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Si actualmente todo es información, eso quiere decir muy sencillamente que, a partir de este momento, debemos aprender a vivir en la más absoluta opacidad: la sombra que proyecta una luz inútil que perfila el vacío de los acontecimientos en la superfluidad de su vertiginosa “puesta en transparencia”. La catástrofe no se refiere a los sucesos mismos sino a la imposibilidad de que éstos lleguen jamás a transformar algo. La información está ahí para “normalizar” la catástrofe, para desmenuzarla en lo anecdótico, en lo episódico y fragmentario de un mundo que hace tiempo ha renunciado al sentido, es decir, a la posibilidad libre de pensarse a sí mismo.
La información es la forma contemporánea del nihilismo, es decir, de la equivalencia generalizada de todos los valores. Es fácil comprobar cómo la conciencia actual va muy por detrás de lo que se juega en la estrategia de la información, del mismo modo que la voluntad va muy por detrás de lo que se juega en los acontecimientos, cada uno de los cuales resulta ya por completo excedentario respecto del principio de realidad. Respecto de la información y el acontecer vacío, la conciencia y la voluntad son obsolescentes, se nos aparecen como subproductos de lo impensado, de lo que propiamente ya no se puede pensar bajo las categorías de la conciencia y la voluntad, es decir, de lo que no se puede concebir sin descender hasta el abismo sin fondo de la información misma como oscurecimiento total del horizonte histórico.
Pero lo peor de todo, lo desconsolador, es que ya no hay ni estrategia en la información ni estrategia en los acontecimientos, de donde resalta doblemente el vacío de sentido en la era de la voluntad de poder sin condiciones. Hay que empezar por entender el significado de esta situación radicalmente nueva aprendiendo a pensar fuera de las categorías desfallecientes del dominio simulado de la subjetividad sobre la objetividad.
Así, la disolución banal de los fenómenos derivados de nuevos modelos de causalidades (la “viralidad” tal como la concibe Baudrillard, la “transparición del mal” y los temas encadenados) en la política gestionaria de burocracias inerciales, su transfusión informativa, todo esto a una es sin duda un tratamiento muy conciliador respecto de una “realidad” que empieza a emerger con todos los perfiles de la fantasmagoría, de la pesadilla: todos esos materiales oníricos en estado bruto que son los procesos virales se están convirtiendo en la realidad cotidiana, transformada en irrealidad por los propios medios de comunicación. Si se puede concebir así, esta “irrealización del mundo” es la tarea encomendada a los medios de comunicación.
Todos estos fenómenos emergentes, que generalizan y concretan las hipótesis más fantásticas, más anticipadoras, se diluyen en la información y en la no-gestión de los políticos (ahí podrá observarse el grado extremo de esclerosis de las burocracias occidentales, mucho más anquilosadas que sus antiguos colegas soviéticos, los cuales al menos han sabido reciclarse a tiempo, analogizando en su conducta el propio principio viral). Los fenómenos actuales (el mal de las vacas locas, el síndrome de los Balcanes, la contaminación de la sangre, la inmigración masiva…) no son “políticos” en el sentido desmayado que esta palabra todavía conserva en Occidente, son más bien el resultado evidente de la desaparición de la centralidad del poder absorbido por los mecanismos ciegos de la circulación libre, de la circulación liberada, entregada a sí misma en su pura reproducción.
En esta coyuntura, el poder es impotente, pues su espacio operativo es otro muy diferente al que determina la aparición de los nuevos procesos virales: sin embargo, la información, en su anacronismo “historicista” reproduce los acontecimientos mediante modelos de transparencia que ocultan sistemática la desaparición del poder y su total impotencia, ayudando a consolidar la incertidumbre y la impunidad en que actualmente tienen lugar todos los sucesos. Si esto ocurre es porque hasta el tratamiento de la propia causalidad se escapa a toda gestión, como se escapa a toda responsabilidad y a toda interpretación.
Todos estos fenómenos, se quiera verlo o no, derivan de manera inmediata de alguna extraña ruptura ocurrida en la totalidad de un orden civilizado convertido en automatismo descarnado del intercambio absoluto; todos se desprenden de una mutación antropológica fundamental, de una especie de descuido incondicionado fundado sobre débiles complicidades, sobre sinergias mundializadas, sobre la malversación silenciosa de todos los principios directivos de una civilización en trance de reversión estructural.
No hay que ver aquí ninguna forma de “involución” o “regresión”, ninguna “dialéctica negativa” de la racionalidad: hay que afrontar la catástrofe en su puro sentido etimológico sin connotaciones puramente negativas o pesimistas, es decir, hay que pensar el principio catastrófico como “vuelta del revés”, como movimiento doble “de ida y vuelta”, no dialéctico en el sentido de una posible síntesis conciliadora, sino movimiento de devolución simbólica, como reversión de lo otro, como libre despliegue de lo reprimido por el sistema del valor y del intercambio.
El concepto hegeliano-marxista de la Historia ha oscurecido durante demasiado tiempo la comprensión del sentido fundamental del mundo contemporáneo: al ver el espíritu absoluto y lo absoluto mismo encarnado como Idea en la Historia ha hecho olvidar, durante demasiado tiempo, la otra vertiente del proceso del devenir, la cara oculta del mundo realizándose en su autoconcepto: el hecho de que la propia Historia al realizarse se suprime a sí misma. Sin embargo, para Occidente, la partida todavía no ha terminado, aunque la haya perdido de antemano: aún le queda por experimentar el proceso inverso, el de la devolución simbólica radical de su propio espíritu realizado, encarnado.
Todos los fenómenos actuales realizan exactamente esta devolución, es decir, van justo en esa dirección en un movimiento doble de ida y vuelta: desde la determinación absoluta del devenir racional de las sociedades occidentales hasta la incertidumbre profunda de todos los procesos derivados justamente de aquella determinación omnicomprensiva. Lo que sirve parta entender el orden histórico y social, también sirve para entender la relación del sujeto consigo mismo, con el mundo y con los otros.
