LA PARADOJA DEL CONVALECIENTE (2019)

Mis líneas fuertes de motivación surgieron a raíz de una doble lectura de la realidad contemporánea: el punto de atracción de la pura actualidad del tiempo presente y la potencia de la interpretación que para nuestro tiempo histórico puede todavía desprenderse de ciertos temas entreverados ern las obras de pensamiento de un Nietzsche, un Heidegger, un Cioran, un Baudrillard o un Sloterdijk, cinco de los autores que más profundamente impregnaron aquellos textos comprendidos en el periodo de escritura entre 1999 y 2008, al que corresponden la mayor parte de los ensayos publicado en este blog en su primera redacción.

Con toda evidencia, fueron las incitaciones de la obra de Jean Baudrillard la fuerza motriz que sirvió a la vez, por entonces, de hilo conductor a muchas de las exposiciones allí recogidas, impulsadas y tamizadas también por otras varias persuasiones. El “paroxismo indiferente” de Baudrillard se adaptaba por entonces a mi propio esquema intelectual-afectivo de percepción e imaginación de una realidad a la que nunca debe concedérsele un crédito demasiado ventajoso sobre el espíritu.

En cuanto “Crítica de la civilización occidental contemporánea”, no se puede negar que el viejo estímulo de la crítica marxista de las ideologías y la inspiración de un cierto y conservador “pesimismo de la cultura” todavía subyacen como principios activos en estos textos, ofreciendo vigorosas muestras de revitalización, aun cuando ya seguramente lleguemos demasiado tarde para captar el sentido de un devenir que nos volatiliza y una situación que nos enajena: experiencia que no es inédita en la Historia, pero que ahora seguramente puede ser vivida con otra conciencia de la verdad del hombre, precisamente ahora, cuando todas sus fantasías se han hecho realidad en la virtualidad de una tele-presencia universal.

No está nada claro para mí, ahora que releo estos textos, que las cuestiones de sentido no sean ellas mismas el producto finalmente agotado de una época que ya no existe más que en las figuraciones etéreas y estereotipadas de un trampantojo barroco, tal cual es la realidad misma, sin sobre-interpretaciones.

El rechazo de cualquier perspectiva objetivizante del saber, el orden académico productivista, cuantitativo, acumulativo, pragmático y utilitario de todos esos discursos que todavía hoy fungen realidad no es asunto mío ni el de estos textos, cuya razón de ser última sería justamente desafiar en su propio campo de juego a todo ese sinsentido sobreimpuesto y arrogante que llamamos “ciencias sociales, políticas y morales”, el último reducto donde el desquiciamiento opera a placer, bien protegido por las necesidades elementales de los Estados moribundos, fuentes de relegitimación desternillante con que sostener en los espíritus la fatal impostura en que desenvuelve sus peripecias el capitalismo mundial tardío.

Que en una misma obra, incluso con tono de una seriedad no siempre digna de sus objetos, se traten temas tan variados, con un margen de dispersión casi aleatorio, desde la televisión y la industria de entretenimiento hasta el terrorismo y el concepto realizado de “democracia”, pasando por las patologías que motivan los crímenes de masas hasta llegar a los procesos de inmigración o las hipotéticas “guerras culturales” futuras, por no mencionar de pasada más que algunas grandes líneas, sin duda estas elecciones temáticas son manifestaciones de una querencia del autor por el límite y el exceso, pero deberíamos preguntarnos qué es la vida sino esta apuesta por placeres intelectuales de cuya insensatez puede extraerse una lección que mucho agradará a los finos espíritus moralistas, en un sentido noble o no.

