los idealistas devora las culturas como etapas de la autoconciencia; las relaciones de producción de los materialistas históricos devoran las culturas como fases ideológicas enajenadas de la penuria económica y del enajenador poder de clase, la ciencia y la técnica de los positivistas devoran las culturas como residuos de animismo y magia, la democracia y el estado moderno de los liberales devoran las culturas como momentos de barbarie del poder no representativo ni legítimo ni centralizado; el capital de los economistas y de sus dueños devora las culturas como sublimación de impulsos meramente egoístas, la voluntad de poder de los pseudo-nietzscheanos devora las culturas como grados insuficientemente desarrollados de la voluntad de vivir y desplegar las propias fuerzas más allá de las limitaciones antivitalistas de las morales y las religiones.

En sentido estricto, el Occidente actual, que nada tiene que ver con ninguna de sus estadios anteriores, aunque de ellos se alimente su “discurso culturalista”, carece por completo de una “cultura” digna de ese nombre. Por eso recurre a ese grotesco espantajo que es el resultado de la acumulación, la superposición, el análisis, la descripción, la historia, las clasificaciones, la evolución: expedientes, académicos o “vulgares”, de ese inmenso vaciado intestinal de las auténticas culturas, las que han desaparecido o están a punto de hacerlo. La galería, la arqueología, el museo, la sala de exposiciones, el archivo y la bibliografía son lo único que queda de ellas, último rastro precario de un “esplendor” aniquilado.

Así hay que comprender el antropologismo “humanista” occidental: como un sistema de ficheros que remiten interminablemente a discursos de y sobre la cultura en un momento en que ésta ya no existe, y desde luego no me refiero aquí a la “alta” cultura sino a toda cultura en tanto que conjunto de prácticas simbólicas de una sociedad con su propia historicidad o ausencia de ella. Del mismo modo que, según Foucault, las ciencias del hombre designan un objeto que, como tal, nunca había existido antes de ellas, también nuestro concepto de cultura es íntegramente producido por una determinada cultura en el momento final de su descomposición. La biblioteca universal de Borges es sólo una impostura, un juego intelectual para los exhaustos de su propia civilización, pero también puede ser, como en el caso del propio Borges, el espacio para una relativización radical del código que permite “leer” como equivalentes todos los “libros” de la cultura.

Lo que los occidentales llaman cultura es el podio o plataforma sobre la que se erige la exterminación de las culturas, el olvido obstinado y la pérdida de todo sentido de la temporalidad humana fuera de este desmedido proceso de acumulación en el vacío de todas las meras referencias culturales, que ya no actúan como fuerzas, recuerdos o impulsos de renovación o imitación, modelos o cánones admirados o discutidos, sino que más bien pasan a convertirse en signos puros, codificados y puestos en circulación, una circulación que los vuelve intercambiables y equivalentes.

Sólo porque nosotros ya no poseemos más que los signos desnudos y vacíos de todas las culturas, resulta posible desde ahora discutir sobre la superioridad de unas culturas respecto a otras, situándolas en un plano de equivalencia e (no-) intercambiabilidad que no es en ninguna manera el suyo propio, sino el efecto siempre perverso de un código universalista y etnocéntrico que basa todo su poder y todo su valor en el dominio del principio de convertibilidad de todas las culturas a los términos que sólo son suyos, porque tal código existe solamente para proyectarlos sobre sí y actuar como juez desde la instancia preestablecida del antropologismo secular. Pocos son los que se han tomado en serio los métodos, los objetivos y los resultados de la etnología y menos aún los que han sabido radicalizarlos hasta llevarlos a su propia disolución lógica, impulsándolos con fuerza sobre nuestra propia situación actual.

Pero nuestro concepto de cultura es perfectamente solidario de la lógica oculta del capital, que a su vez se levanta sobre una gigantesca pila de cadáveres, los de las sociedades desestructuradas por su ley, los de los pueblos aniquilados por su ignición y su fase de despliegue, los de las lenguas y las formas simbólicas muertas por su ilimitado materialismo, siempre determinante “en última instancia”. La cultura, el capital y el estado occidentales son, por definición y por los hechos, el resultado de una destrucción siempre recomenzada, ejecutada con la infalibilidad de un programa automático, pero cuyos efectos empiezan a resultar inesperados, pues esas tres estructuras motrices de nuestra civilización moderna se fundan sobre la desestabilización de todos los equilibrios simbólicos y orgánicos que unían al hombre y a la tierra desde las más tempranas fases de la “humanización”. Por eso, cuanto más “sublime”, más “avanzada”, más “perfecta” es nuestra “civilización” y su supuesto proceso evolutivo, tanto menos vivas están las culturas sobre las que aquélla se alimenta para realizar su metabolismo.

Escuchad o leed a los universalistas del “espíritu”, que no han cesado de hacer sus proclamas desde la ilustración y el romanticismo hasta hoy mismo, en la etapa de la semiología general de los mensajes informativos, en la etapa final de obesidad culturalista: os dirán siempre, imperturbables, que la cultura es un gran “valor”. Entonces comprobaréis a qué se refieren en realidad: la cultura es un valor en tanto que es un negocio, de hecho el negocio por antonomasia de esa invención idealista que llamamos “espíritu” universal, correlato necesario de un mundo completamente “materializado” en la pura abstracción de la realización de aquél.

 

La lucha contra la singularidad como lógica del sistema mundial

La singularidad, como demuestra la historia interminable de los encuentros entre europeos e indígenas, no “se negocia” en un mercado de equivalencias generalizadas. La singularidad se bate a muerte, se autoinmola o desaparece sin dejar rastro (como hizo deliberadamente Yukio Mishima, como el propio terrorismo suicida hace actualmente), todo antes de negociar los términos de su ingreso en esa esfera, entre beatífica y diabólica, de lo Universal intercambiable. Muchos pueblos de la Tierra se encuentran actualmente en esta situación desesperada de lucha contra lo que ya les ha vencido por anticipado al inocularles el virus de la identidad.

Por eso, la lógica actual del sistema, la mundialización, no es en el fondo enemiga de un determinado concepto de raza, nación o religión. Estas referencias supremas, de que abomina el universalismo en los discursos oficiales y en la mentalidad de las masas ilustradas, son por el contrario, objetivamente, cómplices, aunque parezcan ir en direcciones opuestas o entrar en contradicción. El universalismo las utiliza para recrear conflictos artificiales que a la larga le dan más fuerza para su implantación, legitimándola a término negativo.

Los procesos actuales de inmigración han caído en todas las trampas discursivas del universalismo. Sin duda, se derivan de una evolución mundial, que comprende la demografía, las tasas de crecimiento económico, los conflictos políticos internos, etc. Pero su esencia no está ahí verdaderamente expresada. La inmigración es una de las formas más originales de la reversibilidad de los procesos históricos. Por eso, es falso que la inmigración ponga en cuestión los “fundamentos” de Europa: el marco Estado-nación, la homogeneidad étnica y cultural, el pluralismo político o la tolerancia liberal. La inmigración no puede cuestionar aquello que ya no tiene ninguna efectividad, aquello que ya no tiene ninguna capacidad automotriz.