No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta que una cultura se conoce a sí misma por el tratamiento que le concede a la muerte del individuo. Si se capta este sentido, entonces se captará también el sentido de la totalidad de una civilización. En su obra Minima moralia tiene Adorno una anotación especialmente lúcida sobre la muerte en el mundo contemporáneo, que se titula precisamente “Matadero” (148), cuyo sarcasmo ayuda a comprender la actitud colectiva ante algunos acontecimientos actuales:
“Si el individuo al que la muerte ha aniquilado es algo nulo, despojado de todo dominio sobre sí y del propio ser, entonces también será nulo el poder aniquilador, diríamos como haciendo broma de la fórmula heideggeriana de que la nada anihila. La radical sustituibilidad del individuo hace de su muerte, con un total desprecio de la misma, algo anulable, tal como antaño la concibió el cristianismo con un pathos paradójico. Pero la muerte aparece perfectamente integrada como quantité négligeable. Para cada hombre la sociedad tiene dispuesto, con todas sus funciones, un siguiente a la espera, para el que el primero es desde el principio un molesto ocupante del puesto de trabajo, un candidato a la muerte. De ese modo la experiencia de la muerte se trasmuta en un recambio de funcionarios, y todo cuanto de la relación natural que es la muerte no pasa a formar parte por entero de la relación social, es relegado a la higiene. Al no concebirse la muerte más que como la exclusión de un ser natural de la trama de la sociedad, ésta ha terminado domesticándola: el morir meramente confirma la absoluta irrelevancia del ser natural frente a lo absoluto social”.
Adorno se refiere en particular al exterminio burocrático, deliberadamente programado, de los judíos, pero su reflexión es aplicable sin ninguna exageración a la situación actual del individuo frente a los poderes y disposiciones que afirman protegerlo sólo para aniquilarlo mejor. Para comprobarlo, basta observar el tratamiento que los medios de comunicación y los poderes burocráticos occidentales dan a la muerte bajo todas sus formas, en especial, las formas accidentales, catastróficas o terroristas, pues actualmente la muerte ya casi nunca ocurre de manera “natural”, sino, de una u otra manera, es un suceso derivado de la inversión tendencial de procesos de hiperprogramación racional y técnica, y cada vez más será producto de sus consecuencias inverosímiles. De hecho, la muerte se nos aparece cada vez más como un subproducto del aparato logístico del aseguramiento colectivo, convertido a su vez en un automatismo incontrolado e irresponsable, puesto a punto como sistema de prevención que acaba por estallar dentro de sus propios límites.
Más allá de la opinión que pueda mantenerse sobre el desencadenamiento del “síndrome de los Balcanes” y otros muchos sucesos semejantes, lo que llama la atención es el tratamiento de la vida de los individuos en los medios de comunicación como esa “cantidad negligible” de la que habla Adorno. Efectivamente, la muerte se convierte en una variable aleatoria en el despliegue de un dispositivo militar enloquecido que acaba por exterminar a aquellos a quienes debía proteger. La lógica del “biopoder” en su vertiente bélica parece una maquinaria que se mueve por impulsos ciegos, más allá de cualquier determinación de una voluntad cualquiera.
La misma disposición paradójica es reproducida a su vez por los medios de comunicación como filtro de la incertidumbre de los poderes irresponsables, pero además contribuyendo a aumentarla al ser portavoces de la facticidad desnuda que la incompetencia deliberada de aquéllos desencadena. Entretanto, todo sigue su curso más allá de cualquier sentido, de cualquier voluntad: el mundo se convierte progresivamente en una clínica de damnificados y desamparados, los mismos exactamente que eran hiperprotegidos, chequeados y vigilados hasta la muerte.
De este modo el “síndrome de los Balcanes”, ya conocido por la guerra del Golfo, se convierte en el “síndrome del siguiente” en la lista de espera de las catástrofes organizadas. Pero claro está, existen diferentes clases y jerarquías de damnificados: los de las catástrofes naturales siempre tienen prioridad, se es más piadoso y benevolente con ellos, en la medida que un terremoto es inapelable, su realidad no ofrece ninguna incertidumbre ni deja espacio para la especulación: ahí entra en acción la solidaridad, la desfalleciente conmiseración occidental sobre los otros, que es mucho más fácil de ejercer que sobre sí mismo.
Sin embargo, cuando los damnificados y los muertos son “cantidad negligible” del dispositivo experimental, del aseguramiento a la fuerza, víctimas mudas de la temible competencia occidental en materia de armamento y de los designios humanitarios realizados con “operaciones policiales de castigo”, entonces sí interviene la incertidumbre, entonces todos los poderes burocráticos proclaman lo inverosímil, se conceden a sí mismos, vía medios de comunicación, el beneficio de la duda, y campan a sus anchas en la más completa impunidad, irresponsables incluso de la vida y de la muerte de sus propios súbditos, entretanto convertidos en cobayas a las que se les oculta su destino de cobayas. Si los chinos han entrado en la era de Piscis, los occidentales hemos ingresado sin saberlo en la era del Ratón de Indias. Entonces verdaderamente Occidente no sólo “ocupa el lugar del muerto”, como escribió Baudrillard sobre la intervención occidental en Yugoslavia, sino que además se convierte en el muerto mismo.
Hay una justicia eterna, una justicia invisible que acaba por hacer expiar las culpas incluso cuando no se tienen ganas de asumir ninguna. Pero los damnificados siguen siendo los otros, aunque sean también los nuestros, pero eso qué puede importar, si actualmente la verdad de todos los poderes es ocultarse en la incertidumbre de los efectos que provocan sus acciones y omisiones para así permanecer impunes e invisibles. He aquí una nueva fórmula de gobierno, la que los poderes abismáticos occidentales están asumiendo a marchas forzadas y a contrapelo: hazte invisible, desaparece, nadie se preocupará por encontrar responsabilidades, pero, entretanto, vete buscando unos cuantos chivos expiatorios.
Basta dirigir la mirada a cualquier parte para ver los escombros que rodean la existencia en un mundo cuyos esfuerzos todos se concentran en disimular su condición misma de gran residuo universal. Todo el mundo, y nosotros mismos, secretamente, nos estamos dedicando, a marchas forzadas, a poner un honesto paréntesis a este cúmulo de despropósitos, irregularidades, malversaciones, epidemias, catástrofes que, como mucho, sólo nos sirven ya para lamentar un destino sacrificado. Nos ocurre como a ese muchacho francés deficiente a quien los tribunales han indemnizado por el hecho de haber nacido minusválido psíquico, ciego y sordo: nuestra existencia, simbólicamente, comparte las mismas deficiencias, así que alguien tendrá algún día que indemnizarnos.
