Sé que los efectos de la soledad, casi siempre ignorados, son diferentes según la condición de cada uno, sobre todo se accede a ellos según el periodo de la vida en el que definitivamente nos acomete y decide quedarse con nosotros, como una gripe mal curada. Por mi parte, he podido contar en mi vida con un par de botas, y aunque no siempre, de vez en cuando las acaricio todavía, mientras ya con desgana les extiendo una delicada superficie de grasa animal enriquecedora, para dar lustre y diríase una viveza propia a la piel resecada en las largas caminatas bajo la lluvia y el viento por lugares que no recuerdo.
No será una sorpresa para nadie el gusto de coleccionista que siento por las botas camperas de piel de vacuno, creo que debe de haber pasiones más embarazosas de justificar y no tan altruistas (los sellos, las mujeres o las pistolas antiguas), pero ahora no deseo criticar las aficiones o las aflicciones de los demás, pues con las mías me bastan y no soy, a estas alturas, nada receloso con la propiedad de los otros.
Al menos, en mi caso particular, desde que era niño, necesité botas para caminar por esta tierra, aunque sólo mucho más tarde empecé a comprender que unas botas eran para mí mucho más que un objeto útil, pasajero, desgastable, consumible y reemplazable, como las personas, al que había que saber tratar con mimo de mujer encinta.
No es que hubiese llegado por persuasión propia a las ideas de Heidegger sobre el sentido de los humildes objetos pintados por Van Gogh, pero sí creo que las botas significaron para mí, en algún momento, una especie de vínculo casi místico con algún origen de remota memoria, una atadura a una fuerza ciega e innombrable que me comunicaba la Tierra, salvo que yo siempre tuve que experimentarlo con una sensualidad tal vez insana, una huella mnémica que sigue trasmitiéndoles a mis doloridos pies una incoercible necesidad de palpar el mundo a través del desaliento de las pisadas sobre lugares inhóspitos de las ciudades, en las que la Tierra ya ha desaparecido bajo capas espesas y duras de asfalto, ese obsceno maquillaje moderno del aislamiento.
No basta con recordar con emoción callada o de música que retoma el mismo leitmotiv: mis botas trazan espirales del destino material de los pasos errabundos, cuando la amistad, pacientemente degustada, comunica los pensamientos más íntimos entre las sombras paralelas que recorren los senderos, en las tardes otoñales de incierta brevedad.
Pero, como siempre sucede, las pasiones que al principio favorecen el desarrollo de multiformes cauces de placer, acaban con el tiempo desembocando, como en el efecto insensato de una perversa reversibilidad, en lo que los moralistas clásicos llamarían un vicio de carácter.
Ciertamente, hoy ya no empleamos esta palabra superflua e incómoda, no tanto por avanzado recelo cínico o prevención amoralista, cuanto por simple ignorancia de alguna pasión verdadera que pudiera llegar a crecer hasta el vicio, si se la dejara en la pura inquietud de su libertad. Toda nuestra vida ha sido tan normalizada que los vicios son como nuestros dedos meñiques o nuestro estúpido ombligo: inútiles e inestéticas huellas de una dependencia animal, pero ahí siguen sin que podamos hacer nada por desprendernos de ellos.
No seré entonces el último en confesarlo: yo también caí en un vicio, tal vez clasificable, en el inventario moderno de las psicopatías estándar como “fetichismo fálico” o algo peor (si hurgamos un poco en nosotros mismos, el código mordaz de la interdicción hablará con lengua en forma de falo impúdico y mitomaníaco), sí, desde luego, un vicio lamentable que consistía en sentir un placer irreprimible, inmaduro, obsceno, cuando acariciaba las botas que abrigaban mis pies o cuando les derramaba lentamente una generosa capa de grasa de caballo, cuyo olor me deleitaba y absorbía durante horas, en las que de vez en cuando pasaba un dedo sobre su aterciopelada superficie y aspiraba el aroma hasta lo más profundo de la fosa nasal, observando cómo la grasa extendida capa tras capa iba penetrando poco a poco en una piel revitalizada que se iba volviendo más oscura, como irrigada por una poderosa corriente repentina de sangre, mientras los reflejos mortecinos de la luz de la tarde nos cubrían de las primeras sombras.
Porque el vicio no puede tener verdadero sentido para mi curiosa ceremonia personal si no lo practico a la caída de la tarde, cuando también este aroma violento se mezcla inefablemente con el perfume de las flores abiertas en los potos y macetas de mi terraza, pronto traspasada por intensa luz amarilla que reverbera sobre los cristales y el suelo blanco, y toca mis botas ya casi con alma propia, despiertas sabiamente a mis caricias largas que las solicitan desde el fondo de su sueño quieto.
Debo confesarlo sin falsa modestia: siempre he sido magnánimo con mis botas y, aunque muchas, como las personas, ya no me sirven, aún las conservo y, cuando siento nostalgia por algún viejo par de agradable memoria, lo extraigo con cariño del armario que mi mujer me dejó al separarnos, y lo froto suavemente con la grasa, a sabiendas de que jamás volverán a hacerme compañía ni caminarán conmigo largos paseos, ni tocarán, como aún las recuerdo, los campos de tierra humedecida que se abren en abril al trigo y a la amapola, aunque tampoco pisarán la indefinible sustancia gris y pegajosa que impregna los sucios acerados de las ciudades hechas, como los crucigramas del domingo, de penuria y azar.
Valdepeñas, invierno de 1999-Torre del Mar, primavera de 2018