El choque que provocará la inmigración pertenece más bien al orden de los procesos de simulación: todos esos grandes valores son valores muertos a los que el choque con los inmigrantes van a permitir revivir ficticiamente como condiciones “reales” de conflicto. La futura identidad europea se hace con los retales de signos ya superados, sean éstos las formaciones étnico-culturales, o sean las formaciones democrático-pluralistas.

En ninguno de los sentidos en los que se pretende hacernos volver al orden de lo real, la destrucción de los fundamentos de Europa (raciales y culturales para unos, democráticos y liberales para otros) no significa ya nada, porque esa Europa a la que se apela en estos discursos autosugestivos no existe.

Las consecuencias de los procesos inmigratorios serán traumáticas, podrán provocar muchos conflictos, algunas se traducirán en estallidos sangrientos, inaugurarán una nueva etapa de la violencia social, de todo eso ya hay señales en toda Europa en una escala aún controlable por los poderes residuales.

Si esta Europa, hoy cómplice del etnocidio mundial, después de haber sido su agente, se hace a sí misma como una unidad “política”, como “coalición de identidades” fracasadas (y ya se sabe que el fracaso une como pocos vínculos), a través de los marcos jurídicos, militares, policiales, todos ellos fundados sobre un obsesivo control  de la circulación de personas, entonces se está construyendo objetivamente contra la totalidad del mundo islámico, por más que se hagan banales declaraciones de lo contrario.

Europa,  por su propia esencia moderna, tal como se ha decidido su construcción por las elites económicas y las clases burocráticas, excluye cualquier forma de constitución interna al margen de los intereses geoestratégicos de la política unilateral y miope de los Estados Unidos. Este servilismo es mucho más grave que un simple seguimiento cauteloso de una estrategia completamente destructiva: si a corto plazo da sus resultados, siempre es con un coste mucho mayor de lo previsto y con la recreación de conflictos cada vez más difíciles de resolver, a los que Europa “se engancha” en medio de una ceguera y una irresponsabilidad de sus elites y sus poblaciones que algún día se pagará muy alto.

Europa ha optado, o va a optar ya sin posibilidad de cambiar la orientación de su trayectoria, por la peor de las maniobras: la de mantener un “cordon sanitario” de vigilancia sobre sus minorías islámicas que viven en toda Europa occidental, a fin de asegurar la unión sagrada de unas evanescentes identidades nacionales, hace tiempo sacrificadas, no perdidas ahora, como se dice haciendo un uso descarado de  la más abyecta de las mentiras, por “culpa” de los procesos inmigratorios.

La Europa “amenazada” por las minorías islámicas es la Europa norteamericana, la Europa que ve cualquier cosa en la televisión, toma sus vacaciones y cree que la cultura de masas “hollywoodiense” es la cima de sus valores y sus diversiones, la Europa protegida por las bases y las flotas norteamericanas y mimada por sus capitales financieros. Esa Europa no merece ser tomada en serio ni por un solo momento. Si otros no lo hacen, Europa misma se hará una eutanasia ritual, como ya está sucediendo según todos los indicios. Nada sobrevive después de negar su propia esencia, o mejor dicho, sobrevive, en efecto, pero como negación de la negación: esa nada nauseabunda que como un aura celeste envuelve a los europeos.

Porque en efecto, las circunstancias actuales tras el atentado del 11-9-2001, son las de una aceleración, probablemente involuntaria, de procesos ya embrionarios hace años, procesos todos ellos dirigidos a la creación de un estado policial trans-europeo cuya función última y primera sería un control minucioso de toda esa parcela “maldita” de la sociedad europea que son las nuevas minorías inasimilables. Este control ya puede romper todas las amarras jurídicas, todos los miramientos “políticos”, puede ya desplegarse abiertamente, legalmente, con la mejor de las buenas conciencias y con la mejor de las justificaciones piadosas: la vieja argumentación de la razón de Estado, la que apela a la seguridad y la defensa nacional. El calado de esta transformación aún no se ha medido. Otros van a saber medirlo en nuestro lugar, justamente aquellos a los que les somete a medida.

En este sentido, la reducción política del Islam es un éxito del sistema, por lo menos formalmente, en lo que se refiere a la superficie del poder y de la sociedad, es decir, de los signos de “democracia” y “modernización” (que, como los de la riqueza, se quedan tan sólo en eso, en los meros signos, pero éstos, en el goce alucinado que proveen, siempre producen una gran satisfacción en los mismos que padecen la eficacia de los efectos reales del proceso de mundialización). El principal “activo” del sistema consiste en que las poblaciones son engañadas una y otra vez sin que nunca se produzca la menor resistencia: la “democracia” sirve para dar libre curso a estas posibles resistencias, dilapidándolas en cambios de gobierno, es decir, cambios de decorado y actores para una y la misma representación en el vacío de las verdaderas apuestas.

De ahí la necesidad cada vez más acuciante del sistema de “democratizar” el mundo (baza europea frente al “belicismo” norteamericano: nuevo juego de sombras chinescas: ¡cómo si los fines últimos no fueran los mismos!), justo cuando el sistema en Occidente hace tiempo que funciona en caída libre sin la menor necesidad de “democracia” política real. Siempre se trata de neutralizar a las poblaciones con la fantasía de una posibilidad renovable de cambio y mejora, ofreciéndoles la añagaza de que el poder puede ser ocupado por sus “representantes”, previamente sometidos a un lavado de cerebro profiláctico, cura higiénica que purga todo radicalismo real y convierte a los nuevos dirigentes en perfectos clones de la oligarquía mundializada a la que suceden y a la que, tarde o temprano, acaban por pertenecer en una promiscuidad endogámica que finalmente no engaña a nadie.

¿Cuáles son estas armas todopoderosas de Occidente, en particular frente a las sociedades islámicas en proceso de “secularización” ¿Habría que hablar realmente de secularización o de otra cosa distinta?. Occidente no “seculariza” el Islam mediante su sistema de valores en franca bancarrota, ni tampoco mediante la deliberada imposición de un “liberalismo político” tan menguado en su propio solar histórico convertido en erial, ni por supuesto mediante la aplicación del código universal de los derechos humanos en retirada. Estos son tan sólo los oligoelementos vitamínicos del discurso oficial “exotérico” de Occidente.

La realidad es otra: al Islam se le reduce y se le combate con otras armas mucho más insidiosas, son los códigos y los signos de la circulación y la liberación que ya actuaron en Europa durante la fase de formación de las sociedades de consumo desde los años 60 en adelante. Son las avenidas comerciales con sus grandes almacenes y sus anuncios de neón. Son las zonas de ocio con sus bares, sus discotecas y sus prostíbulos, donde el consumo de alcohol sea asequible para una mayoría recién “liberada” de sus obligaciones tradicionales. Son las películas con sus argumentos y sus efectos especiales al alcance de todos los públicos.

A lo que todos tendrán derecho es a la mundialización, no a la secularización ni a ninguna verdadera “modernización” ideológica, aunque una y otra en la situación actual sean exactamente lo mismo para las sociedades islámicas, como lo demuestra el ejemplo de la fracción privilegiada de la juventud iraní nacida después de la revolución de Jomeini. Lo peor de todo esto es que estos países acabarán por someterse a sí mismos a la experiencia de la Modernidad, de la que sin duda saldrán apocados y vueltos nulos, como nosotros, que quizás pronto empecemos a despertarnos de este mal sueño. Ellos, los otros, se habrán ahorrado el proceso, pero cargarán con las consecuencias inevitables de ser “modernos”.