El derecho natural del hombre a ser su propio desahucio, es decir, a su aseguramiento de por vida, es el lógico resultado de no tener ya ni la posibilidad de vivir. En buena parte, todo ese ritual profano de los “derechos universales del hombre”, como imaginario aseguramiento de la humanidad sobre sí misma, está ahí justo para convertir al hombre en su propio desahucio, legitimando a posteriori todas las virulencias del orden mundial. Los derechos universales hacen necesariamente su aparición cuando ya no queda ni rastro de “derechos reales”.
La era de los residuos hace su aparición: es la consecuente y merecida conclusión de la Historia occidental, tal como se ha desarrollado en los tres o cuatro últimos siglos. Al final de la aventura de los esponsales del Capital y la Tierra (maridados por la Razón en solemne acto metafísico, es decir, tecno-científico), hace su aparición un invitado inesperado, ejecutor de todas las violaciones, de todas las quiebras, de todas las imposturas: el residuo como destino, como hipoteca, como devenir. Si ya el “espíritu” había sido convertido en un mero instrumento funcional, la vida, por su parte, ha encontrado su resolución final en la imposibilidad material de “vivir de otra forma” que no sea la del embrutecedor encuadramiento occidental.
Efectivamente, el residuo es el destino, ya adopte la forma de un prión, de un virus, de una bacteria o de uranio empobrecido. Los microorganismos y las partículas se vengan, último reducto de la “irracionalidad” del mundo, se despliegan libremente irreductibles y vindicativos. Su razón de ser es la negación de la vida que previamente ha sido negada: todos estos fenómenos constituyen algo así como la hegeliana “negación de la negación” en un mundo que se ha construido todo él sobre una positividad imaginaria y fundamentalmente criminal. El pensamiento racional se hace real, peor aún, produce y reproduce lo real desde sí mismo. Por pensamiento racional hay que entender aquel que legitima y promueve la liberación de los medios respecto de los fines, pero sabiendo que tanto unos como otros son igualmente ficticios, pues son literalmente puestos por una voluntad de poder arbitraria en su carácter puramente humano. Todavía no se ha medido lo que esto significa.
Con este dominio incondicional empieza la era de la experimentación del hombre sobre sí mismo, a todos los niveles: demográfico, biológico, social. Se trata de un sueño, el verdadero sueño antropológico occidental, quizás el sueño dogmático de la razón. Ya no hay categorías para nombrar todos estos procesos experimentales: su encadenamiento e inmediatez nos desborda ya ampliamente. No hay que acudir a ninguna reflexión ética para oponerse a esta emancipación de lo instrumental: ésta es sin duda la postura más reaccionaria que se puede dar hoy, en la medida en que se pretende hacernos creer que habría una razón “buena” que oponer a la razón “mala”. La racionalidad, concebida a la manera occidental, es en sí misma el mal, porque allí donde domina el poder liberado de los medios y los fines ya se ha producido una ruptura de todos los equilibrios y vínculos simbólicos. Según Baudrillard, somos responsables de que nuestro pensamiento haya “contaminado” la realidad y esta contaminación es mucho peor que la otra, la ecológica, que no es más que su reflejo en la naturaleza.
La Drosophila y su semejanza genética constitucional con el hombre, la agricultura biónica en marcha (las semillas “espaciales” de los chinos, la soja sintética de los americanos, el maíz obeso de los mejicanos…); las píldoras “anti-edad” contra el envejecimiento, la excesiva producción de estrógenos por la química industrial de síntesis, la proliferación cancerosa de tejidos orgánicos; la vacuna “antiviolencia”, la futura “hormona de la felicidad”, el prión “asesino” de las vacas locas, el uranio empobrecido; intoxicaciones masivas por bacterias incontrolables (la “legionella” y otras que pronto harán su aparición “espectacular” y mortífera); reaparición de enfermedades tropicales en las zonas frías o templadas, y así una lista interminable, a la espera de desplegarse en los recodos de todos los caminos que no llevan a ninguna parte.
En todos estos casos, un mundo convertido en inmenso laboratorio es un mundo al borde de la catástrofe lenta. Sin embargo, estos son sólo los datos más superficiales que permiten entrever la naturaleza del problema, pero no el problema mismo. Así, cuanto más benignas son las hipótesis de partida, más benéficos los fines perseguidos, más benévolas las metas declaradas, más malignos son los efectos, más desgraciados los resultados, más irresolubles las contradicciones. Esta ambivalencia de la modernidad forma parte del dispositivo retórico de todos los discursos públicos mínimamente conscientes de nuestra historia. Y lo que hay es efectivamente ambivalencia, no dialéctica.
La agresión sistemática a la naturaleza, al “medio ambiente”, al clima, el propio exterminio pacífico del hombre por el hombre, a través de la generalización del principio estatal y político occidentales, ha venido a sustituir a la vieja dialéctica economicista de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. El capital, la racionalidad, las tecnologías, la voluntad de dominio, todo eso se despliega en un torbellino vertiginoso por multiplicación de los medios en el vacío de las finalidades. Este mundo deviene praxis total y nada más.
Es lo que ocurre cuando el pensamiento se convierte en pura “teoría”: el mundo sólo puede ser contemplado como objeto de una ficcionalización continuada y de este circuito es imposible salir. Todos los temas nietzscheanos de la última obra póstuma, la que debía llevar por título “Voluntad de poder”, esa obra que tanta repugnancia provoca hoy leer porque nos sabemos certeramente retratados, son actualmente, sin saberlo ni sospecharlo siquiera los actores, el trasfondo de muchas de las discusiones que se están dando en medios políticos, científicos y humanistas.
