SENTIDO DEL DEBER (1998-2018)

Tengo un sueño recurrente estos últimos días.

Los sueños han empezado a acosarme, creo recordar, a partir del momento en que me informaron sobre la operación quirúrgica mediante la cual los médicos han decidido extirparme el tumor maligno del cerebro.

El sueño es siempre el mismo, sin ninguna variación. Es un bosque y una vía muerta del tren junto al bosque, apenas cien pasos de distancia. Todo está cubierto de una densa, sólida capa de nieve, acumulada de muchos días. Quizás sea invierno profundo en la estepa rusa a las afueras de Minks, donde nuestro Cuerpo de Ejército, al que estamos adscritos por órdenes directas del Führer, ha establecido sus cuarteles; tal vez la ciega niebla me localice en el norte de Prusia Oriental, casi junto al Mar del Norte que envía sus vientos helados a la llanura desprotegida; puede que todo suceda oníricamente en el suelo helado de una extenuante y casi anónima República Báltica, donde hemos tenido que trabajar duro meses atrás, en pueblos y aldeas que no figuran en ningún mapa.

De los vagones del tren empiezan a descender torpemente centenares de individuos desarrapados con barba de varios días y un apestoso olor a orina y excremento. Los reconozco y experimento un deleite sutil, indescriptible. Cada uno de ellos tiene algo que pagarnos. Nosotros somos hijos de la inflación, la deuda de guerra y el paro masivo: el nombre de Versalles es una leyenda de perdición para nosotros. Tenemos cuentas que ajustar.

Frente a ellos, a unos veinte metros, hay dispuestos un centenar de guardianes escogidos de elegante uniforme negro que tanto nos ha costado merecer en campañas anteriores no menos crueles contra pueblos parasitarios y de inferioridad manifiesta: sí, nosotros somos los hombres altivos y orgullosos del porvenir, hijos de la trinchera y las mortíferas granadas de mano que aturdieron y descuartizaron a nuestros padres; los hombres de los cascos negros de acero reluciente, calados de fusiles ametralladoras, con el hermoso brazalete rojo en el brazo, que centuplica nuestra arrogancia despiadada; muchachos selectos de veinte años, vigorosos, robustos, rubios hasta la palidez enfermiza, de pelo recién cortado y olor viril a loción para el afeitado de prometedora barba, que algún día yo sabré acariciar, hombres, apenas hombres, por fin, y ya hechos a estas tareas desde los dieciocho años: los verdaderos espartanos del mañana, que podrán prescindir hasta de esas miserables mujeres que tanto detestamos.

Los reconozco, a ellos sí, ellos son de mi raza y de mi espíritu y de mi sangre ancestral, son mis mejores hombres y yo soy uno con ellos: he de mostrarles el camino de un heroísmo nihilista que todavía ignoran.

Les ordeno que se coloquen en posición. Me obedecen, desplegándose con movimientos calculados y bien medidos, de impecable disciplina largamente aprendida, y dirigen sus aceradas armas contra el amorfo grupo de enemigos de nuestro Nuevo Orden: demoro la descarga y me acerco imperturbable a los prisioneros por el placer de contemplar los rostros aterrados, oír los gritos ahogados que salen de unas bocas mentirosas y traidoras que pronto callarán definitivamente, abiertos ojos de rata que enseguida yo mismo cerraré metódicamente con el disparo de gracia, uno por uno…

Cuando me despierto, los primeros copos de nieve empiezan a caer. Y reconozco ahora por fin mi propio rostro entre los rostros anónimos de los que ya empiezan a descender del tren. Y entonces también, como otras tantas veces, oiré sin estremecerme la voz seca y áspera del oficial pronunciando mi nombre:

-¿Quién es Martin von Herzenstein? Que se adelante hasta la primera fila y empuñe su arma…

Valdepeñas, primavera de 1999-Torre del Mar, primavera de 2018

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