Y para darle un rostro político a toda esta panoplia espectacular del mercado como único lenguaje social, por supuesto, habrá que transformar a los supuestos movimientos “islamistas moderados”, como el de Erdogan en Turquía, prototipo de experimentos futuros, en honestos partidos al estilo “democristiano” europeo, sin cuya cobertura el puro proceso de mercantilización de la vida sería mal recibido o poco tolerado. No ya Turquía es el centro de este experimento, sino la ciudad de Estambul con sus doce millones de habitantes: éste es el verdadero modelo de la operación “made in USA” de reducción del Islam a los límites consensuales de la “democracia” y el mercado.

Un reportero de un periódico nacional, Javier Valenzuela, de “El País”, dice que esta ciudad es mucho más europea que el resto de Turquía porque en sus calles “la mayoría de sus habitantes son más altos y de piel más clara que el resto de los turcos”. Como se ve, la occidentalización no excluye la metamorfosis de los rasgos étnicos de la gente, pues sin duda una asimilación cultural bien temperada se refleja en el mejoramiento de la raza. Además hay que estimar que las costumbres también se vuelven más coherentes con el modo de vida: “los bares y las discotecas están más abarrotados en las noches que las mezquitas al mediodía del viernes”, lo cual expresa ciertamente el verdadero triunfo de la sociedad occidental en sus márgenes advenedizos.

Hace mucho que Europa eligió qué Islam es el que se adapta a sí misma: el mejor Islam es, por supuesto, el que ha dejado de existir, como el mejor indio es el indio muerto.

Los muy poco hegelianos norteamericanos, con todas sus ridículas soflamas belicistas, se han convertido en nuestros principales proveedores de “dialéctica” y antagonismo, nos venden a buen precio las dosis necesarias de legitimación y legalidad para que los gobiernos europeos puedan a su vez designar un enemigo implícito del que en el fondo tienen unas ganas espantosas de deshacerse, pero no saben cómo (población inmigrante de origen árabe, turco, magrebí, pakistaní, sobre todo la de religión islámica).

El método Milosévic en Bosnia no está aún patentado, pero sutilmente no falta mucho para que se lo pase de contrabando. En el juicio que le imputa crímenes de guerra se ha defendido poniendo sobre la mesa las cartas marcadas de sus compañeros de juego, los que miraban para otro lado cuando sus hombres realizaban las matanzas de bosnios, como ocurrió en Srebenica en 1.995 ante las narices de las tropas de la ONU. Aunque nuestro genocidio será a la medida de la sociedad “chaise longue” europea: se hará en un contexto abúlico de clandestininidad y legalidad, como se efectúa un aborto, un transplante de riñón o una operación de cirugía estética. Sólo que nosotros corremos el riego de dejarnos la cara entre las manos enguantadas de nuestros cirujanos, profesionalmente, sin duda, poco cualificados.

Pero también hay que saber que los europeos ya no son pueblos ascendentes ni jóvenes, sino formaciones esclerotizadas en plena desagregación global, asociaciones de vecinos seniles cuyo instinto de supervivencia se limita a hacer lo necesario para  pagar la factura del gas y la electricidad en común. En estas condiciones patéticas, ¿qué íbamos a defender?

Entonces debemos aprender a pensar en Europa como algo pasado, como una unidad histórica y cultural que, si a lo largo de unos mil años ha encarnado algún principio trascendente, hoy éste ya no existe, o se manifiesta débilmente como una forma triunfante de nihilismo, incapaz de sostener una identidad o una historia específicas. Europa ha perdido su singularidad en lo universal, según dice Baudrillard, y éste es un crimen contra sí misma irreparable, pues la singularidad nunca se ofrece dos veces.

Este abolirse a sí misma en la forma vacía y abstracta de lo universal, según un movimiento dialéctico que finalmente ha resultado verdadero, Europa ya lo conoce y no está dispuesta a renunciar a este absoluto que es para ella la encarnación histórico-metafísica de la conciencia universal o su infortunio, lo cual viene ya a ser lo mismo (la conciencia universal como infortunio). No renunciará a él porque le ofrece el último asidero de sentido, porque este absoluto universal encarnado representa el único subterfugio de sentido que le queda, después de realizados todos los demás como meras formas instrumentales de su despliegue: la igualdad jurídica alcanzada por sus revoluciones políticas, su democracia como nivelación total, sus derechos humanos como estrategia de la dominación mundial, la promoción incondicionada de todo lo humano instanciado al estatuto de sujeto a través de las sucesivas liberaciones.

         En la comprensión universalista del ser del hombre está la verdad de Europa y esta verdad, paradójicamente, expresa su profunda singularidad, pero sólo a condición de entenderla como pérdida de toda singularidad. De ahí la desnudez y la orfandad de todo el discurso intelectual contemporáneo, filosófico, moral, estético o científico: sus obscenos efectos de redundancia, su penosa insistencia ideal en esta verdad consumada y consumida como tal en los hechos mismos, graduados según el punto focal de lo universal como absoluto y como abstracción inhumana de cualquier singularidad real.

         En un contexto semejante, puede asegurarse que no habrá «ave Fénix» de lo universal materializado: Europa no volverá a encontrar una singularidad propia desde sí misma. Sin embargo, podrá alcanzarla en el entrecruzamiento fatal con el destino de otros pueblos a los que ha subyugado al mismo dictado opresivo de lo universal ¿Quién sabe si la inmigración masiva con que planea el provenir inmediato, más allá de todas las posturas triviales que rodean el asunto, racistas o humanistas, no será una última oportunidad ofrecida para encontrar, a pesar nuestro, otro destino, otra historia diferentes al maleficio de la racionalización universal?

   La futura convivencia forzada de poblaciones de distinto origen es una oportunidad para la metamorfosis, es una oportunidad para que Europa renuncie radicalmente a su vocación universalista como definición de su ser moral y metafísico, arrojándose a la búsqueda de nuevas formas de socialidad que ya no puedan fundarse en el régimen teórico-práctico de la universalidad abstracta con que pretende aniquilar la alteridad radical de un mundo que se infiltra en su propio corazón. Siempre que renuncie a una comprensión universalista y humanista del hombre, de lo contrario, como ya sucede actualmente, sólo se enredará en interminables procesos moralizantes que agotarán aún más cualquier esperanza y voluntad de lo nuevo.

         Esta Europa que ya se siente sacudida en su espectralidad diurna por la falsa oposición entre xenofobia e integración a la fuerza en el cuadro de lo universal-mundial, en las próximas décadas, complicadas por una competencia feroz por el poder mundial a través del dominio de la técnica en todas sus direcciones, se sentirá aún más abatida y decadente ante su imposibilidad real de superar el horizonte en que se encierra su comprensión del hombre, con la conciencia tranquila de encarnar el Bien (el «buen» ideal de lo universal integrador y pacífico).