¿Qué se persigue? ¿A qué se aspira? ¿Cuál es el verdadero destino de un mundo convertido en automatismo y despojo? Nadie lo sabe, pero hay una obsesión que lo ensombrece todo. La unificación de la humanidad en torno a un único modelo antropológico es la marca de una regresión que ahora comienza a mostrar sus efectos más perversos. En este modelo único, la economía se materializa como “bios” total y el “bios” se materializa a su vez como “oikonomía” planetaria. Pero lo económico, entendido según las categorías de la propia economía ya no es tampoco lo decisivo. Las reglas del nuevo juego están ocultas en otra parte. Incluso están ocultas para el propio pensamiento racional, pues éste sólo puede convertir al mundo en su propio espejo, pero este espejo actualmente se está resquebrajando por todas partes. El arma del crimen no puede ser a su vez el medio de redención, como argumenta Baudrillard en contra de todos los optimismos salvíficos. Por lo tanto, ni la economía, ni la técnica ni el cálculo pueden ayudar a salir de esta situación enloquecida.
La clave del juego la tiene hoy lo que podríamos llamar una “biología política”, es decir, un “bios” trasformado en poder y un poder trasformado en “bios”. El biologismo nietzscheano no iba en absoluto descaminado cuando concebía que la voluntad de poder no era otra cosa que el deliberado incremento e intensificación de las condiciones de vida de una especie, y en el caso del hombre, era el propio pensamiento (cálculo económico, planificación de los recursos, programación social, investigación de las ciencias, tecnología) el que se convertía en el diseñador de esta “evolución”. Hay que tener un concepto muy pobre de “vida” y un concepto aún más mísero de “pensamiento” para no entender el alcance de lo que Nietzsche fue capaz de diagnosticar como “voluntad de poder” en los términos definitivos de una metafísica realizada a escala planetaria. Se tiene demasiado en cuenta al Nietzsche provocador de la crítica pesimista de la cultura y muy poco en consideración y estima al Nietzsche pensador de la esencia de la Modernidad en su mayor radicalización metafísica.
La paradoja es que la propia realidad del residuo está hecha a la medida del desarrollo científico y tecnológico: así es como los objetos decantados por la física (fisión del átomo: la obsesión occidental es liberar todas las energías y hacerlas superfluidas en un desangramiento utilitario del mundo convertido él mismo en flujo) y la biología contemporáneas (la reducción de los organismos a su dimensión molecular y bioquímica: de donde el éxito de la genética, fruto de una simplificación patológica, profundamente enraizada en la conciencia occidental) se vuelven “responsables” de esta irracionalidad, de esta emergencia de lo complejo en un mundo completamente aplanado.
Lo irracional tuvo su hora como paranoia organizadora y disciplinaria del capital en la primera parte del siglo XX. Hoy, sin embargo, es lo complejo en un mundo trasformado universalmente en sistema de relaciones simples y superficiales lo que determina todos los procesos. Pero este sistema sólo puede evolucionar hasta hacer implosión dentro de la esfera misma con que el principio de la racionalización abstracta ha violentado al mundo. Lo complejo es el fascinante enredamiento del mundo racionalizado en la espiral genuina del mal. Si los inicios que vamos conociendo (el SIDA abre en este sentido una nueva época, lo mismo que la guerra del Golfo y otros muchos acontecimientos que pasan desapercibidos en medio de la indiferencia) son los prolegómenos del proceso de reversión, no cabe duda de que la suerte del sistema occidental ya está echada y todo se juega contra él, lo que en el fondo tan sólo sería un acto de reparación y expiación.
El exterminio debe exterminar a los exterminadores, con mucha mayor razón cuando éstos viven a expensas de los residuos en que han convertido a poblaciones enteras, a especies enteras. Los que producían el mundo como residuo (que es exactamente lo mismo que producirlo como “voluntad y representación”, como “concepto absoluto” y como “voluntad de poder”) serán ellos mismos transformados en residuos. Occidente ha creído escapar durante demasiado tiempo a todos los males que ha sembrado: ahora está empezando a recoger la cosecha, y debemos esperar que lo haga con creces. Y además sin concepto, sin representación, sin voluntad y sin poder: hermosa paradoja que debemos aprender a admirar más allá de cualquier resentimiento. Si ya no tenemos destino, al menos podemos contar con lo irreconciliable de un devenir sacrificado.
Las finalidades ciegas de poderes ciegos ponen de manifiesto que nuestra realidad actual se ha convertido en algo ininiteligible, a no ser, claro está, que se acepte que la totalidad del mundo regido por los procesos de racionalización, integración y normalización a la fuerza es de hecho un universo de incertidumbre generalizada, una masa inerte de impotencia y desamparo absolutos. Todos los sucesos actuales parecen corresponderse a la perfección con ese “descuido incondicionado” del que hablaba Heidegger, refiriéndose a la existencia humana tomada a cargo por la técnica y por la objetivación radical de las programaciones racionales. El carácter intersticial, inasible, trasversal, de todos los procesos negativos, la figura a escala microscópica, priones o partículas de uranio empobrecido, de los agentes del “mal” promovido por el “bien”, eso es lo que debe llamar la atención y no la causalidad o responsabilidad “política”, coartada para hacer inteligible por el sentido común lo que precisamente escapa a su definición. La prensa y los medios de comunicación se encargan de llevar a las cosas a sus “justos límites”, y todo se queda en un asunto de mera información, es decir, otra modalidad del desamparo.
Por ello, no deja de ser curioso que dos de los principales acontecimientos que los medios de comunicación retoman después de los rituales mediocres con que un Occidente descerebrado celebra el cambio de año y milenio, sean ellos mismos sintomáticos de un estado de cosas caracterizado por el “descuido incondicionado”: la extensión del “mal de las vacas locas”, es decir, una epidemia producida por una proteína, y el “síndrome de Bosnia”, es decir, otra epidemia, ésta provocada el uranio de las bombas “pacificadoras” con las que el benemérito Occidente sembró el antiguo territorio yugoslavo durante las operaciones militares de 1999 en Kosovo y de 1994-95 en Bosnia. Es como si la leucemia mortal de los soldados de la OTAN destinados en aquel territorio de operaciones “humanitarias” y la tembladera de las vacas reflejasen la otra enfermedad, la de la política, y el otro temblor, el de la moral, en unas sociedades occidentales en descomposición lenta. De todos modos, hace algunos años que asistimos a una “normalización” de la catástrofe (la guerra del Golfo está en el origen de este triunfo silencioso de una reversión maligna de las cosas), mediante la redundancia informativa, mediante la multidifusión comunicacional, mediante la inhibición de todos los poderes “responsables”.
