LA VERDAD ESTÁ EN LA CLOACA (1998-2018)

Solía sacarlo a pasear al caer la tarde, sobre todo al comienzo de la primavera. Tardaba un rato en prepararlo con el esmero aseado que en ella era habitual, aunque casi nunca lo mostraba a la luz del día, por el qué dirán o por el temor a las irritaciones subcutáneas, pues era muy delicado ante los rayos del sol. Por ello, no acostumbraba a ponerse ropa interior, y aun así no estaba segura de que aquellos paseos fueran suficientes para satisfacer las ganas de ver mundo que por entonces todavía lo incitaban a usar de su breve tiempo de juventud.

Cuando se miraba al espejo de cuerpo entero, antes de vestirse, se había habituado a observar, como desinteresada, ese extraño animal plantado en medio de su figura aún joven, sabiendo que tal vez una sonrisa maligna se abría allí, anunciando los rigores somnolientos de una paciente espera a la hora de salir al atardecer.

No lo mimaba demasiado al principio, porque, según creía, el mimo excesivo acabaría por trasmitirle e inculcarle malos modales que luego serían difíciles de erradicar o contrarrestar, y a la larga, se volvería suspicaz y displicente con ella. Sabía que su demanda de afectos y cuidados era ya por entonces desmesurada, pero no podía negárselos ahora que empezaba a tomar conciencia de que existía y vivía en ella, como un ser independiente y libre, aunque con un sentido de la libertad que le parecía sorprendente, como tuvo que reconocerse después, cuando ya era demasiado tarde para soluciones convencionales.

No es que desconfiara de él, pero se sentía a veces angustiada por el peso de la culpa, sobre todo cuando era él quien marcaba el ritmo de los pasos y decidía en su lugar la orientación de las búsquedas. Si a la vuelta todavía se sentía con deseo de amonestarlo, le reprochaba su celo inagotable o su apasionamiento indiferente, su frialdad o su calidez en el trato mundano, y le dirigía palabras cargadas de ira que él no sabía cómo responder.

Hubo un momento, a lo largo de sus tensas relaciones, en que llegó a creer que carecía por completo de escrúpulos morales y hasta había pensado alguna vez en denunciarlo a la policía o a la inspección sanitaria, pero después del enfebrecimiento que sucedía a los paseos se calmaba, y acababa por decirle palabras cariñosas que él, siempre comprensivo, aceptaba en señal de sincero arrepentimiento, sin dejarle sensación alguna de rencor mal fingido.

Fue en uno de aquellos anocheceres de tibia primavera, ya en el segundo año de sus paseos, cuando al invitar a aquel desconocido, sintió por primera vez que algo muy íntimo bullía en sus entrañas, y aunque podía localizarla con creciente irritación, la desazón (que la hacía entrecerrar los ojos a la luz amarilla de la lámpara en la sala de estar) era más fuerte que las ganas de acallar a la criatura. Lo que nunca hubiera esperado ocurrió precisamente aquella noche: percibió, mientras iba a la cocina por unos vasos para las bebidas, que una rara agitación (como de mariposa que intentara abrir las alas en el momento mismo de salir de la crisálida) estaba, por fin, allí, cerca de ella y de su cuerpo ya sin doble.

Pero esa noche, lo sabía, y en lo sucesivo sería igual, tuvo miedo a lo desconocido, miedo a la carne que es devorada por la carne, el viscoso ámbar que se adhiere a la víctima, el cristal que se rompe cuando la noche desusada avanza y penetra en las cancelas cerradas y tras las puertas que ocultan el silencio hermético de los que intentan borrar con sus cuerpos las huellas de la inexistencia de la pasión… O este miedo común o algo todavía peor y más extraordinario, como sospechaba ya que llegaría a suceder, lo quisiera o no, porque allí estaba él con su gritito sofocado y su risa dolida, solamente esperando a que ella ya no supiera cómo protegerlo por más tiempo de los peligros que lo acechaban.

Sin embargo, no, nada de eso era verdad: la verdad consistía en que, tarde o temprano, tendría que satisfacer su hambre y esta noche podía quizá ser propicia para realizar el experimento, aunque todavía debería resistirse un poco, para conservar, al menos, un rastro de su pasada dignidad de mujer dueña de sí misma.

Valdepeñas, primavera de 1999-Torre del Mar, primavera de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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