“…Pues la belleza
no es nada sino el principio de lo terrible,
lo que somos apenas capaces de soportar,
lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos…”
Rainer Maria Rilke, “Elegías a Duino”, I
Antonio Saucedo Pereira había abandonado los estudios a los diecinueve años, ya al final del primer curso de Filosofía. Había dejado también una familia a la que nada lo unía. No manifestaba ninguna vocación especial y las cosas que le atraían no podían permitirle vivir de ellas. No tuvo que pensarlo mucho ni durante demasiado tiempo. El trabajo más monótono o más sacrificado sería el ideal para él, para quien el dinero, el bienestar y el tiempo libre nada significaban, como el resto de reclamos de la vida en general.
Se hizo transportista para conducir doce horas al día por las rutas más largas por Europa, repitiendo día tras día los mismos recorridos y los mismos itinerarios, visitando las mismas áreas de servicio y las mismas zonas de ocio, ignorando las mismas ciudades de partida y las mismas ciudades de llegada, pensando tal vez que sólo así podría abolir toda idea nostálgica de un destino personal objetivo, emitido una vez para siempre, o la voluntad de perseverar en una elección subjetiva con la que verse obligado tarde o temprano a identificarse, pasando a depender en adelante de su coacción y sintiéndose colgado del hilo pegajoso de una telaraña a la espera de lo inevitable.
Por Irún o por el puerto de la Junquera, dependiendo de los itinerarios que le diseñaban en la oficina central de la empresa, salía de España, siempre muy temprano desde su punto de partida, alguna ciudad del levante o del sur, donde recogía cargas de verduras y hortalizas frescas, naranjas o fresas, según temporada, y las conducía hasta los mercados de Amsterdam, Berlín, Viena o Praga, sus principales destinos en los últimos veintitrés años. Bien entrada la noche del día siguiente, tras descansar apenas unas horas, solía regresar a España y, cuando pasaba cerca de Barcelona, solía detenerse a menudo en las áreas de descanso a la salida de la ciudad. Allí veía, entre otros anuncios atractivos para el turista, señuelos iluminados con vivas luces de neón que emitían sus destellos insistentes y parpadeantes con una cadencia hipnótica que a él le sumía en un ambiguo estado de dulce letargo y excitación hormigueante, un no sé qué ambiguo que le recorría todos los músculos, nervios y tendones de un cuerpo abotargado por las horas interminables de posición rígida e inmóvil ante el volante. Pero nunca entraba en esos locales, no tenía adquirido el hábito de buscar compañías mercenarias para satisfacer y apagar unos apetitos que no experimentaba y tampoco le gustaba compartir su soledad en las horas de descanso con seres anónimos de su misma profesión.
Sólo en una ocasión se dejó llevar por la debilidad hace algunos años y reunió suficientes arrestos para dignarse a franquear el umbral de uno de esos locales. Se acercó a la barra semicircular del bar, junto a la que se encontraban hombres de una edad indefinida, algo más viejos que él, y pidió un zumo de piña. Mujeres semidesnudas demasiado maduras y que despedían un aroma natural extraño se acercaban, decían algo, pasaban de largo y volvían a repetir el procedimiento habitual con otro cliente. A veces alguna de ellas cogía a un hombre por la cintura, imprimiendo a su cuerpo un contoneo airoso, tal vez demostrativo de su éxito, y se lo llevaba hacia una zona más oscura o desaparecían de la sala de exhibición; otras veces, la mujer era rechazada con un gesto indiferente y no demasiado despreciativo y otra distinta, pero muy parecida a la anterior, repetía la misma incitación con las mismas palabras, en las que sólo variaba el acento extranjero de la lengua materna pronunciada con sonidos de la española.
No había vuelto a entrar en uno de esos locales hasta la noche en que conoció casualmente a la joven Radheyshyam, la nueva bailarina exótica del recién inaugurado “Fast Love Club”.
Radheyshyam era hija natural de padre ruso y madre hindú y a sus 17 años ya había recorrido medio mundo hasta llegar aquí por extraños caminos que ni ella misma recordaba. El diplomático ruso la abandonó muy niña en su ciudad natal, cuando lo trasladaron a otro destino y no volvió a preocuparse por su vida. Su madre, una prostituta de la casta intocable, la educó sola como pudo en los prostíbulos en los que trabajó dando tumbos por diferentes barrios de la inmensa Nueva Delhi.
Radheyshyam llegó a España sin saber cómo, acogida por una joven pareja de sólida posición social, que la adoptó a los cinco años y durante un tiempo vivió con ellos rodeada de un bienestar apacible y unos cuidados desinteresados. Pero al cumplir los once años era ya una jovencita con unos rasgos de personalidad demasiado acusados, demasiado independiente y rebelde como para someterse a la planificación ordenada de una vida en la que se sentía prisionera.