Para sobrevivir, no le quedará más remedio que «saltar por encima de sí misma» en un último esfuerzo de desafío y antagonismo frente al propio movimiento dialéctico que ella ha puesto en marcha. Sin embargo sabemos bien qué escasas son ya las reservas de fuerza conflictual, apalancados como estamos en la mera contemplación del destino miserable de los otros. Lo peor de todo sería perseverar en la nivelación destructora como potencia secundaria de los designios del capital trasnacional en esta gran reserva eco-biológica de la Eurozona.

Nuestra supervivencia ya no depende de nosotros mismos, ni de la energía ni del dinamismo interno que estemos dispuestos a entregar. La época de la autodeterminación, de la soberanía, incluso a escala continental, ha pasado, hace varias décadas entramos en una nueva fase cuyas primeras señales de trasformación en profundidad de todas las relaciones sociales, políticas, sólo tardíamente se experimentan ahora, cuando ni siquiera hay fuerza intelectual, moral o política que pueda proyectarse, que pueda proponer un diagnóstico radical, que sea capaz de «imaginar el futuro», adelantándose para modelarlo como proyecto más allá de la materialización trasparente de un presente estancado en la reproducción banal de todo lo que ha sido, desarrollando una hermandad incestuosa dirigida por el bienestar, la circulación liberada y la mercantilización general.

Las poblaciones desestructuradas, desterritorializadas, a las que toda identidad ha sido arrebatada, son la metáfora, y mucho más que la metáfora, de un mundo de la apatridad, es decir, de un mundo sin origen ni historia, y lo que todavía es mucho peor, sin destino o con un destino ya sacrificado. Muchos pueblos innombrables son nuestra imagen invertida, el otro lado del espejo en que, bajo ningún concepto, deseamos mirarnos. Porque virtualmente todos somos ellos, ya aquí, en este Occidente final. Nosotros somos también lo que están deviniendo ellos, nosotros no ponemos sino devenir ellos, nuestro reverso de una voluntad de poder absoluta.

Entonces, cualquier idea humanista de la Humanidad resulta del todo inútil para pensarnos, puesto que nuestra proyección en el mundo también nos ha sido arrebatada, y nadie posee el privilegio de pensar el ser, ni siquiera nosotros, los que les hemos arrebatado el ser (la lengua, el hogar, la comunidad, las creencias, en definitiva su espacialidad y su temporalidad existenciarias, antes de quitarles la vida misma) a aquellos mucho mejor adaptados a la vida que nosotros. Pero nosotros somos los sujetos de esa historia simulada de la Humanidad, nosotros somos su encarnación y su fin, también el medio a través del cual el mundo será “humanizado”, es decir, apresado  en la condición obsolescente de residuo. El juicio y la reflexión tienen que dejar de ser cómplices de las categorías a través de las cuales Occidente ha ejecutado sus planes de exterminio de la alteridad.

¿Por qué este extraño privilegio? ¿Por qué esta concesión perpetua e ilimitada de ser la encarnación del tiempo, de la verdad y de lo humano? ¿Por qué esta decisión de suprimir el devenir de los otros? ¿Por qué esta obsesión criminal por exterminar toda alteridad? ¿Contra quién se dirige toda esta violencia, visible por doquier en el mundo e invisible para una conciencia hipertrofiada con sus propias mentiras de consolación? La “superioridad” de Occidente no es económica, ni tecnológica ni militar, éstos son sólo factores externos, superficiales, de la realización virulenta de una idea, de un proyecto secreto, innombrable, de un destino, quizás, que conduce desde hace mucho nuestro universo mental, nuestros valores y nuestra cultura. Hasta los mismísimos “derechos humanos” son la expresión más pura de esta superioridad, de esta profunda convicción moral, la de poder encarnar impunemente el Bien y erigirse en el “amo de las diferencias”, en el juez absoluto de las diferencias.

Si Occidente arrastra al mundo hacia el más absoluto desarraigo, hacia la más abyecta desterritorialización, no sólo física, geográfica o cultural, si practica en todas partes y bajo diversos procedimientos un exterminio total del otro, deben de existir razones que exceden ampliamente el mero designio histórico de una explotación intensiva del mundo, de un agotamiento de toda posibilidad de destino fuera de esta determinación última de llevar a cabo la realización incondicional de un “materialismo” cualquiera.

Si el destino de Occidente es trasformar el mundo en lo mismo que él mismo es, entonces su pensamiento se ha convertido, de manera radical, en el origen de este devenir lo mismo, pues el pensamiento de Occidente se define ante todo por el olvido y la represión de toda cualidad diferencial, de toda ilusión del mundo, de toda alteridad: el pensar occidental se autodetermina, él mismo, como un acto de violencia ilimitada contra lo que es, en un movimiento universal de apropiación por la subjetivación-objetivación. Sólo porque se determina lo que es desde este pensar, puede el mundo ser “apresado”, puede el hombre ser subjetivado y objetivado a un mismo tiempo.

Actualmente, toda la defensa última del sistema pasa por un blanqueo desvergonzado, con toda clase de superfluas moralizaciones, de esta situación universal, y son precisamente los supuestos valores más nobles de Occidente los que se encargan de hacerle el trabajo sucio al sistema, pues estos valores conservan, en su estado más puro, las categorías esenciales del exterminio: liquidación de la costumbre patrimonial y de la tradición por los derechos universales abstractos, reducción de lo social orgánico a lo individual mecánico, autonomización de la instancia política estatal como instrumento de desestructuración, supresión de la espontaneidad social por la programación racional de la economía emancipada de toda necesidad comunitaria, etc.

Ahora bien, la peor de todas esas categorías, aquella sobre la que se eleva todo el edificio de la dominación, es la idea misma de “Hombre”, es decir, la comprensión del ser del hombre como se determina históricamente en el pensamiento occidental, en especial moderno, como sujeto libre, como autoconciencia que totaliza el devenir y como voluntad de poder incondicionado.

En el espacio figurativo construido desde esta perspectiva ideal de todo Humanismo, el punto de fuga hacia el que se dirigen convergentemente todas las líneas, es, por supuesto, el epicentro catastrófico de los valores occidentales, pero unos valores carentes por completo de valor, es decir, pura virtualidad de un valor que, al liquidar todo antagonismo profundo, secreto, toda alteridad y todo devenir, se encamina en línea recta hacia su disolución, o mejor, dilución, en la barbarie que denuncia.

Así es como los defensores a ultranza de los derechos humanos, las asociaciones en defensa de la vida humana y de los principios democráticos a escala mundial, se extrañan, se sienten perplejos al comprobar cada año, tras cada nuevo informe de Amnistía Internacional que, una vez desaparecidas muchas dictaduras, las democracias que las sustituyen continúan su tarea de exterminio lento, aún más sofisticado, de sus poblaciones. Olvidan que este exterminio hace mucho que ha sido programado, y los medios con los que se ejecute son del todo indiferentes a los resultados realmente perseguidos.

