El esgrimista conoce todas las reglas de su arte. Siempre está preparado. Ha ensayado innumerables veces todos los movimientos, todos los gestos: nada se le escapa a su previsión. Para observarse mejor, para tener un testigo, ha mostrado su habilidad ante un espejo. Ha ejecutado irrepetibles demostraciones de una agilidad siempre bien calculada. Nada engaña la certeza de su espada.
Pero el esgrimista tiene un problema: no encuentra adversario, no hay contrincante. Lucha contra una sombra, peor aún, ni siquiera contra una sombra: lucha contra lo invisible. Toda la perfección de su arte se la debe a esta ausencia que ha acabado convirtiéndose para él en su verdadera razón de ser. Ha pasado tanto tiempo solo ante sí mismo, ante el espejo, que ya no podría luchar contra alguien real sin traicionarse: sólo puede empezar y acabar el juego de la esgrima con su propia imagen, la que quizás se desdoblará en el otro que necesita lo dual para darle un último sentido a la lucha.
Entonces, el espadachín perfecto combatirá contra sí mismo, en una carrera alocada de ademanes conocidos por devolverle al otro perdido un rostro de oportunidad. Será generoso con él, porque sabe que el combate ha terminado mucho antes de empezar. Tardará tiempo en reconocer que tan sólo luchaba contra la nada, contra su propia nada, la que lo corroía y devoraba desde dentro.
Entonces se preguntará para qué ha servido toda la excelencia esforzada de su arte de esgrima. Y encontrará una última oportunidad para salvarse de su propia irrisión interior: utilizará la espada admirable para atravesar su carne, para morir al menos por su propia mano, para evitar la vergüenza de ser tan buen espadachín, pero sin contrario con quien haya podido medir realmente sus fuerzas y su destreza.
La verdad no podrá negarla, en ese momento de éxtasis final: toda su vida fue una lucha contra la nada, y ahora, por fin, se reconcilia con ella.
Valdepeñas, primavera de 1999 – Torre del Mar, primavera de 2018