La catástrofe, al hacerse trasparente y simultánea, se difumina, integrándose en el ciclo del intercambio de lo inmediato como mera información, como mera opinión pública. Pero la catástrofe circula en todas las direcciones, de modo que la responsabilidad pierde cualquier posible definición. La información es la pantalla que coloca el sistema entre las poblaciones “amoralizadas” y él mismo, con el fin de neutralizar los efectos inmediatos de su propia irresponsabilidad. De ahí que se logre una impunidad total, a la que corresponde la total disponibilidad para la catástrofe. Es el mismo dispositivo que el de la solidaridad, la compasión pública y la recriminación general: se trata de multiplicar las complicidades mediante la multiplicación de los motivos de pánico. También es la función psicológica de todo el cine catastrófico, de los documentales sobre hambrunas, guerras y epidemias, y por supuesto, lúdicamente es la finalidad de los programas “maratón” para recaudar fondos con cualquier coartada “humanitaria”.
El nuevo consenso occidental, el que estabiliza precariamente todas las instituciones y todas las opiniones, es la complicidad general sobre un estado de cosas perfectamente ruinoso, perfectamente inmoral, pero sistemáticamente blanqueado por aquello mismo que lo enfatiza haciéndolo redundante: la propia información. Como las cosas ahora ya se saben por anticipado, como todos los efectos ocultados se conocen de antemano, no puede haber responsables, no puede haber culpables, y de hecho, no puede haber castigo, no puede haber expiación real, puesto que la propia catástrofe a cámara lenta, o peor aún, su simple simulacro, es ya por sí sola la expiación y el castigo.
2
Dadas las condiciones actuales, es muy difícil hablar en nombre del hombre, puesto que demasiadas veces se ha tomado ya su nombre en vano. Nosotros, los occidentales, seguimos empeñados en pensar tomando el nombre del hombre en vano, sobre todo cuando más vehementemente decimos defender los derechos “inalienables” del hombre. Como respecto a tantas otras cosas, lo primero es aprender a ser más humildes, más modestos, renunciando a la verdad consolidada, la que afirma implícitamente que el “reino del hombre” ya hubiera llegado a su plenitud entre nosotros. La buena nueva estaría representada por los tales derechos universales y abstractos. Pero todavía se pueden ver las cosas de otro modo mucho menos conciliador y, desde luego, no por mero afán de provocación gratuita, ni por juego intelectual, que aquí no está permitido, pues justo aquí se juega todo el destino del mundo occidental y sus figuras de la verdad moral e histórica.
La era que se abre con aquella famosa “Declaración universal de los derechos del hombre” de 1948 es efectivamente el reinado todopoderoso de una concepción del Hombre, una concepción que contiene todas las determinaciones metafísicas del pensamiento occidental en la figura del sujeto jurídico abstracto: la Humanidad. Apenas se ha reparado en cómo la ideología occidental ha universalizado sus categorías, poniéndolas al abrigo del derecho y de la supuesta moralidad más elevada que jamás se hubiera conocido en la historia del mundo. En cualquier caso, los valores universales se mundializan.
Este hecho tiene consecuencias desastrosas, devastadoras, directa e indirectamente. En primer lugar, porque la universalidad del mero derecho ya es un hecho más que discutible, ya significa una reducción brutal de la totalidad de lo humano, una versión amañada del Hombre, que realizaría su esencia subjetiva universal en la pura objetividad de la ley (moral o jurídica). Un tema que, como es bien sabido, es el núcleo constituyente de la ideología burguesa desde sus mismos orígenes. En segundo lugar, se toma al hombre como sujeto, como individuo libre, con lo que lisa y llanamente se universalizan nuestras categorías fundamentales, la filosófica y la económica, en un mismo movimiento puesto al resguardo de una bella moralidad, a su vez protegida por la presuntuosa voluntad jurídica. Ni Hegel hubiera soñado con tanta universalidad abstracta.
Alguien podría pensar: no se trata de “ideas” ni de “valores” sino de la “realidad” humana en su más pura expresión, es decir, los derechos humanos defienden al hombre y por este criterio fáctico, ya son válidos en sí mismos, de manera que no hay darles más vueltas al asunto, no sea que acabe apareciendo aquello que precisamente no debe salir a la superficie, algo insensato e imprudente. Este tipo de argumentación, reducido a su más simple fórmula, tiene un buen fundamento, pero resulta demasiado piadoso, y los argumentos piadosos, como las mentiras piadosas, sólo sirven para embrollar aún más las cosas. En el fondo, se trata de un criterio de eficacia, utilidad, rendimiento: los derechos humanos son buenos porque funcionan, aunque en sí mismos, desde un punto de vista “teórico”, haya que admitir a regañadientes que son algo muy discutible. Lo importante es su realidad, su facticidad, el hecho de que sirven para evitar o prevenir males mayores.
Así pues, los derechos humanos defienden al hombre: se suele olvidar, o pasar muy a la ligera, que defienden precisamente al hombre del propio hombre, como los “derechos” de los animales aparecen cuando son exterminados por el propio hombre, o bien cuando se habla también de los “derechos” de la Naturaleza, agredida sistemáticamente por una explotación fuera de todo límite y control llevada a cabo, planificada y ejecutada por el propio hombre. En el carácter genérico de esta palabra se plantea un pequeño problema: el hombre al que defienden y protegen los derechos del hombre es agredido, violentado por el propio hombre, pero ¿ese hombre es alguien anónimo, realmente genérico, sin rostro? No, ese hombre que violenta, que agrede, ése es justamente el hombre occidental, el mismo que, erigido en Sujeto Universal de la Historia, se abroga la enunciación del Derecho, de la Verdad y del Sentido. Luego, el criminal y la víctima, recogidos por lo genérico de la palabra “Hombre”, son hombres realmente diferentes.