Así, este axioma que apenas hace a nadie reflexionar sobre su génesis, sobre su razón de ser: cuantas menos dictaduras hay en el mundo, más se transgreden los derechos humanos, mayor es la precariedad del «derecho a la vida», a la libertad, etc. Ahora bien, lejos de resultar paradójico, este dilema nos plantea abiertamente una cuestión muy diferente a la que se esconde en el patetismo del lamento oficial: el discurso oficial de los derechos humanos es el mecanismo de blanqueado y reciclaje de todas las barbaries contemporáneas, los dueños de la verdad y el bien son los cómplices reales de esta barbarie, y de nada sirve elevar este blanqueamiento a una superreacción maximalista e histérica, enfrentando, sincera o hipócritamente, la teoría y la voluntad a la efectualidad del poder mundial.

         En cualquier caso, la doctrina de los derechos humanos responde a una reactividad mortal para los pueblos sobre los que se interviene quirúrgicamente con la débil anestesia de este jurisdiccionalismo banal. Los derechos humanos son lo que queda cuando todas las defensas tradicionales de una sociedad y cultura estructuradas en torno a sus propios valores orgánicos se han perdido o han sido destruidas por aquellos mismos que luego vienen beatíficamente como misioneros laicos con este discurso de recambio, de suplantación y exterminio, para borrar precisamente las huellas del exterminio anterior. De ahí que la gran tarea del blanqueado preceda a la imposición de la doctrina, o a su suspensión «transitoria» en el caso de los refractarios a lo «universal».

         Entonces comprobaremos cómo empieza a hacerse demasiado cierto aquello que afirmaba Heidegger cuando decía que el convertir las cosas en valor era «una blasfemia contra el ser», un dejar caer lo valorado (sea incluso el derecho a la vida) en una indistinción y una indiferencia de lo que lo fundamenta como valor. Pero entonces, ¿qué es lo que convierte al hombre en un valor al proclamar, demasiado generosamente para ser verdad, este derecho intrínseco a ser hombre bajo unas muy determinadas condiciones de valoración? Entrar en un debate semejante es del todo inútil, pues desde el momento en que se acepta discutir sobre valores, estamos atrapados sin querer en la propia dialéctica fatal del valor ya definido como valor o, peor aún, como universalidad del valor, y aquí no se trata de una cuestión de ideas ni principios sino de cómo el hombre real es sacrificado al altar de la figura ideal de un valor, sea el que sea pero siempre enunciado como valor.

Y actualmente ni siquiera eso, el valor de los valores occidentales, la doctrina y la práctica de los derechos humanos, es parte integrante de un dispositivo mundial de blanqueado, una estrategia política de disuasión y contención, un reciclado vergonzante de lo peor de las estrategias occidentales de exterminio y destrucción, algo infinitamente manipulable en función de los eventuales intereses occidentales de control y pacificación a la fuerza de los pueblos, a fin de que la circulación liberada del otro valor (económico: desde el turismo de masas «trashumantes» a la inversión occidental) se produzca sin limitaciones de ningún tipo.

Lo vemos día a día, de la manera más exasperante posible: el valor de los valores sólo valoriza a aquello que cae del lado de acá de la universalidad abstracta occidental traducida en participación beatífica en los intereses bien administrados de lo mundial: lo que cae del otro lado de esta misma universalidad, siempre será sacrificado, violentado y destruido, y este acto siempre a la vez legitimado en nombre de la doctrina, o sencillamente censurado, omitido, inhibido. Al implicarse en esta dialéctica inextricable de lo universal y lo mundial, la doctrina de los derechos humanos, sin necesidad si quiera de hacer su genealogía histórica e ideológica, se convierte en la negación de aquello que afirma, oponiéndose a sí misma a través de la resistencia de aquello que no puede digerir en su organismo sin defensas propias.

Entre otros muchos, hay están para probarlo los casos recientes, iraquí, argelino, palestino, bosnio etc, en los que los derechos humanos no funcionan en la medida en que estos pueblos, por diferentes razones, ya han caído del otro lado de lo universal y deben ser «reconducidos» en el «buen» sentido. Por no hablar de los que, sencillamente, se ponen la careta del gran valor para cometer «responsablemente» las peores atrocidades (los judíos, los norteamericanos), las que apenas saldrán jamás en la tele ni en los periódicos, pues lo universal-mundial es endogámico, sólo copula lícitamente con lo que es de su misma naturaleza (ecuánime incesto entre los medios de comunicación y la ideología oficial, sin complejo edípico, pues los muertos raramente tienen el privilegio de expresarse y el médium de los medios no es precisamente, a pesar suyo, un buen vidente).

Así pues, se nos dice para convencernos de la buena voluntad de los derechos humanos que éstos defienden al hombre: se suele olvidar, o pasar muy a la ligera, que defienden precisamente al hombre del propio hombre, como los “derechos” de los animales aparecen cuando son exterminados por el hombre, o cuando se habla también de los “derechos” de la Naturaleza, agredida sistemáticamente por una explotación fuera de todo límite y control llevada a cabo, planificada y ejecutada por el propio hombre.

En el carácter genérico de esta palabra se plantea un pequeño problema: el hombre al que defienden y protegen los derechos del hombre es agredido, violentado por el propio hombre, pero ¿ese hombre es alguien anónimo, realmente genérico, sin rostro? No, ese hombre que violenta, que agrede, ése es justamente el hombre occidental, el mismo que, erigido en Sujeto Universal de la Historia, se abroga la enunciación del Derecho, de la Verdad y del Sentido. Luego el criminal y la víctima, recogidos por lo genérico de la palabra “Hombre”, son hombres realmente diferentes.

Toda la estrategia “política” de fondo en el planteamiento implícito de los derechos humanos reside aquí: intentar por todos los medios confundir la identidad del criminal y la víctima a fin de seguir manteniendo al hombre occidental como el privilegiado sujeto de los valores universales, sus propios valores y los de nadie más. Actualmente, esta confusión se observa ya en todas partes sin que nadie se dé cuenta de su verdadero significado y, menos que nadie, los intelectuales, que, desde luego, no suelen entender mucho de “estrategias” a largo plazo. Los derechos humanos ocultan sistemáticamente el exterminio occidental de los hombres concretos y están justamente ahí para eso.

Hay que decir, no obstante, que ni siquiera con esta cobertura, Occidente deja de ser el criminal y lo es de las maneras más sutiles y, por ello mismo, más cínicas y vergonzosas. Pero la primera amoralidad, la fundadora, es aquélla misma que produce la moralidad como absoluto: la amoralidad de confundir, mezclar las identidades del criminal y la víctima. Todas las demás amoralidades se derivan de esta complicidad.

        

«Quema el coche y corre»

En los sucesos que han tenido lugar en Francia entre finales de octubre y primeros días de noviembre de 2005 es toda la putrefacción de un orden social lo que revienta. Pero no se abre la herida sólo de la sociedad francesa sino la de toda la sociedad europea. Como en cualquier acontecimiento actual, la ausencia inmediata de consecuencias de cuanto pasa no impide sin embargo que hagamos un esfuerzo de imaginación.

