Cualquier texto que intente ser literario es la constatación, entre cínica y conmiserativa, de un fracaso en la desnuda experiencia de la vida, embrutecida y ciega contingencia que sólo la cobardía y la ignorancia alienta. Este no escapará a la norma, si bien su mermada y artificiosa “literariedad” exhibe el espectáculo penetrante de una frustración que ni siquiera llegó a ser deseo. La tesis, a fin de no engañarme a mí mismo, una vez más, se resume en este lema, capaz de dar sentido a toda una vida de hastío e inocencia moral: cierta clase de belleza sólo es ya posible mediante cierta clase de impotencia…
“Castilla no puede ver el mar” o algo parecido escribió, demasiado realista, “Azorín”, pero lo que “Azorín” no sabía era que Castilla sí está habitada por nereidas fugitivas, alejadas tierra adentro de un mar para ellas perdido o desconocido. La nereida, como la dríada o la ninfa silvana, es una mujer que resplandece, cuando el sol se oculta, pues, o seducida por un dios o parte del séquito de una diosa, ella es la señal afirmativa de una vida más allá de las ondas, las sombras y las frondas que ordenan y ocultan el caos del mundo. Pero la nereida brilla y destella con el fulgor violento y cálido del sol que riela entre las olas, de las que ella emerge, en la siesta o en el crepúsculo, para depositar en las orillas pétalos de rosas negras, a modo de ofrenda al dios al que sirven, y rápidamente se vuelven a sumergir huyendo del fauno que las acecha.
La nereida que casi conocí no amaría este rito, debido a su preconcebida resonancia rubendariniana o decadentista, pero yo sé que ella estuvo secretamente presente en el cortejo o séquito que vio nacer de entre las ondas a Venus, allí en el mar de Cyprus, y que ya desde entonces practicó este rito venerable, porque sólo el pétalo negro y un poco de vino rojo pueden ser digna ofrenda a quien todo lo puede y le trasmite la luz invisible de que está su carne desnuda humedecida siempre.
El aura, la voz y la cabellera son otras pruebas de que no miento y de que la nereida existe y habita entre nosotros, incluso allí donde no hay mar. Algunos podrán probarlo, si se encuentran favorecidos de un Hado singular y propicio.
El aura es la envoltura intangible de los seres intermedios entre la naturaleza animal y la divina, en la escala que asciende desde los hombres sensibles a las primeras entidades suprasensibles, cerca de la Idea o Verbo, pero sólo muy pocos hombres mortales alcanzan a discernir en ellas tal forma corpórea, a la que los deseos más intensos no manchan, y sólo aquellos hombres que nacieron bajo el signo de la cara no corrompida de la Luna pueden acceder al misterio, mas una vez que les es desvelado deben callar o morir impíamente despedazados por las bestias, pues así es la Ley de las cosas que se acercan a lo Alto y se mantienen en el justo respeto a lo que es inefable.
La voz sólo para los oídos puros es perceptible, porque la cadencia se hace canto y su armonía sólo es audible en el tercer círculo o esfera donde habita la Humanidad redimida por lento fuego de Amor espiritual. La tonalidad de esta voz, afirman los que la conocen, se despliega en una gama de dulzura y gran fortaleza de ánimo indescriptibles, y quien ha oído una vez esta voz no debe cometer sacrilegio, pues queda limpio de toda mancha anterior.
La cabellera es el signo de privilegio con que el Padre Océano distinguió a la nereida, pues su cabello es trama de tejido sutilísimo, del que Diana está envidiosa, y es el medio a través del cual la nereida ejerce toda la fuerza de una seducción que hizo al pobre Ulises desdichado y olvidadizo de su destino, allá en la isla de Calipso, pero el viejo Homero dormitó irreparablemente al confundir a la ninfa vulgar con la nereida marina, y éste es un daño que se ha de descubrir ahora, pues sólo yo que la nereida está investida con designio y poder de Apolo para dirigir o retener a su antojo a las almas errabundas de los hombres sin patria, pero con un destino por venir, que en sus manos se entrelaza el hilo del Destino, y todo es posible entonces.
Y estas son las señas de la nereida que vive lejos del mar, y pues soy testigo íntimo de este acontecer, debo dejar constancia como hombre probo de su efímero paso por mi vida sin promesa en una Castilla que no tiene mar, pero sí un cielo para fingirlo, cuando el espejismo me trae a los ojos cansados, en el amanecer, entre la sonrisa oscura y la carne tediosa, la imagen de la nereida.
Valdepeñas, otoño de 1998-Torre del Mar, primavera de 2018