El análisis político en España se corresponde a la perfección con el estado degradado de su objeto. La “política” española se reduce a la vida institucional de los partidos estatales, por lo que aquí no cabe esperar otra cosa que la que ofrece a rumiar diariamente una prensa carente de ideas y de principios. Por tanto, la imagen de la política que se trasmite ya crea el hábito de consumir un producto cuya obsolescencia a nadie se le oculta.
Objeto y discurso sobre el objeto se confunden en una misma vacuidad referencial, pues la política hecha y publicada se funda sobre una carencia de origen: la sociedad civil no hace política a través de sus órganos especializados, sino que recibe lo que unos aparatos estatales le trasmiten como tal.
Al no haber una verdadera sociedad política constituida desde la sociedad civil como organización intermedia entre ella y el orden estatal, los partidos y los medios, a su vez recentrados y reagrupados por los intereses de los grupos oligárquicos del capital oligopolista y contratista, ocupan este lugar de corporación intermedia e intermediaria, pero sin la mediación de ninguna forma de representación, ni quiera de una ficción de representación verosímil.
La burocracia política de partido se escinde siempre en dos grupos: los adaptativos a cualquier cargo (la mayoría clientelar y prebendaría del organigrama del partido estatal) y los ambiciosos del gran poder (la élite o minoría gubernativa sobre la que se erige la pirámide jerárquica de la gobernación).
En cada uno de estos dos grupos hay a su vez sus escalafones profesionales y una división interna del trabajo. Profesionales de los cargos públicos y profesionales del aparato de partido: una “nomenklatura” perfectamente definida. Hasta aquí, lo normal ha sido que ambas esferas de actividad se solapen en una sola persona, según el modelo del partido único del Estado Totalitario soviético, prototipo genético e histórico del actual Estado de Partidos europeo.
En la época contemporánea cada régimen político se funda en una distribución convencionalizada de fuerzas políticas admisibles para la organización del poder social de la clase dominante. Cuanto más artificial sea esta convencionalización de la topografía política, más difícil será localizar el núcleo ideológico del centro de poder del bloque oligárquico que controla el Estado.
En el caso español, la trasmutación, mediante una figura schmittiana de “Revolución legal”, desde la dictadura al régimen estatal de los partidos conlleva necesariamente una renovación, de una admirable artificiosidad, de la ideología de la clase dominante, hasta el punto de que sus tres variantes hoy consensuadas no parecen integrar un interés común en la aparente dispersión de la clase dirigente (burocracia de partidos).
Los vectores uniformes que definían las posiciones de la burocracia política franquista, que a su vez traducían los valores implícitos de la clase dominante y del sistema de socialización disciplinaria bajo el franquismo, se transforman en tres direcciones de una apariencia discordante, pero que apuntan a prácticas de poder idénticas: un (neo)liberalismo ficticio, un socialismo ficticio y un nacionalismo periférico ficticio. Los nuevos partidos aparecidos en los últimos cuatro años no reconfiguran este espacio de equivalencia, muy al contrario, excavan en él y refuerzan las posiciones atrincheradas
Lo ficticio no indica la naturaleza de su poder, muy real y efectivo como forma de legitimación práctica, apenas doctrinal, ante las respectivas clientelas, sino el hecho de su total impostación intelectual (productos librescos de importación) y desarraigo social (sin raíces en verdaderas clases y grupos sociales diferenciados con conciencia social propia), pues son ideologías perfectamente identificables como ideologías ya de funcionarios políticos de partidos que existen como apéndices del Estado, ya puros “logos comerciales” de grupos de presión internacionales y medios de comunicación al servicio estricto de aquéllos o de conglomerados empresariales españoles pertenecientes al hegemónico sector integrado financiero-contratista-energético.
Las tres ideologías se integran en un mismo proyecto de explotación de la sociedad civil mediante el uso de los dispositivos legales que ponen en sus manos el Estado a fin de convertirlo en una fuente a gran escala de ingresos paralelos y espurios. Estas ideologías travisten de “servicio público” y “bienestar”, “identidad nacional” y “defensa de la unidad de España” lo que tan sólo es una coartada, perfectamente “populista”, de apropiación de la riqueza social por la vía fiscal más inescrupulosa, llegando en el último periodo pots-crisis incluso al endeudamiento sin precedentes con el único propósito de mantener su aparato estatal de extorsión clientelar.
Políticamente hablando, la clase dirigente franquista se anticipó al posmodernismo estético y filosófico en unos pocos años cuyo estudio quizás sea necesario emprender en serio algún día. Si el principio del posmodernismo es la proyección del principio de equivalencia a todas las esferas de valor, puede afirmarse que el franquismo, a través de una transformación sin igual en la Historia política contemporánea, se autoengendró y reprodujo bajo una nueva envoltura mortal, un poco como Atenea nació de la cabeza de Zeus.
Sin este preconcepto uno no entiende absolutamente nada de la actualidad española. Hoy todo está desequilibrado, sacado de quicio, porque en el origen mítico de la metamorfosis, la anomalía que introdujo la equivalencia Estado=Partidos políticos significaba nada menos que la intrusión del principio de equivalencia en la esfera de la acción estatal. Equivalencia entre competencia e ignorancia, entre honestidad y criminalidad, entre eficiencia y desidia, entre arriba y abajo, entre izquierda y derecha, entre riqueza civil y poder político formal, entre verdad y mentira en el discurso público oficial.
La corrupción de Estado es exactamente eso: donde todo se ha vuelto intercambiable, mi reino por cualquier puta barata o cara, los peores, la hez social, moral e intelectual, de la que los partidos, los medios de comunicación y las universidades españolas están a rebosar, ascienden en una vertiginosa espiral hacia los más altos puestos estatales.
Pasamos entonces del “Auctoritas facit legem” del franquismo (por ilegítima en su origen que fuera seguía investida alguna “autoridad” por tradición de ejercicio del poder de clase) a la “Corruptio foetida facit legem” de los partidos usurpadores a través de la desinhibición de una voluntad de corromperse que nunca ha ocultado su única vocación, hoy menos que nunca, pues la desinhibición de lo público patrimonializado hoy está ya a la vista de todos.
El resto de la Historia política española la tenemos presente, repetida próximamente hasta la náusea: esas convocatorias electorales que nada cambian y que simplemente perpetúan un estado de cosas inmovilizado y siempre anacrónico. De ahí quizás también el aspecto verdaderamente desolador de toda cultura, de toda actividad creativa y toda manifestación del espíritu en esta España coetánea.