LA JEFATURA DEL ESTADO ESPAÑOL, “CAPUT MORTUUM” DE LA NACIÓN POLÍTICA (2017-2019)

La forma de Estado y la jefatura del Estado no son cuestiones menores. En los últimos cuarenta años se les ha impuesto a los españoles la idea de que estas cosas no pueden ni deben plantearse como objeto de alguna reflexión. Dada la pobreza del espíritu público, se afirma sin mayores pretensiones y sin objeción imaginable que la forma de Estado y su jefatura no son “cosas de comer”, por lo tanto no interesa pensar en ellas ni es recomendable hacerlo.

Los partidos políticos estatales, los medios de comunicación privados y el mundo académico ya han decidido por adelantado, en la lógica de la “necesidad histórica objetiva” para una ciudadanía en minoría de edad política, que la forma de Estado consagrada en la Constitución de 1978, refrendada en su integridad como un regalo caído del cielo a un pueblo que apenas se había sacudido un sopor político largamente sobrellevado sin grandes dificultades, es la única posible y deseable. Incluso los más osados o los más cínicos hasta llegan a declarar sin pudor que esa forma de Estado, indudablemente, es la mejor parte de una tradición histórica, por lo demás inmejorable, desde tiempos muy remotos, perdidos casi en la memoria de la humanidad, por lo menos desde los visigodos.

Echando a un lado estos trastos inútiles y poniéndolos en el lugar que les corresponde en un desván polvoriento, hoy no se puede poner en duda la verdad histórica que subyace a la instauración del Régimen del 78: la elevación a la Jefatura del Estado franquista de un Monarca tuvo que significar una profunda reestructuración interna del bloque de poder ya constituido durante el periodo de ejercicio personal del poder por el titular del Estado del 18 de julio, el general en jefe vencedor de la Guerra civil española, a su vez elevado a la máxima magistratura gracias a la potencia acumulada durante la larga lucha por la Victoria.

En realidad, así ocurrió en la modalidad específica de una nueva distribución del poder político, que es lo que se llama “Transición española”. Ahora bien, para llevar a cabo esta tarea fue necesario crear la ficción jurídico-constitucional de la instauración de un “sistema democrático” a través de una Constitución, en su mayor parte semántica y nominal, en absoluto verdaderamente normativa, según las distinciones de Karl Loewenstein, previa aprobación de una Ley de Reforma política que legalizaba desde el propio poder gubernativo a las llamadas eufemísticamente “asociaciones políticas”, es decir, los partidos políticos, los nuevos sujetos de la soberanía estatal despersonalizada.

Para que estos partidos pudieran obtener la soberanía estatal fáctica, compartida a través del consenso, las elecciones y los cambios previamente acordados de facción en el Gobierno, tuvo que crearse la ficción de una “personalización” o “encarnación” del Estado a través de una figura vaciada de sustancia y contenido, a la vez que el poder concentrado se repartía verticalmente en el proceso de “descentralización autonómica” (en la realidad, tan sólo fue, es y no será nunca nada más que otra forma de mantener el mismo poder pero ahora concentrado y repartido en unidades de poder menores, factor necesario para instaurar y desarrollar la total oligarquización del Estado en todas sus ramificaciones).

La forma de Estado en la que régimen de poder ejecuta su proyecto implícito de dominación le es consustancial y absolutamente necesaria: una oligarquía coronada es la garantía de la impunidad y la invulnerabilidad de toda la clase dirigente y ahí se halla una de las claves del funcionamiento secreto del Régimen vigente. Por eso la cuestión de la Monarquía es una cuestión clave para todo el grupo en el poder, cuyas facciones pueden jugar todas las cartas, a la vez que saben a la perfección que ninguna de ellas, por separado y sin el concurso de las otras, hará saltar explosivamente los límites a las que todas se someten para conservar y reproducir sus condiciones de poder institucional.

