PUBLICÍSTICA E HISTORIA (2019)

La profesión de historiador no tiene secretos ya para nadie, ni en su versión divulgativa ni en su versión académica. Todo el mundo está bien equipado de sentido común.

Sentado ante la mesa escritorio de su biblioteca, el historiador, embobado en las manchas de humedad de las paredes y los techos, observa la plenitud de sentido del acontecer: chorrea literalmente sentido, y si es hispano-inglés y fumador, la humareda aromatizada que despide su pipa lo vuelve reflexivo y tenaz en esta desigual lucha contra la voracidad del tiempo.

No es fácil ser un Agustín de Hipona, un Hegel, un Marx, ni siquiera un Spengler amateur: el sentido es como la salsa de la vida histórica. No mejora el sabor, pero colorea el alimento.

Uno conoce de antemano las intenciones secretas de los grandes hombres, siente bullir por doquier el espíritu de la libertad, se le ilumina el rostro con la Idea, sabe en su fuero íntimo que Dios mora en su corazón, otea ya en el horizonte el resplandor de la ciudad de Dios, cuánta belleza de una carne al fin purificada, inmortalizada y eterna, y qué decir de esas complicadas relaciones sociales de producción, finalmente superadas en un nuevo sabbath con bricolaje y outlet para el fin de semana, el cuerpo místico de la Humanidad redimida bien merece una filosofía de la historia, una misa de réquiem y una colección de bibelots arqueológicos.

El telos, el fin, el propósito: cuánto placer en saberlos cómplices de nuestras pulsiones domésticas.

¿Qué ha debido suceder en los últimos años para que caigan sobre nuestras desprotegidas cabezas estos pedruscos de granizo historiográfico? ¿No ha sido suficiente la mentira institucional de los telediarios y las universidades para vegetar en los verdes prados donde se rumia el bienestar privado, la prosperidad pública y la «reconcilación nacional»? ¿Era necesario exhibir el músculo de poderosas visiones «históricas» para sostener la lucha por la «hegemonía cultural» entre las facciones de la oligarquía de Estado, ahora que se está desangrando a sí misma por un exceso de desprecio no disimulado a sus súbditos? ¿Por qué el terreno de juego, previamente delimitado, es siempre una imagen de un pasado remoto? Peor aún, ¿nos queda algún sentido de la realidad para poder asumir alguna verdad no corrompida por el espíritu de facción?

Dado que ya no se puede jugar en el terreno religioso del anticlericalismo y la discusión sobre la forma de Estado y su organización territorial es lo que hay que mantener silenciado, porque cosas así ya no mueven a las masas, cuyo apetito se ha saciado de «libertades formales», al parecer la jugada académica, mucho más inofensiva e inocua, consiste en entretener al personal más ilustrado, conmovido por luctuosos, aunque todavía no sangrientos, acontecimientos que cuestionan la coherencia del tautológico «ser nacional».

La dominación de las facciones dueñas del taller de desguace (el desguace que fue operado sobre el «Estado nacional» del franquismo, para que los nuevos Thermidorianos lograran calmar las comprensibles ansiedades sobre su futuro) ha obtenido sus mejores resultados precisamente ahora, cuando incluso la historia remota de España se convierte en objeto de un nuevo culto perverso que invierte y revierte sobre sí la visión catalanista de una Historia y un Estado «fallidos».

 

 

 

 

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