«AB INTESTATO» (2018)

No se había tardado mucho tiempo en reunir a los escasos miembros de la familia Garcimayor y Ortiz de Santiyagüe. Hilaria de la Concepción se encontraba por casualidad de visita en la casa paterna, después de consumado su tantas veces anunciado y amenazador divorcio. Pablo María, el hijo pequeño, llevaba ya bastantes años desempleado, por extraña vocación del destino, y no le quedaba más remedio que vivir junto a sus padres, siempre a punto de emitir una queja medio rabiosa y medio cobarde, mascullada entre los labios contra todos y contra la vida. El hijo mayor, Luis Esteban, era el único que permanecía lejos del ambiente familiar.

La madre, Mercedes Rosaura, una mujer sin voluntad ni carácter, sepultada en vida, como un ánfora desportillada, largo tiempo sumergida en el fondo del mar entre los restos de un pecio que era su matrimonio, sería la persona sobre la que recayera toda la responsabilidad de afrontar el suceso y gestionar sus consecuencias últimas, la disolución definitiva del patrimonio familiar.

Doménico Garcimayor y Ortiz de Santiyagüe había fallecido inesperadamente. Su mediano patrimonio había quedado en una situación indecisa y precaria, al no dejar testamento legítimo en que declarase sus últimas voluntades sobre la disposición de sus bienes.

Nada hacía sospechar la existencia de indicios de enfermedad en ese septuagenario en que, a fuerza de desgana y despreocupación, se había convertido en sus últimos años, sin darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo ni reconocer su nueva condición de anciano, oficialmente declarado incapaz de seguir activo sirviendo al bien general de la sociedad.

Hacía tiempo que ya no visitaba la vieja fábrica de conservas heredada de sus bisabuelos ni mostraba ningún interés con nada relacionado con sus antiguas aficiones: los sellos del Imperio británico, la caza menor y los partes meteorológicos de ciertas fechas para él muy significativas.

Hablaba con frecuencia de un pasado indefinido en el que él se situaba a tientas, como si se sometiese a un examen póstumo en el que tuviera que demostrar la verosimilitud de sus propios recuerdos.

Ya ni siquiera conversaba sobre la política del día a día con su hijo mayor, con el único con quien mantenía lo que, dentro de ciertos límites muy estrechos, podría estimarse como una relación humana más o menos sincera o convencional, pese a los prolongados intervalos que pasaban sin verse ni tratarse ni siquiera telefónicamente.

La ceremonia, rápida y sin emoción, hizo que el hijo mayor pensara que se merecía una despedida más digna. El mismo pensamiento se cernía sobre todas aquellas cabezas inclinadas hacia el suelo de la nave de la iglesia parroquial, reunidas de manera apresurada a las 16´00 horas de la sobremesa en una tarde de un día ya plenamente invernal.

La tosecilla áspera del sacristán, la dicción poco clara del párroco, recién trasladado a aquella ciudad y todavía no adaptado al acento de aquella gente, el sistema de megafonía ya un poco obsoleto, los amplios circunloquios de un discurso apenas comprensible, todo contribuía a distraer la atención de los familiares y conocidos que habían asistido a la ceremonia.

Creyendo vivir para sí mismo, encerrado en el mutismo y la indiferencia de una ancianidad inaceptada y prematura, vivió para otros, explotado hasta la extenuación de todas sus fuerzas, por afectos inexpresivos y hereditarios, dirigidos a seres, cuanto más próximos, más perdidos de vista, y seguramente murió persuadido de que no hay Juicio final que reparta salvaciones y condenas y la muerte es tan sólo la última broma de mal gusto que se les gasta a los vivos.

Así se condujo también con su patrimonio en el momento final de su vida. Pues el hombre que no cree en nada y en nada encuentra apoyo, humillado sin saberlo por todo aquello que ha aceptado a lo largo de una vida de renuncias, no reconoce ni la obra ni la gracia ni el mérito y jugar a ser un Dios justiciero que concede recompensas e impone castigos superaba sus fuerzas, precisamente cuando más las hubiera necesitado para dejar en la memoria de sus descendientes la certeza de sí mismo, de que nunca gozó en vida.

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