Vivimos, también intelectualmente, tan sólo para olvidar lo que hemos vivido, es decir, lo que hemos leído, y antes de que hayamos empezado a aprender y asimilar, siempre desaparecemos sin dejar rastro de nuestro paso apresurado por el mundo. Entonces, cierto hedonismo intelectual no es uno de los menores atractivos del que siempre me he sentido cómplice, y si lo intelectualizamos todo es porque, en el despejamiento presente de la verdad histórica de lo que hemos llegado a ser, ya no podemos vivir prescindiendo de este extraño principio de placer intelectual, maligno o perverso, de cuyo secreto fondo “gnóstico” ahora también empezamos a ser cada vez más conscientes. Qué sería el mundo si esta ambiciosa luz gnóstica no lo iluminara por un momento y casi lo volviera comprensible para ser habitable, tan sólo como una residencia transitoria, eso es preferible no pensarlo, pues toda la Modernidad vive de esa ilusión de sentido inmanente al puro obrar mundano, ilusión necesaria de la que somos prisioneros.

Una obra que debía titularse “La paradoja del convaleciente”, por pura necesidad subjetiva de un crítico de la civilización, en que goza de tantas ventajas y provechosas utilidades, obliga a que en ella se den cita los dos términos esenciales que la motivan y explanan: la paradoja y la convalecencia.

Si la figura, más que histórica, simbólica, de Friedrich Nietzsche prescribe y preside nuestro “destino moderno” y determina nuestra filiación espiritual, lo queramos aceptar o no, la obra no puede negar sin embargo esa paternidad, no sólo en tanto posterioridad menesterosa, sino que, además, entonces, debemos considerar al menos dos premisas en cuanto primeras medidas críticas respecto a nuestra propia civilización.

Sabemos que nuestras raíces ilustradas han acabado por producir esa misma civilización, en cierto modo desfigurada, a la que pertenecemos y cuyo destino cuestionamos, equilibristas en medio de la falla que cruza el consabido “proyecto de la Modernidad”, pero a la vez no ignoramos que ninguna “dialéctica de la Ilustración” puede saciar ya, tan tardíamente, nuestro voraz apetito de distracciones, en este caso intelectuales, con las que pasamos el rato y disputamos amablemente a la espera de lo que secretamente sabemos inevitable.

Peter Sloterdijk ha dedicado la mayor parte de su carrera de “escritor filosófico” (como él se tacha con afortunado sentido de la modestia) precisamente a esta tarea de colocar una prolija nota crítica a pie de página a los contenidos ideales, esto es, ilusorios pero eficientes, de esta “dialéctica de la Ilustración”, igualmente dilatada, haciéndonos comprender, sobre el eje vertiginoso de un polifacético plano antropológico que, ahora por fin, podemos contemplar nuestra civilización desde la perspectiva adquirida en este cabo Finisterre del espíritu en el que residimos con indolente placidez de estetas enervados.

Ciertamente, volver inteligible el carácter de subproducto obsolescente, por decirlo de modo somero, de nuestra vieja civilización, que se creía fundada en una incuestionable “racionalidad” genéricamente humana, era ya de hecho la meta y propósito que se dio Nietzsche a sí mismo y ya desde el comienzo mismo de su “camino de pensamiento”, al menos desde el momento en que comprendió que el “socratismo de la cultura” moderna (por ejemplo, la confusión entre verdad y virtud, entre ciencia y realidad, entre lógica y ser y, además, la creencia, por completo infundada, de que todo devenir humano deba resolverse en una armonía final que conduzca a una indefinida “felicidad” del hombre) representa casi con toda seguridad una vía errada y un juicio erróneo que llevaría (material y espiritualmente hablando) a callejones sin salida, hoy más que experimentables bajo la figura de la “técnica”, en toda la irrestricta extensión de su dominio.

Si Dios muere de la perfección de su obra, el hombre contemporáneo se vuelve redundante con respecto a su propia civilización cuando ha alcanzado la cima desde la que olímpicamente la técnica decide sobre todas las cuestiones, esenciales o inesenciales: entonces no nos queda sino desaparecer bajo la levedad de una vida técnicamente realizada. Se paga un precio muy elevado por la perfección y entre la nueva comunidad mundana de los perfectos, gracias a los esfuerzos de la técnica, empieza a extenderse el rumor.