Toda la estrategia “política” de fondo en el planteamiento implícito de los derechos humanos reside aquí: intentar por todos los medios confundir la identidad del criminal y la víctima a fin de seguir manteniendo al hombre occidental como el privilegiado sujeto de los valores universales, sus propios valores y los de nadie más. Actualmente, esta confusión se observa ya en todas partes sin que nadie se dé cuenta de su verdadero significado y, menos que nadie, los intelectuales, que, desde luego, no suelen entender mucho de “estrategias” a largo plazo.
Los derechos humanos ocultan sistemáticamente el exterminio occidental de los hombres concretos y están justamente ahí para eso. Hay que decir, no obstante, que ni siquiera con esta cobertura, Occidente deja de ser el criminal y lo es de las maneras más sutiles y, por ello mismo, más cínicas y vergonzosas. Pero la primera amoralidad, la fundadora, es aquella misma que produce la moralidad como absoluto: la amoralidad de confundir, mezclar las identidades del criminal y la víctima. Todas las demás amoralidades se derivan de esta complicidad.
Las poblaciones desestructuradas, desterritorializadas, a las que toda identidad ha sido arrebatada, son la metáfora, y mucho más que la metáfora, de un mundo de la apatricidad, es decir, de un mundo sin origen ni historia. Muchos pueblos innombrables son nuestra imagen invertida, el otro lado del espejo en que, bajo ningún concepto, deseamos mirarnos. Porque virtualmente todos somos, ya aquí, en este Occidente final, los que estamos deviniendo ellos, los que no pueden sino devenir aquellos que reflejaron, el reverso de una voluntad de poder absoluta.
Entonces, cualquier idea humanista de la Humanidad (pleonasmo de cuyo déficit somos las víctimas sin saberlo) resulta del todo inútil para pensarnos, puesto que nuestra proyección en el mundo también nos ha sido arrebatada, y nadie posee el privilegio de pensar el ser, ni siquiera nosotros, los que les hemos arrebatado el ser (la lengua, el hogar, la comunidad, las creencias, antes de quitarles la vida misma) a aquellos muchos mejores que nosotros. Pero nosotros somos los sujetos de esa historia simulada de la Humanidad, nosotros somos su encarnación y su fin, también el medio a través del cual el mundo será “humanizado”, es decir, apresado en la condición obsolescente de residuo. El pensamiento tiene que dejar de ser cómplice de las categorías a través de las cuales Occidente ha ejecutado sus planes de exterminio de la alteridad.
¿Por qué este extraño privilegio? ¿Por qué esta concesión perpetua e ilimitada de ser la encarnación del tiempo, de la verdad y de lo humano? ¿Por qué esta decisión de suprimir el devenir de los otros? ¿Por qué esta obsesión criminal por exterminar toda alteridad? ¿Contra quién se dirige toda esta violencia, visible por doquier en el mundo e invisible para una conciencia hipertrofiada con sus propias mentiras de consolación? La “superioridad” de Occidente no es económica, ni tecnológica ni militar, éstos son sólo factores externos, superficiales, de la realización virulenta de una idea, de un proyecto secreto, innombrable, de un destino, quizás, que conduce desde hace mucho nuestro universo mental, nuestros valores y nuestra cultura. Hasta los mismísimos “derechos humanos” son la expresión más pura de esta superioridad, de esta profunda convicción moral, la de poder encarnar impunemente el Bien y erigirse en el “amo de las diferencias”, en el juez absoluto de las diferencias.
Si Occidente arrastra al mundo hacia el más absoluto desarraigo, hacia la más abyecta desterritorialización, no sólo física, geográfica o cultural, si practica en todas partes y bajo diversos procedimientos un exterminio total del otro, deben de existir razones que exceden ampliamente el mero designio histórico de una explotación intensiva del mundo, de un agotamiento de toda posibilidad de destino fuera de esta determinación última de llevar a cabo la realización incondicional de un “materialismo” cualquiera.
Si el destino de Occidente es trasformar el mundo en lo mismo que él mismo es, entonces su pensamiento se ha convertido, de manera radical, en el origen de este devenir lo mismo, pues el pensamiento de Occidente se define ante todo por el olvido y la represión de toda cualidad diferencial, de toda ilusión, de toda alteridad: el pensar occidental se autodetermina, él mismo, como un acto de violencia ilimitada contra lo que es, en un movimiento universal de apropiación-subjetivación-objetivación. Sólo porque se determina lo que es desde este pensar, puede el mundo ser apresado, puede el hombre ser subjetivado y objetivado a un mismo tiempo.
Actualmente, toda la defensa última del sistema pasa por un blanqueo desvergonzado, con toda clase de superfluas moralizaciones, de esta situación universal, y son precisamente los supuestos valores más nobles de Occidente los que se encargan de hacerle el trabajo sucio al sistema, pues estos valores conservan, en su estado más puro, las categorías esenciales del exterminio: liquidación de lo consuetudinario y tradicional por los derechos universales abstractos, reducción de lo social a lo individual, autonomización de la instancia política estatal como instrumento de desestructuración, supresión de la espontaneidad social por la programación racional de la economía emancipada de toda necesidad comunitaria, etc. Ahora bien, la peor de todas esas categorías, aquélla sobre la que se eleva todo el edificio de la dominación, es la idea misma de “Hombre”, es decir, la comprensión del ser del hombre como se determina históricamente en el pensamiento occidental, en especial moderno, como sujeto libre, como autoconciencia y como voluntad de poder incondicionado.
En el espacio figurativo construido desde esta perspectiva ideal de todo Humanismo, el punto de fuga hacia el que se dirigen convergentemente todas las líneas, es, por supuesto, el epicentro catastrófico de los valores occidentales, pero unos valores carentes por completo de valor, es decir, pura virtualidad de un valor que, al liquidar todo antagonismo profundo, secreto, toda alteridad y todo devenir, se encamina en línea recta hacia su disolución, o mejor, dilución, en la barbarie que denuncia. Así es como los defensores a ultranza de los derechos humanos, las asociaciones en defensa de la vida humana y de los principios democráticos a escala mundial, se extrañan, se sienten perplejos al comprobar cada año, tras cada nuevo informe de Amnistía Internacional que, una vez desaparecidas muchas dictaduras, las democracias que las sustituyen continúan su tarea de exterminio lento, aún más sofisticado, de sus poblaciones. Olvidan que este exterminio hace mucho que ha sido programado, y los medios con los que se ejecute son del todo indiferentes a los resultados realmente perseguidos.