Si estuviéramos en un verdadero orden social y político, el acontecimiento tendría algún sentido. Como ya no lo estamos, el acontecimiento no tiene ninguno, pero aun así hay que figurarse que estamos en alguna sociedad y en algún Estado y que el acontecimiento significa algo, aunque no se sepa decir muy bien qué. Todo lo que puede hacerse actualmente con los acontecimientos sociales, políticos o culturales es una especulación, casi en el peor sentido de la palabra, ya que carecemos de todo orden referencial. En lo que sigue, el término “sociedad” y otros similares (gobierno, Estado, moral, principios democráticos, etc) serán empleados tan sólo en sentido hipotético o sobreseído, sin concederles una dimensión realista o efectiva. No debemos dejar que los fantasmas nos acosen.

Así pues, aceptemos que no disponemos de ningún criterio preestablecido para interpretar y enjuiciar estos sucesos, salvo la voluntad de exorcizarlos no importa cómo. El lenguaje mismo es el medio del exorcismo: los medios de comunicación no informan sino que exorcizan, es decir, la información es una variante del puro exorcismo. Cuando enciendes tu aparato de televisión para escuchar el boletín de la jornada, el olor del hisopo no está lejos. Hagamos entonces el juego a todos los juegos de lenguaje y veamos a dónde nos llevan.

En efecto, todas las consignas se ponen a trabajar: la miseria, el paro, la exclusión, la discriminación (¡incluso positiva!) de toda una sociedad hacia sus parcelas “malditas» estarían en la raíz del “problema”. Pero la miseria, el paro, la exclusión y la discriminación no son algo accidental sino la lógica misma del sistema que utiliza la inmigración como forma de explotación estratégica en los sectores donde las máquinas todavía no realizan las tareas humanas: sectores no cualificados a los que corresponde la renta salarial a la baja en la lógica clásica del XIX. Ya se sabe que cuando se habla de integración, lo que se quiere realmente decir es que hay que comprar la buena voluntad de la gente para el pacífico consenso con salarios homologados al estándar de vida de las clases medias.

Por qué los extranjeros son un problema, eso nadie lo pregunta, sin embargo. Ni tampoco para quiénes son un problema. Se comprende de suyo que la sociedad occidental jamás es un problema para sí misma ni para los otros: ella no es nunca el problema, sino su solución. No tenemos siquiera un nombre para denominar el acontecimiento, señal de su carácter irruptivo, o eruptivo, o quizás también implosivo: no es un levantamiento o una sublevación civil, ni una insurrección, ni un motín, ni una revuelta… No es, por supuesto, una revolución (alguna vez hubo alguna, pero eso está ya archivado y no volverá jamás a repetirse).

Se dice que se trata de “disturbios” del orden público, se habla de “guerrilla urbana”, de “intifada de los suburbios”, con las asociaciones apenas subliminales que se sobreentienden: pobres desarrapados lanzando piedras contra unas fuerzas de seguridad cuyos uniformes y artefactos de diseño equivalen al salario o a la prestación social de cualquiera de los jóvenes inquietos que se les enfrentan. Una buena policía empieza por un buen equipamiento…

Por otra parte tampoco está claro cómo debe llamarse a los habitantes de estas zonas, a las que aún menos sabemos nombrar. Estos jóvenes revoltosos, ¿son inmigrantes, extranjeros o son franceses? Y si son franceses, ¿son franceses auténticos?, lo que no está lejos de la afirmación subterránea de que “no merecen ser franceses”, pues están faltos de la consabida cortesía y buena educación típicamente francesas. En todo caso, la Francia oficial, como la “Europa divina”, ya sólo puede reconocerse a sí misma por mediación de lo que constituye su margen, la parte oscura de lo inasimilable. No hay definición positiva de ninguna identidad, sólo grados de su ausencia.

En cuanto a las zonas urbanas en que viven, las barriadas, cada etiqueta es ya una declaración implícita de intenciones: suburbios, barrios marginales, alojamientos de alquiler barato… En general, es el área prohibida donde habita la “racaille” de Sarkozy (gentuza, chusma: ¡la vieja “plebe urbana” de Roma!, en la era de las telecomunicaciones y la aldea global: a falta de gladiadores, ella misma se monta sus propios espectáculos).

Por lo tanto, no tenemos ni un agente ni un discurso a los que apelar para referirnos a este acontecimiento que en el fondo también es un no-acontecimiento. En un orden que ya no es histórico, ninguna de las anteriores referencias tiene valor más que a título de coartada de no importa qué.

Luego, la furia autodestructiva, que nuestra mentalidad de pequeños propietarios nos impide explicar. Pero precisamente lo inexplicable es lo único que hoy constituye lo apasionante. En cierto sentido, la agresión es autoagresión, síntoma de la impotencia que revierte contra sí mismo. Destruir los bienes del propio barrio, ¿no es eso acaso un síntoma morboso de verdadera perturbación mental? Pero, sobre todo, es una muestra de desagradecimiento. Aquí habla el paternalismo de las gentes bien pensantes, perfectamente identificadas con los beneficios de la “integración” y cuya “gratitud” hacia el Estado y hacia sí mismos es bien comprensible.

Por cierto, las cámaras de televisión se encargan de hacer constar las señales de disgusto de los propios trabajadores inmigrantes de estos barrios por la irresponsabilidad civil de los alborotadores, que no respetan ni lo que les es “propio”. Se afirma que los inmigrantes de primera generación suelan estar más agradecidos a la sociedad de acogida que los de segunda generación. Y los de tercera no están nada satisfechos, según parece. En cuanto a los de cuarta generación…  ya veremos.

Imaginaos a los burgueses y a los nobles de ideas ilustradas arrojándose a la calle el 14 de julio para increpar a la gente del pueblo por asaltar la Bastilla, argumentando que eso va en contra de sus “propios intereses”. Es que hoy las Bastillas de verdad son todos esos barrios donde se hacinan los inmigrantes de todas las ciudades de la Europa Occidental. En Italia, el gobierno ya empieza a sentirse nervioso, porque reconoce que en sus barriadas de inmigrantes las condiciones son mucho peores que las de Francia.

En España, nuestro optimismo congénito no permite afirmar nada parecido, aunque en algunas partes hay ciertos “problemillas” que la policía tiene “controlados”. Todo lo verdaderamente “social” de nuestra “sociedad” tiene un evidente carácter clandestino y casi “terrorista”: las bandas latinas de las barriadas periféricas, el soterrado crecimiento del islamismo entre los jóvenes magrebíes inmigrados, los grupúsculos xenófobos… Para la imagen que nos hacemos de nosotros mismos, todas esas formas sociales son delincuencia, patología, radicalismo, en una palabra: terrorismo.

Cualquier forma de vinculación fuerte, de obligación recíproca, de identificación incluso marginal del individuo con otra cosa que él mismo y su aislamiento confortable no están lejos de provocar el pánico, en unas sociedades desprovistas de un orden simbólico colectivo fuera de la participación apática en el “modo de vida” del consumo y sus signos impuesto como horizonte insuperable. Las últimas generaciones son precisamente aquellas sobre las que recae la experiencia de esta pérdida de todos los referentes que anteriormente se habían hecho cargo de gestionar mejor o peor las identidades. Y da igual quién sea el nuevo desarraigado: los metecos hispanoamericanos, magrebíes o africanos o los “nativos”, los que todavía creen que ellos por su parte “están en casa”. Pero hoy nadie está verdaderamente en su casa en ninguna parte. También aquí sólo hay variedades o niveles de conciencia reactiva ante la desterritorialización y el desarraigo de todas las poblaciones.

