Cuando los primeros disparos rompieron la sutil retórica del discurso público español, yo ya estaba cruzando la frontera por un paso fronterizo clandestino, sin nostalgia ni decepción, palpando gozoso en el bolsillo mi juego de tarjetas del Crédit Lyonnais, del Deutsche Bank y del HSBC, ajeno a los retruécanos, quiasmos y similicadencias de unos oradores que aprovechaban cada ocasión para exhibir su fina cultura y su educada elocuencia ante las cámaras de televisión, siempre bulliciosas por la novedad de personalidades tan extraordinarias y carismáticas.
Atrás dejaba una tierra ingrata, un pueblo hosco, una sociedad inerte y una cultura hace tiempo caducada.
Desastre tras desastre, perpetrado ciegamente por un Leviatán en manos de una troupe subcontratada como comparsa para desfilar en una nueva “Parada de los Monstruos”, las últimas elecciones confirmaron lo que todos auguraban en su fuero interno: más vale una destrucción rápida e indolora que el destilado gota a gota de un veneno mortal sólo a largo plazo.
No me extrañó que al principio de aquellos acontecimientos, que ya nadie recuerda, alguien hablara de no sé qué legalización de las armas de defensa personal y ya entonces me dije, desconcertado pero plenamente consciente de una verdad subyacente al delirio que me rodeaba y con el que no acababa de mimetizarme, como se exigía de mí, quizás por mero decoro social: “Mis compatriotas se aburren mucho, no sería nada raro que bastantes de ellos pensaran en un rápido suicidio o en un levantamiento armado contras las tiendas de moda femenina: la televisión española ya no es lo que era y el fútbol cada vez es más previsible. Y pronto aprobarán la ley de eutanasia para ajusticiarnos legalmente: un hombre prevenido vale por dos”.
Y así todos los días, cuando abría la prensa, en el momento justo antes de cada click en el ratón, ya sabía por anticipado lo que me esperaba. Acostumbrado a la política-ficción desde mi más tierna infancia, mis compatriotas, mitomaníacos a pesar suyo, se deleitaban largamente manoseando tópicos, que ya eran reliquias arqueológicas en los westerns de los años 40, sobando los argumentarios más añejos que viejecillas con rosario, patinando en les idées fixes, sin el arte y la gracia de una doncella eslava sobre el hielo artificial de la pista.
Entretanto, yo sigo mirando los cuadros estadísticos, cotejo las cifras de paro, de aborto, de fracaso escolar, observo la evolución de los valores bursátiles, admiro las pirámides de población, las sublimes escaladas de deuda y déficit, contemplo el horizonte marítimo al atardecer y una voz vieja resuena en mis oídos y siento el temblor de la primera oleada de desamparo:
“Actually, Mister James, the gunman is coming to town and this time he is looking for you”.
Bravo for Peter Mankind or Peter Mannikin.