Así, este axioma que apenas hace a nadie reflexionar sobre su génesis, sobre su razón de ser: cuantas menos dictaduras hay en el mundo, más se transgreden los derechos humanos, mayor es la precariedad del «derecho a la vida», a la libertad, etc. Ahora bien, lejos de resultar paradójico, este dilema nos plantea abiertamente una cuestión muy diferente a la que se esconde en el patetismo del lamento oficial: el discurso oficial de los derechos humanos es el mecanismo de blanqueado y reciclaje de todas las barbaries contemporáneas, los dueños de la verdad y el bien son los cómplices reales de esta barbarie, y de nada sirve elevar este blanqueamiento a una superreacción maximalista e histérica, enfrentando, sincera o hipócritamente, la teoría y la voluntad a la efectualidad del poder mundial.
En cualquier caso, la doctrina de los derechos humanos responde a una reactividad mortal para los pueblos sobre los que se interviene quirúrgicamente con la débil anestesia de este jurisdiccionalismo banal. Los derechos humanos son lo que queda cuando todas las defensas tradicionales de una sociedad y cultura estructuradas en torno a sus propios valores orgánicos se han perdido o han sido destruidas por aquellos mismos que luego vienen beatíficamente como misioneros laicos con este discurso de recambio, de suplantación y exterminio, para borrar precisamente las huellas del exterminio anterior. De ahí que la gran tarea del blanqueado preceda a la imposición de la doctrina, o a su suspensión «transitoria» en el caso de los refractarios a lo «universal».
Entonces comprobaremos cómo empieza a hacerse demasiado cierto aquello que afirmaba Heidegger cuando decía que el convertir las cosas en valor era «una blasfemia contra el ser», un dejar caer lo valorado (sea incluso el derecho a la vida) en una indistinción y una indiferencia de lo que lo fundamenta como valor. Pero entonces, ¿qué es lo que convierte al hombre en un valor al proclamar, demasiado generosamente para ser verdad, este derecho intrínseco a ser hombre bajo unas muy determinadas condiciones de valoración? Entrar en un debate semejante es del todo inútil, pues desde el momento en que se acepta discutir sobre valores, estamos atrapados sin querer en la propia dialéctica fatal del valor ya definido como valor o, peor aún, como universalidad del valor, y aquí no se trata de una cuestión de ideas ni principios sino de cómo el hombre real es sacrificado al altar de la figura ideal de un valor, sea el que sea pero siempre enunciado como valor.
Y actualmente ni siquiera eso, el valor de los valores occidentales, la doctrina y la práctica de los derechos humanos, es parte integrante de un dispositivo mundial de blanqueado, una estrategia política de disuasión y contención, un reciclado vergonzante de lo peor de las estrategias occidentales de exterminio y destrucción, algo infinitamente manipulable en función de los eventuales intereses occidentales de control y pacificación a la fuerza de los pueblos, a fin de que la circulación liberada del otro valor (económico: desde el turismo de masas «trashumantes» a la inversión occidental) se produzca sin limitaciones de ningún tipo.
Lo vemos día a día, de la manera más exasperante posible: el valor de los valores sólo valoriza a aquello que cae del lado de acá de la universalidad abstracta occidental traducida en participación beatífica en los intereses bien administrados de lo mundial: lo que cae del otro lado de esta misma universalidad, siempre será sacrificado, violentado y destruido, y este acto siempre a la vez legitimado en nombre de la doctrina, o sencillamente censurado, omitido, inhibido. Al implicarse en esta dialéctica inextricable de lo universal y lo mundial, la doctrina de los derechos humanos, sin necesidad si quiera de hacer su genealogía histórica e ideológica, se convierte en la negación de aquello que afirma, oponiéndose a sí misma a través de la resistencia de aquello que no puede digerir en su organismo, como diría Baudrillard, «inmunodeficiente».
Entre otros muchos, hay están para probarlo los casos recientes, iraquí, argelino, palestino, bosnio, afgano, checheno, etc, en los que los derechos humanos no funcionan en la medida en que estos pueblos, por diferentes razones, ya han caído del otro lado de lo universal y deben ser «reconducidos» en el «buen» sentido. Por no hablar de los que, sencillamente, se ponen la careta del gran valor para cometer «responsablemente» las peores atrocidades (los judíos, los norteamericanos), las que apenas saldrán jamás en la tele ni en los periódicos, pues lo universal-mundial es endogámico, sólo copula lícitamente con lo que es de su misma naturaleza (ecuánime incesto entre los medios de comunicación y la ideología oficial, sin complejo edípico, pues los muertos raramente tienen el privilegio de expresarse y el médium de los medios no es precisamente, a pesar suyo, un buen vidente).
3
Por alguna extraña asociación de ideas, en estos meses de matanzas y enterramientos masivos de animales de consumo humano (vacas, cerdos, ovejas), uno no deja de experimentar, casi sin querer, todo el simbolismo lúgubre de la situación: algo así como los propios funerales de la sociedad del hiperconsumo, la triste elegía de la abundancia devorada por la epidemia y la arbitrariedad de la circulación del todo convertido en mercancía en mal estado. Las imágenes conmovedoras de los enterramientos en masa en vertederos improvisados de miles de animales convertidos en desecho, recuerdan otras imágenes donde lo que se ha convertido en ganado y despojo es el propio hombre. El simbolismo de la situación reside justamente ahí, en esa extraña e inquietante analogía entre lo humano y lo animal.
Europa occidental tiene problemas con su carne, quizás porque hace mucho que todo se ha transformado aquí en un cuerpo innombrable atravesado por todas las virtualidades de enfermedad. Europa se ha hecho porosa a la epidemia sólo porque toda ella es un inmenso cuerpo sin cerebro o con un cerebro ya esponjiforme, ampliamente tocado por la enfermedad (las formas del ocio actual son una excelente medida de este descerebramiento general). Todos estos animales destinados a la matanza constituyen la mejor prueba de que hace algún tiempo las sociedades basadas sobre una explotación intensiva de todos los recursos sólo pueden continuar funcionando sobre el fundamento del desperdicio y del desecho, un fundamento al que vamos a tener que reconocer en toda su crudeza, puesto que acaba de hacer acto de presencia con todas las consecuencias imaginables.