Sólo ella era consciente de una rara belleza en esbozo de líneas muy marcadas que a nadie más se mostraba, o al menos eso le parecía a ella. Apenas adolescente, los hombres ya empezaban a dirigir unas extrañas miradas que a ella no la incomodaban y no pocas veces cuchicheaban frases que apenas podía entender. Al principio, como no sabía cómo interpretarlas, pese a que dominaba a la perfección el español coloquial, se dejaba acariciar por aquellas muestras de una cortesía grata cada vez que entraba en algún lugar público o paseaba por las calles, llenas de personas muy parecidas las unas a las otras, como en su ciudad natal.
Cuando ya empezó a ser mujer, apenas a los trece años, destacaba igualmente en el colegio muy por encima de la media en inteligencia, memoria, expresión verbal, escritura, aptitudes físicas y capacidades artísticas, pero ella hacía un esfuerzo por pasar desapercibida entre sus compañeros en todas las materias y actividades académicas convencionales en las que podía manifestar su excelencia natural. No por timidez o reserva, cualidades ajenas a su carácter, según creía ella, sino, precisamente, por lo contrario, por orgullo y sentimiento de superioridad, pues la chiquilla casi mujer era demasiado consciente de que la ocultación de sí misma, de su diferencia solitaria, era lo que mejor le convenía a sus dones, pero siempre que esta actitud, ni fingida ni artera, no conllevase alguna forma de humillación de sí misma.
La joven bailarina miraba con insolencia a los hombres mientras con indiferente ritmo desplegaba los movimientos de su cuerpo. Podía incluso sólo con la mirada desviar las miradas más ambiguas o más prometedoras. Le era fácil crear mala conciencia entre los más avezados consumidores de esta clase de ocio crepuscular y no pocos bajaban sus ojos ante unos ojos que los desnudaban mucho más a ellos de lo que ellos mismos podían desnudarla con su deseo efímero.
Después de ejecutar su última exhibición, la joven recorrió lentamente de una ojeada la barra metálica del pub, ignorando cualquier gesto de invitación, y se dirigió a una de las mesitas de los reservados, mientras las luces se apagaban para el siguiente espectáculo. El transportista, solo ante su zumo de piña, miraba las fotografías de actrices famosas que decoraban las paredes aterciopeladas de púrpura oscuro, débilmente iluminadas por candiles eléctricos que simulaban pequeñas velas de vivos colores.
Un eco de la voz de la bailarina consiguió despertarlo de su ensoñación y al alzar la vista los eones de olvido se abrieron paso por sus venas y no hizo falta ningún intercambio de cortesías para trasmitir vanos indicios de deseo, señales de bruta coquetería masculina o de seducción apresurada. La unidad y la separación en la lucha eterna, lo lejano, lo remoto, el tiempo no vivido, o vivido bajo otra forma y figura, todo ello en un solo haz de luz y en un timbre de voz se hizo pura presencia en este local inventado para satisfacer una insincera demanda de compañía. El transportista se sintió como si despertara por primera vez y ella pudo percibir el efecto acostumbrado, pero esta vez también ella misma presintió la verdad que la afectaba y la implicaba.
Pasaron juntos esa noche en la habitación del motel junto al club de carretera. A lo largo de esa noche, acostados el uno junto al otro, no necesitaron caricias para escucharse, besos para entenderse, palabras para engañarse, cuerpos que unir para verificar esa otra unidad que quizás preceda al nacimiento mismo de lo individual. Ni siquiera el silencio podría haberles ayudado, pues estaban más allá de lo que el silencio puede ocultar, el secreto o la confidencia con que tan fácilmente se finge la intimidad, cuanto más turbia más sincera.
Sólo hablaron desganadamente de cine, de sus películas preferidas. Él recordó la escena final de “Lolita” de Kubrick, cuando Humbert, después de matar al seductor de su nínfula americana, se marcha en automóvil por una carretera y en un momento dado, antes de llegar a una pequeña ciudad, detiene el auto en un recodo y se baja. Desde allí puede divisar en la lejanía el patio de un colegio donde juegan los niños y hasta allí le llegan sus risas y sus cantos. La primera vez que Humbert reacciona como un hombre, los ojos se le llenan de lágrimas. Ella, en efecto, cree también que es una de las escenas más hermosas y profundas de la historia del cine.
Se despertaron con las primeras luces del alba y no tuvieron ya nada más que decirse al subirse al camión de veinte toneladas que los llevaría a algún lugar, no importa ya cuál. Pasaron el día entero y la tarde errando por carreteras secundarias de poco tránsito.
Hay quien a los diecisiete o los diecinueve años lo ha descubierto todo: el tiempo superfluo que le queda no añadirá nada a la cuenta de resultados. Antonio Saucedo y Radheyshyam eran de esos seres privilegiados que ya han alcanzado una forma de plenitud temprana que el resto de la vida hay que ir malgastando, mimetizándose en el paisaje glacial de una humanidad que resbala como un canto rodado sobre la superficie de las cosas, sin experimentar jamás la alteración de un ánimo exaltado por lo invisible.
“Será la última vez que acepte pisar este pedal”.
Y, como caballos desbocados que ya no tascan el freno, esta última noche se precipitaron a una oscuridad más acogedora…
Torre del Mar (Málaga), otoño de 2018