Expulsar más allá de la confortabilidad todo lo que constituye el reverso negativo de lo humano (el mal, la enfermedad, la vejez, la violencia, el conflicto, la guerra, la política y lo político, el destino, el acontecer, la Historia y el tiempo mismo…) es el logro de una civilización del aseguramiento general y, al alcanzarlo, incluso en forma simulada, se acaba la misión, la finalidad y el propósito de esta existencia, tal como esta civilización la determina y la reproduce dentro de sus propias coordenadas de navegación en el alta mar de una Historia que va borrándose, como estela espumeante de barco, a medida que “avanzamos” hacia otro Nuevo Mundo ignoto e inexplorado.

Nuestra paradoja, por tanto, es nuestra misma convalecencia, de la misma manera y en el mismo sentido en que nuestra salvación presupone ya nuestra condena o nuestra enfermedad es finalmente también la contrafaz de nuestra salud. No podríamos vivir otra vida que ésta ahora técnicamente realizada: nuestra vida es, efectivamente, un ideal realizado y nada más o, si se quiere, una utopía, síntesis de todas las utopías, llevada a la realidad, pero también sabemos, con el saber de una certeza singular, que este mundo, sometido al cambio y al flujo, que intentamos detener y fijar, y en ello consumimos todas nuestras fuerzas y todas nuestras añejas seguridades modernas, no responde como debiera a sus dueños ilustrados, los desveladores de la verdad, nosotros mismos, porque su propia verdad es otra y de otro orden, precisamente, “inhumano” y esa irrupción de lo otro no entraba como factor en el juego del mundo que habíamos inventado.

Friedrich Nietzsche hizo su divino, y a no dudarlo también demoníaco, “experimentum mundi”, una experiencia con la verdad de nuestra condición moderna que pagó con su propia vida consciente. Abismarse en la superficie de las cosas no es una tarea para cualquiera. La experiencia nietzscheana de la Modernidad es también, en sus estratos nutricios o sedimentarios, la nuestra y no puede ser de otra manera. Quien piensa la “sinrazón” del mundo no debe esperar ninguna reconciliación con el mundo. Aquí hay en juego algo que a pocos apetece acometer y muchos menos afrontar llevándolo a término en una obra, la obra misma que es su propia vida.

Entonces, cabría la posibilidad de concebir esta vida histórica a la que hemos sido entregados en los términos en que ese mismo experimento fue efectuado por el propio Nietzsche, una experiencia que tiene todo que ver con la naturaleza del sentido. Es a ese experimento a lo que llamamos “Nihilismo” o es, al menos, lo que yo quiero plantear como cuestión de fondo en casi todos los textos de esta recopilación y del conjunto de la trilogía “Nihilismo y sentido” a que pertenecen.

Con independencia de lo que creamos acerca de si el sentido está dado de una vez para siempre (la posición que atribuimos a la “Tradición”, da igual su significación simbólica a través de una trascendencia o una inmanencia) o deba ser creado originariamente y “puesto” en juego en el mundo por una voluntad consciente e “ilustrada” sobre su propio “poder ser” en el mundo (la posición con que ahora identificamos la Modernidad en su epílogo actual), la cuestión permanece abierta y la palabra última no ha sido dicha.

Esa apertura de la cuestión del sentido es casi lo único que vuelve tolerable nuestra situación del presente, como quiera que guste cada uno de entenderla y vivirla. Pues quien pregunta todavía por el sentido es que todavía no lo ha perdido de vista por completo, aunque, paradójicamente, quizás ya haya renunciado a él por anticipado: pudiera suceder que liberarse del sentido fuera la única condición de sentido a la que tendríamos un acceso que no concluyera en gesticulaciones hipócritas que sobrepujaran lo mismo de que carecemos definitivamente.

Torre del Mar (Málaga), junio de 2019

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