Cementerios nucleares, vastas necrópolis de automóviles y electrodomésticos, sectores enteros de la industria paralizados (naviero, metalúrgico, minero), proliferación de barriadas proletarizadas con inmigrantes, ciudades fantasma, costas veraniegas devastadas, océanos y mares contaminados, bosques exterminados, enormes manchas de petróleo sin rumbo inundando litorales: en todas partes el mismo descuido incondicionado en medio de una circulación cada vez más rápida, la misma inhibición, la misma irresponsabilidad de un sistema mundializado donde no hay la más remota posibilidad de asumir ningún principio moral, ninguna verdadera posibilidad de plantar cara a una evolución hace mucho enloquecida. Occidente se alimenta de la catástrofe que provoca la liberación incondicional de las fuerzas productivas, de la técnica y de una voluntad insaciable de poder sobre una naturaleza convertida en aquello que Heidegger llamaba las “existencias”, la puesta en reserva de todo como “provisión”, como mero recurso para una ilimitada manipulación sin otros fines que alimentar la ordenación insensata del “Gestell”.
En un sistema semejante, donde la vida entera ha sido asumida como programación y cálculo, incluida la propia vida de los hombres, desde que nacen hasta que mueren vigilados y chequeados, verificado su buen funcionamiento en su salud, asegurada su salvaguardia por controles y normas en su seguridad, dirigida toda atención por la oferta cultural en su tiempo libre, determinados administrativamente en su trabajo, pacificados en sus instintos, delimitados en sus opiniones, no hay otra respuesta que la desregulación en cadena de las programaciones, la inhibición, la indiferencia o las pasiones sin objeto, el vértigo móvil del hastío y la psicodramaturgia colectiva del embrutecimiento.
Esta desregulación, en la que lo “normal” y lo “anormal” juegan una partida interminable en medio del anonimato masivo, es bien visible en todos los sectores de una vida contaminada en su totalidad por micro-coacciones de estructura, que han venido ha sustituir las antiguas, y ya inútiles, convenciones disciplinarias de la sociedad burguesa clásica. Las micro-coacciones de estructura son todo lo que queda de un aparato disciplinario cuya crítica a fondo hizo las delicias, durante demasiado tiempo, de muchos intelectuales renuentes a una observación detenida de ese mismo sistema que decían combatir (y de un diagnóstico malo, surge espontáneamente una pésima práctica y un discurso banal sobre los hechos).
Actualmente, el fallo no es ni siquiera metodológico, ni teórico, es lisa y llanamente, un error de apreciación, un error consentido y retenido como ocultación, como ilusión de una crítica en la que lo real ya no desempeña ninguna función, pues lo real mismo es el artículo de fe que hay que conservar en su pureza de fetiche. Todo el discurso intelectual contemporáneo es crítica de unas “condiciones objetivas”, es análisis de una coyuntura, es incluso arqueología de los saberes y disciplinas en el proceso de su constitución, es bricolaje sobre conceptos gastados: es el discurso de la realidad y su devenir desde sí misma y por sí misma.
Se asume, y siempre de la misma manera, que la realidad es la última palabra, que lo real posee un estatuto de legitimidad y legalidad absolutos, y que, por tanto, la función de la mera crítica, en todas sus variantes, consiste, simplemente, en señalar lo que le falta a la realidad para que, por fin, sea ella misma lo que promete ser. Es la crítica de la realidad como falta, carencia, privación, inconclusión de un proyecto o de un devenir.
Sin embargo, actualmente, cabe ver las cosas desde otra posición muy diferente: esta realidad no es ya algo incumplido, algo inacabado, algo a lo que le falta un plano de realización y un aplazamiento para su consumación. La realidad es algo ya en sí mismo “perfecto”, es decir, acabado, consumado, definitivo. En Occidente, advenido el principio de realización de lo real, ya no queda ningún espacio para lo que podría faltarle a lo real, sencillamente porque no hay ningún espacio semejante donde sea posible verificar una carencia.
La concepción implícita del progreso no es otra que ésta: la idea de una totalización de lo real en un tiempo absoluto de su realización (esto sirve para lo valores, para el arte, para la propia historia, para la economía y las formas políticas, y hasta para la propia consideración de la vida humana genérica como vida “digna”). Occidente encarna esta totalización de lo real como experiencia abstracta de la humanidad. De ahí que lo real se haya constituido en el espacio operativo desde el que y sobre el que Occidente impone su dominación, y a ello va ligado tanto una muy peculiar concepción del tiempo como una muy determinada comprensión del ser y del hombre, que no por encontrarse en proceso de universalización, dejan por esto de ser menos exclusivas y excluyentes, como demuestra toda la historia moderna de la colonización y el imperialismo occidental.
Pero muy a menudo olvidamos que el Occidente moderno se ha forjado su “identidad” en una abierta y constante tensión frente al Otro, y que de esta lucha, de este agonismo desigual, sólo ahora, recientemente, estamos empezando a vislumbrar todo su alcance, la dimensión auténtica de un porvenir que se configura como inversión de todas las tendencias hasta ahora dominantes. A esta inversión es a lo que Jean Baudrillard, al final de El crimen perfecto, tomando una fórmula prestada de Borges, llama “la rebelión de los pueblos del espejo”. “No seré tu espejo” es la voz dirigida contra los dominadores, contra los que impusieron una vez la inmovilización del devenir de los otros sometiéndolos y obligándoles a convertirse en un mero reflejo pasivo de sus dominadores. Esta voz comienza ya oírse en muchas partes, incluso dentro de las propias sociedades occidentales, donde todos los principios rectores de la nivelación moderna empiezan a hacer aguas, quedando sólo en pie el mecanismo desbordado de la pura circulación abstracta del dinero, a su vez enfrentado a sí mismo, a su definitiva excrecencia.