El balance de la revuelta francesa también es revelador de nuestro estado de cosas: entra en los parámetros cuantitativos con que las tecnocracias occidentales se enfrentan a todos los asuntos a golpe de magnitudes y estadísticas comparativas. El número de vehículos incendiados es el baremo de las formas posmodernas de malestar, lo que es lógico, lo mismo que los porcentajes de maltratadores, pedófilos, drogadictos, fumadores, ludópatas, adictos al sexo y otras categorías que pasan a ocupar los puestos malditos del nuevo orden profiláctico mundial. El siglo XIX tuvo sus masas alcoholizadas de proletarios, nosotros disponemos de muchas más variadas vías de escape de otra especie de miseria a la que tampoco nadie quiere nombrar.

El automóvil, además de símbolo de muchas cosas, es la unidad de medida del bienestar y el movimiento compulsivo en la sociedad del bienestar. Por lo tanto, unos pocos miles de automóviles quemados pueden interpretarse ya sea como éxito desde el punto de vista de los jóvenes nerviosos o como un fracaso desde el punto de vista del poder (en relación con el volumen total de coches del país, 10.000 vehículos incendiados es una insignificancia). Hasta el punto de que todo se da por concluido cuando las cifras de automóviles quemados se reducen a su justo medio estadístico. Tan repentinamente como hicieron irrupción en los noticiarios, los sucesos desaparecen pronto sin dejar el menor rastro. Devaluación informativa, como la de tantos otros acontecimientos, que contribuyen un poco cada más a nuestra diaria lobotomía.

El único signo externo e identificativo de la “revuelta” es éste: se trata de una rebeldía de un grupo de edad y origen étnico, religioso y social perfectamente delimitado: adolescentes magrebíes y africanos (o subsaharianos, eufemismo geográfico sumamente vago aunque correcto para evitar el ofensivo término “negro”, de uso coloquial). Jóvenes mudos, mal escolarizados, parados, sin consignas, sin reivindicaciones, sin representantes, sin ideología, perfectamente posmodernos sin saberlo y a su pesar, como por lo demás todos nosotros: actúan (pero no demasiado) sin guardar las formas de la sociedad “democrática”.

Sí, es cierto, actúan devolviendo bastante benévolamente el modo como han sido tratados y lo seguirán siendo ellos mismos y sus hijos. Estos sucesos, en cierto sentido y a su manera, expresan el no inarticulado apenas de una buena parte de la población francesa al proyecto de Constitución europea. Francia es actualmente la avanzadilla de la quiebra de todos los principios representativos, democráticos y morales de las sociedades europeas. Nosotros vamos a recorrer muy pronto el mismo camino, pues desde ahora mismo ya estamos en él.

Otra cosa resulta bastante sorprendente, el hecho de que en estos días no se hayan provocado actos de violencia con víctimas mortales: la ausencia de sangre es uno de los rasgos más chocantes de todos los sucesos posmodernos. Y para los efectos es lo mismo que la sangre derramada sea también ocultada y maquillada, como hizo el gobierno inglés del “laborista” Blair de manera magistral en los atentados contra el metro londinense el 7 de julio de 2005, que, recordemos, fue un atentado ejecutado por jóvenes inmigrantes pakistaníes nacionalizados procedentes del área de Bradford y de las ciudades británicas con grandes comunidades inmigradas que en julio del 2001 conocieron ya la manifestación de estos malestares tan “inexplicables” para nosotros (todo lo que nos toca, o debiera tocarnos de verdad, es exactamente lo que no queremos ni podemos explicar…).

Idéntico comportamiento del poder en el devastador huracán “Katrina” de primeros de septiembre de 2005 en Louisiana: la ocultación de los cadáveres tiene la misma lógica tanto en un atentado terrorista como en una catástrofe natural. En ambos casos el poder en su forma actual tiene que negar la evidencia para seguir siendo el poder, lo que implica que nos las tenemos que ver con una forma de delirio y de esquizofrenia cada vez más profundas, la misma que también afecta a las poblaciones del mundo desarrollado en su relación con sus propios principios y en su relación con el resto de hombres. Esto contrasta fuertemente con la sobrexposición de la catástrofe del sudeste asiático de diciembre del 2.004: se llegaron a vender a turistas occidentales postales con fotografías de los destrozos y los cadáveres a manera de “suvenir”.

Todo el mundo felicita a Sarkozy por haber conseguido que la revuelta acabara sin muertos, lo que en ciento sentido equivale a su sobreseimiento y desaparición en la memoria, simultánea a su propio estallido. Que los actos colectivos de malestar no puedan terminar en verdadera violencia política o histórica dice a las claras cuál es la situación general de pánico y nulidad en la que nos encontramos como comunidad inexistente.

En todas partes, cuando hay un primer muerto, casi siempre accidental, todo el mundo se vuelve a casa a mirar la televisión (recordad lo que pasó en España las jornadas del 11, 12 y 13 de marzo del 2.004, tras el atentado contra los trenes madrileños). Lo que demuestra que estamos muy lejos de una verdadera violencia histórica, o simplemente, de una violencia impulsada por un odio y una rabia irreprimibles. En las condiciones actuales, ni siquiera esto es ya posible: uno se inhibe, se controla, porque sabe por anticipado que su impotencia para cambiar algo es total, su impotencia para conmover a alguien es inapelable.

Entonces es cuando se empieza a simular la violencia, que no es muchas veces otra cosa que una manera de prolongar la autorrepresión. Y entonces todo acaba penosamente en el arresto domiciliario de la gente ante su televisor. Como han acabado sin duda por comprender los jóvenes franceses y como nosotros mismos lo hemos comprendido: desde tal impotencia absoluta, lo mejor es negarse a convertirse en figurante del reparto.

El último tango de lo universal

¿Quiénes somos? Los dueños de la Verdad cuando no queda rastro de verdad en un mundo hipersimulado. ¿Quiénes somos? Los amos de las designaciones del Bien cuando ya no hay un solo acto humano que evoque vagamente un contenido moral cualquiera. Pero las cosas están así: la maquinaria universalista, resabiada e indecente como la vieja puta que es, herrumbrosa y exangüe, necesita una vez más combustible, y hay que proporcionárselo pronto, si no queremos que sus estridencias insufribles nos aturdan aún más de lo que habitualmente estamos.

Además, como no nos tomamos en serio a nosotros mismos (nadie tiene suficiente estómago para hacerlo, a pesar del ministro italiano de la camiseta con las caricaturas de Mahoma), ¿cómo íbamos a tomar en serio a los otros? Peor aún, ¿hay realmente “otros” para nosotros? Nadie existe que no sea candidato a la perpetuación del “way of life”, por las buenas o por las malas. Hasta tal extremo llega nuestra presunción, esa jactancia y la bravuconería impertinente del occidental, desde lo más alto a lo más bajo de la escala, que creemos que nosotros constituimos la última palabra de la especie humana.