Deberíamos empezar por saber que la Monarquía Española es una Monarquía de Partidos o partidocrática. La posición del Jefe de Estado oculta un vacío que los partidos llenan con su voluntad y erigen ésta en voluntad del Estado. De hecho, la Monarquía española no es nada más que el velo formal que encubre la inexistencia de un verdadero Estado nacional. Colocando en la cumbre simbólica a un Jefe de Estado hueco e inane como función institucional decorativa, los españoles pueden imaginar, con autopersuasiva ingenuidad apolítica, que su Estado nacional todavía existe, puesto que un Individuo como Singularidad y Forma corporal visible parece “encarnarlo”: misticismo “católico” medieval, último avatar de teología política secularizada, estudiado por Kantorowitz en su gran libro “Los dos cuerpos del Rey” y que la propia Constitución española de 1978 recoge tal cual, sin mayores complicaciones de concepto, lo mismo que hace con los “derechos históricos” del romanticismo reaccionario o con las “nacionalidades” de la socialdemocracia austríaca y del bolchevismo. Nadie que yo sepa ha estudiado la triple correlación entre estos conceptos políticos y la forma monárquica de Estado, porque precisamente ahí reside una de las claves secretas, nunca dichas, del Régimen español de 1978.

En su aspecto fáctico, concreto, pragmático, la Monarquía española de 1978 es el instrumento de los partidos políticos para hacerse con el Estado, conquistarlo, someterlo, colonizarlo y desmontarlo a su favor, precisamente porque su Jefatura está vaciada, no significa nada, es decir, la “encarnación” personal de la Nación en el Estado a través de una magistratura especial no existe bajo la única forma de legitimidad sustantiva que cabe trasmitirle: el principio electivo separado del cargo.

El Monarca, sin que él mismo lo sepa o lo quiera, por su sola función pública implícita, es el encubridor pasivo de todo este aparato de extorsión y corrupción. Él es inviolable y su inviolabilidad se extiende a todos los elementos de la clase política, ya que ésta también controla y tiene a sus órdenes a los jueces y fiscales encargados de investigarlos, procesarlos y condenarlos. De ahí el interés de esta clase política y de los grupos económicos beneficiados de este estado de cosas por mantener la Monarquía: saben que su impunidad e inmunidad está garantizada por la propia inviolabilidad de la persona regia.

Por otro lado, la forma y función sociales de la Monarquía, cualquiera que sea su investidura, es el Privilegio y su preservación, lo que está en ostensible contradicción con el formalismo del “respeto a la ley igual para todos”, en el sentido de una interiorización moral de la ley, lo que efectivamente es algo que no se ha difundido ni cultivado en España, lo que no significa que ése sea el problema de fondo (el llamado “Estado de Derecho” en España es una pantomima, eso también es cierto: quienes hacen las leyes son los primeros en burlarlas y transgredirlas). Antes que el respeto a la ley y como condición necesaria suya, debemos situar en primerísimo lugar la naturaleza de las instituciones de las que emana esa Ley, y ésa sí es la discusión sobre la forma de Estado y Gobierno.

En un sistema de facciones de partidos que se han apoderado de todo el Estado, de toda la sociedad e incluso, al estilo sovietizante, de buena parte de la economía por la vía impositiva, como ocurre en esta España desnacionalizada pero, por eso mismo, hiperestatificada hasta la náusea, la función de un Rey es ocupar el punto ciego del poder que las facciones oligárquicas estatales se prohíben a sí mismas ocupar con el objetivo de evitar luchas entre ellas que pudieran desencadenar verdaderos conflictos civiles.

El Rey desempeña la función de jefe nominal en el que se reunifican y neutralizan mutuamente todas las oligarquías: las estatales de partidos, regionalizadas feudalmente, y las económicas, financieras y empresariales, todas ellas imbricadas en un mismo interés corporativo privado: que no se cuestione jamás este estado de cosas, de ahí la intangibilidad del Rey como “persona ficta” jurídicamente irresponsable en que culmina la pirámide del sistema formal de poder. La clave de su figura es impedir que ningún grupo de oligarcas se llegue a creer tan poderoso que decida prescindir de sus conmilitones y obtener para sí, de modo monopolista, todo el poder distribuido proporcionalmente dentro del bloque oligárquico.

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s