Nuestro apocalipsis doméstico, invisible y cotidiano, es precisamente éste: porque si nosotros somos el último hombre, mejor sería acabar rápido y no seguir esperando el final en el aplazamiento permanente. Pero es que realmente el final ya está aquí y nosotros somos su encarnación (sin redención posible). No tenemos el valor para el verdadero suicidio colectivo, así que lo iremos destilando poco a poco, a pequeñas dosis: habrá que seguir produciendo chivos expiatorios que compensen las horribles ulceraciones de nuestro universo simbólico. Pero los otros deberán ser los encargados de llevar a cabo la ejecución, el acto definitivo. Con el 11 de septiembre del 2001, para nosotros, y silenciosamente, “incipit tragoedia”.

Hasta dónde han tenido que llegar nuestra miseria espiritual, nuestra sordidez intelectual, nuestro aplanamiento moral para que algo como las caricaturas del fundador del Islam sean nuestra arma secreta en la lucha de lo universal por una hegemonía en crisis ahora creciente, eso nadie sabría describirlo. Porque todo este asunto es, ante todo, un retrato nuestro, algo que nos coloca en el lugar exacto donde estamos abismados desde hace tiempo. La mutua contaminación entre lo universal y lo mundial aparece en este cortocircuito donde la confusión es la regla.

Dejando a un lado todas las estrategias en curso, que muestran ambiguamente una frivolidad muy a tono con lo que estamos llegando a ser, sólo resulta sugestivo poner de relieve esta supuesta ofensiva de un Occidente tan desquiciado que sólo sabe arrojar exabruptos, añagazas de un narcisismo sicótico que juega con el otro como el fantasma de sus alucinaciones políticas. Porque lo mismo que nuestros pedófilos acomodados en sus búsquedas de los objetos de deseo por el Tercer Mundo, nuestras clases política, mediática e intelectual sufren sus propias alucinaciones y delirios… y por otros objetos de deseo.

Desde el 11 de septiembre asistimos en las llamadas “sociedades democráticas” a un vasto retorno en potencia de lo reprimido bajos las especies del control, la prevención, el higienismo exacerbado, la extorsión, el chantaje o la disuasión: nada de autoritarismo, fascismo o totalitarismo, no en el sentido histórico real de estos términos, sea lo que sea lo que quieran significar. Lo que primero fue patrimonio de la clase política italiana travestida en la mafia, hoy es herencia común de todas las oligarquías occidentales. Es como si un Sciasca retrasado mental fuera el guionista de nuestros poderes.

Lo que hace pocos años fueron prácticas rusas, soviéticas, luego empezaron a contaminar a una democracias sin enemigo visible: primero la norteamericana, luego las europeas. Más aún, lo que Orwell  describe en  su novela “1.984” constituya desde ahora mismo la esencia de nuestro universo, sustituyendo la maniobra de la penuria deliberada por la de la abundancia igualmente embrutecedora. Nuestra razón cínica no es otra cosa que el nombre eufemístico del sistema del “doble pensar” orwelliano que hoy, hasta el más obtuso de los individuos occidentales, practica sin el menor escrúpulo.

Al hilo de la década de los 90, a lo largo de un aparente estancamiento global, en este periodo de apenas 20 años, las relaciones amigo/enemigo del mundo desarrollado han cambiado sigilosamente. Ya antes, en los 70 y 80, el Islam jugó un papel de subalterno como peón en las “luchas geoestrátegicas” entre los dos imperialismos gemelos, el soviético y el occidental (revolución iraní, guerra de Afganistán, guerra del Golfo, la auténtica, entre Iraq e Irán, con un Saddam a nuestro servicio). Pero en aquellos momentos, todavía el Islam como tal no aparecía designado como el enemigo. Hoy, sin embargo, el Islam es la última estructura de una civilización tradicional que hay que dinamitar mediante el universalismo de los valores, la tolerancia y la neutralización de sus “elites” moderadas, no necesariamente mediante la guerra, la ocupación militar, la persecución sangrienta o el exterminio lento, si bien éstas son las prácticas a cuya ejecución inexorable asistimos sin conciencia apenas de ello. Los llamados “terroristas” son los primeros y los últimos en saber el destino que les espera: quizás por eso se precipitan a tomarlo en sus manos antes que nosotros les privemos de él.

Las caricaturas del Profeta, además de ser una estrategia para neutralizar a las minorías islámicas del continente europeo (y piénsese, por una vez en serio, en el sentido de  las interpretaciones que se han dado a los sucesos de noviembre de 2005 en Francia, desde el social-liberalismo en el poder hasta la extrema derecha que habita su inconsciente), representan la consabida táctica del ultraje al otro con presunción de inocencia y buena conciencia universalista “listas para llevar”. Precisamente en estos días se da a conocer nuevamente el tipo de trato que las tropas de ocupación en Iraq infligen a no importa a quién. Una táctica es gemela de la otra en el plano posmoderno en que se equivalen: las imágenes de la vejación física al otro y los “valores” que sostienen una forma mental incluso peor de negación son solidarios en este proceso. Pero como cada esfera funciona en su propio dominio, no hay verdadera contradicción y nadie la percibe como tal.

Ya se ha observado que en el inconsciente occidental, desde hace muy poco tiempo, el Árabe, el Musulmán ha reemplazado al Eterno Judío de la historia anterior. Todo actualmente va en esa dirección, de la que en absoluto es responsable la extrema derecha xenófoba, la cual, por su parte, se ha limitado a anticipar alucinatoriamente lo que hoy es ya nuestra realidad cotidiana. Por supuesto, nuestros intelectuales, políticos y periodistas no tienen nada que ver con los llamados “brotes xenófobos”: ellos también se limitan a hacer su trabajo, es decir, a simular un espacio público libre y tolerante del que aquéllos forman la “patología” que permite a éstos hacernos creer que, por su parte, son la salvaguardia de los valores, que a su vez nadie ha visto nunca manifestarse en algún comportamiento público o privado real.

Es el caso, ahora mismo, de Chirac protestando de la publicación en los semanarios satíricos franceses (“Charlie Hebdo”, “Le canard enchainé”), al tiempo que se sacraliza, en un espacio totalmente desacralizado desde hace mucho, el llamado derecho a la libertad de prensa, el cual, para nosotros, en el mundo del “El Show de Truman” y de los magnates de la comunicación, es un fósil como tantos otros grandes derechos con los que se nos corrompe a través de una credulidad forzada que debemos prestarles, dejándonos atrapar por esta otra forma de violación “pacífica” pero no menos sádica.

Toda esta tela de araña quizás sirva para pillar a algunos; en cuanto a lo que se juega de verdad, no debemos ser ingenuos. Y ellos, precisamente los musulmanes, no lo son, aunque juguemos con su buena fe, que estos días ha sido evocada por los medios como violencia (ni un solo ciudadano occidental ha sido atacado, herido o maltratado, pero algunos manifestantes sí que han muerto a manos de la policía de sus propios Estados): unas cuantas banderas quemadas de países europeos, unos cuantos cócteles Molotov sobre las pulcras fachadas de consulados o embajadas…, no parece una furia temible y pavorosa.

Quizás a través de toda esta algarada barriobajera de nuestras élites lo que tratamos de conjurar es nuestra propia violencia, la que todavía colectivamente no sabemos dirigir contra nosotros mismos. ¿O quizás es precisamente lo que estamos intentando?

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